«Somos comediantes. Deberíamos vernos bajo este aspecto. Solo el humor – negro, rosado o cruel –, solo el humor nos puede dar serenidad». La afirmación es de Ionesco (Diario en migajas: presente pasado, pasado presente, Páginas de espuma, Madrid 2007). Con ella, el dramaturgo rumano quiere recordarnos que la única manera de consolarnos frente a la infelicidad de sentirnos perdidos en este mundo condenado a la muerte es la evasión mediante el humor. Por eso nos sugiere reír de nuestra cómica situación de criaturas, incapaces de sentirnos cómodos en una existencia acorralada por el sufrimiento y la muerte; reír para escapar de la desesperación y de la locura; reír para no estar obligados en cada momento a enfrentarnos al muro del misterio (o del absurdo). En realidad, muchas de las obras de Ionesco nos hacen reír, nos divierten, nos transportan a mundos surreales: piénsese en La lección, Las sillas, La cantante calva, El rinoceronte. ¿Dan también serenidad? Lo dudamos. El humor negro y cruel que de ellas emana ofrece una diversión que huele a desolación.
Es indudable que el humor es un medio privilegiado para alcanzar la serenidad. Este forma parte del don de la sabiduría que nos da el Espíritu Santo. «Ocupa un lugar muy importante en la vida religiosa», más aun, «es la sal de la vida, y en cierto sentido es la sal de la vida religiosa, pues la preserva de la descomposición» (A. Roche, Piscologia dei santi, Ed. Paoline, Roma 1958, 96). El padre Benson no dudaba en calificar el humor de santa Teresa de Ávila como «don divino», don que hizo de la vida de tantos santos una aventura fascinante: piénsese en Francisco de Sales, Tomás Moro, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, el Papa Juan XXIII, Giorgio La Pira. Roche llega a afirmar que «la historia de muchas herejías es en gran medida la historia de la pérdida del sentido del humor. No podría explicarse de otra manera, dejando de lado la obra del demonio, algunas de sus aberraciones y absurdos» (ibid).
Podemos concluir, pues, que existen distintos tipos de humor. Hay sentidos del humor como el de G. B. Shaw, transido de amarga ironía, y otros como el de G. K. Chesterton, lleno de sabiduría humana y cristiana; hay humorismos como el de Voltaire, corrosivo y cerrado a la trascendencia, y otros como el de Tomás Moro, benévolo e iluminado por una sabiduría superior; humorismos como el de Cervantes, expresión del alma religiosa, y otros como el de los escritores del absurdo, de risa amarga y ahogada. ¿Cuándo, pues, hay un sentido del humor verdadero? ¿Y qué es el humor?
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No es fácil definirlo. Los matices, la sutilezas, la variedad de significados que caracterizan el término impiden una definición precisa. Al fin y al cabo, las manifestaciones de humor reflejan las diferencias entre culturas, mentalidades, costumbres; y no solo en ese nivel, pues el humor también es una proyección del individuo. Cada pueblo tiene una forma específica de humor y cada humorista una fisonomía particular.
Para hacernos una idea global del término, he aquí cuatro definiciones que se iluminan y complementan mutuamente. En el Dizionario Garzanti della lingua italiana leemos: «Disposición para acoger las debilidades y las contradicciones de la naturaleza humana y los aspectos cómicos, contradictorios, infrecuentes de la vida con una ironía indulgente, sin amargura y con una viva comprensión humana». En el gran Diccionario de Oxford: «Facultad para percibir lo ridículo o divertido, o de expresarlo en un discurso, escrito o en otros formatos; diferente del wit (la astucia o el ingenio) en que es menos intelectual y por poseer una cualidad de simpatía en virtud de la cual a menudo se acerca a lo patético». En el diccionario de la RAE: «Capacidad para ver o hacer ver el lado risueño o irónico de las cosas, incluso en circunstancias adversas» (def. de «Sentido del humor»). Finalmente, en la Enciclopedia Filosófica: «Actitud de quien, sin considerar los acontecimientos de manera absoluta, capta su aspecto risueño, con un delicado sentido de superioridad, ausente de maldad y de cinismo, y sin ser víctima de las pasiones (piénsese en el significado antiguo de urbanitas de los Romanos)» (Lucarini, Florencia 1982, VIII, 453).
