En la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, el monje ciego Jorge de Burgos, citando a Juan Crisóstomo, afirma que «Cristo nunca se rio». Una afirmación tan perentoria no sólo parece excluir categóricamente la posibilidad de que Jesús de Nazaret pudiera reír, sino que pone en duda su misma humanidad, que implica la capacidad de participar en la totalidad de la experiencia humana, incluida la posibilidad de experimentar toda la gama de afectos y emociones. Por el contrario, como nos recuerda la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS), «El Hijo de Dios […] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22).
En efecto, los Evangelios nos presentan un retrato muy humano de Jesús, capaz de alegrarse y llorar, de conmoverse y enfadarse, de indignarse y amar, de asombrarse y angustiarse. Se describe a sí mismo como «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), pero también se muestra ardiente de celo cuando expulsa con vehemencia a los vendedores del templo.
En este artículo, por tanto, intentaremos abrir una ventana a la interioridad de Jesús tal y como nos la han transmitido los Evangelios Sinópticos[1]. La descripción más vívida y matizada de las emociones y afectos de Jesús se encuentra en el Evangelio de Marcos, mientras que Mateo y Lucas son más sobrios, pero no menos significativos, al expresar la interioridad del Hijo de Dios[2].
En psicología, por «emoción» se entiende un proceso rápido, una respuesta intensa a un estímulo o una situación, mientras que los «afectos» se refieren a un complejo de sentimientos y pasiones más prolongados y constantes en el tiempo, que toman la forma, en algunos casos, de verdaderos rasgos estables que delinean la personalidad de forma definida y particular[3]. Veremos que a veces la afectividad de Jesús surge como una reacción a una situación específica que lo desafía, mientras que otras veces se caracteriza como un rasgo más constante de su humanidad.
La compasión de Jesús
Un verbo que se repite con frecuencia en el Evangelio de Marcos y que tiene como sujeto a Jesús es splanchnizomai, que se traduce como «tener compasión», «moverse a compasión». La imagen que transmite este verbo es muy fuerte: de hecho, indica el movimiento de las entrañas que son sacudidas por algo o alguien. En el mundo semítico, las entrañas del ser humano, las vísceras y el vientre, se consideran la sede de los sentimientos más profundos, como la compasión y la misericordia[4].
La primera vez que aparece este verbo es al principio del Evangelio, en el encuentro entre Jesús y el leproso. Ante las súplicas del leproso, «[Jesús] se compadeció[5], extendió su mano, lo tocó y le dijo: “¡Quiero, queda purificado!”». (Mc 1,41). El movimiento interior de las entrañas lleva a Jesús no sólo a curar con su palabra, sino también a tocar al leproso, superando la distancia social prescrita por el libro del Levítico (cf. Lev 13-14), que imponía una clara separación entre la comunidad y el enfermo, para evitar que se contaminara con la impureza. Sin embargo, esta vez es la santidad de Jesús la que resulta contagiosa, curando al leproso[6].
Lo que sucede inmediatamente después entre Jesús y el leproso revela cómo el mundo de las emociones es complejo incluso en los Evangelios: «Luego Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: “Mira, no digas nada a nadie […]”». (Mc 1,43). ¿Por qué Jesús cambia de actitud de manera tan repentina? ¿Qué llevó al Señor a una reacción tan brusca, que choca con la compasión que acababa de mostrar? El verbo utilizado («advertir») adquiere la connotación negativa de «amenazar, resoplar, tratar con dureza»[7]. Quizá el comportamiento de Jesús deba entenderse en relación con la orden al hombre de no decir nada a nadie, lo que le da un tinte de perentoriedad y severidad (cf. Mc 1,44). Jesús quiere que se respete su petición, pero el leproso curado hace caso omiso de la orden, lo que tiene graves consecuencias para la acción de Jesús, que ya no puede entrar públicamente en una ciudad después de que se haya difundido la noticia de su curación (cf. Mc 1,45).
