SOCIOLOGÍA

El eterno desafío de la paz

¿Una fraternidad imposible?

Encuentro entre Esaú y Jacob, Raffaellino Bottalla (entre 1636 y 1641)

¿Por qué es tan difícil sentirse hermanos?

A menudo nos preguntamos por qué la violencia está tan arraigada en la naturaleza humana. No es casualidad que la historia, tanto sagrada como profana, comience con el fratricidio. La característica del ser humano, la vida en sociedad, es indispensable para sobrevivir. Un ser humano aislado, a diferencia de otras especies, no podría sobrevivir mucho tiempo sin la contribución de sus semejantes. La necesidad de hacer frente a los peligros y dificultades de la vida lleva a la formación de grupos, la forma más básica de protección.

Sin embargo, si por una parte la pertenencia a un grupo proporciona identidad, por otra impulsa a oponerse a otros grupos, lo que da lugar a rivalidades y enfrentamientos. El propio grupo puede fragmentarse en su seno por las mismas razones. Los intereses, las rivalidades, la búsqueda de poder conducen al conflicto. Una gran parte del libro del Génesis está dedicada precisamente a la rivalidad entre hermanos sobre la predilección y la herencia: cada uno quiere lo que ve realizado en el otro. Es lo que René Girard ha llamado «deseo mimético», es decir, un deseo que no surge de uno mismo, sino de la visión de lo que muestra otro y a lo que uno acaba conformándose, renunciando (aunque sea inconscientemente) a descubrir lo que realmente le importaba. Pensemos en los fenómenos de la moda, la mentalidad social, las presiones colectivas sobre el individuo: lo que los caracteriza es la necesidad de ser apreciado y reconocido por los demás[1].

El chivo expiatorio

El deseo mimético, cuando trata de compensar miedos profundamente arraigados, puede degenerar fácilmente en un comportamiento violento, sobre todo cuando se tiende a considerar al otro como un obstáculo para la autorrealización. Girard llama a esta deriva violenta e incontrolada «el chivo expiatorio», término tomado de la fenomenología de la religión y aplicado por él a la vida social. El chivo expiatorio tiene la función de asumir la culpa de lo que está mal, de asumir la frustración y la agresividad del grupo, o de una sociedad, que encuentra en él un modo de «descarga», de aliviar la tensión, una especie de pararrayos del malestar y de las calamidades ocurridas. A esto pueden añadirse motivaciones raciales, ideológicas, religiosas. El chivo expiatorio también puede ser todo un pueblo, como desgraciadamente han demostrado los acontecimientos del siglo pasado y las primeras décadas del actual.

Para cumplir esta función, el chivo expiatorio debe poseer dos características mutuamente contradictorias: ser indefenso y al mismo tiempo omnipotente. Si no fuera indefenso, no podría ser sacrificado; no es casualidad que los animales inmolados sean siempre inofensivos (como el cordero, por ejemplo). Pero también debe ser poderoso, pues de lo contrario no se le podría considerar responsable del mal que debe expiar.

Sin embargo, una vez muerto el chivo expiatorio, la violencia no desaparece, sino que exige otros sacrificios, esta vez dentro del grupo. Esto es lo que ocurrió en la historia de Europa: la cristiandad marginó a los judíos, juzgó y quemó a herejes y brujas, pero una vez agotados los posibles chivos expiatorios externos, volvió la violencia contra sí misma, iniciando guerras intestinas de religión. Éstas concluyeron oficialmente con la Paz de Westfalia en 1648.

Las cosas no fueron diferentes en el lado secular. La búsqueda de chivos expiatorios adoptó la forma del nacionalismo y el racismo, que dieron lugar a dos guerras mundiales y a la Shoah: «El antisemitismo filosófico desde Voltaire hasta Heidegger es un fenómeno poco conocido pero devastador […]. Los cristianos podían trabajar por la conversión de los judíos, porque se puede cambiar de religión. Pero no se puede cambiar la sangre ni los genes. Los antisemitas, por tanto, sólo podían trabajar por la eliminación de los judíos»[2].