En resumen, los elementos esenciales del humor (o del sentido del humor) son: la capacidad de captar el lado cómico y contradictorio de la vida, riendo con benévola comprensión; una mirada superior que permite ver mejor y «más allá»; una inteligencia «nueva» que relativiza y redimensiona lo que se querría tomar como absoluto y excelso. Comprendemos inmediatamente que el sentido del humor tiene muchos elementos en común con lo cómico, la ironía y la risa, pero que se diferencia claramente de ellos. Lo cómico se alimenta de los aspectos excéntricos de la vida para divertir y divertirse, el humor, en cambio, nace del descubrimiento de las miserias humanas, observadas con una actitud de comprensión, que compatibiliza y construye; también divierte, pero sobre todo hace pensar. La ironía agrede, hiere, incluso destruye; el humor es indulgente, benévolo, compasivo. La risa a veces estalla ante un hecho inmediato como un reflejo, o se manifiesta como una reacción de defensa instintiva frente a una atmósfera tensa, o bien es la manifestación de elementos placenteros y cómicos; el humor es más suave y reflexivo, va más allá del hecho inmediato, es más complejo y rico en sentido, es simpatía y energía.
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Al igual que la ironía, la risa y lo cómico, el humor toma distancia del sujeto. No como una reacción defensiva ni de desprecio o de rechazo, sino producto del descubrimiento de una nueva dimensión. A ojos de quien tiene sentido del humor, ciertos eventos y personas asumen aspectos diferentes, capaces de suscitar nuevos puntos de vista y nuevos significados. Así, una situación grave se transforma en una situación de comicidad (y viceversa), en una atmósfera de simpatía que acerca a las personas, las comprende y las hermana. Para llevar a cabo este cambio de planos y alcanzar esta nueva inteligencia, el «humorista» debe disponer «de cierta sabiduría humana, fruto de la experiencia, y de una capacidad de observación especial de los otros y de sí mismo. En otras palabras, podría decirse que el humour esconde un juicio implícito, fundado en una concepción del hombre y de la existencia humana. Es lo que probablemente explica por qué los niños pequeños son incapaces de experimentar el humour» (Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1969, VII/1, 1189). Pirandello llama «sentimiento de lo contrario» a esta nueva dimensión descubierta a través del humor, que no debe confundirse con la «advertencia al contrario», propio de lo cómico.
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Si el humor florece desde una determinada concepción del hombre y de su existencia, hay que decir que el cristianismo es su expresión más plena y rica. No en vano Kierkegaard considera el humor como la más extrema aproximación del hombre a lo propiamente cristiano-religioso. Hay algunos que sostienen que solo en el cristianismo es posible alcanzar la plenitud del humor. En realidad, si se examina detenidamente la cuestión se llega a la convicción de que el cristianismo y el humorismo van de la mano, aunque a primera vista parezca lo contrario: ¿cómo es posible conciliar el absoluto de Dios y el sentido del humor? Además, el compromiso cristiano de vivir bajo el cielo de este absoluto, en una tensión de dramática seriedad, ¿no excluye acaso cualquier evasión desde el humor?
Antes de examinar el problema, podemos preguntarnos: ¿tiene Dios sentido del humor? El teólogo protestante norteamericano H. G. Cox dio al último capítulo de su obra Feast of the Fools un título desconcertante: Christ the Harlequin. Según Cox, Dios creador es esencialmente un Deus ludens, en concordancia con los padres griegos que veían en la creación una suerte de juego. Y agrega:
«Según algunos de estos teólogos, el Logos eterno que luego se encarnaría, estaba junto al Padre durante la creación para celebrarla y para alegrar al Padre por lo que estaba haciendo. Hugo Rahner, un pensador católico de nuestro tiempo, está de acuerdo con ellos. Él cree que el término hebreo usado en el libro de los Proverbios (8, 27-31) para describir la actividad del Logos puede traducirse de manera más exacta con la palabra “danza” […]. Aunque esta interpretación es discutible, la idea es brillante. Mucho tiempo antes de yacer indefenso en un pesebre, de expulsar a los vendedores del templo y de pender de la cruz, el espíritu de Cristo estaba presente en la creación danzando. Esto habría podido dar a los exégetas y teólogos una base para discutir lo cómico. Pero no fue así. A pesar de una que otra mención, lo esencial del trabajo teológico sobre lo cómico fue realizado solo en tiempos recientes, y puede resumirse en la noción según la cual tanto para el cristianismo como para la sensibilidad cómica nada debe tomarse demasiado en serio. El mundo es importante, pero no de manera absoluta. Como el bufón, el hombre de fe puede sonreír ante las pretensiones del príncipe, porque sabe que el príncipe no es más que un hombre que un día será reducido a polvo» (tomado de B. Mondin, Dalla teologia radicale alla teologia «comica», Coines, Roma 1970, 127-128).
