Una crisis inédita en la Iglesia occidental
Los historiadores de la vida religiosa conocen muy bien que a lo largo de la historia de la Iglesia han desaparecido algunos institutos religiosos, tanto femeninos como masculinos, tras unos años de vida fecunda. También constatan que cada ciclo nuevo de vida religiosa (el paso del monacato a los mendicantes, el paso de los mendicantes a las congregaciones apostólicas modernas…), supone una cierta crisis para el ciclo anterior que lentamente se recupera y adapta. La vida religiosa se ha ido enriqueciendo de la experiencia del desierto, de la periferia y de la frontera.
Pero lo que acontece en el mundo occidental hoy es diferente y nuevo, afecta a todos los institutos religiosos: falta de vocaciones, pirámides demográficas invertidas con mucha gente mayor arriba y una pequeña base de gente joven, además de numerosas salidas de la vocación religiosa a los pocos años de la profesión. Pero la pregunta es ¿por qué salen?
Esta situación tan generalizada provoca incertidumbre sobre el futuro de la vida religiosa y en muchos casos genera un clima de miedo y pánico: ¿desaparecerá la vida religiosa de las Iglesias del occidente cristiano? ¿sucederá también un fenómeno semejante dentro de unos años en Asia y África? ¿Hay que caminar hacia nuevas comunidades de vida religiosa?¿Sustituirán los nuevos movimientos laicales a la vida religiosa tradicional?
Si quisiéramos sintetizar esta situación en una palabra tal vez tendríamos que hablar de una situación caótica, de caos, una mezcla de confusión y desorden. Esta situación tiene consecuencias de todo tipo, no solo pastorales y espirituales sino institucionales, económicas, sociales, etc. ¿Qué hacer con las obras propias, educacionales, pastorales, de salud y sociales, cuando no hay personal religioso, ni recursos económicos para mantenerlas? ¿Cómo mantener los inmensos gastos de las enfermerías religiosas? ¿Cómo formar a la juventud religiosa en medio de este clima de inseguridad? ¿Qué futuro les espera a las jóvenes vocaciones que entran en comunidades muy envejecidas? ¿Es posible seguir soñando?
Frente a esta situación, coexisten dentro del seno mismo de la vida religiosa, posturas divergentes. Para algunos, se trata de un fenómeno pasajero, de una crisis temporal que pronto remitirá y se aducen ejemplos de algunas comunidades religiosas que han visto que últimamente aumentaban sus vocaciones. Otros, en cambio, optan por una postura apocalíptica, no hay nada a hacer, no hay futuro, no podemos seguir soñando.
Hemos de profundizar la situación actual para ver si hay alternativas posibles que no sean ni ingenuas ni catastróficas.
Explicaciones insuficientes
Muchas veces se intenta explicar este fenómeno de forma personal y subjetiva: las generaciones mayores de la vida religiosa no hemos dado suficiente testimonio evangélico; por otra parte, la juventud de hoy solo se interesa en disfrutar de la vida y pasarlo bien.
Es indudable que en la vida religiosa madura del pasado, no siempre hemos sido signos evangélicos transparentes y los abusos sexuales con menores han demostrado grandes grietas en la vida religiosa clásica. Pero no se puede afirmar que la vida religiosa actual represente una decadencia respecto a la del pasado, donde, sin embargo, había muchas vocaciones. No se trata de un problema únicamente personal, en el pasado había muchas personas santas en la vida religiosa, como las hay también ahora. El problema no es numérico sino algo más complejo, más formal que material, más institucional que individual, más de procesos en el tiempo que de espacios (cfr Evangelii gaudium [EG], nn. 225-230), más de estructura que de acciones concretas particulares.