Una tendencia muy similar puede encontrarse en el Islam actual: al principio identificó chivos expiatorios externos (los judíos, Occidente), y después se enzarzó en guerras intestinas cada vez más brutales.

Religión y violencia

En su encíclica Fratelli tutti (FT), el Papa Francisco se pregunta explícitamente si la religión puede ser un motivo para obstaculizar la fraternidad (cfr. FT 281-287). En efecto, no se puede negar que muchas veces se ha justificado y fomentado la violencia en nombre de la religión, revistiéndola de sacralidad. Sin embargo, al analizar la violencia terrorista, ya sea religiosa o laica, se advierten muchas más similitudes que diferencias. Un estudio realizado en 2018 sobre grupos de WhatsApp de jóvenes radicalizados en Austria puso de relieve, en la variedad de situaciones y acontecimientos personales, tres constantes significativas: 1) fragilidad psíquica; 2) malestar social y cultural; 3) falta de formación religiosa[3].

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

El último aspecto es especialmente destacable para el presente tema. Los radicalizados entran mayoritariamente en esa tipología que el politólogo Olivier Roy ha denominado «santa ignorancia». Esta, combinada con otros aspectos como los mencionados anteriormente – fragilidad psíquica y aislamiento social – conduce a atajos violentos contra quienes tienen una visión diferente de la vida. A este respecto, el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la relación entre monoteísmo y violencia señala: «El reflejo del conflicto histórico entre la dominación cristiana y la dominación islámica se interpreta principalmente en clave geopolítica, más que teológica […]. Los excesos del “fundamentalismo” religioso parecen, tanto en Occidente como en Oriente, radicalmente problemáticos incluso desde el punto de vista de su genuina inspiración religiosa. Se trata, por tanto, de un tema de debate común a todas las religiones. Su correlación con la creencia monoteísta parece, pues, una simplificación excesiva e injustificada, que oscurece la cuestión más fundamental de la relación entre trascendencia religiosa y secularización civil»[4].

En la experiencia religiosa siempre acecha el riesgo de una lectura fundamentalista e ideológica: el hombre busca el conocimiento total y la seguridad incluso ahí, anulando el misterio. Por eso son indispensables una hermenéutica de los textos y una comunidad de comparación, para no reducir la experiencia de Dios a los propios criterios. Como señala Jonathan Sacks: «Nunca digas: odio, mato porque lo dice mi religión. Todo texto necesita interpretación. Toda interpretación necesita sabiduría. Toda sabiduría necesita una negociación prudente entre el tiempo y lo que está fuera del tiempo. El fundamentalismo lee los textos como si Dios fuera tan simple como nosotros, lo que es poco probable que sea cierto»[5].

Las tendencias extremistas surgen del rechazo de la complejidad y la diversidad: por eso se encuentran también en la cultura laica del «ateísmo militante», que tiende a leer el fenómeno de la «religión» de forma superficial, sin matices, revelando una gran ignorancia sobre el tema[6]. El extremismo es una tentación difícil de superar, porque exime del esfuerzo por conocer y comprender, sobre todo de la voluntad de cuestionarse y revisar los propios supuestos.

Contener la violencia

Es significativo que, en el Decálogo, la prohibición de tomar el nombre de Dios en vano vaya seguida de un castigo por su parte («No pronunciarás en vano el nombre del Señor, tu Dios, porque él no dejará sin castigo al que lo pronuncie en vano», Ex 20,7), que no se menciona para los demás mandamientos, como para reiterar la gravedad de tal transgresión. Tomar el nombre de Dios «en vano» es apropiarse de su nombre para justificar intereses personales, violencia, asesinato, como en el fundamentalismo, el terrorismo y el abuso de autoridad religiosa. El texto se distancia de tales perversiones, denunciando su gravedad, pero al mismo tiempo subraya su presencia a lo largo de la historia.