El padre H. Rahner, citado por Cox, retoma en su notable libro L’Homo ludens (Paideia, Brescia 1969) el discurso dejado por J. Huizinga en la última página de su libro homónimo (Homo ludens, Alianza, 2012), en el que demuestra que la perfección ideal de la ética humana es una misteriosa reproducción de la eterna Sabiduría que juega desde el principio delante de Dios. Desde aquí Rahner toma el argumento para intentar una interpretación teológica y religiosa del juego. Los análisis y los enfoques son seductores, pero no podemos demorarnos en estos porque desplazan, si bien levemente, la cuestión del humor a lo propiamente lúdico.
Entonces, ¿tiene Dios sentido del humor? La respuesta se nos da en primer lugar a partir del misterio de la Encarnación. Que el Dios eterno e infinito, cuyo rostro nadie puede ver y luego seguir vivo (Es 33,20), el que «habita una luz inaccesible» (1 Tm 6,16), el «alfa y omega» (Ap 1,8), semper maior de cuanto se pueda decir o pensar de él, supra quem nihil, extra quem nihil, sine quo nihil (San Hilario, De Trinitate, 1. I, c. VI, en PL, X, 29): que este Dios asuma la naturaleza humana y se convierta en un hombre como nosotros; que sufra como nosotros la sed y el hambre, la soledad y la enfermedad, el frío y el calor; que padezca como nosotros las pasiones y la muerte; que se someta a los caprichos de los hombres; que «se una con la Encarnación en cierto modo a todos los hombres» (Gaudium et spes, n. 22), todo esto trastorna la mente. Pero si el hombre se confunde, Dios «se divierte»: una diversión que es amor infinito, que escapa a toda comprensión, sobrepasa cualquier medida. Detrás del escándalo de la Encarnación se abre el abismo inexplicable de la «riqueza» del amor y de la «sabiduría» con los que Dios dispuso la trama secreta de los hechos que tejen la historia humana (Rm 11,33). Si la base del humor reside en la ley del contraste y la yuxtaposición de los opuestos, hay que concluir que, cuando hablamos de humor, Dios es el maestro insuperable.
Este humor divino acompaña la obra de la salvación y se encarna en elecciones que no terminan de sorprender. «Escogió a los que el mundo tiene por insignificantes, a los que trata con desprecio, a aquellos que nada valen, para anular a los que piensan que son algo» (1 Cor 1,28). Toda la historia de la Iglesia es una secuencia de elecciones – de personas, de acontecimientos, de instrumentos – a las que Dios recurre con invariable sentido del humor y que le confieren un inconfundible sabor de optimismo y de alegres sorpresas.
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La existencia cristiana debe enmarcarse y comprenderse en esta perspectiva humorística. Paradójicamente, su historia oscila entre el Dios eterno y los sucesos cotidianos, a menudo insignificantes; entre la victoria definitiva del Señor y nuestras impotencias y derrotas; en una Iglesia que es, al mismo tiempo, esposa inmaculada y comunidad de pecadores. Todo esto arroja sobre la existencia cristiana una luz nueva, que permite ver a los hombres y las cosas desde ángulos ricos en significados. Cuando se lo concibe en clave cristiana, el humor no cierra los ojos frente a la fealdad y la miseria de la vida; tampoco se para ante ellas como un juez, como sucede con la ironía, la sátira y el ingenio. Guiado por la fe, el humor permite vislumbrar el gran proyecto común de Dios; arroja aquí su pensamiento y se ríe mientras descubre la estupidez de los mortales. En el «humorista» se esconde una extraordinaria fuerza de resiliencia y una irreprimible libertad de ser; su reino está más allá de los contrastes terrenales y ninguna fría evaluación logra deprimirlo.
