La centralidad de la familia
¿Qué ocurre cuando te enteras de que vas a morir? ¿Y no en seis meses o tres semanas, sino en cuestión de horas o incluso minutos? ¿Cómo se afronta una situación así? El pasado noviembre, Marielle, una joven de Lens, se encontraba en la sala de conciertos Bataclan de París cuando los terroristas invadieron el edificio. Durante tres horas se escondió en una pequeña ducha, llena de ansiedad, temiendo que la mataran. El primer mensaje que envió fue para sus padres: Je vais mourir, je vous aime («Voy a morir. Os quiero»). Milagrosamente, a la una de la madrugada, fue rescatada por las fuerzas de seguridad que asaltaron el edificio.
Es frecuente que la gente, ante la inminencia de la muerte, haga algo sencillo, pero maravillosamente profundo: llamar por teléfono o escribir a sus familiares para decirles lo mucho que los quieren. Sería comprensible que se dejaran abrumar completamente por su destino. En cambio, y tenemos muchos ejemplos de ello, piensan en personas significativas de su vida y dan voz a su amor y afecto. Durante los atentados terroristas de Bruselas del pasado mes de marzo, David Dixon, un británico que trabajaba como programador informático en Bruselas, escribió un mensaje a su familia tras el atentado en el aeropuerto para decir que no le había pasado nada, pero murió trágicamente poco después al subir al tren del metro que fue alcanzado por la posterior explosión.
Hay muchas personas que en momentos de peligro, como Marielle y David, piensan en sus familias y dan fe de la fuerza imperecedera del vínculo familiar. Saben que aman y son amados, y esto les da valor. Cuando seguimos la ley del amor en nuestras familias, somos capaces de afrontar cualquier tipo de prueba o sacrificio.
La familia es una institución de suma importancia para nuestra vida personal y social. Con una buena familia detrás podemos conquistar el mundo, porque aunque la familia es la institución más pequeña del mundo, también es la más grande. Es mucho más pequeño que un pueblo, una ciudad, una región o un estado, pero también es más grande que estas entidades, porque es lo primero. Antes de que hubiera pueblos, había familias. Antes del surgimiento de los grandes imperios, las pequeñas familias ya habían prosperado durante generaciones. Sin la familia, ciertamente nunca habrían existido pueblos, ciudades o naciones. La familia es uno de los regalos más maravillosos de Dios. Es la institución que forma el carácter humano como ninguna otra.
Por ello, no es de extrañar que el Papa Francisco haya dedicado su Exhortación Apostólica Amoris laetitia (AL) al tema de la familia. «La Biblia está poblada de familias, de generaciones, de historias de amor y de crisis familiares, desde la primera página, donde entra en escena la familia de Adán y Eva con su peso de violencia pero también con la fuerza de la vida que continúa (cf. Gn 4), hasta la última página donde aparecen las bodas de la Esposa y del Cordero (cf. Ap 21,2.9)» (AL 8).
En el bien o en el mal, en la riqueza o en la pobreza, en la enfermedad o en la salud, cada uno de nosotros lleva a su familia dentro de sí, todos los días de su vida. Nuestra familia no está con nosotros como un mero recuerdo, sino que tiene una influencia decisiva en nuestra forma de actuar y comportarnos. Nuestros propios cuerpos son moldeados por nuestros padres. Hablamos como ellos, nos parecemos a ellos. Inconscientemente imitamos sus gestos y caminamos con una marcha similar. Un día le espeté a una amiga que me exasperaba, y ella se rio y dijo: «¡Esas son las palabras que usa tu padre!».
La influencia de los padres se imprime en nuestra psique de forma aún más profunda. Heredamos muchos valores, explícitos e implícitos, de nuestras familias. Los objetivos que perseguimos deben mucho a las ambiciones de nuestra familia, y a nuestra reacción a sus aspiraciones. La familia es una tela de araña de la que nunca podemos salir y de la que nunca queremos desprendernos.
Pero hoy en día no se está de acuerdo en que la familia siga desempeñando un papel central en la sociedad. Aunque la estructura familiar sigue existiendo, en algunos casos es muy difícil reconocer lo que había sido para la generación anterior. Vemos nuevas configuraciones relacionales de parejas del mismo sexo que acogen a niños con la ayuda de madres de alquiler o padres donantes de esperma. Aunque fuerzan algunos límites morales importantes, estas «familias» alternativas se inspiran tanto en la familia tradicional que, paradójicamente, dan fe de nuestra nostalgia por el modelo familiar tradicional.