En esta perspectiva, incluso las páginas violentas de la Biblia, leídas en su contexto y con quienes son competentes en la materia, encuentran su sentido e indican un camino, incluso histórico, de la violencia a la no violencia. Esas páginas recuerdan a todos los seres humanos, creyentes o no creyentes, que la agresión y la hostilidad forman parte de la vida en todo tiempo y lugar, pero que pueden experimentarse en diferentes estilos. La Biblia, en sus miles de años de escritura, presenta un camino de educación progresiva del hombre, adentrándose inicialmente en sus categorías para mostrar otro horizonte: el de la paz, la misericordia, el perdón, la compasión, propios de la vida divina.

El punto de llegada de ese viaje es la historia de Jesús, su manera de vivir los contrastes y las adversidades de la vida, mostrada a nivel didáctico en las bienaventuranzas y en su pasión, muerte y resurrección. Jesús, al ofrecerse, se convierte en víctima injustamente ajusticiada, y con su resurrección decreta el fin del sacrificio sangriento, asumiendo el destino de todos los oprimidos y olvidados por la historia[7].

También Girard piensa que no es la religión la que genera la violencia; ésta ya está presente en la dinámica de cada grupo, incluso dentro de una misma cultura y concepción de la vida. Para el erudito francés, es más bien al contrario: es la violencia la que exige la religión, desviándola hacia el chivo expiatorio, que no pertenece a ninguno de los contendientes y puede romper el ciclo potencialmente interminable de represalias y venganzas, como ocurre en los conflictos entre clanes familiares. Sólo echando la culpa a un tercero se puede poner fin a la disputa entre el bien y el mal. En este sentido, «el sacrificio es violencia sin riesgo de venganza»[8]. El sacrificio no es necesariamente sangriento: también puede ser simbólico y manifestarse en el ascetismo, en la penitencia, en la mortificación de una parte de uno mismo para conseguir algo bello e importante. La agresividad, energía indispensable para realizar cosas difíciles, puede así encontrar su auténtico cauce para realizar el bien.

En consonancia con el análisis de Freud, Girard considera que la religión es una de las formas más poderosas para contener la violencia. El vínculo muerte-renacimiento, que está en la base de los sacrificios sangrientos, remite al tema de la vida y la muerte, la agresión y la redención, lugares fundamentales, al igual que de la existencia, del imaginario psíquico. El acto sacrificial, en su sentido original, permite protegerse de posibles derivas destructivas y recuperar su significación vital: «El requisito esencial del sacrificio es que en él la violencia, concentrada y ritualizada, ya no se percibe como violencia, sino como una acción necesaria y divina, sin la cual la comunidad no podría purificarse de su propia violencia. El sacrificio es así violencia concentrada y santificada, que se transforma en su contrario, en “no violencia”»[9].

Es este carácter sacrificial sagrado, situado fuera de la vida social, lo que hace que la religión no sea el origen, sino el contenedor de la violencia. En Europa, en la Edad Media, fue el cristianismo el que moderó el espíritu guerrero de las poblaciones. La tregua de Dios, la paz territorial, el derecho de asilo, el jubileo, las indulgencias plenarias vinculadas a la observancia de fiestas, procesiones y peregrinaciones domaron la atracción hacia la violencia. Heinrich Heine señala a este respecto: «El cristianismo – y éste es su mayor mérito – ha mitigado un poco ese brutal amor germánico por la guerra, pero no ha podido destruirlo. Si ese talismán sometido, la cruz, se hiciera añicos, la locura frenética de los antiguos guerreros, esa furia feroz de la que los bardos nórdicos han hablado y cantado tantas veces, volvería a incendiarse. Este talismán es frágil y llegará el día en que se derrumbará miserablemente […], y finalmente Thor con su martillo gigante saltará y destruirá las catedrales góticas […]. Entonces se escenificará en Alemania un drama que hará que la Revolución Francesa parezca un inocente idilio»[10].

