ECONOMÍA

Globalización y transición ecológica

(Pixabay)

La globalización de los mercados, tal como la conocemos hoy, no es un fenómeno espontáneo e inevitable. Ha sido una historia de cambios e inversiones de tendencia. La pandemia del Covid-19 y la invasión rusa de Ucrania revelaron su fragilidad: la primera, al interrumpir durante dos años ciertas cadenas de suministro de componentes tecnológicos y minerales; la segunda, al amenazar con provocar hambrunas en países dependientes de las exportaciones ucranianas de cereales, sobre todo en África. Estos dos acontecimientos muestran además la extraordinaria interdependencia de la familia humana: la salud de los trabajadores chinos en Wuhan afecta a todo el mundo; la guerra en curso en Ucrania pone en juego alianzas y rivalidades a las que ningún país puede sustraerse.

La transición ecológica[1] – es decir, la necesidad de que todo el Planeta abandone los combustibles fósiles y transforme sus estilos de vida para hacerlos compatibles con las limitaciones ecológicas – es otra dimensión en la que experimentamos la unidad del Planeta: uno de cada cinco vasos de agua que bebemos procede de la evapotranspiración de los grandes árboles del Amazonas, por lo que no es exagerado que cada uno de nosotros diga: «Yo soy el Amazonas». Esto implica que convertir el mayor pulmón del Planeta en una sabana sería una catástrofe para todos nosotros. Ahora bien, este cambio será inevitable si seguimos deforestando el gran bosque primario de América Latina: según especialistas en este bosque, si superamos el 25% de deforestación de la Amazonia, la transformación de esta en una sabana será inevitable. Y ya hemos alcanzado una tasa de deforestación de al menos el 19%. Lo irónico es que las razones por las que ahora estamos destruyendo nuestra «querida Amazonia»[2] también están directamente relacionadas con la globalización de los mercados tal y como se ha desarrollado en el último medio siglo: la minería y la explotación maderera están al servicio de los mercados internacionales de materias primas, que constituyen el núcleo de la globalización contemporánea.

¿Son compatibles la globalización y la transición ecológica? ¿Qué se puede decir de su futuro?

Breve historia de la globalización: la posguerra

A veces se piensa que la «aldea global» en la que se ha transformado la esfera del mercado es el resultado de una tendencia espontánea, orgánica y necesaria. No es así. La globalización, tal como la conocemos, comenzó después de la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, el principal imperio colonial y centro de la economía mundial occidental tenía su capital en Londres. A finales de 1945, Estados Unidos era la primera economía del planeta, con un excedente industrial, es decir, capaz de producir más de lo que su mercado interior podía absorber entonces. El otro país occidental con un privilegio similar era Suiza, pero su peso en las relaciones comerciales internacionales no era, obviamente, comparable al de Estados Unidos. Necesitado de un mercado para vender sus productos industriales, Estados Unidos instituyó ingeniosamente el Plan Marshall: prestó a los países beligerantes – entre ellos Alemania y Japón – liquidez monetaria para que pudieran comprar productos estadounidenses. Así, el dinero prestado por Washington volvía a los balances de las empresas estadounidenses gracias a los productos vendidos en el extranjero, creando al mismo tiempo puestos de trabajo en América y ayudando a Europa y Japón a reconstruirse. Tanto es así que, en los años 50, Washington incluso hizo la vista gorda ante algunos préstamos que nunca fueron devueltos.

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El único inconveniente de este círculo «virtuoso» es que se basa esencialmente en la generalización del uso del petróleo. Estados Unidos vive en una situación de sobreabundancia de petróleo gracias a los gigantescos pozos descubiertos en los años 30; la generalización del uso del petróleo, en particular del automóvil y luego del avión, alimenta una fuerte demanda de hidrocarburos fósiles, lo que permite que el precio del barril se mantenga lo suficientemente alto como para garantizar la rentabilidad de la industria petrolera. En cuanto al consumo de masas occidental, tal como se extendió en los años 50 y 70, habría sido imposible sin el oro negro. En consecuencia, todas las curvas de contaminación del Planeta (en dióxido de carbono, residuos plásticos, etc.) despegaron a partir de 1945. Por tanto, esta primera «globalización» significó también el inicio de la «cultura del despilfarro»[3] (dióxido de carbono, plástico, etc.), que caracteriza nuestro presente.