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Es cierto que entre la juventud hay personas encerradas en lo económico y material, poco sensibles a valores espirituales. Pero hay jóvenes generosos, dispuestos a sacrificarse por grandes causas sociales, ecológicas, de salud, migración, derechos humanos, justicia, etc., con voluntariados largos y muy comprometidos. Y muchos de ellos se abren a las dimensiones de la Trascendencia, al silencio y la oración. Tampoco aquí podemos hacer juicios valorativos sobre la calidad moral de la juventud de hoy frente a la del pasado. Son tiempos diferentes.
Lo que es cierto es que la juventud de hoy no quiere comprometerse en comunidades estrechamente ligadas a un pasado que ya no tiene futuro. Por tanto, esta crisis actual de la vida religiosa en occidente es un hecho tan extendido por todas partes que no puede explicarse ni responder por situaciones personales, sino que debe existir alguna causa objetiva, histórica, general, estructural, ya que la crisis afecta simultáneamente a todos los institutos. No es algo puramente cuantitativo o numérico sino esencial y vital, no es de detalle sino algo formal, una especie de Gestalt.
En búsqueda de una respuesta
Entramos aquí en el conocido tema de cambio de época, que se expresa de formas diferentes; un nuevo tiempo axial; superación de la antigua era centrado en el altar sacerdocio y sacrificio; cambio de paradigma que cuestiona el paradigma anterior y se abre a nuevas perspectivas, etc. Lo que es cierto es que no hemos llegado todavía al final de la historia, como piensan algunos ingenuos.
Vivimos en un mundo secular, donde la hipótesis Dios ha desaparecido (ateísmo) y debe ser repensada por los creyentes para no hacer de Dios un tapa agujeros, sino un Dios que respeta las mediaciones y causas segundas. Hay que vivir ante Dios como si Dios no existiera (Dietrich Bonhoeffer), responsabilizándonos del mundo y de la historia. Hay que asumir el silencio de Dios ante Auschwitz y ante los niños inmigrantes que mueren en las pateras o en la playa.
Por otra parte, el optimismo secularizador, utópico y un tanto mesiánico de hace algunos años que confiaba totalmente en la ciencia y el progreso moderno, se debilita ante el choque con la cruda realidad: injusticia, hambre, guerras, cambio climático, enfermedades y muerte. La actual pandemia ha suscitado preguntas últimas sobre el sentido de la vida y de la muerte. Frente a esta situación de fracaso y vulnerabilidad, la ciencia no tiene respuesta. Solo las religiones apuntan al Misterio de Dios, que para los cristianos es el Dios creador y Padre de Jesús y dador del Espíritu. Los cristianos, frente a la enfermedad y la muerte, tenemos el horizonte de la cruz y la esperanza pascual. Los cristianos hemos de humanizar la fe y transfigurar el mundo a la luz del misterio pascual de Jesús (cfr Gaudium et spes [GS], n. 39).
Para la fe cristiana es necesario un discernimiento evangélico claro ante este cambio de época, para no condenar el pasado como falso e irrelevante, ni abrirnos a lo nuevo con un fervor casi mesiánico. La Palabra de Dios, el Evangelio, la vida y misión de Jesús de Nazaret muerto y resucitado, la gran Tradición eclesial, tienen algo que decirnos sobre el presente, el pasado y el futuro.
Muchas veces se ha acusado al concilio Vaticano II de haber causado esta crisis de la Iglesia y de la vida religiosa. Esta afirmación no solo es falsa, sino que adolece de ignorancia histórica. El Vaticano II lo que intentó es situar a la Iglesia en diálogo con el mundo de hoy, sin condenarlo (cfr Gaudium et spes), superando así una eclesiología de Cristiandad, ya superada. Es el célebre aggiornamento de Juan XXIII, un anciano carismático y con la sabiduría de los sencillos que viven la realidad desde abajo, que intuyó que la Cristiandad ya había explotado. Pero huyó de caer en el profetismo de calamidades.