«El núcleo íntimo del humor (cristiano) reside en la fuerza de lo religioso. El humor mira lo terrenal y lo humano en su insuficiencia delante de Dios. Pero los mira en el espejo del amor de Dios, sin que por ello tenga que hablar de Dios. El humor habla desde la resignación del conocimiento y observa que todo lo terrenal es imperfecto. Sin embargo, esta misma resignación lo despoja, a su vez, de lo humano y lo eleva a la certeza de que todo lo finito está rodeado de la gracia de Dios. Así, el humor es piedad y amor por el mundo, precisamente ahí donde se manifiesta su insuficiencia y su necedad. El hombre que tiene sentido del humor ama el mundo, a pesar de sus imperfecciones, lo ama incluso en ellas. El amor es siempre un “sí” a lo que existe, es una alegría auténtica por el ser. De esa forma, el amor que el humor tiene por el mundo es al mismo tiempo alegría del mundo, gratitud a Dios por dejarnos vivir en este mundo imperfecto» (L. Boros, Sperimentare Dio nella vita, Queriniana, Brescia 1978, 34).
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Uno de los efectos más importantes del humor cristiano es la desmitificación de uno mismo y de los demás. Hay días en que todos estamos tentados de vernos como héroes, en grandes poses, sobre pedestales de todo tipo de materiales. En esas horas de gracia, nos sentimos dueños del mundo, capaces de desafiar y vencer esas debilidades en las que, quien más quien menos, caemos todos. En cada uno de nosotros hay algo de Pedro proclamando: «Aunque tenga que morir contigo, yo jamás te negaré» (Mc 14,31). El choque con la realidad de nuestra miseria, una vez que esta se adueñe de nuestra vida y extienda sobre ella su sombra, podría ser dramático. Entonces, el sentido del humor será una verdadera válvula de seguridad. Este no esconde nuestras debilidades, ni las embellece o adorna inútilmente, sino que nos las hace ver con la mirada del Señor: con ese amor que es comprensión de nuestros límites, don de confianza, promesa de perdón. Él sabe que Pedro lo negará tres veces antes de que cante el gallo, pero, en lugar de rechazarlo, le confía su Iglesia. Sabe que la triple negación no es una manifestación de su maldad, sino de su debilidad, y debe haber sonreído frente a la audacia del futuro primer Papa.
En este sentido, el humor logra «redimensionarnos», tanto a nosotros como a los demás. Sobre las ruinas del andamiaje heroico germina la humildad y la confianza. La primera despeja el terreno de cualquier presunción y nos permite caminar en la verdad, nos invita a «fortalecernos en el Señor y en su fuerza poderosa» (Ef 6,10), y recuerda «a los ancianos que el mundo no termina con ellos y a los jóvenes que el mundo no comienza con ellos» (Papa Juan XXIII, Amare la terra col cielo nel cuore, Gribaudi, Turín 1972, 176). La confianza nos impulsa hacia delante, nos hace intrépidos, nos convierte en protagonistas de historias, nos abre la puerta al amor de los demás.
Se entiende, entonces, que el humor cristiano es un nuevo modo de ser y de sentir: convierte el pesimismo en audacia, el desprecio en piedad, la intolerancia al límite en fecunda aceptación. Esta novedad bienhechora deriva del hecho de que, en la perspectiva del humor, la existencia y los acontecimientos adquieren sentido y valor no en sí mismos, sino en Dios, que «sabe cómo estamos hechos; tiene presente que somos polvo» (Sal 103,14). Aislada de la redención de Cristo, la realidad humana horroriza, pues es prisionera del mal, de lo banal, del hastío, de la desesperación. «Innumerables son las cosas espantosas, pero nada hay más espantoso que el hombre», afirma Sófocles en Antígona. ¿El hombre? «Un miserable comediante, que se pavonea y se agita en el escenario y del que nunca se vuelve a hablar» (Shakespeare, Macbeth, Acto V, Escena V); un «átomo irrisorio, perdido en el cosmos inerte e ilimitado […], sin sentido ni propósito» (J. Rostand, L’homme, París 1962, 173). ¿La vida humana? Un camino en el que nos topamos con «ladrones, espectros, gigantes, viejos, jóvenes, mujeres, viudas, hermanos adúlteros. Pero siempre nos encontramos con nosotros mismos» (J. Joyce, Ulisse, Mondadori, Milano 1960, 289).
