Ignacio fue un hombre de oración. Personalmente pasó por todas las etapas de la oración, desde las devociones populares más sencillas que estaban arraigadas en su corazón vasco del Siglo XVI -la devoción a nuestra Señora, a los santos, especialmente a san Pedro, el rezo peregrinante hacia los santuarios, la lectura de la Biblia en sus versiones populares, el gozo con el canto del Breviario, y las letanías a la Virgen-, hasta una oración que inundaba todo su ser, favorecida con gracias místicas, de las que siempre habló sobriamente pero que muestran algo muy especial, pasando por todas las sequedades y luchas de un largo proceso de aprendizaje. Pero sobre todo -y esto es lo más importante para la Iglesia- fue un maestro de oración. Quizás su gracia mayor fue la de poder comunicar a otros su oración y enseñar a rezar como el Señor le enseñó a él[1].
Este Ignacio se llenaba de fervor y entusiasmo cuando encontraba a alguno deseoso de alabar y servir al Señor. Ya fuera un niño[2], una persona sencilla, o una que buscase la perfección, Ignacio ayudaba a todos con la convicción de que Dios quiere «que en gozo en Él» vivamos[3].
Vamos a reflexionar sobre la oración ignaciana tratando de dialogar con Ignacio, haciendo que nos cuente algunas de sus experiencias de acuerdo a la intención que tuvo al narrar su Autobiografía, donde eligió aquellos hechos que sentía serían de provecho para otros, especialmente para los que hacían los Ejercicios. Y para ello vamos a presentarle una de nuestras dificultades, de modo que el diálogo con sus escritos tenga un fin práctico, algo que siempre buscaba Ignacio al hablar de oración.
La dificultad es cómo rezar en medio de las ocupaciones. Deseamos rezar, hemos experimentado que nos hace bien, pero nos cuesta encontrar el tiempo y la continuidad en nuestra oración. Y cuando nos hacemos tiempo material, psicológicamente nos cuesta estar en paz. ¿Cómo hacía Ignacio y cómo enseñaba a ser «contemplativo en la acción»?
Familiaridad con Dios en la acción: aprender de él
A veces no rezamos porque pensamos que no sabemos cómo rezar, o porque pensamos que hay que estar en paz para poder orar. Y lamentamos no tener tiempo para aprender, o quién nos enseñe. Pensamos que con tantos problemas no se puede rezar bien. Estos dos problemas son algo crucial, ya que si no se resuelven nunca se progresará en el camino de la oración. Surgen de una mala comprensión de la oración debida a una mala imagen de Dios.
Miremos a Ignacio, cómo narra al final de su vida el inicio de su vida de oración: «En este tiempo [en Manresa, al comienzo de su conversión] le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole; y ora esto fuese por su rudeza y grueso ingenio, o porque no tenía quien le enseñase, o por la firme voluntad que el mismo Dios le había dado para servirle, claramente él juzgaba y siempre ha juzgado que Dios le trataba de esta manera; antes si dudase en esto, pensaría ofender a su Divina Majestad»[4]. Y al final de la Autobiografía afirma que: «siempre y a cualquier hora que quería encontrar a Dios, lo encontraba»[5].
De toda la riqueza del camino de oración que hizo Ignacio y que nos ha dejado, queremos resaltar como «Principio y fundamento» esta familiaridad con Dios, que comienza siendo la de un niño a quien su Maestro enseña y llega a convertirse en la oración adulta que sabe encontrar a Dios voluntariamente en medio de las actividades diarias de un hombre lleno de responsabilidades[6]. Ignacio no dejaba de rezar por estar muy ocupado, al contrario, una actividad tan prodigiosa solo podía brotar de una oración intensa. Es la ley según la cual a mayor actividad se necesita mayor contemplación.