En Occidente se toleran las configuraciones relacionales inusuales y vanguardistas, pero la familia tradicional ya no está de moda. Incluso la expresión «valores familiares» simboliza para algunos una adhesión ciega e irreflexiva a una moral estrecha y anticuada. En este contexto surge la pregunta: ¿es posible vivir como familias cristianas en el mundo actual?
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La tarea es ciertamente más difícil y exigente de lo que ha sido hasta ahora. Antes, las sociedades occidentales se identificaban hasta cierto punto con los valores cristianos. Como muchos cristianos vivían en un entorno que apoyaba la unidad familiar, su compromiso podía sobrevivir sin estar profundamente arraigado. Pero, dado que el clima cultural que nos rodea es tan inestable, nuestras raíces deben profundizar en el suelo de nuestra fe si queremos capear el temporal.
Respeto y amor
Los dos primeros ingredientes de una familia cristiana son un hombre y una mujer que se comprometen a formar una unidad fundamental de sí mismos, sin comprometer sus dos personalidades únicas y distintivas. El libro del Génesis nos dice que el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Por el libro del Génesis sabemos también que esa asombrosa unidad no duró mucho: cuando Adán y Eva se rebelaron contra Dios, la armonía entre ellos también se rompió.
Para muchas personas, la idea de que dos se conviertan en uno para toda la vida es completamente irreal, una quimera. Incluso cuando Jesús hablaba del matrimonio eterno, sus discípulos lo consideraban una realidad prácticamente imposible de aceptar, y pensaban que era mejor no casarse (cf. Mt 19,10). Cuando tenía entre 20 y 30 años, era tan inmaduro emocionalmente que si me hubiera casado con una mujer entonces, en lugar de tomar el camino del sacerdocio, probablemente habría pedido el divorcio pronto. ¡Se necesitaba el amor incondicional de Dios para soportarme! Los matrimonios fracasan, al igual que las vocaciones de sacerdotes. Un marido y una mujer humanamente maduros pueden garantizarse una unión feliz si invitan a Dios a su vida.
Si el marido y la mujer no dejan que Dios entre en sus vidas, otra cosa o alguien se encargará de sus vidas por ellos, ya sea su canción pop favorita o una revista de moda. Aunque Dios esté en sus vidas, no hay una fórmula mágica para lograr una relación feliz inmediata; existe, sin embargo, esa maravilla de una transformación profunda y constante de cada uno de los cónyuges, que les permita vivir y actuar como realmente son: imágenes de Dios. Estamos llamados a amarnos unos a otros como Dios nos ama, y Dios no siempre recibe mucho amor de nosotros a cambio. Ser correspondido es un gran regalo, pero un marido y una mujer no se aman sólo para ganar esa recompensa. No tienen que amarse sólo cuando se sienten amados.
Su amor está ciertamente ayudado por los sentimientos, pero se basa en algo mucho más sólido y duradero: una promesa solemne y el compromiso que han contraído el uno con el otro. La Escritura está llena de pautas concretas que los matrimonios pueden poner en práctica. El Evangelio de Mateo nos dice que si estamos a punto de llevar nuestra ofrenda al altar y nos acordamos de que un hermano o hermana tiene algo contra nosotros, debemos ir inmediatamente a reconciliarnos; entonces podremos volver a hacer nuestra ofrenda. La Epístola a los Efesios nos manda no dejar que se ponga el sol sobre nuestra ira: en lugar de dar paso al resentimiento, debemos resolver nuestras diferencias lo antes posible. La Escritura nos invita constantemente a decir la verdad desde el corazón, con ternura y compasión.
Al comienzo del cuarto capítulo de Amoris laetitia (AL 89-119) el Papa Francisco ofrece una hermosa y profunda exégesis de uno de los pasajes más conocidos sobre el amor en toda la Biblia: el famoso «himno a la caridad» de San Pablo en 1 Cor 13,4-7. Para describir el amor paciente, se refiere a quien «no se deja llevar por los impulsos y evita agredir» (AL 91). «Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente a lo que yo desearía» (AL 92).
Al comentar el «todo excusa» del amor, el Papa escribe: «Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso» (AL 113).
