«La historia de Nabot es antigua en el tiempo, pero, en la práctica, es de todos los días»[1]. Así comienza Ambrosio el relato del pobre Nabot, asesinado por el rey Ajab para adueñarse de su viña. Nabot de Yezrael, Ajab de Samaría, su esposa Jezabel y el profeta Elías son los personajes del Primer libro de los Reyes, donde se relata la historia[2]. Los protagonistas del pasado son el rey poderoso que todo lo posee y que también desea adueñarse de una pequeña viña que linda con sus inmensas propiedades; su mujer es la instigadora del delito; también está el pobre, que solo tiene una modesta viña heredada de sus padres; y, por último, el profeta, que denuncia la injusticia y sacude las conciencias.
La historia se repite en la época de Ambrosio, en la entonces capital del Imperio romano, que está cambiando profundamente y transformándose, y donde los poderosos tienen riquezas inmensas que derrochan de forma indigna: no solo en casas decoradas con oro y en palacios adornados con piedras preciosas, sino también en grandiosos juegos para homenajear a sus propios hijos o en banquetes con cientos de platos. Su ostentación de riqueza choca con la pobreza y la miseria de las masas.
Aquí surge Ambrosio, el obispo de Milán, proveniente de una familia senatorial, rica y poderosa. Como catecúmeno había sido prefecto de la ciudad y había conocido bien, en persona, las jugadas y trampas de los ricos y poderosos. Convertido en cristiano, había entregado a la Iglesia todas sus propiedades. El diácono Paulino, su biógrafo, documenta que también donó el oro y la plata que poseía.
Ajab y Nabot son también personajes de la historia de todo tiempo y lugar[3], donde el poder se convierte en prepotencia y la justicia tiene el rostro de la corrupción. En la historia también estamos presentes nosotros, que no nos contentamos con lo que tenemos y queremos poseer cada vez más a expensas de los pobres y menos afortunados. Pero la palabra de Dios, en la que se funda la obra de Ambrosio, tiene una fuerza inesperada, un valor perenne, y resuena actual cada vez que se perpetra una injusticia en perjuicio de los últimos, de los míseros, de los explotados, de los hambrientos.
La historia de Nabot
Ambrosio escribe De Nabuthae hacia finales del siglo IV[4]. El episodio bíblico debe de haber quedado impreso en el fondo de su mente, puesto que remite a él en muchas obras[5]. El obispo introduce el abuso de Ajab en la situación social, política y religiosa de Milán, en particular en una contingencia histórica dramática: en el Contra Auxentium denuncia al inspirador y promotor de la ley del año 386 que restituía la libertad y la autoridad a los arrianos. Auxencio pedía también la entrega de la basílica Porciana para su uso por parte del culto arriano. Ambrosio describe su drama de conciencia remitiendo al episodio bíblico: «Nabot defendió su viña con su propia sangre. Si él no cedió su viña, ¿entregaremos nosotros la iglesia de Cristo? […] Si él no entregó la heredad de sus padres, ¿entregaré yo la heredad de Cristo? […] ¡Lejos de mí entregar la heredad de los padres!»[6].
Para Ambrosio, Auxencio es el nuevo rey Ajab que quiere despojar al obispo, el nuevo pobre Nabot, de la iglesia que es su viña; y Justina, la mujer del emperador, es la nueva Jezabel que perseguía al profeta Elías e intenta darle muerte. Pero el obispo se niega a ceder la basílica y la defiende con un gran número de fieles. Justina, temiendo un tumulto de la multitud, se ve obligada a devolver la basílica a los fieles de Ambrosio.
El texto se compone de pocas páginas, pero documenta el autorizado testimonio sobre la vida de la Iglesia. Al obispo le importan los pobres y todos aquellos que son injustamente maltratados y asesinados, porque ellos son la Iglesia de Cristo. Si bien Ambrosio se inspira en Basilio, en otros autores antiguos y en los padres de la Iglesia, ningún escritor anterior a él había comentado de manera sistemática el texto bíblico del Primer libro de los Reyes; signo de la originalidad, pero también de la sensibilidad bíblica del autor.