Aprender a rezar y encontrar en paz a Dios son dos cosas que solo se logran rezando. No son condiciones previas. Mal padre sería el que ordenara a su hijito llamarlo papá pero no quisiera repetírselo cariñosamente muchas veces. Es que en la vida de oración siempre se es discípulo. Así como también siempre hay lucha. Siempre se trata de aprender y por eso no solo se puede sino que se debe partir de la propia realidad. Si no sé rezar, voy a la oración para ver cómo enseña el Padre a uno que no sabe. Si estoy con muchos problemas que no me dejan en paz, voy a rezar para aprender cómo enseña el Señor a rezar a uno que tiene muchos problemas. Si no tengo tiempo voy a aprender qué hacer con mi tiempo. La actitud del niño ante su maestro consiste precisamente en ser ayudado allí donde tengo más dificultad. Que el alumno muestre su dificultad es lo que más quiere todo maestro.
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El Ignacio maduro encontraba a Dios siempre que quería, pero conservando esta actitud de niño de escuela. Como escribe en el Diario el 7 de Marzo de 1544: «[Al vestirse para celebrar misa] mociones a lacrimar y a conformarme con la voluntad divina, que me guiase, que me llevase, etc. Ego sum puer [“Soy un niño”], etc.»[7].
Diríamos que iba a la escuela con actitud de adulto -como los que hacen la primaria y secundaria de noche- pero una vez en la oración seguía siendo alumno. Alumno aventajado, que enseñaba a otros, pero alumno al fin.
El corazón integrado en la acción: tomar apuntes, ordenar el tiempo
Profundicemos un poco más en esta dificultad de las ocupaciones y trabajos. Sentimos que nos obligan a vivir volcados a lo exterior y nuestros sentimientos más íntimos -el deseo de orar- quedan siempre postergados o sepultados.
Hay un párrafo en la Autobiografía que expresa las tensiones en las que estaba centrado el corazón de Ignacio. Dice así: «Parte del tiempo gastaba en escribir, parte en oración. Y la mayor consolación que recibía era mirar el cielo y las estrellas, lo cual hacía muchas veces y por mucho espacio, porque con aquello sentía en sí un muy grande esfuerzo para servir a nuestro Señor»[8].
Estas afición de la época en que Dios le trataba como a un niño la conservará Ignacio hasta el final de su vida. La habitación de su casa, desde donde miraba el cielo, se convirtió en la «cameretta» de Roma con su pequeño balcón; el escribir las palabras del Señor -con tinta colorada-, y las de Nuestra Señora -con tinta azul-, se convirtió en los Ejercicios, en las Constituciones, en el Diario espiritual, con los intentos de expresar las visiones y gracias que tenía; el esfuerzo por servir al Señor se hizo el trabajo vertiginoso de conducir a la Compañía de Jesús, pero el consuelo y las lágrimas mirando el cielo siguieron siendo los mismos.
Evidentemente Ignacio logró integrar su personalidad de modo tal que la responsabilidad de la conducción de la Compañía brotaba de lo profundo de su corazón, donde seguía siendo un niño a quien Dios enseñaba con amor de Padre. Su estar quieto en Roma, poniendo en movimiento a sus compañeros, conservó y aumentó su vocación de «pobre peregrino»[9], como firmara en su juventud en la carta a Inés Pascual. La seriedad y circunspección que le demandaba su oficio de General de la Compañía nunca le quitó espontaneidad de «loco por Cristo», y siempre decía que, si hubiera sido por él, habría andado harapiento y dando voces para humillarse más por amor al Señor.
¿Cómo lo logró? Es clave el uso armónico que aprendió a hacer de su tiempo. Parte lo gastaba en escribir, parte en la oración, parte en conversar con los demás, parte en mirar el cielo… Su tiempo siempre tuvo algo de escolar, de metódico, ajeno a la actitud disociada del que cumple obligado los tiempos que le son impuestos por la vida y dispone a su capricho los tiempos libres.
La integración del corazón no se dará nunca si solo atendemos a las exigencias externas que nos presenta la vida. Cualquier actividad tiende a absorber toda nuestra vida, y aunque dedicáramos todo el tiempo a una sola cosa, las exigencias no decrecerían sino que aumentarían. He ahí el problema moderno de la especialización. Las exigencias del propio corazón son tanto o más dignas de atención que lo externo.