Padres e hijos
¿Y qué pasa con la relación entre padres e hijos? En Amoris laetitia el Papa Francisco cita el Informe Final del Sínodo de los Obispos de 2015: «[Hay que subrayar siempre que] los hijos son un maravilloso don de Dios, una alegría para los padres y para la Iglesia. A través de ellos el Señor renueva el mundo» (AL 222). Los padres pueden aprender de sus hijos. Los niños son los mejores maestros de todos, hasta el punto de que Jesús no sólo nos dice que les prestemos atención, sino que nos hagamos como ellos (Mt 18,3). Aquí Jesús no está canonizando la infancia, sino que nos dice que en la infancia espiritual hay un gran tesoro. Hay algo maravilloso en el adulto que sigue siendo fiel al niño que una vez fue. La infancia está en el centro de todo. Curiosamente, una vez perdida la infancia, sólo se puede recuperar convirtiéndose en santo.
El mandamiento más importante que los cristianos deben observar en relación con la familia es honrar al padre y a la madre. «Este mandamiento viene inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto, encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres» (AL 189). Es demasiado fácil dar por sentado a los padres y olvidar lo mucho que les debemos. Por eso Dios nos manda honrarlos de manera especial. Nos regalan la vida, nos lavan y visten, trabajan para poner el pan en nuestra mesa, se levantan hasta altas horas de la noche para calmar nuestros miedos, están a nuestra disposición para cualquier necesidad que tengamos, y a menudo esto requiere un gran sacrificio por su parte.
Los padres son nuestros primeros maestros en la vida y la virtud, y probablemente los mejores. Son los primeros embajadores que Dios pone en nuestro camino. «Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro paterno del Señor» (AL 172). Son nuestros primeros amigos, y mucho mejores que algunos de aquellos a los que más tarde abrimos nuestro corazón. Cuando no honramos a nuestros padres, estamos dejando de honrar a los que están más cerca de Dios en importancia. Cuando traicionamos el amor de nuestros padres, estamos traicionando todos los amores futuros. Un hijo o hija bueno para nada se convertirá en un mal esposo o esposa. Un hijo o hija cruel se convertirá en un adulto malvado.
En la familia, sin embargo, el respeto no es un camino de ida: los padres también están obligados a amar y respetar a sus hijos. La naturaleza les da una ventaja de tiempo, así que para la mayoría de los padres este amor es instintivo. Pueden aumentar este amor instintivo dando un buen ejemplo, enseñando a sus hijos a ser honestos, decentes y rectos, a observar las normas y a respetar los derechos de los demás. Pueden animarles con palabras amables y elevar con ellos palabras de alabanza a Dios.
Los padres deben tener grandes esperanzas en sus hijos, pero no expectativas desmedidas. Un niño siempre ve en su madre la imagen de la mujer con la que quiere casarse, y una hija ve en su padre al marido de sus sueños. Si tanto la madre como el padre llevan una buena vida, darán a sus hijos una valiosa ayuda a la hora de elegir con quién casarse. Los padres que muestran poco o ningún interés por el bienestar material y espiritual de sus hijos les causan un profundo daño. Si bien es cierto que gran parte del mal que vemos en los individuos puede deberse a las malas amistades, no es menos cierto que, en última instancia, puede deberse a la mala amistad de quienes deberían haber sido sus primeros y mejores amigos.
A pesar de los riesgos que conlleva, Dios ha elegido repetidamente a la familia para llegar al corazón de toda la humanidad. Hizo un pacto con Abraham, prometiéndole un hijo a él y a su esposa Sara. Ese pacto se cumplió cuando Sara, desafiando todas las expectativas humanas, dio a luz a Isaac. Entonces Dios hizo un pacto con una virgen llamada María, y ella dio a luz a Jesús y a un nuevo mundo.
Idealmente, la familia es un espacio donde los niños se nutren, encuentran seguridad y aprenden la confianza y el amor; donde los niños también cuidan de sus padres, en un contexto mutuo de amor y responsabilidad por la vida. Fundamentalmente, la familia consiste en dar y recibir la vida.