El relato bíblico
El relato destaca por su carácter dramático. El rey Ajab debía tener reconocimiento con el Señor porque de él había recibido su reino. Además, por intercesión de Elías había obtenido el fin de la sequía que estaba reduciendo a todos al hambre y destruyendo el reino. Pero en lugar de ello, no solo no agradece a Dios, sino que se comporta con prepotencia hacia sus súbditos.
El modo en que se apodera de la viña de Nabot es de lo más paradigmático. Relata el texto bíblico: «Nabot de Yezrael tenía una viña junto al palacio de Ajab, rey de Samaría. Ajab habló a Nabot diciendo: “Dame tu viña para que pueda tener un huerto ajardinado, pues está pegando a mi casa; yo te daré a cambio una viña mejor o, si te parece bien, te pagaré su precio en plata”» (1 Re 21,1-2). Nabot se niega a cederle la viña, porque es la heredad de sus padres[7]. Una lectura superficial de la historia podría llevar a pensar que Nabot hizo mal en no ceder su viña a Ajab, que, después de todo, no quería usar la violencia contra él: se trataba de una compra, le ofrecía el equivalente en dinero, le proponía incluso una viña mejor. Pero para el pobre esa viña no era simplemente una propiedad: era el patrimonio hereditario de su familia y, por tanto, de sus padres, una heredad santa que había recibido de Dios. Cederla significaba faltar a la vocación de custodio de la tierra recibida de lo Alto. De ahí su categórica respuesta al rey: «Dios me libre de cederte la herencia de mis padres» (1 Re 21,3).
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El rey está amargado por la negativa. Entonces, Jezabel toma la iniciativa y, con una estrategia inicua, monta un juicio amañado contra Nabot, acusado de haber blasfemado a Dios y al rey. Nabot es procesado, condenado a muerte y lapidado. El rey puede, por fin, anexarse su viña.
Cuando el rey toma posesión de la viña va a su encuentro el profeta Elías, que le anuncia la palabra del Señor: «¿Has asesinado y pretendes tomar posesión? […] En el mismo lugar donde los perros han lamido la sangre de Nabot lamerán los perros también tu propia sangre» (1 Re 21,19). Ajab se arrepiente de su pecado y hace penitencia para conjurar la condena divina. Pero el arrepentimiento no es sincero, y el castigo caerá igualmente sobre su familia[8].
Una historia infinita
El episodio de Nabot se repite continuamente en la historia y en la sociedad. Partiendo de la historia de Ajab, Ambrosio se propone un doble objetivo: quiere denunciar y desenmascarar la avidez de los poderosos en perjuicio de los pobres; y después quiere persuadir a los cristianos acerca del valor relativo de las riquezas proponiendo un uso de los bienes en la sociedad civil en un espíritu de justicia y de solidaridad.
Para el obispo de Milán el personaje Ajab no solo representa un rico, sino que también es el símbolo de la avidez de los ricos: «¿Quién de entre los ricos no desea cada día con avidez los bienes ajenos? ¿Quién de entre los opulentos no lucha por expulsar al pobre de su pequeña tierra y echar al indigente del campo de sus ancestros? ¿Quién de ellos se contenta con lo suyo? ¿A quién de ellos no le enciende el ánimo la posesión de las riquezas de su vecino? Por tanto, no ha nacido un solo Ajab. Por el contrario, y lo que es peor, cada día nace Ajab, y nunca morirá en este mundo. […] No fue muerto un único pobre Nabot: cada día se hace caer a Nabot, cada día es asesinado el pobre» (1, 1).
Con rigurosa lógica examina Ambrosio el ánimo del rico y pone en evidencia su codicia: es significativa la injusta pretensión del rey que desea adueñarse de la viña de Nabot y la suerte que le toca a su pobre súbdito solo por el hecho de tener su viña junto a las tierras del rey[9]. Paradójicamente, este afán de posesión indica que el rico está más necesitado que el pobre porque nunca está saciado de la riqueza. Ese «dame tu viña», martilleado con insistencia siete veces, revela «el fuego de la avidez» (2, 8), pero también un vacío interior que nada podrá llenar. «Dame» es el grito del mendigo, de quien confiesa tener necesidad de lo único de lo que carece. Ambrosio comenta: «El rico guarda lo propio con fastidio, como cosa de poco valor, pero desea lo ajeno como lo más valioso, […] porque quien desea adueñarse de todo quiere que el otro no posea nada» (2, 9-10). Puesto que tiene envidia de los bienes ajenos, el rico es perennemente desdichado.