Heine escribió estas palabras en 1835; el siglo siguiente demostraría cómo aquellas intuiciones habían dado trágicamente en el blanco. La descristianización de Europa no condujo al cese de la violencia y a la esperada era de tolerancia y progreso, sino a una barbarie nunca antes conocida.

Una deriva que afecta a todos

A medida que las sociedades se secularizan y la religión ocupa un lugar cada vez más marginal en el imaginario común, la noción de chivo expiatorio no desaparece, sino que adquiere un significado diferente. Su función ya no es redimir del pecado, sino hacer visible, para destruirla, la presunta causa de una situación trágica: una guerra, una epidemia, una hambruna, una crisis económica.

Alessandro Manzoni dedicó páginas célebres a este tema, presentando la figura del untore, el responsable de introducir deliberadamente la peste en Milán[11]. Otro ejemplo elocuente son los Protocolos de los sabios de Sión, un falso dossier elaborado por la policía secreta rusa, en el que se planteaba la hipótesis de una conspiración judía para dominar el mundo. Aunque se demostró públicamente que era una falsificación, el texto se convirtió después en el caballo de batalla de la propaganda nazi para aplicar la política antisemita, hasta sus trágicas consecuencias. Como en el caso de los untores, se trataba de un rumor, similar al cotilleo del que habla Heidegger, tan falso como fácil de difundir.

Cualquiera puede ser presa de estos mecanismos, como desgraciadamente han demostrado las noticias y las investigaciones. Lo que ocurrió en esas situaciones dista mucho de ser excepcional o inimaginable: puede convertirse fácilmente en una experiencia personal. El psicólogo Philip Zimbardo comienza su investigación sobre las causas de la destructividad humana invitando al lector a un sincero examen de conciencia: «Me gustaría que te hicieras continuamente la pregunta: “¿Yo también?”, cuando nos encontramos con diversas formas de maldad […], el genocidio de Ruanda, el suicidio y asesinato en masa de los miembros del Peoples Temple en las selvas de Guyana, la masacre de My Lai en Vietnam, los horrores de los campos de concentración nazis, las torturas practicadas en todo el mundo por la policía militar y civil»[12].

Sin embargo, el mecanismo del chivo expiatorio también tiene consecuencias importantes para quienes lo ponen en práctica: lleva a verse a uno mismo como víctima y alimenta la ira contra quienes consideramos como la causa del mal actual. Es, por tanto, muy peligroso, porque desencadena una violencia creciente. Pero la primera «víctima» del victimismo es precisamente quien lo ejerce: «Definirse como víctima es, en última instancia, una disminución de lo que nos hace humanos. Nos enseña a vernos como objetos, no como sujetos. Nos convertimos en personas que sufren, no en personas que actúan; pasivos, no activos. La culpa cierra el paso a la responsabilidad […], volviéndonos así incapaces de liberarnos de la trampa que nos hemos creado»[13].

Violencia o solidaridad. Dos posibilidades siempre viables

Aunque puede resultar obvio detectar el impulso hacia la división y la violencia, es más difícil comprender por qué los seres humanos pueden comportarse de forma diferente, dando cabida a otras actitudes, como el altruismo y la acogida. Tendencias, también presentes en la historia de la humanidad, que surgen cuando uno es capaz de ralentizar el ritmo de vida y escucharse a sí mismo. En este caso, se entra en la profundidad y complejidad de uno mismo y de las situaciones que se viven, dando cabida al ejercicio del pensamiento crítico y a otros sentimientos más acordes con la fraternidad y más respetuosos con la complejidad. Este es el remedio que Manzoni sugirió para desmontar el mecanismo que subyace al rumor del untore: «Se podría, sin embargo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, evitar, en gran medida, ese curso tan largo y tan torcido, tomando el método propuesto desde hace tanto tiempo, de observar, escuchar, comparar, pensar, antes de hablar. Pero hablar, esta sola cosa, es tanto más fácil que todas las demás juntas, que incluso nosotros, digo nosotros los hombres en general, somos un poco dignos de lástima»[14]. Cuando se da espacio al diálogo y al pensamiento crítico, uno se da cuenta de que el estigma contra una persona o un grupo social responde a criterios totalmente arbitrarios. Y permite vivir de otra manera incluso los conflictos más inveterados.