En la integración entre responsabilidad y sentimientos, es clave la conciencia de las mociones que sentimos, el sacar a la luz nuestros afectos más íntimos, el darles tiempo para que se expresen y así conocernos a fondo, para poder actuar desde el interior y no desde una parte de nuestro corazón. Por eso hay que destacar en Ignacio el tiempo que gastaba en escribir sus experiencias. Característica, ésta, de uno que nunca dejó de ser alumno y de tomar apuntes cuidadosos de lo que Dios le enseñaba.
De su Diario espiritual sólo nos dejó algunas páginas a modo de ejemplo, y lo demás -varios fajos gruesos de escritos- los quemó. Escribir para quemar, no para la posteridad o para que otro lo lea. Una ocupación más -y para colmo gratuita y pasajera- en medio de tantas que tenemos. Y, sin embargo, esencial. Es que nuestro Padre tiene tiempo para gastar con nosotros y enseñarnos, ¿y a nosotros nos parece pérdida de tiempo tratar de expresar claramente lo que pasó por nuestra alma en la oración?
Oración y misión: hacer la tarea
Tenemos la experiencia de que lo exterior tiende a dispersarnos, por eso decimos que hay que atender a lo interior. Pero dentro de nuestro corazón el panorama no se nos presenta más alentador. ¿Quién conoce su corazón? ¿No está allí, en la multitud de sentimientos contrarios que surgen del fondo más íntimo, la raíz de la dispersión del mundo moderno? ¿Cómo integrar el corazón en la acción si es precisamente de nuestro corazón de donde salen los deseos para las acciones más contradictorias? ¿Cómo rezar en medio de esa multitud de sentimientos e ideas que nos vienen?
Miremos a Ignacio. Ya desde el comienzo de su conversión, el tiempo que conversaba con los de su casa «lo gastaba en cosas de Dios, con lo cual hacía provecho en sus ánimas»[10]. Tanto que sus deseos de penitencia y vida retirada en Jerusalén, sin dejar de estar presentes como horizonte de sus anhelos, no se convierten en «idea fija» que lo aparta del mundo, sino que lo ponen en contacto estrecho con todo tipo de gente con la que gustoso conversa y a la que atiende con gran caridad.
Y en la madurez, mientras escribía las Constituciones, la oración de Ignacio -centrada en la Eucaristía- es una oración en la que presentaba a Dios nuestro Señor el punto que estaba tratando para discernir si era su voluntad[11]. Su misa era preparada, celebrada, examinada y agradecida con gran amor y suma atención de lo que Dios le mostraba respecto de lo que tenía entre manos en su trabajo.
La oración de Ignacio es una oración que se comunica a los demás, y la característica de esta comunicación es la «disponibilidad», que supone indiferencia ante lo propio, receptividad de lo del otro y deseo de buscar donde está «la mayor Gloria de Dios», para allí servir a las necesidades del prójimo. Es la actitud del maestro que se abaja al discípulo para elevarlo hacia Dios.
En este sentido, podemos decir que es una oración profundamente eclesial. Su contemplación de las cosas de Dios está siempre en tensión con el fruto que se puede hacer en otros. El corazón integrado, que Ignacio mantiene gracias a su oración, lo lleva a saber adaptarse y «hacerse todo a todos», logrando paradójicamente el único modo eficaz de que el alma escuche lo que Dios le dice. Es una oración centrada en la misión. Y por ello busca ayudar a los demás a encontrar su misión, el puesto propio dentro del plan de Dios. Sólo desde allí se puede rezar bien.
Centrar la mirada y poner los deseos en la misión es lo que más ayuda a integrar el corazón, evitando que se disperse tanto en lo exterior como en lo interno. La misión es, en primer lugar, la que implica estado de vida en la Iglesia. Dentro de esta vocación -a elegir o ya elegida- están las misiones más particulares. Y, a medida que pasa el tiempo, están las que la vida nos da por sí sola, y que consideradas como misión adquieren un sentido profundo, ya sean trabajos, enfermedades, gente que queda a nuestro cargo de alguna manera etc.