En el Evangelio de Marcos, el verbo «tener compasión» vuelve a aparecer antes de los dos episodios de la multiplicación de los panes, pero de dos maneras diferentes. En el primer relato, es el narrador quien presenta la reacción de Jesús ante la visión de la multitud que se había reunido para recibirlo: «Al desembarcar, Jesús vio una gran multitud y se compadeció de ella, porque estaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles durante un largo tiempo» (Mc 6,34). Las entrañas de Jesús se mueven a causa de la multitud, que a sus ojos aparece desorientada y perdida, sin guías que la atiendan (cf. Ez 34). La compasión impulsa a Jesús a dar su palabra, enseñando muchas cosas y gastando tiempo y energía en el servicio de la multitud. Esta actitud destaca aún más porque se contrapone a la de los discípulos, que quieren librarse de la molestia de tener gente alrededor y le dicen a Jesús: «Ya es tarde y este lugar es apartado: despídelos para que vayan a los caseríos y aldeas de alrededor y compren algo de comer» (Mc 6,35-36). Jesús responde a esta petición realizando la primera multiplicación de los panes de la que nos habla el Evangelio de Marcos.
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En el segundo episodio es el propio Jesús quien expresa sus sentimientos, diciendo a los discípulos: «Siento compasión por esta gente, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen nada para comer» (Mc 8,2). Esta vez es el cansancio y el hambre de la gente lo que toca las entrañas de Jesús, junto con la preocupación de que sin comida no podrán hacer el camino de vuelta (cf. Mc 8,3). El resultado de este movimiento interior de Jesús es la segunda multiplicación de los panes.
En Marcos, encontramos una aparición adicional del verbo «tener compasión» en otro discurso directo. Esta vez no es Jesús quien toma la iniciativa, sino que el padre de un niño poseído por un espíritu mudo, que apela a la compasión del Señor en busca de ayuda, después de que el intento de los discípulos fracasa: «Si tú puedes hacer algo, compadécete de nosotros y ayúdanos» (Mc 9,22).
En los otros evangelios sinópticos el verbo splanchnizomai, que tiene a Jesús como sujeto, aparece en algunos contextos significativos[8]. En Mateo, al igual que en los relatos de la multiplicación de los panes, se refiere al Señor en un momento crucial de su misión: «Al ver a la multitud, Jesús se compadeció de ella, porque estaban cansados y abandonados, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Por eso, rueguen al dueño de la cosecha que envíe trabajadores a recogerla. Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus impuros y sanar toda enfermedad y dolencia (Mt 9,36-10,1). La compasión de Jesús por el sufrimiento y el desconcierto de la multitud le llevó, por un lado, a pedir a los discípulos que rezaran a Dios para que enviara trabajadores para su cosecha y, por otro, a constituir él mismo a los Doce, dándoles autoridad para realizar sus propias obras.
Más tarde, el corazón de Jesús se conmovió ante la petición de curación de dos ciegos: «Jesús se compadeció de ellos, les tocó los ojos y enseguida comenzaron a ver, y lo siguieron» (Mt 20,34). Una vez más, la curación implica un contacto entre Jesús y los que le piden ayuda.
En Lucas, sin embargo, sólo en una ocasión se dice que Jesús tiene compasión. Es cuando se encuentra con la viuda que acompaña a su único hijo al sepulcro: «Al verla, el Señor se conmovió por ella y le dijo: “¡No llores!”» (Lc 7,13). De este movimiento interior surge el milagro de la resurrección del niño.
Según el Gran Léxico del Nuevo Testamento, «estos textos no describen un movimiento emocional, sino que caracterizan la figura mesiánica de Jesús»[9]. Esta afirmación, sin embargo, corre el riesgo de ser reductora, porque, si bien es cierto que en los Evangelios el sujeto del verbo «tener compasión» es casi siempre Jesús el Mesías, la caracterización de este personaje no excluye que sea plenamente humano, capaz de sentir lo que todo hombre siente, y que actúe como «movido internamente». A partir de los sucesos considerados, podemos ver que la compasión de Jesús no es sólo una emoción momentánea, sino un rasgo estable que caracteriza su afectividad y su forma de acercarse e interactuar con las personas.
¿Ama Jesús?
Otro verbo muy importante, que sólo aparece una vez en referencia a Jesús, es agapaō, «amar»: «Jesús lo miró con amor y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”» (Mc 10,21). Entre los sinópticos, sólo Marcos subraya esta nota afectiva, permitiendo al lector entrar en la visión más íntima de Jesús.