Un ejemplo de fraternidad posible

En Rondine, localidad cercana a Arezzo, se creó en 1998 una residencia internacional de estudiantes (World House) que dio origen a la Ciudadela de la Paz y a un programa de integración entre personas pertenecientes a grupos y pueblos enfrentados: el «método Rondine». Este método, que dura dos años, propone a estos jóvenes un periodo para compartir la vida y conocer la historia y la cultura de los demás y, a través del diálogo y la cooperación, convertirse en constructores de paz. Ciertamente, no se trata de un reto fácil, que exige desde el principio una dolorosa lucha, ante todo con uno mismo, para superar numerosas y comprensibles objeciones. Como cuenta un participante: «[Al bajar del autobús] me detuve un momento en la carretera de Rondine. Sentí un fuerte grito en mi interior, que me decía que no fuera, que no me quedara allí. Ya no podía creerlo […]. En ese mismo momento, recordé las palabras que mi madre me decía de niña: “Si no existieran estos armenios, nuestra vida sería mejor”. Seguí caminando y mientras tanto repetía lo mismo: “Si no existieran estos armenios…”»[15].

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Afrontar estas experiencias requiere sin duda mucho valor y fortaleza. En esto, los participantes cuentan con la ayuda de los miembros del personal, que les invitan a entrar en contacto con el sufrimiento sin intentar evitarlo ni censurarlo, sino tratando de ponerlo en palabras, contándolo a los demás.

El punto de partida del proceso es precisamente éste: el recuento de la situación original, hecha de violencia, dolor, muerte y rabia hacia los autores. Pero esto también permite releer la experiencia, reelaborarla en el contexto de una relación; todo ello es profundamente terapéutico y constituye el primer paso para ocuparse de uno mismo. De este modo, uno se da el derecho de hablar de paz dando voz al dolor, deseando emprender diferentes modalidades.

El punto de llegada del viaje, y su gran reto, es que esos sentimientos puedan procesarse y experimentarse de forma no destructiva, gracias a un modelo de «transformación creativa» articulado en tres contextos: cotidiano, educativo y académico. «Uno de los objetivos de la experiencia de la Rondine no es tanto eliminar el conflicto, sino tomar conciencia de que es parte integrante del ser humano y que es necesario aprender a gestionarlo, reconociendo también su potencial creativo y propulsor y no dejándose dominar por sus aspectos destructivos y perturbadores»[16].

Uno de los aspectos subyacentes de la destructividad son los prejuicios. Ellos surgen del desconocimiento de la otra persona y de su grupo de origen. De ahí la importancia de reunir a personas de grupos opuestos y dialogar, para demostrar cuán falsas son muchas de las etiquetas con las que se les presenta. Pero los encuentros, para favorecer la comprensión mutua, deben tener ciertas características: 1) deben tener lugar con personas del mismo estatus; 2) deben ser prolongados; 3) deben desarrollarse en un contexto institucional que los favorezca, con normas precisas que faciliten el intercambio personal y grupal; 4) todo ello con vistas a un propósito común explícitamente formulado. Estas son condiciones indispensables para contrarrestar los prejuicios[17].

Las relaciones, sobre todo en la primera fase, tienen lugar a distintos niveles y de diferentes maneras: con los voluntarios y el personal educativo, con los compañeros de la World Hous (que comprenden una docena de culturas y nacionalidades) y con los pertenecientes al grupo identificado como «el enemigo». Esta diversificación es indispensable para evitar enfrentamientos inmediatos; tratar con grupos diferentes y variados favorece la posibilidad de entablar relaciones y no centrarse en el grupo «rival».