El Vaticano II toma constancia de esta realidad e intenta sacar sus consecuencias (cfr GS 4-10). Tanto la Iglesia universal, como el carisma de la vida religiosa deberán reformularse ante este nuevo contexto epocal de post-cristiandad.
Lecciones de la historia del pasado de la vida religiosa
Antes de buscar nuevas formulaciones para la actual situación inédita de la vida religiosa, podemos ayudarnos con algunas lecciones de la historia pasada.
El origen de la vida religiosa en la Iglesia es siempre un carisma profético, suscitado por el Espíritu como crítica y denuncia de una situación eclesial poco evangélica, como anuncio de los auténticos valores del Reino y como semilla de una transformación eclesial y social. Johann Baptist Metz usa la expresión de la vida religiosa como «una terapia de shock eclesial». Por ello la vida religiosa no nace desde arriba del poder, sino desde el margen, desde el desierto, desde la periferia, desde lo fronterizo (Jon Sobrino).
Pero es indudable que a lo largo del tiempo ha habido una lenta pero constante tendencia a dejar la periferia y acercarse al centro, con una tentación clara y no siempre superada de situarse en la cumbre del poder económico, social, eclesial y espiritual. Muchas veces ha pasado a ser una elite en pleno sentido del término, cada vez más lejos del pueblo, más autorreferencial, más autosuficiente y aislada de otros carismas eclesiales, con cierto orgullo colectivo, en una especie de “splendid isolation”, con innegable riesgo de aburguesamiento, de estar arriba.
Algunas consecuencias significativas. La vida religiosa clerical con la buena voluntad de suplir la escasez de clero y apoyar a la Iglesia diocesana, asume parroquias, con el riesgo de que lo carismático quede un tanto marginado y tender a una parroquialización de la vida religiosa. ¿Dónde queda su profetismo carismático si al final todos acaban siendo párrocos?
Por otra parte, la vida religiosa femenina muchas veces ha estado tan dependiente de la masculina, que se ha impedido que exprese su espiritualidad con toda su propia original genialidad. También es significativo que la vida religiosa que nace o se restaura después de la Revolución francesa, realiza un buen trabajo social, educativo y de salud, pero mantiene una mentalidad muy conservadora y añora el áncien régime de la unión del trono y el altar. Dicho esquemáticamente y sin muchos matices, la vida religiosa que nació originariamente como una crítica a la «cristiandad» en torno al siglo IV, lentamente acabó asumiendo y acomodándose a la «cristiandad».
La evolución de la teología de la vida religiosa
Hoy somos más conscientes de que ha habido una evolución positiva de teología de la vida religiosa. El Vaticano II, a pesar de ciertas ambigüedades en algunos textos, sitúa a la vida religiosa dentro del Pueblo de Dios (cfr Lumen gentium [LG], nn. 43-47), todo él llamado a la santidad (cfr LG 39-42). La vida religiosa es un don del Espíritu que, aunque no forme parte de la jerarquía de la Iglesia, forma parte de su vida y santidad. (LG 44). La vida religiosa debe renovarse volviendo a la praxis del seguimiento de Jesús, según el evangelio y al carisma original de cada instituto religioso (cfr Perfectae caritatis, n. 2). No puede existir al margen de la Iglesia y la Iglesia no está plenamente constituida y presente en un país de misión si no hay presencia de vida religiosa contemplativa y activa (cfr Ad gentes, n. 18). Como dijo el obispo Bergoglio en el sínodo de la vida religiosa de 1994, «la vida religiosa es un don para la Iglesia, nace de la Iglesia y está totalmente orientada a la Iglesia»[1].
La vida religiosa no pertenece únicamente al campo del Derecho canónico y de la espiritualidad, sino a la constitución de la Iglesia. A partir del Vaticano II surgió una profunda reflexión sobre la vida religiosa, como Evangelica testificatio de Pablo VI, Vita consecrata de Juan Pablo II y numerosas publicaciones teológicas. La vida religiosa se reformó profundamente después del Vaticano II. Pero, todavía queda un largo camino por recorrer.