Al que quiere saber de Jesús lo que debe hacer para tener la vida eterna, porque le parece que la dedicación a la ley cultivada desde su juventud no es suficiente, Jesús le ofrece una nueva perspectiva. Por muy exigente que sea, sus palabras están dictadas por una mirada de predilección. Su mandato, por tanto, no debe interpretarse según la categoría del deber, sino desde el punto de vista del amor. Invita a este hombre a la radicalidad del discipulado, porque lo ama profundamente y en cierto sentido quiere liberarlo de las angustias que lo afligen y de las cadenas de la posesión de bienes materiales. El lector tiene el privilegio de conocer los sentimientos de Jesús detrás de sus palabras, mientras que no sabemos si el hombre al que Jesús dirigió esta mirada amorosa se sintió amado. Sin embargo, no responde a lo que se le pide y prefiere irse triste y con la cara oscura, antes que dejar toda su riqueza.
Algunas emociones negativas
En los Evangelios, la persona de Jesús se caracteriza también por ciertas reacciones emocionales, que podríamos considerar, erróneamente, excesivas. El Evangelio de Marcos nos ofrece algunos ejemplos que contribuyen a dar profundidad al complejo retrato de Jesús de Nazaret. Ante el silencio de los que querían cogerlo en el acto y acusarle de haber curado a un hombre con una mano seca en sábado, la reacción de Jesús es vigorosa y compleja a la vez: «Jesús, mirando con indignación a los que lo rodeaban y entristecido por la obstinación de sus corazones, le ordenó al hombre: “¡Extiende la mano!”. Él la extendió y su mano quedó sana» (Mc 3,5). En esta actitud de Jesús se une la rabia y la tristeza hacia los fariseos por su dureza y silencio, detrás de los cuales se esconde la aversión hacia él. Es interesante observar que Jesús entra en conflicto con sus adversarios no sólo enfadándose con ellos, sino también entristeciéndose por su obstinación e inmovilidad.
El verbo thaumazō, «asombrarse», también aparece más tarde en el Evangelio de Marcos. En Nazaret, Jesús es objeto de emociones contradictorias: al principio sus conciudadanos se asombran de su enseñanza en la sinagoga (cf. Mc 6,2), luego se escandalizan de él; y Jesús, como dice el evangelista, «se quedó asombrado de su falta de fe» (Mc 6,6). Debido a su incredulidad, no puede realizar milagros en su tierra natal, y su acción es limitada (cf. Mc 6,5). Su condición de Hijo de Dios, que sabe lo que piensan los demás (cf. Mc 2,8), no le impide sorprenderse de quienes se oponen a su misión[10].
El verbo «suspirar» (stenazō) merece un discurso aparte. Puede entenderse de diferentes maneras según el contexto en el que aparezca: «Luego, mirando al cielo, [Jesús] suspiró y dijo: “¡Effatá!”, que quiere decir: “¡Ábrete!”» (Mc 7,34). «Jesús suspiró profundamente y dijo: “¿Qué señal pide esta generación? Les aseguro que a esta generación no se le dará ninguna señal”» (Mc 8,12). En el primer caso, el suspiro de Jesús está vinculado a la oración que conduce a la curación del sordomudo; en el segundo caso, Jesús suspira porque está molesto por la incredulidad de los fariseos, que le piden una señal para probarlo.
En otro episodio, Jesús se molesta con sus discípulos porque rechazan a quienes le presentan niños para que los toque: «Al darse cuenta, Jesús se indignó y les dijo: “Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos”» (Mc 10,14).
En otras ocasiones no hay indicación explícita de la emoción que caracteriza la acción de Jesús, pero se intuye fácilmente por el contexto. Un ejemplo entre todos: la limpieza del templo. Marcos escribe: «Llegaron a Jerusalén. Cuando Jesús entró en el Templo comenzó a echar a los que allí vendían y compraban, derribó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas» (Mc 11,15). Jesús expulsa a los vendedores con vehemencia y ardor, indignación y cólera, volcando las mesas de los cambistas. Su estado de ánimo se desprende de las impetuosas acciones que realiza en el templo de Jerusalén, hasta el punto de que en el Evangelio de Juan este signo recordará a los discípulos el Salmo 69,10: «El celo por tu casa me consumirá» (Jn 2,17).
Otras veces son las severas palabras pronunciadas por Jesús las que nos hacen pensar que hay una implicación emocional muy fuerte detrás de ellas: «Si alguno incita a pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, sería mejor que ataran a su cuello una de esas piedras de molino movidas por un burro y lo arrojaran al mar» (Mc 9,42).
Jesús sabe ser duro no sólo con los escribas y los fariseos, sino también con sus conciudadanos y sus propios discípulos, que parecen no entender del todo la misión de su maestro. Estas reacciones emocionales contribuyen a darnos una imagen realista de Jesús.