La segunda globalización

Este ciclo monetario e industrial se detuvo en los años 70, tanto por la limitación impuesta por el patrón oro a la creación de dinero en dólares como porque, desde finales de los años 60, Estados Unidos ya no tenía excedentes industriales. Al mismo tiempo, en 1970, alcanzaron el pico convencional de extracción de sus pozos petrolíferos. En adelante, si querían aumentar su consumo de petróleo (y el crecimiento del PIB dependía crucialmente de ello), tendrían que buscar el oro negro en otra parte, sobre todo en Oriente Medio. Maximizar el uso del petróleo y mantener la demanda de productos industriales estadounidenses ya no eran prioridades para Estados Unidos.

En agosto de 1971, la decisión unilateral de Nixon de poner fin a los acuerdos de Bretton-Woods, en particular a los tipos de cambio fijos del dólar y al patrón oro, libera a la moneda universal de toda atadura, pone fin a la primera globalización e inaugura un periodo de transición incierta. Una década más tarde, las «revoluciones» de Reagan y Thatcher, preparadas de antemano por los think tanks estadounidenses desde los años sesenta, acogen en la esfera política el nuevo rumbo propiciado por la desaparición del excedente industrial estadounidense y la relativa escasez de petróleo en América, tras dos «crisis del petróleo» que permitieron a la OPEC dar la medida de su nuevo poder de negociación internacional. Ahora ya no tiene sentido reducir las disparidades de renta occidentales: el principal objetivo político de los partidos conservadores, y luego de los neoliberales, pasa a ser la reducción de los impuestos en favor de los más ricos, del mismo modo que, en Gran Bretaña, el objetivo es hacer razonables los organismos intermedios en favor de la defensa de los intereses de las clases medias (sindicatos, etc.). Paradójicamente, este cambio de tendencia coincide con la progresiva toma de conciencia, en los medios científicos y en una parte «ilustrada» de la opinión pública, de los peligros de la contaminación: el informe Meadows[4] se publicó en 1972 y algunos investigadores (como Robert Ayrès) ya empezaban a preguntarse sobre la peligrosa acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera debida a los combustibles fósiles.

Las dos décadas que van de 1970 a 1990 vieron surgir un fenómeno nuevo en su alcance, pero bien conocido en su principio: la construcción de poderosos mercados financieros. Tras la catástrofe de 1929, estos mercados se habían reducido drásticamente. Pero la necesidad de los industriales de protegerse de la incertidumbre provocada por la fluctuación del tipo de cambio del dólar y la presión ejercida por la «revolución conservadora» sobre los Estados occidentales para obligarles a financiarse por medios distintos a la creación de dinero por sus bancos centrales, abrieron un espacio sin precedentes a los mercados financieros: la invención de activos financieros que permitieron a los Estados financiarse y a los industriales «cubrirse», combinada con la liberalización de estos mercados y la construcción de una arquitectura internacional del capital[5], permitió que Wall Street y la City emergieran como los dos nuevos centros financieros del Planeta. Mientras Gran Bretaña, en los años 70, recurría al FMI para salir de la crisis económica, y Estados Unidos iniciaba su desindustrialización, la creación de estos dos centros financieros les permitió transformar radicalmente el modelo económico, manteniendo al mismo tiempo la apariencia de prosperidad para los ciudadanos privilegiados.