¿Resultado? Disgusto, rechazo, culpa que se expresa en acritud, en ironías amargas, en carcajadas sin alegría. El humor lleva a cabo una inversión de perspectiva. No se ve al hombre como algo aislado y abandonado a su miseria, sino a la sombra del amor de Dios, que nos comprende y usa su misericordia; no nos ve como una «cosa espantosa», sino como un hijo amado que, cual niño caprichoso, cree que puede prescindir de los padres; sujeto antes de indulgencia que de condena, de ternura antes que de severidad.
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Esta mirada tierna e indulgente nos da la gracia, porque la verdadera gracia consiste en reírnos de nosotros mismos: de nuestros fracasos, de nuestros sueños rotos, de nuestros vuelos perdidos. El humor nos permite desdramatizar los sucesos, destacar la relatividad de las cosas, eliminar todo resto de fatalidad, para colocar las cosas en su justa perspectiva. Gracias a su célebre sense of humour, expresión de la esperanza cristiana y de una fe viva, sir Thomas More logró restar importancia incluso a su muerte. Mientras subía las escaleras del patíbulo exclamó: «Por favor, señor Lugarteniente, ¿podría darme la mano para subir con seguridad? Después, para bajar, no se preocupe que me las arreglaré solo». Anima incluso al verdugo: «Arriba, amigo, ánimo, cumple tu trabajo sin temor. Pero ten presente que tengo el cuello más bien corto: cuida de golpear derecho para no manchar tu reputación» (R. W. Chambers, Tommaso Moro, Rizzoli, Milano 1965, 461).
La sensación de insatisfacción de la que a menudo somos víctimas, proviene del hecho de que el mundo no va como quisiéramos y de que la Iglesia no piensa como quisiéramos. Aquí es donde el humor viene en nuestra ayuda: nos hace tomar distancia de nuestros propios puntos de vista y nos recuerda que no somos los únicos inteligentes, los únicos que pensamos correctamente y que tenemos el Espíritu Santo a nuestra disposición. En el espacio creado por el humor, las tensiones se liberan, muchas cosas se ven mejor y encuentran su lugar.
«Demasiada gente está excesivamente cerca de las cosas. Y así la visión es parcial, distorsionada, centrada en los detalles, sin perspectiva, sin matices, marcada por la pasión, por los colores demasiado cargados. Al respecto, son significativas ciertas discusiones entre personas graves, tensas, enfadadas, amargadas, nerviosas, incluso histéricas, que convierten cada problema en una tragedia, cada novedad en herejía, cada crítica en un desastre, cada protesta en revolución. La confusión celebra triunfos indecibles. En cambio, es urgente, es sano construir un lugar en el corazón del que brote una sonrisa que mejore la capacidad de mirar todas las cosas con benevolencia, con sentido de los límites, los propios y los ajenos» (A. Pronzato, Coraggio gridiamo, Gribaudi, Turín 1970, 45).
Esta capacidad es también la libertad de espíritu, que permite dominar los acontecimientos y navegar por los mares de la serenidad y la confianza. Un teólogo que es todo menos superficial, el cardenal H. de Lubac, escribe:
«En medio del sufrimiento, mírate con humor de vez en cuando, para escapar del veneno que destila. Créeme, es un remedio más efectivo que cualquier combate heroico. Además es más fácil, por poco sensible que seas a la comedia humana, sin ponerte, eso sí, fuera de juego» (Nuovi paradossi, Ed. Paoline, Roma 1957, 79-80). Y refiere luego el consejo de un cenobita anónimo: «Si tu alma está turbada, ve a la Iglesia, póstrate y reza. Si tu alma aun está turbada, ve a ver a tu padre espiritual, siéntate a sus pies y ábrele tu alma. Y si tu alma sigue turbada, retírate a tu celda, acuéstate en tu estera y duerme» (ibid).