Tradicionalmente en la cultura occidental -y todavía hoy en muchas otras culturas- los elementos básicos que conforman una familia han sido el matrimonio entre un hombre y una mujer y un hogar con hijos. Es indudable que muchas relaciones matrimoniales han estado lejos de ser ideales, y que ha habido deficiencias en el marco tradicional: las mujeres no tenían garantizada la igualdad de trato; el padre ejercía demasiado poder; muchos niños se veían obligados a trabajar desde una edad temprana, con el resultado de que se descuidaba la infancia. Pero sean cuales sean las desventajas de la estructura familiar tradicional, ha ayudado a innumerables generaciones. La sociedad estaba orientada a apoyar a la familia. La sociedad espera que el matrimonio funcione, quiere que las parejas permanezcan juntas y tengan hijos; tolera la separación o, en casos extremos, el divorcio como soluciones desesperadas.
Preguntas que nos desafían
En las sociedades occidentales, y en algunas otras, ese modelo tradicional se ha roto. Ya no hay expectativas de monogamia, compromiso de por vida e hijos. Cuando la situación se vuelve difícil, el divorcio es visto por muchos como una opción razonable. ¿Qué futuro le espera a la familia? ¿Recuperará su antigua posición como unidad fundamental de la cultura occidental, o seguirá transformándose en múltiples formas? ¿Proporcionará el matrimonio una estructura estable para emprender el viaje de la vida, o sólo un lugar de descanso temporal? ¿Qué ocurre con un tejido social en el que los individuos hacen una promesa de matrimonio duradera sólo para romperla fácilmente si las cosas no salen como se planean?
¿Se verán los niños reducidos a peones en las amargas luchas entre padres divorciados? ¿Sus vidas tienen que partirse en dos porque sus padres se han separado? ¿Qué ocurre con la relación con el progenitor que adopta el papel de padre visitante, con acceso regular o sólo intermitente a los hijos? ¿Cómo se puede ayudar a los niños a hacer frente a los sentimientos de soledad y de no ser queridos, que pueden afectarles cuando sus padres se divorcian, y cuando la ira no resuelta por la conducta de sus padres permanece con ellos durante mucho tiempo?
¿Qué ocurre si uno de los padres quiere divorciarse? ¿La preferencia de ese padre determinará lo que ocurra? ¿Y si el otro progenitor, y también los hijos, quieren salvar el matrimonio? ¿Los deseos y necesidades de quién son más importantes? Si uno o ambos cónyuges intentan vivir su vida matrimonial lo mejor posible pero fracasan, ¿deben seguir viviendo juntos? ¿Qué se puede hacer para apoyar a los padres solteros -la gran mayoría de los cuales son madres- cuando intentan criar a sus hijos solos?
En el caso de los donantes de esperma y las madres de alquiler, ¿quién es la verdadera madre o el verdadero padre? ¿Es realmente irrelevante la identidad de los óvulos o el esperma del donante? ¿Es justo para los niños que la madre o el padre genéticos permanezcan en el anonimato? ¿Tienen los niños adoptados y los bebés probeta derecho a conocer al menos el historial genético de sus padres biológicos, para prevenir futuros problemas de salud? ¿Qué significa para un niño enterarse de que su padre o su madre serán ilocalizables para siempre? ¿O saber que es un niño planificado, por el que pagaste creyendo que saldría un tipo de niño concreto? Y si no consigue ser la maravilla genética con la que contaban sus padres, ¿cuáles serán las consecuencias para él? ¿Y para los padres?
¿Cuáles son los efectos de la escasez de mujeres en las dos naciones más pobladas del mundo, China e India? ¿Qué pasa con los niños no nacidos cuyas vidas se truncaron demasiado pronto, antes de que pudieran convertirse en una parte visible de sus familias? ¿Eran los equivalentes del siglo XXI a Abraham Lincoln, Helen Keller, Mahatma Gandhi, Martin Luther King y la Madre Teresa? ¿Hemos perdido figuras inspiradoras que podrían haber cambiado nuestras vidas y transformado nuestro mundo para mejor? ¿Somos más pobres por el hecho de que nunca vieron la luz?
El valor de la familia
La familia tiene una influencia decisiva en nuestra personalidad y destino. Siempre nacemos en un contexto humano. Entramos en el mundo desde el cuerpo de una mujer. Puede ser soltera, casada o divorciada. Puede tener una pareja cariñosa y solidaria, o una violenta y dominante. Su entorno familiar puede ser pobre, cómodo o rico; sus padres pueden ser educados o analfabetos, emocionalmente maduros o inmaduros. Todos estos factores influyen en nuestra perspectiva existencial. No todos partimos del mismo lugar. Estaría bien que todos fuéramos iguales, pero por la forma en que se reparten las cartas, «unos son más iguales que otros».