Sin embargo, este cambio habría sido imposible sin la llegada de un nuevo actor en las relaciones comerciales internacionales: China, que en los años 90 toma el relevo de los Estados Unidos de la posguerra y se convierte en el primer exportador de productos manufacturados. Se inicia así un nuevo ciclo: gracias a salarios que desafían toda competencia, China produce a bajo costo los productos industriales que Occidente necesita para mantener el nivel de vida de sus clases medias; acumula un considerable superávit comercial (tres billones de dólares anuales en 2008), que reinvierte en la esfera financiera occidental, en Nueva York y Londres, en particular comprando, a lo largo de los años, varios cientos de miles de millones de dólares de deuda pública estadounidense. Una parte de Occidente se desindustrializa a gran velocidad (el sector industrial ya sólo representa el 12% del PIB en Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, y el doble en Alemania), pero se instala en la cómoda posición de «consumidor final».

A partir de mediados de los años noventa, el ahorro de los hogares estadounidenses se volvió inexistente: si quieren consumir más y mantener en marcha el nuevo circuito macroeconómico mundial, ahora se ven obligados a hacerlo a crédito. El crédito bancario permite así crear dinero ex nihilo, lo que facilita la compra de productos chinos: dinero que luego vuelve a fluir hacia los balances de los grandes grupos que cotizan en bolsa o de los Estados occidentales gracias a la política china de reinversión de su excedente comercial en Occidente. Este nuevo circuito beneficia enormemente al 0,1% de los occidentales más ricos. En efecto, tienen acceso a la producción barata de China para su vida cotidiana y su dinero les es devuelto por el aumento del valor de sus activos financieros.

Este no es el destino de los miembros de las clases medias y trabajadoras: al competir con los trabajadores chinos en un mercado laboral globalizado, un número cada vez mayor de entre ellos experimenta el desempleo, y la mayoría del resto la represión salarial. La Alemania de Schröder llega incluso a congelar los salarios nominales con la esperanza de mantener la competitividad alemana frente al Este. De ahí el continuo aumento de la desigualdad en el periodo 1990-2008, la aparición de los «trabajadores pobres» al otro lado del Rin y la persistencia del desempleo masivo en muchos países occidentales. Sobre una base equivalente a tiempo completo (es decir, considerando a los que trabajan a tiempo parcial como «medio desempleados» en lugar de mantener la ficción de que elegirían no trabajar a tiempo completo), la tasa de subempleo en Francia es del 30%, al igual que en Estados Unidos, mientras que en Alemania se sitúa entre el 20 y el 25%. En cuanto a la contaminación, se desplaza en parte hacia el Este, al ritmo de las deslocalizaciones industriales.

Una nueva relación con los recursos naturales toma forma a partir de los años ochenta. Hasta entonces, la electrificación de las ciudades y los diversos usos de la electricidad requerían la explotación de unos cuarenta elementos de la tabla de Mendeléyev: los clásicos «metales principales», que acompañaron a la revolución industrial. La llegada de la electrónica aumentó enormemente la dependencia de los metales: una veintena de nuevos elementos – entre ellos las famosas «tierras raras» – son ahora indispensables para los teléfonos conectados, los sistemas GPS de los coches, los ordenadores portátiles, los paneles luminosos sobre los que desfilan los anuncios urbanos, los cosméticos, etc. Las sociedades occidentales eran antes mundos eléctricos, industriales y petroleros; ahora siguen dependiendo del petróleo, pero se han vuelto electrónicos y financieros.

Después del «crack» de 2008

Con la crisis financiera de 2007-2009, esta segunda globalización se detuvo bruscamente. El consumo a crédito de los hogares estadounidenses pobres (sobre todo en el sector inmobiliario), combinado con la capacidad de los bancos para crear productos financieros derivados sobre cualquier cosa, dio lugar a instrumentos peligrosos, las famosas hipotecas subprime, cuyo hundimiento del valor de mercado a partir de 2007 provoca el mayor crack financiero de la historia. Una cuarta parte de la capitalización bursátil del Planeta «desaparece» en menos de un año.