El Vaticano II, a pesar de su inmensa riqueza pastoral y teológica, estuvo un tanto condicionado por la perspectiva eurocéntrica de los obispos y teólogos de mayor protagonismo. De ahí que su preocupación se centrase en el ateísmo y secularización, la posibilidad de salvación fuera de la Iglesia, el ecumenismo, la libertad religiosa y la importancia de la conciencia personal. Son temas típicos de la llamada «Primera ilustración». Los pobres no aparecen en sus textos, fuera de dos alusiones (cfr LG 8 y GS 1), a pesar del deseo de Juan XXIII de que el rostro de la Iglesia conciliar fuese la Iglesia de los pobres.
Serán las Iglesias de los países pobres, concretamente la Iglesia latinoamericana, que en Medellín (1968) hará una recepción creativa del Vaticano II escuchando la voz del Espíritu a través del clamor de los pobres que piden justicia, como los israelitas oprimidos por el faraón en Egipto. A partir de Medellín surge la opción por los pobres, la lucha contra el pecado de las estructuras injustas, la actualidad el Éxodo y la liberación, el edificar una Iglesia pobre, sencilla y pascual, que una fe y justicia. Es algo típico de la llamada «Segunda ilustración», sensible a la justicia y los pobres.
Esto repercutió positivamente en la vida religiosa sobre todo de América latina, pero también de otros lugares, donde se fue insertando en medios pobres, en barrios periféricos, en villas miseria y favelas, en el campo, en las minas, en medio de indígenas y afros. Hubo una auténtica renovación de la vida religiosa. También hubo muchos mártires, víctimas de los poderes dictatoriales y militares.
Añadamos, finalmente, la aparición de la llamada «Tercera ilustración», centrada en los otros y diferentes, que enriqueció a la Iglesia y a la vida religiosa, abriéndola a campos como las culturas, lo femenino, el diálogo intercultural e interreligioso y la ecología. Pero cuando parecía que la vida religiosa estaba eclesial y teológicamente bien formulada, ha sucedido la crisis actual. El problema no es hoy estrictamente teológico, pues la teología de la vida religiosa es bastante clara, cuanto de praxis histórica.
Una teología pneumatológica de los signos de los tiempos
Antes de entrar en formulaciones más teóricas, comencemos recordando un texto muy esclarecedor de los Hechos de los apóstoles. El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, no permite a Pablo predicar la palabra en Asia ni en Bitinia. Bajan a Tróade. Pero por la noche Pablo tiene una visión. Un macedonio le suplica que vaya a Macedonia a ayudarles. Pablo comprende que Dios les pide que pasen a evangelizar a Macedonia. Se embarcan en Tróade, van a Samotracia, a Neápolis, de allí a Filipos que es colonia de Macedonia (cfr Hch 16,6-12). En este texto resulta un tanto desconcertante que el Espíritu de Jesús le cierre a Pablo las puertas para evangelizar unas zonas y en cambio le abra puertas para que vaya a otro lugar. Pero el sentido es claro, el Espíritu desea que Pablo no vaya a lugares judíos sino que se dirija al mundo gentil. Pablo llegará a Atenas y luego a Roma para evangelizar a los gentiles. Los Hechos de los Apóstoles se acaban cuando finalmente Pablo ha cumplido su vocación misionera con los gentiles.
Estamos ante lo que el Vaticano II denomina los «signos de los tiempos». La Iglesia debe escrutar a fondo los signos de los tiempos (cfr GS 4), convencida de que quien conduce al Pueblo de Dios es el Espíritu del Señor que llena el universo; y ha de ver en los deseos, acontecimientos y exigencias de nuestro tiempo, de los cuales participa conjuntamente con los contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o planes de Dios (cfr GS 11). Corresponde a todo el Pueblo de Dios, pero especialmente a los pastores y teólogos el auscultar, discernir e interpretar con la ayuda del Espíritu las múltiples voces de nuestro tiempo. Es lo que hizo Pablo al interpretar su sueño como voz del Señor que le llamaba a ir a los gentiles. El Espíritu cierra algunas puertas, pero abre otras.