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Lo contrario del hombre con sentido del humor es el rencoroso. Desprovisto de todo sentido de lo relativo, se toma todo en serio, especialmente a sí mismo; ajeno a la debilidad humana sustancial, no sabe compadecerse; su sonrisa, cuando la hay, es atrofiada; su presencia no despierta ni confianza ni simpatía; habla de Dios como juez y guardián de la ley, más que como padre. Cuando uno de sus proyectos fracasa, o sus amigos desaparecen, se deja llevar por una amargura que envenena su existencia. Generalmente ansioso, también es «pesado», porque está cargado con sus propios puntos de vista, sus propios estados de ánimo, sus propias desilusiones.
El cristiano con sentido del humor, en cambio, cuando se encuentra con la desilusión, comprende y sonríe: entiende sus limitaciones y sonríe ante el derrumbe de sus ilusiones. La inteligencia de lo relativo lo traslada al terreno de lo absoluto: así puede situarse en el lugar que le corresponde, en relación con un Otro inmensamente mayor que él, que lo envuelve con la Providencia benévola. Por ello, C. Champollion, hablando de Tauler (en Études Germaniques 20 [1965] 49), habla del humor como un don extremadamente frecuente entre los místicos. Es decir, entre personas que «no se hacen excesivas ilusiones sobre la santidad de su estado, ni sobre el valor de las observancias y ejercicios, que sin embargo practican con extrema seriedad».
Sonríe, se decía. Y nos recuerda una página de K. Rahner en la que sostiene que Dios «se ríe en los cielos», como leemos en el Salmo 2,4: «El que tiene su trono en el cielo se ríe». Ante el tumulto de los pueblos que quieren liberarse de su dominio, Dios se ríe.
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«Ríe con calma, escribe Rhaner. Casi se podría decir: como si todo esto no le tocara. Lleno de compasión. Conoce perfectamente el amargo drama de esta tierra. Dios se ríe, dice la Escritura. Y con ello, afirma que hasta la más pequeña risa pura y plateada que brota de cualquier parte, de un corazón justo, frente a cualquier nadería de este mundo, refleja una imagen y un rayo de Dios. Es un reflejo del Dios victorioso, señor de la historia y de la eternidad. De ese Dios cuya risa muestra que, al final, todo es bueno» (Im Heute Glauben und Alltägliche Dinge, citado a través de A. Pronzato, Coraggio gridano, cit., 37).
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Si por un lado el humor, como sentido de lo relativo y del límite, conduce al desprendimiento de uno mismo y establece la humildad, por otro lado, es una invitación a la confianza, incluso a la audacia. El espacio en el que se mueve ya no es nuestra propia capacidad, la fuerza de nuestros medios o las circunstancias particularmente favorables, sino la fe en Dios y la certeza de que sus planes no pueden fracasar, a pesar de las limitaciones humanas y los poderes del mal. En el mosaico del ábside de San Pablo Extramuros, el Papa Honorio III se hizo representar muy pequeño, del tamaño del pie derecho del Señor. «Así, con una sonrisa de satisfacción que su barba no puede ocultar, deja al Pantocrátor la tarea de gobernar su Iglesia como Señor» (A. Manarache, Prêtres à la manière des Apôtres, Centurion, París 1967, 221).
El papa Juan XXII nos dio la lección más sorprendente en este sentido. El humor era una de las principales y más fecundas características de su espiritualidad: se reflejaba en esa sonrisa abierta, cordial, paternal, que era una irresistible invitación a la confianza y a la paz interior. Escribía: «El Espíritu Santo me ha elegido. Se ve que quiere trabajar solo. A veces me siente como un saco vacío que el Espíritu Santo llena de repente de fuerza» (en Amare la terra col cielo nel cuore, cit., 241). Se cuenta que un dignatario de la Curia Romana, al ser preguntado por el Concilio, dijo al Papa: «No es posible que el Concilio esté listo para 1963». «Muy bien», respondió rápidamente el Papa, «lo haremos en 1962». Y cumplió su palabra. Cuando las preocupaciones del papado se hacían más pesadas, por la noche, para conciliar el sueño, recordaba que era «solo Angelo Roncalli». Y se dormía tranquilamente. Cuando le llevaron a la silla gestatoria, se sintió humillado al verse levantado tan alto: «Miré entre la multitud, pensé en mi padre y en mi madre, y en lo que habrían dicho si me hubieran visto».