Pero lo que más desconcierta es la razón por la cual Ajab desea con tanto ardor la viña de Nabot: quiere hacer de ella un huerto. Aquí el comentario de Ambrosio resulta sarcástico: «Tal era toda la locura […]: encontrar un espacio para hortalizas sin valor alguno. Por tanto, no es que deseéis poseer algo en cuanto útil, sino que queréis quitárselo a otros» (3, 11). El rico quiere poseerlo todo, quiere tener todo para sí, hasta destruir el único bien del pobre.
«¿Por qué extendéis, oh ricos, esos insanos deseos?», se pregunta Ambrosio. «La tierra ha sido creada en común para todos, para ricos y para pobres. […] Nada sabe de ricos la naturaleza, que engendra a todos pobres. No nacemos con vestidos, no somos engendrados con oro y plata: desnudos nos saca a la luz la tierra, necesitados de alimento, de vestido, de bebida. […] Por tanto, la naturaleza […] crea a todos iguales: a todos iguales los acoge en el seno del sepulcro» (1, 2). Además, la opulencia de los ricos no sirve para nada: en su egoísmo son incapaces de servirse de los propios bienes porque piensan en acumularlos y no permiten a los pobres que los usen aun teniendo necesidad de ellos[10].
Además, la perversa avidez vacía el corazón de los ricos y los separa de la comunidad humana. Su lógica los lleva a un rechazo total de la sociedad. Ellos «rehúyen el habitar en común con los hombres, y por eso excluyen a los que están cerca. Pero no pueden escapar, porque, cuando han excluido a los primeros, encuentran de nuevo a otros. […] Pues no pueden habitar solos la tierra» (3, 12).
Son notables las perspectivas de carácter económico que Ambrosio infiere a partir de allí. Ante todo, la denuncia de la acumulación de tesoros como fin en sí mismo: «Extraéis el oro del fondo de las minas, pero de inmediato lo escondéis», justamente como dice el Sal 39 (38),7: “Atesora sin saber para quién”» (4, 16-17). Además, lo absurdo de no saber siquiera administrar económicamente la productividad de la riqueza, porque dice el obispo: «El avaro se ve siempre en dificultades por la abundancia de los productos, porque calcula la disminución de los precios de los alimentos. En efecto, la fecundidad es provechosa para todos, la esterilidad solo lo es para el avaro. Él se deleita más por el aumento desproporcionado de los precios que por la abundancia de las cosas. […] Fíjate cómo teme la superabundancia del trigo, no sea que, desbordado de los graneros, se vierta sobre los pobres, procurando hasta a los indigentes la ocasión de algún bien» (7, 35).
Ambrosio también denuncia que la opulencia del rico está construida sobre la miseria de los pobres y se alimenta de su sangre: ella conduce a una muerte física: la del que pierde la vida porque trabaja para los ricos, y a una muerte espiritual: la del padre que, para pagar una gran deuda, se encuentra en la dramática situación de tener que vender como esclavo a un hijo y no sabe a cuál para no hacer morir a los otros de hambre (cf. 5,22)[11].
Además, la riqueza acumulada, el lujo ostentado y la sed de posesiones revelan la ansiedad interior del rico y su demencia: «Lo inquieta la avidez, lo agita el afán insensato de arrebatar lo ajeno, lo atormenta la envidia, lo tortura la dilación, lo turba la ineficiencia estéril de las ganancias, la abundancia lo apremia» (6, 29). Ambrosio recurre a la parábola del rico insensato (Lc 12,17-19) como ejemplo para quien piensa haber alcanzado la felicidad en la vida: «Con razón se llama tonto a aquel que suministra cosas corporales a su alma porque deja de lado aquellas de las que ignora para qué sirven» (8, 38). Este rico no sabe que se acerca el tiempo de su muerte esa misma noche. Que sirva de admonición a quien ha acumulado demasiado y no da nada, a quien no sabe ser administrador de los bienes recibidos y no sabe devolverlos a sus propietarios. Debería invitar a los pobres y miserables, porque Dios le ha dado una gran cosecha para ser generoso con los pobres, ha hecho nacer y abundar los campos por su bondad (cf. 6, 32).