Pero el discernir los signos de los tiempos supone una serie de elementos y actitudes: la convicción de que el Espíritu del Señor no actúa solo en la Iglesia sino que llena el universo y para esto hay que escuchar con nuestros contemporáneos las voces, deseos y exigencias de la humanidad. Esto supone una actitud eclesial de apertura, diálogo y cercanía a nuestro mundo y a nuestro tiempo para saber lo que Dios quiere de la humanidad. Y exige discernimiento para iluminar esta realidad con los valores del evangelio y de la vida de Jesús de Nazaret.
Aplicándolo a la vida religiosa, podemos preguntarnos si no estamos también ante un momento en el que el Espíritu nos cierra algunas puertas pero nos abre otras. Hemos de discernir si las estructuras actuales de vida religiosa responden a los signos de los tiempos de hoy, o bien responden más bien a épocas superadas de la Cristiandad. El Espíritu nos cierra las puertas a una vida religiosa numerosa, poderosa, fuerte, elite, autosuficiente y autorreferencial, pero quizás nos abre las puertas a otro estilo más evangélico y pobre, más de acuerdo con los signos de los tiempos de hoy.
Podemos preguntarnos si nuestra experiencia de caos no puede abrirnos a un tiempo favorable. La pneumatología nos enseña que el Espíritu (la ruah) actúa desde abajo, el Espíritu desde el caos inicial del Génesis (tohu wa-bohu )engendra un aliento de vida (cfr Gn 1,2); de vientres de mujeres estériles el Espíritu hace surgir dirigentes de Israel (cfr Gn 11,30; 25,21; 29,31; 1 Sm 2,1-11); y de una joven virgen de Nazaret hace nacer a Jesús (cfr Lc 1,35). Para el Espíritu nada es imposible (cfr Lc 1,37). El Espíritu es capaz de dar vida a un campo de huesos secos (cfr Ez 37,1-14); el Espíritu ilumina a una pobre mujer macabea que ve morir mártires a sus siete hijos, para que proclame la fe en la resurrección (cfr 2 Mac 7,20.23). Es el Espíritu quien resucita a Jesús de entre los muertos (cfr Rm 8,11) y el que desciende sobre un grupo de pobres y temerosos apóstoles reunidos en Jerusalén, para convertirles en testigos del Resucitado ante todo el mundo (cfr Hch 2). El Espíritu es el origen y fuente de la vida religiosa y cada fundación religiosa es un don y un milagro del Espíritu que desde la pobreza y pequeñez hace brotar vida evangélica.
¿Qué puertas abre hoy el Espíritu a la vida religiosa?
Antes de hablar de la puertas que se abren a la vida religiosa, digamos que muchas instituciones religiosas están más preocupadas por reabrir las puertas que se cierran que en buscar las nuevas puertas que se abren. Y muchas veces las jóvenes vocaciones son destinadas a emplear toda su energía en reabrir o mantener abiertas las puertas que ya se están cerrando, en lugar de aprovechar su imaginación y creatividad para buscar nuevas puertas. Puede ser paradigmático el texto del Primer Libro de los Reyes, cuando Elías manda a su joven criado que suba siete veces al cerro para ver si emerge del mar alguna nubecilla que anuncie lluvia. Mientras, Elías, encorvado en tierra, ora de rodillas (cfr 1 Re 18, 41-46). Las vocaciones jóvenes han de otear el horizonte de nuevas posibilidades, mientras el resto ora en silencio.