Es memorable su rechazo a los «agoreros» en el discurso de apertura del Concilio (11 de octubre de 1962):
«En el ejercicio diario de nuestro ministerio pastoral, a veces nos sentimos heridos por las sugerencias de personas ardientes de celo, pero que no tienen un sentido superabundante de la discreción y la medida. En los tiempos modernos solo ven prevaricación y ruina […]. Nos parece que debemos disentir de estos agoreros, que siempre anuncian acontecimientos poco propicios, como si el fin del mundo estuviera en ciernes».
En las marañas de la historia, el gran Papa supo discernir los designios de la Providencia, que actúa a pesar de los hombres y dispone todo para el mayor bien de la Iglesia. Su humor, que le permitía ver «más allá» y hacia arriba, se expresaba en benéficas oleadas de optimismo.
«El humilde sucesor de San Pedro aún no ha sido tentado por el desánimo. Nos sentimos fuertes en la fe y, con Jesús a nuestro lado podemos cruzar no sólo el pequeño mar de Galilea, sino todos los mares del mundo. Hijos míos, confiad siempre en Dios, que vela por cada uno de nosotros. Dejémoslo en manos del Señor. Siempre hay que confiar en el tiempo. El tiempo repara las cosas […]. Hay maldad, hay lasitud, hay un torbellino de fuertes tentaciones en el mundo moderno. Pero también existe el bien […]. Yo soy optimista» (en Amare la terra col cielo nel cuore, cit., 305).
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De cuanto acabamos de decir se desprende que el humor está estrechamente vinculado a la verdad y la fe cristianas. De hecho, «la literatura antigua no conoce – y esto es característico – el humor en un sentido significativo, sino solo cómico: el humor está reservado al cristianismo como expresión de su nueva libertad, que lo eleva, como criatura espiritual, por encima de todas las criaturas no libres» (G. Sellmair, L’uomo nella tragedia, Morcelliana, Brescia 1949, 199). La literatura moderna, inspirada en el nihilismo o el absurdo, tampoco conoce el verdadero humor. En G. B. Shaw y S. Beckett hay ironía, risa amarga, piedad desolada, no el humor que se encuentra en G. K. Chesterton o en Manzoni. Si la literatura refleja la vida, debemos deducir que, sin una auténtica fe religiosa, el humor no existe o es un subproducto de ella. Y sin ella, nuestros días se ven envueltos en la desesperación, la insignificancia y la esclavitud.
Fulton J. Sheen habla extensamente de la doctrina del «Divino Sentido del Humor», traída a la tierra por el Niño, que puede resumirse así: «Nada en este mundo debe tomarse en serio: nada excepto la salvación de un alma. El mundo y su contenido se replegarán un día sobre sí mismos como la tienda de un árabe: no debes vivir exclusivamente para esta vida». El conocido autor afirma que el humor permite al hombre ver «a través» de este mundo el mundo mejor que le espera; que el verdadero cristiano no debe cuidar en exceso su propia vida y sus posesiones; que «el ateo, el agnóstico, el escéptico, el materialista se ven obligados a tomarse en serio a sí mismos, privados como están de una cumbre espiritual desde la que verse en su ridículo»; que solo la misericordia de Dios puede consolar al pecador; que los que rechazan la necesidad de un Salvador que perdone sus pecados son tan ridículos que provocan incluso la risa de Dios; que las realidades creadas son medios, no fines, que deben utilizarse con sabiduría. Y finalmente concluye:
«Es muy posible que el día del Juicio Final el Señor conceda una gracia especial a quienes, en lugar de tomarse el mundo en serio, hayan hecho de cada cosa humana un escalón hacia el Cielo. A los que no se hayan sobrevalorado ni a sí mismos ni al mundo, a los que, en definitiva, tengan el divino sentido del humor, les ofrecerá su sonrisa» (La felicità del cuore, Richter, Nápoles 1952, 89).
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