Otra vez la actitud de discípulo: hacer la tarea encomendada y allí poner la fuerza.
Espontaneidad y estructura: ejercitarse
La familiaridad de discípulo con el Señor, la búsqueda de integrar las ocupaciones externas y los sentimientos profundos del corazón centrándonos en la misión personal que tenemos dentro de la Iglesia, requiere tiempos fuertes de oración. Es aquello de que un acto intenso vale más que mil remisos. Los Ejercicios espirituales, en cualquiera de sus formas, son la ayuda que recomienda Ignacio. Los Ejercicios tienen la virtud de ser para todos. Al menos en alguna de sus formas. Aun para el que sólo dispone de un rato por día, están los Ejercicios abiertos.
Como Padre espiritual y acompañante de ejercicios, la preocupación de Ignacio es la de poner el alma con Dios nuestro Señor: el alma del que reza, lo más profundo y real de la propia persona, el corazón. Y para ello busca adaptar toda la estructura de los Ejercicios a la necesidad del ejercitante. De ahí la diversidad de modos de darlos (en cuanto al tiempo, la materia, etc.), de manera que cada uno encuentre la oración que le ayude a descubrir la voluntad de Dios para su vida. Hay una insistencia constante de Ignacio para que cada persona «sienta y guste internamente» las cosas que contempla, elija de entre toda la materia que se le da lo que más le ayuda, y dialogue espontáneamente con el Señor de lo que siente en la oración.
Por otro lado, los Ejercicios en sí mismos tienen una estructura que apunta a lo más perfecto (aunque también pueden graduarse para ayudar al que quiere «contentar su ánima» o «sacar algún provecho») y, practicados en toda su riqueza y duración, quieren ser instrumento para una persona que desea elegir un estado de vida o reformar seriamente el que ya tiene. Y una vez hecha la elección, confirmarla y perfeccionarla hasta alcanzar amor en la total disponibilidad y en el mayor servicio divino.
Ejercitarse. Cada uno en su medida y en la que Dios le da y le pide. Pero siempre la oración como un ejercicio.
Contemplación en la acción: vivir en el plan de Dios
Ignacio fue un contemplativo en la acción. Hemos querido ejemplificar las gracias de familiaridad con Dios, de integración madura del corazón y de proyección misional y eclesial que esta fórmula implica y cómo los Ejercicios son el instrumento apropiado para lograr esta gracia de ver a Dios en todas las cosas.
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La acción en la que Ignacio contempla a Dios es, en primer lugar, la acción del Espíritu. Esta acción del Espíritu se manifiesta en las mociones que suscita en nuestro corazón y en el de los demás. Mociones que deben ser sentidas y gustadas, elegidas, confirmadas y llevadas a la práctica.
No es una contemplación directa o extática de Dios. Es una contemplación que supone un proceso en el que se da tiempo a las mociones. Una contemplación que supone lucha de espíritus (tanto que, si no se da, hay que provocarla proponiendo al que reza cosas más altas y difíciles para que se muevan los espíritus). Una contemplación que supone diálogo con el Padre espiritual, que ayuda a discernir, ya que nadie es buen juez en lo propio.
En esta tensión que se da entre contemplación y acción, es bueno recordar lo que decía el Beato Fabro -uno de los primeros compañeros de Ignacio, de los que mejor daban los Ejercicios- para las personas de vida activa, a saber, que (hablando en términos universales) «será lo mejor que ordenes todas tus oraciones al tesoro de las buenas obras, que no al revés»[12]. Esto significa que es bueno ordenar todas las oraciones a conseguir las gracias y virtudes que se necesitan en la acción, especialmente si se trata de acciones que nos cuestan, por nuestra manera de ser o nuestras costumbres.