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Pero esta tarea de otear los signos de los tiempos y el horizonte queda facilitada gracias a los aportes de Francisco para la reforma de la Iglesia. Él sueña con una Iglesia de puertas abiertas, acogedora y hospital de campaña, que salga a la calle para callejear la fe y se dirija a los márgenes existenciales y geográficos donde la gente vive y sufre, una Iglesia que huela a oveja, que no sea aduana sino misericordiosa, ni sea autorreferencial, que sea una pirámide invertida, poliédrica, sinodal, una Iglesia en la que los pobres y su piedad son un lugar teológico privilegiado (cfr EG 197-201). Todo esto son pistas para una nueva vida religiosa abierta al futuro, kairós y fruto del Espíritu. Concretemos algunos aspectos de la conversión de la vida religiosa.
Volver a la pequeñez y minoridad de los orígenes
Los orígenes de toda fundación de una nueva comunidad religiosa son pobres, pequeños, débiles, pocos, desconocidos que se autodenominan pequeños: hermanos menores, mínimos, mínima compañía, hermanitos y hermanitas, pequeños hermanos y hermanas, etc. Con los años, esta pequeñez se ha convertido muchas veces en grandeza y ostentación. Hacemos la opción por los pobres, pero ya no somos pobres. Hoy las circunstancias nos devuelven a la minoridad de los orígenes: somos pocos, débiles y pobres, no tenemos el futuro asegurado, como tampoco lo tienen los pobres. No podemos ofrecer a las jóvenes vocaciones una seguridad y una garantía plena. Les podemos ofrecer una gran aventura evangélica, abierta al futuro y al viento del Espíritu.
Nos toca vivir la pequeñez del grano de mostaza y de la levadura (cfr Mt 13, 31-33), nos toca seguir a un Jesús que no tiene donde reclinar su cabeza. La vida religiosa no es un privilegio, es una emocionante aventura, un riesgo, pero un riesgo evangélico, abierto a la novedad del Espíritu. Nuestro auxilio viene del Señor y de la presencia vivificadora de su Espíritu.
Entrar en el dinamismo sinodal
Este aspecto complementa el anterior. Sínodo significa etimológicamente «camino conjunto» y es, según Juan Crisóstomo, la definición de la Iglesia (cfr PG 55, 493). Sinodalidad es entrar en este caminar conjunto con todo el Pueblo de Dios, nacido del bautismo y con la unción del Espíritu, que posee un sentido de la fe que le hace infalible en su fe (cfr LG 12). La sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio, según el Papa Francisco en el discurso del 17 de octubre de 2015, con motivo del 50º aniversario de la institución del sínodo de obispos.
Si es así, también la vida religiosa ha de entrar en esta perspectiva de un camino conjunto, de sinodalidad. Esto implica dejar atrás privilegios y aristocracias económicas, culturales y espirituales para insertarnos en el Santo pueblo de Dios que ha recibido el Espíritu. No se trata de renunciar a nuestra identidad carismática sino de compartirla con otros, sin capillismos ni sectarismos, sin elitismos. De alguna manera la sinodalidad implica un protagonismo de los laicos y laicas que constituyen la mayoría del Pueblo de Dios y podemos preguntarnos si la disminución de vocaciones tanto a la vida religiosa como al ministerio ordenado no formará parte de un misterioso designo de Dios para que sea todo el Pueblo de Dios el que camine conjuntamente hacia la misión, hacia el Reino de Dios. Se puede hablar de misión compartida con otros y otras, de dialogar entre todos lo que afecta a todos, donde todos enseñamos y aprendemos y se rompe el dualismo de Iglesia docente e Iglesia discente, es una pirámide invertida, algo tan novedoso que algunos afirman que puede provocar «un infarto teológico» en los defensores del orden establecido.