Un uso apropiado de los bienes
«¿Por qué, entonces, hacéis cosas malas a partir de las buenas, cuando deberíais producir bienes a partir de las cosas malas?» (7, 36). El Señor aconseja: «“Ganaos amigos con el dinero de la iniquidad” (Lc 16,9). Por tanto, son cosas buenas para el que sabe utilizarlas, y con razón se convierten en cosas malas para quien no sabe utilizarlas» (7, 36). Las observaciones de Ambrosio sobre la propiedad privada y sobre la riqueza resultan interesantes: la propiedad no es de por sí un mal, ni tampoco un abuso; más aún: es legítima. Pero su bondad depende del uso que se le dé. Puede convertirse en un crimen si se la corrompe en el lujo y en la vanidad; por el contrario, es un bien si con ella se abre el corazón al pobre.
Las riquezas son un don de Dios, pero pueden convertirse en un delito: así como en los malvados son un obstáculo para hacer el bien, son una virtud en aquellos que las utilizan con justicia y caridad: «Son buenas si las distribuyes a los pobres, […] si abres los graneros de tu justicia a fin de que seas el pan de los pobres, la vida de los necesitados, el ojo de los ciegos, el padre de los niños huérfanos» (7, 36)[12]. Ambrosio comenta: «Sé un agricultor espiritual, siembra lo que te es de provecho: si la tierra te da frutos más abundantes de lo que recibe, cuánto más la misericordia te devolverá multiplicado lo que des» (7, 37).
La segunda parte del tratado es el discurso parenético: se propone tocar el corazón del rico y abrirlo a la generosidad. Para realizar sus planes los ricos van también a la iglesia, piden la ayuda de Dios, incluso ayunan. Pero ¿cuáles son la oración y el ayuno que son gratos al Señor? Son los del que parte el pan con el hambriento, del que lleva a su casa a los necesitados sin techo, del que devuelve la libertad a los oprimidos, del que rasga toda denuncia inicua (cf. 10,45).
Al rico se le dice: no escuches la sugerencia de la pérfida Jezabel, que es la avaricia, es la avidez personificada, la ideadora del delito, el consejo fraudulento. Dos falsos testigos, corrompidos por ella, acusan de blasfemia a Nabot, como en el proceso contra Susana en el libro de Daniel (cf. Dan 13,28) y como en el proceso de Jesús ante el Sanedrín (cf. Mt 26,65). Ambrosio contrapone al derecho y a las denuncias del rico la ley del Señor, y a los falsos testigos el testimonio de la conciencia (cf. 10,45).
La hipocresía del rico
Después del asesinato de Nabot, el rey muestra dolor y arrepentimiento, pero, a pesar de la tristeza de su rostro, se dirige a la viña del pobre y toma posesión de ella (11, 47). En realidad, ese dolor es falso. Por eso la justicia divina no tarda en hacerse oír mediante el profeta Elías, que desenmascara la hipocresía del rico: «“Has hecho el mal en la presencia del Señor” (1 Re 21,20), porque el Señor entrega a los reos a la culpa, pero no entrega a los inocentes al poder de sus enemigos» (12, 51). El mal sojuzga en esclavitud, oscurece la verdad, busca esconderse, teme la propia conciencia, nunca se sacia; en cambio, el bien otorga la libertad, abre el corazón al pobre, realiza las obras de la misericordia, multiplica sus frutos: «Lo que hayas dado al pobre te aprovechará a ti. Para ti crece todo aquello en que hayas disminuido. […] La misericordia se siembra en la tierra y germina en el cielo. Se planta en el pobre, se multiplica junto a Dios» (12, 53).