Pekín se da cuenta entonces de que los mercados financieros occidentales, por falta de una regulación adecuada, no son fiables y decide cambiar radicalmente de estrategia. La globalización entra así en una nueva era, que aún hoy es la nuestra. A partir de ahora, en lugar de reinvertir su superávit comercial en los mercados financieros occidentales, Pekín lo reinvierte en su mercado interior, que desde 2010 se ha convertido en la prioridad económica del país. A partir de ahora, ya no se trata de producir para Occidente, sino para una embrionaria clase media china. De ahí el aumento progresivo de los salarios en la costa este de China, en torno a Shanghái, Shenzen, el «delta de las tres perlas», etc. El éxodo rural chino puede entonces continuar a medida que los hijos de la generación de obreros de más edad se convierten en empleados de cuello blanco y los puestos de trabajo de sus padres en las cadenas de montaje quedan disponibles. Esta mejora de los salarios chinos permite la formación de una clase media urbana china capaz de absorber una parte cada vez mayor de la producción industrial del país. Esto también permite a la Alemania de Angela Merkel «recortar» un poco sus salarios. Hoy, la balanza comercial de China con Occidente es casi nula. China ya no es la fábrica del mundo occidental. Varias industrias occidentales que habían reubicado allí sus actividades optan ahora por trasladarlas de nuevo al sudeste asiático, donde los salarios siguen siendo muy bajos. Pekín sigue siendo el primer contaminador mundial, pero la polución tiende a extenderse aún más al sur, al continente asiático.

En el frente petrolero, entre 2006 y 2008 estalló una nueva «revolución» silenciosa: el planeta alcanzó su pico de extracción convencional. Lo que había ocurrido en Estados Unidos en 1970 afecta ahora a todo el mundo: a estas alturas, debido al agotamiento de los viejos pozos, ya no es posible que el mundo aumente el flujo de oro negro extraído del subsuelo (unos 90 millones de barriles diarios) por medios convencionales. Ahora bien, en una economía dependiente del petróleo, quien dice estancamiento del petróleo, dice estancamiento del PIB. Por ello, una parte importante de la industria petrolera está recurriendo al esquisto bituminoso (oil shail) y al fracking, es decir, a viejas técnicas no convencionales antes evitadas porque agravan la contaminación (sobre todo de las fuentes subterráneas) y el riesgo de corrimientos de tierra: la fracturación hidráulica de la roca (fracking).

Occidente se encuentra ahora en una situación delicada. Ya no disponemos de una «fábrica mundial» que produzca a bajo costo los productos de los que vive nuestra clase media. Por supuesto, las inversiones en el sudeste asiático son masivas, pero nadie se hace ilusiones de que Vietnam, Malasia, Tailandia, India, etc. no se dotarán, tarde o temprano, de los medios para tener una clase media, como China. Por tanto, los salarios subirán, lo que obligará a nuevas relocalizaciones industriales. ¿Hacia dónde? ¿Cuál será la próxima fábrica del mundo occidental? Esta es la gran pregunta que plantea la fase de transición en la que hemos entrado desde 2008. Mutatis mutandis, esta fase se asemeja a la doble década de 1970 a 1990 durante la cual el mundo buscó un sucesor de la potencia industrial estadounidense.

Es en este punto donde resurge con fuerza el reto de la transición ecológica. De hecho, ahora sabemos que la próxima «fábrica mundial» tendrá que ser absolutamente «verde», a menos que nos arriesguemos a la distopía de un mundo de +3°, +4° o incluso +5°C. En un mundo así, casi todos los trópicos se volverían inhabitables – excepto en África – debido a los picos de calor y humedad, lo que significaría literalmente cientos de millones de refugiados climáticos y muchas muertes[6]. Está claro que un escenario así no es una opción.