En Getsemaní
En los Evangelios sinópticos (Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46) hay un episodio que ofrece al lector un acceso privilegiado a la interioridad de Jesús, a su comunicación íntima con el Padre en el momento dramático y crucial de su pasión. Es el episodio de Getsemaní: «Se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y angustia. Entonces les dijo: «¡Me muero de tristeza! Quédense aquí y vigilen». Y, alejándose un poco, se postró en tierra y oraba pidiendo que, si fuera posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía: “¡Abbá, Padre, tú lo puedes todo! Aparta de mí esta copa, pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”» (Mc 14,33-36).
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Al principio, Jesús desea la compañía de Pedro, Santiago y Juan; luego está solo, y se hace partícipe al lector del drama interior que se desarrolla[11]. En primer lugar, el evangelista nos dice que Jesús siente miedo y angustia. A los ojos del lector, el Maestro aparece aterrorizado[12] y alterado. Esta doble constatación hace que la situación sea pesada y sombría; y, en cierto sentido, la oscuridad que siente Jesús proyecta una sombra también fuera, sobre el lector. Sin embargo, Jesús no teme expresar su turbación ante sus discípulos mediante una imagen fuerte: la tristeza hasta la muerte, que indica la intensidad de su aflicción[13].
A continuación, el relato nos presenta a Jesús, que está solo y se dirige a Dios. Su caída al suelo es un signo visible del estado de postración, también psicológico, en el que se encuentra. La petición dirigida a Dios es sincera, al igual que el apelativo confidencial e íntimo «Abbá», Padre. Jesús pide ser liberado de la angustia de la pasión y la muerte que le esperan, y sin embargo va más allá de sus propias emociones y se declara dispuesto a aceptar lo que el Padre quiera para él. Como destaca el card. Gianfranco Ravasi: «Es interesante constatar en esta invocación la dialéctica entre la angustia que lleva a la amarga tristeza y la voluntad que supera la emoción, con la decisión de seguir el camino doloroso que subirá a la cumbre del Calvario»[14].
Mientras Pedro, Juan y Santiago duermen – y no sólo no aceptan la petición de velar, sino que ni siquiera perciben la carga emocional de esa invitación que les dirige el Maestro que confiesa su propia debilidad – la oración de Jesús continúa en la noche y el lector tiene el privilegio de participar en ella – como en un rincón – y de poder observar. Lucas enriquece la descripción del dolor de Jesús con un detalle significativo: el sufrimiento de esa noche le lleva al punto de la hematidrosis, es decir, a sudar sangre (cf. Lc 22,44).
Las lágrimas y la alegría de Jesús
El Jesús de Lucas no teme expresar sus emociones ante Pedro y sus discípulos, ya sea su angustia ante la perspectiva del cumplimiento del bautismo de la cruz (cf. Lc 12,50), o su fuerte e intenso deseo de comer la Pascua con ellos (cf. Lc 22,15).
Entre los sinópticos, sólo Lucas nos muestra a Jesús rompiendo a llorar cuando ve Jerusalén[15]: «Cuando Jesús estaba cerca y vio la ciudad, lloró por ella» (Lc 19,41). Jesús llora por el drama que le espera a la ciudad santa, que será asediada y destruida. Su dolor contrasta con la alegre acogida que se le ha reservado (cf. Lc 19,35-40), pero es el preludio del controvertido signo de la purificación del templo y del rechazo de los dirigentes del pueblo, que le llevará a la cruz.
Y mientras Jesús llora, ¿no puede también reír? La pregunta con la que empezamos, recordando El nombre de la rosa de Eco, encuentra una posible respuesta en el Evangelio de Lucas, donde la exultación y la alegría resuenan desde las primeras páginas. Estos son prometidos en primer lugar a Zacarías, y luego se manifiestan en Juan el Bautista, que salta de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,44), y en los labios de María, que canta el Magnificat (cf. Lc 1,47).
Del mismo modo, algunas de las parábolas de Lucas son una invitación a los fariseos y escribas a alegrarse, compartiendo la alegría de Dios por cada pecador encontrado: «Les aseguro que de la misma manera Dios se alegra más por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse» (Lc 15,7). Y en una ocasión es el propio Jesús quien se alegra: «En ese momento, Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Si no su risa, sí podemos imaginar su sonrisa llena de alegría en el Espíritu mientras alaba al Padre por revelarse a los pequeños. Como señala Stephen Voorwinde, se trata de una alegría trinitaria: «La alegría exultante de Jesús en Lc 10,21 es, pues, la alegría del Mesías, el supremamente ungido por el Espíritu Santo. Pero también es la alegría del Hijo del Altísimo, el que tiene una relación única con el Padre»[16].