Volviendo a la vida religiosa, esto significa mucho más que la intercongregacionalidad entre las distintas congregaciones e institutos religiosos. No es simplemente decir que el laicado colabora con la vida religiosa y sus instituciones pastorales, educativas, sociales o de salud. Es toda la vida religiosa la que se pone al servicio de todo el Pueblo de Dios en la misión común, en colaboración con parroquias, movimientos y otros tipos de comunidades, abiertos al Reino, al cuidado de la casa común (cfr Laudato si’), a la fraternidad universal (cfr Fratelli tutti).
Evidentemente todo esto implica un proceso de conversión eclesial, lento y de discernimiento común. La tarea no es fácil, pero es motivadora y movilizadora. Solo con el tiempo podremos ver cómo esto afecta a la vida y al trabajo apostólico, a comunidades monásticas y contemplativas, a la economía y estilo de vida. Pero la falta de vocaciones, la pequeñez de la minoridad es transformada por el Espíritu en un camino junto con otros. Solo con el tiempo y desde la praxis y el discernimiento se podrán hallar caminos personales, comunitarios e institucionales para realizar este sueño. Y todo ello bajo la tutela y órbita del Espíritu que todo lo supera, desborda, rejuvenece y vivifica desde las situaciones de caos, desde el de profundis de la historia. El caos pude convertirse en kairós, en un tiempo oportuno. Los que sembraban con lágrimas, ahora podrán alegrarse en la siega (cfr Sal 126,6).
Recuperar la dimensión mística de la vida religiosa
Es muy conocido este lúcido texto de Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación definitiva» (Deus caritas est, n. 1).
Si toda vida cristiana nace del acontecimiento del encuentro con la Persona de Jesús, la vida religiosa que tiene un origen profético, no puede nacer ni prosperar sin una dimensión profundamente espiritual y mística, bajo la unción del Espíritu. Esto significa que la vida religiosa, muchas veces sobrecargada de trabajo, ha de fomentar amplios espacios personales y comunitarios de oración y silencio, la lectio divina, liturgia, etc., que vayan impregnando la vida y la misión de valores y actitudes evangélicas, en un mundo donde Dios está en el exilio. Pero exige también estar cerca de los crucificados de la historia, bajar al encuentro con Dios en los pobres, para evitar que nuestra oración sea una huida alienante del mundo.
Cuando se recuerda figuras eminentes de la vida religiosa, los fundadores y las fundadoras, uno queda sorprendido de la gran riqueza y profundidad espiritual que han aportado a la Iglesia y a la humanidad, personas como Antonio el copto, Benito y Escolástica, Bernardo de Claraval, Francisco y Clara, Domingo y Catalina de Siena, Ignacio, Javier y Fabro, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús y Edith Stein, Hildegarda de Bingen, Juan de Dios y Camilo de Lelis, Vicente de Paul y Luisa de Marillac, Calazanz, Claret y Don Bosco, Juana de Lestonnac, Cándida de Jesús, Nazaria Ignacia, Teresa de Calcuta, Carlos de Foucauld y tantos otros. La mística es parte esencial de la vida religiosa. Sin un apasionamiento personal por el Señor Jesús y por el evangelio, la vida religiosa no es posible. La actual transformación a la que está llamada hoy no será posible sin una conversión a la mística.
Conclusión
¿Es posible pasar del caos al kairós? Es posible, pero no es algo instantáneo ni mágico, es un paso pascual que implica personal y comunitariamente pasar de la muerte a la resurrección, exige no aferrarse a un pasado caduco y abrirse a la acción novedosa, desbordante y vivificante del Espíritu de Jesús, que actúa desde abajo en momentos de crisis y muerte, cierra algunas puertas pero abre otras, un Espíritu que nunca está en huelga, ni en la Iglesia, ni en la historia de la humanidad.
La vida religiosa actual se asemeja al sentimiento del salmista del De profundis (cfr Sal 130), un salmo que comienza en la oscuridad de la noche, clamando con angustia al Señor y acaba abierto a la esperanza, como la del centinela que espera la aurora.
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Francisco, Testigos de la alegría, Roma, 2014, III, 5. ↑