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Por último, el rico es soberbio, porque por los bienes que posee se considera superior a los demás. Que no se ensoberbezca de lo que tiene —aconseja Ambrosio—, porque no ha nacido de manera diferente que el pobre. Y recuerde que la tierra, los bienes, son de todos. No son suyos los palacios, las riquezas, los caballos, el oro, las posesiones. «Eres el custodio de tus riquezas, no su dueño; del oro que guardas bajo tierra eres administrador, no señor. Pero donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. […] Vende, más bien, el oro y compra la salvación; vende la piedra preciosa y compra el reino de Dios; vende el campo y rescata para ti la vida eterna» (14, 58). «Considera que no eres el único dueño de estos bienes. Junto contigo son sus dueños las polillas y el orín que consumen las riquezas. La avaricia te los ha dado por compañeros» (14, 59). «Si quieres ser rico, sé pobre para el mundo, a fin de que seas rico para Dios. El rico de fe es rico para Dios; el rico de misericordia es rico para Dios; el rico de sinceridad es rico para Dios; el rico de sabiduría, el rico de ciencia, son ricos para Dios» (14, 60).
El consejo final retoma la parábola del juicio del evangelio de Mateo: «Deudor tuyo se hace el Hijo de Dios, que dijo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era peregrino y me hospedasteis, estaba desnudo y me vestisteis”. Dice, en efecto, que aquello que se ha dado a cada uno de los más pequeños se le ha dado a él» (14, 59)[13].
«Los pobres son el verdadero tesoro de la Iglesia»
La obra de Ambrosio termina con la alabanza a Dios. El salmo 76 (75) celebra al Señor que protege a Israel del poder de los asirios, símbolo de los hombres poseídos por las riquezas. Ellos no poseen los bienes, sino que están poseídos por ellos; no son sus dueños, sino sus esclavos. El Señor ha trastocado los planes de los impíos, de los ricos, de los poderosos, de los grandes. Por eso él recibe la alabanza de los pobres: porque solo quien es verdaderamente pobre alaba al Señor en su corazón, lugar de paz y de comunión. En efecto, el pobre es más rico en fe, más ejercitado en la sobriedad (cf. 15, 63)[14].
Por tanto, la historia de Nabot nunca tiene fin: es una historia siempre actual. Una historia de avidez y de atropellos, de acusaciones falsas y de homicidios, de latrocinios y de injusticias, pero también una historia de honestidad y de verdad, de fidelidad a la tradición de los padres y de pasión por la justicia y por la verdad, marcada por el martirio.
El objetivo del libro es claro: la riqueza, unida a la avaricia, constituye la verdadera miseria del hombre. Ambrosio proclama que la tierra es de Dios y que el Señor se la ha dado a todos. Nadie puede poseerla como propia, nadie es su dueño: todos somos administradores de lo que se nos ha confiado, y de nuestra administración hemos de rendir cuenta. Pocos son los escritores eclesiásticos que han formulado sobre este problema una doctrina tan audaz e inquietante, pero reveladora de la radicalidad del evangelio.
Ambrosio siempre fue un defensor de los pobres y, en caso de necesidad, no dudó en vender las riquezas de la Iglesia para ayudar a quienes vivían en la miseria. Para él los bienes de la Iglesia eran patrimonio de los pobres. Más aún, gustaba de decir: «Los pobres son el verdadero tesoro de la Iglesia»[15].
La predilección por los pobres
Dieciséis siglos después de Ambrosio el papa Francisco ha recordado la antigua historia en las homilías de la capilla de Santa Marta, comentando la liturgia de la palabra en la que aparecía 1 Re 21. Él retoma las mismas palabras del obispo de Milán: «[La historia de Nabot] se repite continuamente en muchas personas que tienen poder, poder material, poder político y poder espiritual. Pero esto es un pecado: es el pecado de la corrupción». Y ¿cómo se corrompe una persona? «Se corrompe por el camino de la propia seguridad. Primero el bienestar, el dinero, el poder, la vanidad, el orgullo y, a partir de allí, todo: también matar». El papa continúa: «Es la tentación de cada día, en la cual puede caer un político, un empresario, un prelado»[16].
«Pero ¿quién paga la corrupción?», se pregunta el Papa. «¡La corrupción la paga el pobre! […] La pagó Nabot, el pobre hombre fiel a su tradición, fiel a sus valores, fiel a la heredad recibida de su padre»[17]. La pagan los pobres de hoy. Nabot es el primero de los muchos «mártires de la corrupción».