En el curso de los Ejercicios Espirituales (ES), en la cuarta semana, San Ignacio de Loyola hace una invitación urgente al ejercitante a pedir a Dios una gracia en la oración: «El tercer preludio es pedir lo que quiero: aquí es pedir la gracia de alegrarme y gozar intensamente de la gran gloria y alegría de Cristo nuestro Señor» (ES 221).
El que reza pide al Señor el don de alegrarse con la alegría de Cristo resucitado. Por eso, no pide simplemente alegrarse porque Jesús ha resucitado, sino participar de los mismos sentimientos que el que está vivo, alegrándose con él. El orante, por tanto, puede adherirse a las emociones y afectos de Jesús aprendiendo de su humanidad, que hemos visto que es polifacética y variada, de su actitud compasiva con los pobres y los enfermos, pero también dura con los que son inflexibles y se oponen a la misión que el Padre le ha encomendado. Como nos recuerda la Gaudium et Spes, «El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (GS 41). Seguir a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, significa conformarse a él, asemejarse a él también en nuestros sentimientos interiores, emociones y afectos que interpretan lo que sucede en el mundo.
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El Evangelio de Juan merece un trato aparte, debido a sus peculiaridades que lo diferencian de los Sinópticos. ↑
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Al respecto véanse: G. Barbaglio, Emozioni e sentimenti di Gesù, Bologna, EDB, 2009; S. Voorwinde, Jesus’ Emotions in the Gospels, London – New York, Bloomsbury, 2011. ↑
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Cfr P. Bonaiuto – V. Biasi, «Emozione», en Enciclopedia filosofica, Milán, Bompiani, 2006, vol. IV, 3331. ↑
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Cfr H. Köster, «σπλάγχνον, σπλαγχνίζομαι, εὔσπλαγχνος, πολύσπλαγχνος, ἄσπλαγχνος» en Grande Lessico del Nuovo Testamento, Brescia, Paideia, 1979, vol. XII, 903-934. ↑
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Una variante de este texto en algunos manuscritos dice «preso de ira» en lugar de «tuvo compasión». Aunque se trata de la lectio difficilior, hay que señalar que la referencia a la ira podría ser una inserción destinada a armonizar mejor el texto, dando coherencia al tono afectivo de Jesús, que más tarde se mostraría severo con el leproso (cf. Mc 1,43). ↑
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Cfr ibid. ↑
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Cfr ibid, 68. ↑
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El verbo «compadecerse» o «tener compasión» también está presente en algunas parábolas: «El señor se compadeció de aquel servidor, lo dejó ir y le perdonó lo que le debía» (Mt 18,27); «En cambio, un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre herido y, al verlo, se conmovió profundamente» (Lc 10,33); «Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y, conmovido profundamente, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó con ternura» (Lc 15,20). ↑
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H. Köster, «σπλάγχνον, σπλαγχνίζομαι…», cit., 922. ↑
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En otros Evangelios sinópticos Jesús se maravilla también de cosas positivas, como la fe del centurión: «Jesús se asombró al escucharlo y dijo a los que lo seguían: “Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel con una fe tan grande”» (Mt 8,10 y Lc 7,9). ↑
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Al respecto, véase la contribución del psicoanalista lacaniano M. Recalcati, La notte del Getsemani, Turín, Einaudi, 2019. ↑
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Solo Marcos usa este verbo, que designa un miedo fuerte e intenso (cfr Mc 9,15; 14,33; 16,5; 16,6), mientras que Mateo adopta el verbo «sentir tristeza» (Mt 26,37). ↑
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Cfr G. Perego, Vangelo secondo Marco…, cit., 294. ↑
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G. Ravasi, Piccolo dizionario dei sentimenti: Amore, nostalgia e altre emozioni, Milán, il Saggiatore, 2019. ↑
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En el Evangelio de Juan, Jesús rompe en lágrimas por la muerte de su amigo Lázaro (cfr Jn 11,35). ↑
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S. Voorwinde, Jesus’ Emotions in the Gospels, cit., 132. ↑
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