Nuestro carácter, nuestra personalidad, se desarrolla a lo largo de la vida. El proceso comienza en la familia. Es allí donde los niños aprenden primero a amar y a odiar, a ser amables o manipuladores, a servir o a enseñorearse de los demás. La familia es la escuela fundamental para la vida. Si los niños sólo aprenden la injusticia en la familia, será muy difícil que construyan una cultura justa cuando sean adultos. Si se les enseña a mentir y a engañar, luego tendrán grandes dificultades para ayudar a construir una sociedad transparente.
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A pesar de toda la controversia sobre el papel de la familia en la cultura occidental, hay algo profundamente tranquilizador en el hecho de que muchas personas sigan creyendo en su valor. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por las Naciones Unidas en 1948, proclamó que la familia es la unidad fundamental de la sociedad. No es una declaración de que las cosas son así, sino una declaración de cómo deberían ser. No es una descripción del estado de la familia, sino la formulación de un ideal para la familia. No es un hecho empírico, sino un valor. Incluso cuando el estado de la familia no se corresponde con este valor, seguimos queriendo que la familia esté a la altura de este valor, queremos que la familia sea el núcleo de la sociedad.
Este valor es profundamente tranquilizador, porque con él decimos que no queremos que el individuo o el individualismo sean la realidad fundamental de la sociedad. En la base de cualquier sociedad queremos que haya un grupo de personas llamado «familia» y conectado dentro de ella por vínculos profundos y duraderos. En el centro de la cultura queremos una estructura altruista, en lugar de una tendencia constante al interés individual: un hombre y una mujer que se han unido voluntariamente, dispuestos a dar lo mejor de sí mismos para la vida y a hacer sacrificios para traer hijos al mundo y cuidarlos. Mientras perdure la institución de la familia, sean cuales sean los defectos y fracasos de las familias concretas, tendremos una institución que es más grande que una persona, una estructura que por su naturaleza tiende a trascender los límites estrechos y autorreferenciales del egoísmo. La familia es un signo de esperanza de que en nuestro mundo la preocupación egoísta no tiene la primera y última palabra.
La desaparición de los padres
«Se dice que nuestra sociedad es una “sociedad sin padres”. En la cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente, desviada, desvanecida. Aun la virilidad pareciera cuestionada. Se ha producido una comprensible confusión» (AL 176). La desaparición de los padres es una de las mayores crisis a las que se enfrenta la cultura mundial. Si falta una relación sana con el padre, los bebés y los niños pequeños se vuelven radicalmente inseguros. Son los padres los que dan valor a sus hijos: la disposición a asumir riesgos, la voluntad de ser intelectualmente curiosos, la fuerza para ser cada vez más independientes. Si queremos un futuro mejor para nuestros hijos, tenemos que invertir en los padres.
Las madres y la maternidad tienen una imagen positiva en la opinión pública, y con razón. Los padres, por su parte, además de estar en el punto de mira como padres, son objeto de nuevas preguntas; sobre todo, se espera que tengan un papel más activo e implicado en la vida de sus hijos. Los hombres de hoy están dispuestos a ensuciarse las manos cambiando pañales y haciendo las tareas del hogar, pero parte de su nuevo papel les enfrenta a una insuficiencia: ¿cómo ayudar a sus hijos a desarrollarse emocionalmente? ¿Cómo ayudarlos a sentirse cómodos en un mundo de hombres? En el pasado, ser un buen padre no implicaba exigencias tan explícitas, por lo que los padres de hoy no tienen modelos a seguir. En el pasado se esperaba que los padres fueran inversores financieros, pero rara vez se esperaba que hicieran inversiones emocionales en sus hijos. La necesidad de ser algo más que un mero sostén de la familia es desalentadora. Este es un territorio nuevo e inexplorado. Los padres de hoy encuentran poca o ninguna experiencia en su pasado para educarles sobre la enorme diferencia que puede suponer un padre afectuoso y cariñoso.