El Papa se detuvo después de manera particular en la corrupción del mundo eclesiástico, porque también la corrupción está dramáticamente presente allí. «¿Quién paga la corrupción de un prelado? La pagan los niños que no saben hacerse la señal de la cruz, que no saben la catequesis, que no son atendidos; la pagan los enfermos que no son visitados; la pagan los presos que no tienen atención espiritual»[18]. En definitiva, los que pagan la corrupción son siempre los pobres, los pobres materiales y los pobres espirituales, los pobres que pierden los valores y son defraudados en su calidad de vida.
El Papa también indica el modo para salir de la corrupción remitiendo a la confesión del santo rey David: «He pecado». Y David lloró e hizo penitencia, y se arrepintió. Pero agrega también el ejemplo evangélico de Zaqueo: «He robado, Señor. Devolveré cuatro veces lo que he robado»[19].
Haciendo referencia al comentario de Ambrosio, el papa Francisco utiliza sus mismas palabras. La historia se repite hoy de nuevo. Pero, al igual que el obispo de Milán, recuerda que el camino de la salvación es la predilección por los pobres, por los pequeños, por los «mártires de la corrupción». Una invitación a todos a la conversión del corazón y a orar por los poderosos y los corruptos[20].
En la encíclica Laudato si’ el Papa reformula con agudeza la situación del rey Ajab, refiriéndola a nuestro tiempo: «La situación actual del mundo “provoca una sensación de inestabilidad e inseguridad que a su vez favorece formas de egoísmo colectivo”. Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecientan su voracidad. Cuanto más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir. En este contexto, no parece posible que alguien acepte que la realidad le marque límites. Tampoco existe en ese horizonte un verdadero bien común»[21].
El papa Francisco regresó recientemente a la historia de Nabot en otra de sus homilías en la capilla de Santa Marta. Esta «es paradigmática de muchos mártires de la historia. Es paradigmática del martirio de Jesús; es paradigmática del martirio de Esteban; es paradigmática también, en el Antiguo Testamento, de Susana; es paradigmática de muchos mártires que han sido condenados gracias a una puesta en escena calumniosa»[22]. Pero «esta historia es también paradigmática del modo de proceder de mucha gente en la sociedad, de muchos jefes de Estado o de Gobierno: comunican una mentira, una calumnia y, después de haber destruido con esa calumnia, ya sea a una persona o una situación, juzgan esa destrucción y la condenan. También hoy, en muchos países, se utiliza este método: destruir la libre comunicación»[23].
Francisco concluye después afirmando que «el justo Nabot […] solo quería una cosa: ser fiel a la heredad de sus antepasados, no vender la heredad, no vender la historia, no vender la verdad», porque «la heredad estaba más allá de esa viña: la heredad del corazón no se vende»[24].
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Ambrosius, s., De Nabuthae 1,1: CSEL 32/2, Viena – Praga – Leipzig etc., 1897, pp. 469-516. Las referencias entre paréntesis remiten al texto: el primer número indica el capítulo; el segundo, el párrafo. Para una versión en castellano puede verse, Ambrosio de Milán, Elías y el ayuno; Nabot; Tobías (Biblioteca de Patrística, 101), Madrid, Ciudad Nueva, 2016. En italiano: Ambrogio, s., Il prepotente e il povero. La vigna di Nabot, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2013; íd., La vigna di Naboth, ed. M. G. Mara, Bolonia, EDB, 2015. ↑
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Cf. 1 Re 21,1-28. El episodio forma parte del ciclo de Elías, un momento crucial de la historia de Israel, donde el profeta recuerda la fidelidad a la alianza, comprometida por el politeísmo que penetra en la vida del pueblo y por la nueva economía que favorece la circulación del dinero y el comercio de los bienes, erradicando la estructura de la economía familiar y arruinando a los más pobres. ↑
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El protagonista de la novela de Herman Melville Moby Dick (1851) se llama justamente Ajab (Ahab). Impulsado por un deseo desmedido de poder, el capitán se enfrenta a la fuerza misteriosa de la ballena blanca y arrastra consigo a la ruina a toda su tripulación. Solo se salva Ismael, el personaje humilde de la chusma, que respeta el misterio. ↑
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Ambrosius, s., De Nabuthae, op. cit. G. De Simone, La miseria del ricco. Esegesi bíblica e pensiero sociale nella «Storia di Naboth» di Ambrogio, Catanzaro, Ursini, 2003. ↑