Es propio de la oración ignaciana este ordenar la contemplación a la acción. Se debe buscar a Dios en la acción -por supuesto que en primer lugar en la que brota de la propia misión- para luego encontrarlo mejor en la oración. Es lo que San Ignacio quería para los miembros de la Compañía: «Que no hallen (si es posible) menos devoción en cualquier obra de caridad y obediencia que en la oración o meditación; pues no deben hacer cosa alguna sino por amor y servicio de Dios nuestro Señor, y se debe hallar cada uno más contento en aquello que le es mandado, pues entonces no puede dudar que se conforma con la voluntad de Dios nuestro Señor»[13].
Este poner el peso en la misión, inclina nuestro corazón a tener actitud de discípulo y lo libera del peso que significa rezar como una actividad más en medio de tantas, y de tener que encontrar a Dios en lo que a nosotros se nos ocurrió hacer, lo que siempre tiene algo de rompecabezas. Al planear las buenas obras que Dios quiere que hagamos y tratar de realizarlas, se hace más fácil descubrir dónde estuvieron las gracias y las tentaciones, y ubica nuestra oración dentro del plan de Dios. Comenzando a practicar lo que el Señor nos dice en el Evangelio, y dirigiendo hacia aquello nuestra oración, lo encontraremos siempre que queramos y necesitemos su amor y su gracia, para mejor alabarlo y servirlo allí.
- Los Ejercicios Espirituales nos dan estructuradamente muchas de las formas de oración que Ignacio experimentó y practicó: meditaciones en que ejercita memoria, inteligencia y voluntad; contemplaciones, en que aplica los sentidos espirituales, mirando a las personas, oyendo lo que hablan, viendo lo que hacen, gustando internamente y hasta oliendo y tocando con infinita reverencia; exámenes de conciencia, etc. Ignacio enseña a rezar con todo el ser: motiva el uso de la imaginación en la «composición viendo el lugar», de la voluntad en las peticiones, la inteligencia y el gusto en los puntos en que entra la lectura de la Biblia – ordenada según la estructura de los Ejercicios y el sentir y gustar del ejercitante, guiado por el Espíritu -, la memoria y el corazón en los coloquios… También la oración vocal tiene su puesto en los Ejercicios, así como oraciones sencillas por anhelos o repitiendo el Padre Nuestro, el Ave María, los mandamientos, etc. ↑
- «Tan pronto como llegó [a su tierra natal] determinó enseñar la doctrina cristiana cada día a los niños; pero su hermano se opuso mucho a ello, asegurando que nadie acudiría. Él respondió que le bastaría con uno» (Ignacio de Loyola, s., Autobiografía en Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1963, n. 88, p. 145). ↑
- Id., Cartas, n. 1, p. 612. ↑
- Id., Autobiografía, n. 27, cit., p. 103. ↑
- Ibid, n. 99, cit., p. 159. ↑
- Las actividades de Ignacio eran de todo tipo: desde las preocupaciones de fondo, como era la redacción de las Constituciones, hasta los trabajos de la casa, como ayudar al cocinero, pasando por todo tipo de trato con diversas personas, a través de las muchas cartas que escribía cada día, los Ejercicios a varios al mismo tiempo, a quienes visitaba personalmente, la fundación de obras para ayudar a los huérfanos, a las prostitutas, a los catecúmenos, los problemas de la curia, las persecuciones… ↑
- Id., Diario Espiritual, IV, n. 127, p. 352. ↑
- Id., Autobiografía, n. 11, cit., p. 93. ↑
- Id., Cartas, n.1, cit., p. 613. ↑
- Id., Autobiografía, n. 11, cit., p. 93.. ↑
- «En particular me habló – dice el padre Cámara – sobre las determinaciones, en las cuales estuvo cuarenta días diciendo misa cada día, y cada día con muchas lágrimas, y lo que se trataba era si la iglesia tendría alguna renta, y si la Compañía se podría ayudar de ella» (ibid, Autobiografía, n. 100, cit., p. 159). ↑
- P. Fabro, Memorial, Diego de Torres, San Miguel, 1983, 132-133. ↑
- Ignacio de Loyola, s., Cartas, n. 67., cit., p. 768. ↑