Sin embargo, si queremos alejarnos lo menos posible del techo de +2 °C de aumento de la temperatura media mundial acordado por las Naciones Unidas en 2015, también debemos reducir nuestra huella ecológica. En 1970, si un ser humano «consumía» una media de 7,7 toneladas de materia al año, hoy consume 12,2 toneladas: un ciudadano estadounidense 27 toneladas; un chadiano 2 toneladas. Ahora bien, un simple razonamiento sugiere que la huella ecológica de un ser humano compatible con un calentamiento limitado a +2°C debería ser de unas 6 t per cápita al año. Por tanto, la nueva «fábrica mundial» que debemos inventar debe ser muy ahorradora no sólo de hidrocarburos fósiles, sino también de metales y, más en general, de materiales. El tercer reto es que también debe utilizar con moderación el agua dulce. En efecto, el ciclo del agua se ve muy alterado por el calentamiento global, y ya se prevé que en 2030 tres mil millones de personas no tendrán acceso al agua potable (frente a algo menos de dos mil millones en la actualidad). El sur de Europa podría perder más del 40% de su acceso al agua dulce en 2040. Por supuesto, la desalinización del agua de mar sigue siendo posible, pero a su vez requiere mucha energía (limpia).

¿La globalización del mañana?

Mientras que Estados Unidos dispone de numerosos recursos minerales en su territorio, no ocurre lo mismo en Europa y Japón. Francia, por ejemplo, es desde hace más de un siglo importadora neta de todos los tipos de materias primas que utiliza, con excepción de la biomasa[7]. Sea como fuere, una (re)industrialización «verde» requerirá sin duda la invención de un nuevo tipo de producción industrial: artefactos sencillos y duraderos (contrariamente a la obsolescencia programada que se enseña en algunas escuelas de negocios), fáciles de reparar, fáciles de reciclar y con el menor número posible de componentes electrónicos. Al fin y al cabo, a nuestros padres les encantaba perderse en el laberinto de Venecia cuando sólo tenían mapas y no GPS ni teléfonos móviles conectados… En la mayoría de los países, la electrónica probablemente tendrá que reservarse para usos médicos y militares. Estamos muy lejos de la imaginería del 5G y de la difusión de la Inteligencia Artificial para todos en ciudades hiperconectadas. Sin embargo, los nuevos estilos de vida, que esta tercera «revolución industrial» haría posibles, bien podrían ser un camino hacia relaciones sociales más serenas y felices, de las que el movimiento Slow Food podría ser el principio[8].

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A los ojos de algunos economistas, África podría ser un excelente candidato para sustituir progresivamente a China en el ámbito del comercio internacional de productos manufacturados: mientras que las poblaciones de Europa y Japón están en declive, la de China lo estará a su vez después de 2030, y las de América estarán, en el mejor de los casos, estacionarias, el continente africano experimentará un auge demográfico sin precedentes en la historia de la humanidad: entre +1.000 y +1.500 millones de personas de aquí a 2050. Esto no tiene precedentes. Pero para que este flujo de jóvenes pueda trabajar en las fábricas, son necesarios varios factores importantes: 1) dejar de expoliar los recursos minerales del continente para abastecer las fábricas situadas fuera de África; 2) realizar inversiones masivas para instalar las infraestructuras (¡verdes y sostenibles!) de las fábricas africanas del mañana; sin embargo, a pesar de las enormes sumas invertidas por diversas instituciones financieras internacionales en suelo africano, hoy es difícil discernir una estrategia de industrialización coherente; 3) realizar un esfuerzo igualmente masivo para responder al reto educativo de los jóvenes africanos. El propio Banco Mundial reconoce que sus esfuerzos, muy importantes, en favor de la educación primaria de los jóvenes africanos de hoy han fracasado en parte: aunque el 80% de los niños de un determinado grupo de edad en el África subsahariana asisten actualmente a la escuela, el 60% de ellos la abandonan sin saber leer, escribir ni calcular.