Las mujeres tienen la oportunidad de prepararse para la maternidad a través del embarazo. A medida que sienten que su cuerpo cambia y crece a lo largo de los nueve meses, reciben un recordatorio visible de lo que está por venir y, una vez que nace el bebé, están físicamente equipadas para amamantarlo. Los hombres no ven un papel tan claramente planificado por delante: una vez que su mujer se queda embarazada, su papel físico en el nacimiento del nuevo bebé parece estar concluido. Ser un futuro padre significa aceptar pasivamente lo que está sucediendo, observando desde una distancia que contribuye a mantenerlo ajeno e incluso distante. ¿A cuántos futuros padres se invita a las clases prenatales? ¿Cuántos reciben al menos explicaciones del ginecólogo de su mujer? ¿Cuántos reciben el permiso de paternidad? Es demasiado fácil para los padres escuchar el mensaje subliminal de que sólo son padres de segunda clase, mientras que el centro del escenario pertenece a las madres.
Pero nada de esto quiere decir que los padres deban limitarse a ser entidades cálidas, dulces y amistosas para sus hijos. Los padres ayudan mejor a sus hijos pequeños si les permiten desprenderse de sus madres, si les muestran que hay otras formas de vivir, valientes y admirables, además del apego a la madre. Sin duda, debe ayudarles a realizar esta transición con suavidad y gracia. También debe ayudar a la madre a desprenderse de sus hijos, tranquilizándola y acompañándola en ese momento de separación.
Encontrar el equilibrio adecuado
Todo padre se enfrenta a una tentación de doble filo: o bien interpretar la paternidad como un absoluto que lo convierte en completamente autoritario, o bien disolver la paternidad hasta tal punto que la relación con sus hijos se vuelva anodina e insípida, sin ninguna restricción de autoridad. En la sociedad occidental, el lado más enérgico de la paternidad tiene mala reputación, y palabras como «paternal» y «patriarcal» tienen una connotación negativa. Esta denominación tan negativa no carece de razón. Si los niños nunca han tenido una relación con su padre, o han tenido una en la que han sido excesivamente castigados (Ef 6,4 advierte: «Padres, no irriten a sus hijos»), es probable que desarrollen una fuerte aversión por cualquier tipo de figura paterna, ya sean profesores o tutores, policías o políticos.
La imagen tradicional de la paternidad ha sido a menudo demasiado estrecha y restrictiva. Pero, ¿la solución está en un padre incierto o lejano y periférico? «El problema de nuestros días no parece ser ya tanto la presencia entrometida del padre, sino más bien su ausencia, el hecho de no estar presente. El padre está algunas veces tan concentrado en sí mismo y en su trabajo, y a veces en sus propias realizaciones individuales, que olvida incluso a la familia» (AL 176). Entre estos dos polos hay un equilibrio: es el modelo de paternidad basado en la autoridad y no en el autoritarismo, en el servicio y no en el servilismo, en el liderazgo sin arrogancia, en la disciplina sin represión.
El equilibrio adecuado es difícil de encontrar. Una madre sensible puede ayudar a un padre a recorrer el saludable camino del medio entre los extremos: su compasión natural intervendrá para evitar que el padre se vuelva demasiado estricto y, por otro lado, no dudará en invocar al padre como figura de autoridad para su hijo.
La cultura pop de la que están imbuidos los jóvenes no refleja una imagen equilibrada de la paternidad, sino a menudo sólo una de las polaridades: o bien una severidad inflexible o bien ninguna autoridad. De hecho, gran parte de la música pop ha culpado a las figuras paternas, a veces con razón, pero más a menudo sin ella. Por ejemplo, el movimiento punk de los años setenta, representado por excelencia por los famosos Sex Pistols (cuyo bajista Sid Vicious, a causa de un padre ausente y una madre heroinómana, se encontró viviendo en la calle cuando era niño), o la música grunge de principios de los noventa, caracterizada sobre todo por Nirvana (cuyo vocalista Kurt Cobain, antes de quitarse la vida, confesó que la angustia de su música procedía en gran medida del divorcio de sus padres), o el rapero blanco más vendido e igualmente agresivo, Eminem, a principios de la década de 2000 (criado por su madre después de que su padre les abandonara, cuando Eminem tenía sólo dos años). Pero una canción pop ofrece una imagen redentora de la paternidad: es el himno antibélico Where is the Love?, cantado en 2003 por los Black-Eyed Peas, el grupo de hip-hop de Los Ángeles. El estribillo es una oración: «Father, Father help us with some guidance from above / cause people got me got me wonderin where is the love» (“Padre, Padre, ayúdanos con una guía desde arriba, / porque la gente me pregunta dónde está el amor”).