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Ambrogio, s., La storia di Naboth, L’Aquila, Japadre, 1975, pp. 29-34; íd., La vigna di Naboth, ed. M. G. Mara, op. cit., pp. 38-44. ↑
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Íd., Sermo contra Auxentium, pp. 17-18: CSEL 82/3, pp. 82-107, Viena, 1982. ↑
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La ley mosaica quiere que la propiedad de la tierra no salga de la familia: «La heredad de los hijos de Israel no pasará de tribu a tribu […] Así cada uno de los hijos de Israel conservará la heredad de sus padres» (Núm. 21,7.9). La introducción de la monarquía en Israel lleva a una nueva economía comercial que destruye la basada en las posesiones territoriales ligadas a la tribu originaria. ↑
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Para la historia de Ajab en el Antiguo Testamento véase el volumen de C. Anselmo, Fece ciò che è male agli occhi di Yhwh. La figura narrativa di Acab in 1 Re, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2018. ↑
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El latifundismo de la época de Ambrosio y el contraste entre la riqueza de pocos y la pobreza de todos creaban una disparidad que podía llevar al absurdo. Por ejemplo, se sabe que Símaco, el senador que ayudó al joven Agustín a conquistar la cátedra de orador en Milán para que contrarrestara la fama de Ambrosio, tenía en Roma tres palacios, tres casas de campo en la periferia y otras en los fundos agrícolas en Laurento, Nápoles, Pozzuoli y Cuma. También la familia de Ambrosio poseía un palacio en Roma y diversas propiedades en Sicilia. El poder de los latifundistas era tal que obligaba a los propietarios de las parcelas pequeñas a ceder su posesión a cambio de protección. Para comprender el drama no se han de olvidar las luchas dinásticas y las invasiones bárbaras, que completan tristemente el cuadro (cf. V. Paglia, Storia della povertà. La rivoluzione della carità dalle radici del cristianesimo alla Chiesa di papa Francesco, Milán, Rizzoli, 2014, p. 156). ↑
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«Arrebatáis a los pobres todo, les quitáis todo, no les dejáis nada. […] Los pobres no tienen bienes para su uso, y vosotros no los usáis ni permitís que los demás los usen» (4, 16). ↑
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Ambrosio retoma una página de Basilio: cf. la homilía In illud dictum destruam: PG 31, 268C-269A. ↑
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En el comentario al evangelio de Lucas, Ambrosio hace una reflexión actual: «No se ha de excluir a todos los banqueros [nummularii, entre los que se cuenta también a los cambistas]: los hay también buenos» (Exp. Ev. sec. Lucam 9, 18: CSEL 32/4, Praga – Viena – Leipzig, 1902). ↑
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Cf. Mt 25,35-36.40. ↑
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El concepto pertenece a la diatriba estoica: cf. Séneca, De vita beata, 22 y 26. Valerio Máximo, Dictorum factorumque memorabilia libri IX, 9, 4 ext. 1. ↑
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Cf. V. Paglia, Storia della povertà…, op. cit., p. 156. ↑
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Francisco, Homilía del 16 de junio de 2014 en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, en http://w2.vatican.va. ↑
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Ibíd. ↑
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Ibíd. ↑
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Íd., Homilía del 17 de junio de 2014 en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, en http://w2.vatican.va. ↑
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Durante los ejercicios espirituales de la curia en la Cuaresma de 2014, el papa Francisco propuso la lectura del texto de Ambrosio La storia di Nabot, una storia infinita. Cf. B. Secondin, Profeti del Dio vivente. In camino con Elia, Padua – Ciudad del Vaticano, Messaggero – Libreria Editrice Vaticana, 2015, pp. 107-116. ↑
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Francisco, Carta encíclica «Laudato si’», n. 204. La cita inicial es de Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, n. 1, en Acta Apostolicae Sedis 82 (1990), p. 147. ↑
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Íd., Homilía del 18 de junio de 2018 en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, en http://w2.vatican.va. ↑
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Ibíd. ↑
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