El futuro es, pues, muy incierto para la globalización de los mercados tal como la hemos construido en las últimas cinco décadas. No se puede descartar un escenario de «regionalización» parcial del mundo, aunque, para la mayoría de nuestros productos, el entrelazamiento de las cadenas de valor internacionales es de tal complejidad que resulta difícil ver cómo el planeta entero puede evitar sufrir graves pérdidas si tiene lugar una fase de transición desordenada. Lo cierto es que el Covid-19 puso de manifiesto la extraordinaria vulnerabilidad del comercio internacional. Una desglobalización podría quizás permitir a América Latina reorientar finalmente su producción agrícola y minera hacia su mercado interior, pero dejaría a Europa, Japón y la mayor parte de América Latina en una situación crítica, ya que estas «regiones» dependen del resto del mundo para asegurar el mantenimiento material de su nivel de vida actual. Tampoco se puede descartar que la invasión de Ucrania estuviera motivada por intereses materiales: la agricultura ucraniana puede alimentar a 600 millones de personas. Y Ucrania es un eldorado minero. Extender una lógica belicista para aflojar nuestras restricciones ecológicas – invadiendo a nuestros vecinos ricos en minerales – sería la peor de las catástrofes. En lugar de prepararnos para afrontar las aterradoras consecuencias del calentamiento global, nos destruiríamos unos a otros.

Por eso es más necesario que nunca imaginar otro tipo de globalización: el futuro de un mundo único, unus mundus, estructurado por instituciones internacionales capaces de hacerse cargo de nuestros bienes comunes globales: la Amazonia, los fondos marinos, la atmósfera, las poblaciones de peces, el agua dulce, el espacio, etc. Renunciar a ello sería resignarnos al inmundus. ¿Parece inmenso el reto? La transición energética costaría unos 95 billones de dólares de aquí a 2035[9]. Pues bien, la esfera financiera mundial representa hoy más de 470 billones. Por tanto, la reasignación de capital a la industria del mañana es una prioridad. En el plano institucional, por extraordinario que parezca, este reto ya fue previsto por un profético observador en 2003: el luxemburgués J.-F. Rischard, entonces director europeo del Banco Mundial[10], ya proponía instituciones internacionales colaborativas para componer un mundo habitable. Ojalá por fin se le escuche.

  1. Cfr. G. Giraud, La rivoluzione dolce della transizione ecologica. Come costruire un futuro possibile, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2022.

  2. Francisco, Exhortación apostólica post-sinodal Querida Amazonia, 2020.

  3. Cfr. Id., Encíclica Laudato si’ (2015); Exhortación apostólica Christus vivit (2017).

  4. Cfr. D. H. Meadows – D. Meadows – D. L. Meadows, Limits to Growth, New York, Universe Books, 1972.

  5. Cfr. R. Abdelal, Capital Rules: The Construction of Global Finance, Cambridge, MA, Harvard University Press, 2009.

  6. Cfr. O. Martin et Al., Extreme Climate Risks and Financial Tipping Points, en vía de publicación.

  7. Cfr M. Swilling – G. Giraud – R. Weisz, «Understanding the financing of sustainability transitions in a resource dependent world», Informe en el International Resource Panel.

  8. Cfr. G. Giraud – C. Petrini, Il gusto di cambiare. La transizione ecologica come via per la felicità, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana – Slow Food, 2023.

  9. Cfr. O. Martin et Al., Extreme Climate Risks and Financial Tipping Points, cit.

  10. Cfr. I.-F. Rischard, High Noon: 20 Global Problems, 20 Years To Solve Them, New York, Hachette Book Group, 2003.

Gaël Giraud
Es un economista y jesuita francés. Es Director de Investigación del Centre National de la Recherche Scientifique, en Francia, y Director del Programa de Justicia Ambiental de la Universidad de Georgetown (Washington, D.C). Trabajó durante cinco años como economista jefe en la Agencia Francesa de Desarrollo. Es autor de varios libros de referencia, entre ellos Ilusión financiera, Sal Terra.

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