Tener un padre es darse cuenta de que no somos nosotros los que empezamos nuestra vida. No estamos al principio de todo. Estamos conectados a alguien que vino antes que nosotros. En este sentido, tener un padre es ser “religioso” en el sentido etimológico de la palabra. El verbo latino religare, de hecho, tiene la connotación de “atar, ligar”. Tenemos un vínculo, un lazo; estamos conectados a alguien que nos precede, estamos en relación con alguien que está más allá y antes de nosotros.
Todo el mundo necesita un padre. Tener un padre da un sentido más sólido de quiénes somos, de dónde venimos. Sin un padre, nos sentimos débiles y frágiles, nunca estamos seguros. Nos sentimos desheredados y repudiados, defraudados y despojados.
Por supuesto, es importante el tipo de padre que uno tiene. Los niños no quieren un padre que les niegue la libertad y no les permita vivir su propia vida. Los hijos florecen cuando tienen un padre que les dice: «Hijo… todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). Nadie quiere un padre que le quite todo, sino uno que, por el contrario, le anime, le dé generosamente. San José es un modelo de esta abnegación paternal. Cuando se le pide de improviso que se levante en medio de la noche, no se detiene a pensar en su propia comodidad, porque está centrado en María y Jesús: «El Ángel del Seño se apareció en sueños a San José y le ordenó: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto”» (Mt 2,13).
Hoy en día, la autoridad de los padres debe provenir sobre todo de las personas que son; debe irradiar de su carácter. Es especialmente importante la relación que existe entre los padres y aquellos a cuyo servicio están. Si la gente confía en una figura paterna y ve su pureza, integridad y convicción como un hombre que vive lo que enseña, le concederá autoridad. Era esta integridad y pureza lo que fascinaba a la gente cuando escuchaba a Jesús: «ya que lo hacía con autoridad y no como sus maestros de la Ley» (Mt 7,29). A veces los sacerdotes dudan en reclamar su identidad como padres; pueden ser reacios a reconocer su paternidad espiritual. El Papa Francisco es un ejemplo para todos los sacerdotes porque se siente cómodo siendo una figura paterna, y se nota. En Querido Papa Francisco: el Papa responde a las cartas de niños de todo el mundo, contesta a Clara, una niña irlandesa de 11 años: «¡A todo sacerdote le gusta sentirse como un padre! La paternidad espiritual es realmente importante. Yo lo vivo mucho: no me reconocería a mí mismo sin este sentimiento de paternidad»[1].
Las personas a las que servimos nos ayudan a descubrir, articular y fortalecer nuestra paternidad. He visto cómo la experiencia de convertirse en padre de un niño recién nacido hace aflorar una nueva dimensión en la naturaleza de un hombre. Entra en contacto con una nueva compasión. Experimenta una reafirmación de sí mismo como protector, cuidador y educador. Ser padre también da la posibilidad de convertirse en un hombre mejor. La paternidad no es sólo una gracia para el propio hombre, sino también un gran regalo para sus hijos, porque, junto con la madre, el padre tiene el privilegio de enseñar a sus hijos lo que significa ser humano, y el privilegio de ser el primer embajador de Dios ante ellos.
Los niños están más que satisfechos cuando una figura paterna cree en ellos. Pero no todos los padres creen en sus hijos. En definitiva, para ser padres dignos de ese nombre – sean padres naturales o adoptivos, maestros o mentores – necesitamos la ayuda del Padre definitivo, que tiene una visión maravillosa para cada uno de sus hijos: «Por eso me arrodillo ante el Padre, de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra, para que, según la riqueza de su gloria, les conceda fortalecerse en su interior por medio del Espíritu. Que Cristo habite por la fe en sus corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, puedan comprender, con todos los santos, cuál es la amplitud y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, amor que supera todo saber humano. Así serán colmados de la plenitud misma de Dios» (Ef 3,14-19).
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Francisco, L’ amore prima del mondo. Papa Francesco scrive ai bambini, Milano, Rizzoli, 2016, 61 (traducción propia). ↑
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