De lo abstracto a lo concreto

Otro paso fundamental para construir relaciones pacíficas es pasar de lo abstracto a lo concreto. Cuando entran en la Ciudadela, los jóvenes tienden a contar sus historias y a presentarse no como individuos sino como pertenecientes a un grupo, en la práctica como una identidad social (el israelí, el palestino, el bosnio, el serbio, el ucraniano, el ruso, el armenio, el azerbaiyano) y no personal (Yahel, Ibrahim, Valentina, María, Orkhan, Elmira…). Un modo que está en la base de las oposiciones («nosotros» y «ellos»). Poder mirarse a los ojos, escuchar las historias de vida de los demás, comer y compartir juntos la vida ordinaria se convierte así en un poderoso mecanismo que desactiva la destructividad. Este cambio también conlleva un profundo cuestionamiento de la forma de pensar sobre uno mismo: «Definirse únicamente como perteneciente a un grupo enemigo de otro grupo sugiere que la identidad juega un gran papel en la presencia del conflicto. Podríamos decir: “Tenemos un enemigo, luego existimos. Y si ya no tenemos enemigo, ¿quiénes somos?”»[18]. Una pregunta que permite que surjan otros aspectos de la identidad, que ya no están vinculados únicamente a lo que se sugiere desde el exterior, sino que surgen de las profundidades interiores. Lo que da lugar a otros sentimientos, fundamentales para una relación entre personas y no sólo entre grupos.

En palabras de una participante, Ulviyya: «Justo en ese momento comprendí lo que es la paz para mí. Yo preocupándome por el hermano de mi “enemigo”, su madre y sus seres queridos, llorando al otro lado del conflicto como los míos […]. Esto es lo que es la paz para mí hoy […]. No es la ausencia de conflicto, sino descubrirse a uno mismo dentro del otro, respetarlo y encontrar un equilibrio»[19].

Al final de los dos años, los participantes no pasan del conflicto al irenismo, sino que experimentan que la presencia de la paz, como la del enemigo, es siempre posible: «La experiencia de Rondine no anula la idea del enemigo, no censura los elementos de conflicto que forman parte de la naturaleza humana, sino que permite reconocer a la persona que hay detrás del enemigo, reconocer la cercanía y la humanidad común que está hecha sobre todo de elementos de fragilidad y limitación y reconocer, por tanto, que sobre estos aspectos de fragilidad podemos encontrar una vía de comunicación y un posible diálogo de paz con el otro, pasando “de un dolor sufrido a un sufrimiento compartido”, hasta llegar a la afirmación-paradoja: “La única persona que me comprende es mi enemigo”»[20].

Al final de la experiencia, los jóvenes de la World House han desarrollado así algunas competencias culturales y la motivación necesarias para volver a sus países de origen e iniciar proyectos de desarrollo en los contextos más difíciles y complejos.

¿Un proyecto ilusorio?

A primera vista, parecería una quimera. Pues resulta que también lo eran los participantes que, no sin esfuerzo, aterrizaron en Rondine. Como señaló Edgar Morin, uno de los autores de referencia del proyecto, «la emergencia de lo nuevo no puede predecirse, de lo contrario no sería nuevo […]. La transformación interna parte de creaciones en primer lugar locales y casi microscópicas, que se producen en un entorno al principio restringido a unos pocos individuos y que aparecen como una desviación en relación con la normalidad»[21]. Y, efectivamente, con los años, los participantes han crecido tanto en número como en los países representados, y la contribución del proyecto ha resonado internacionalmente.

20 años después de su creación, la representación italiana ante las Naciones Unidas eligió a la Associazione Rondine Cittadella della Pace como testimonio en la sede de la ONU el 10 de diciembre de 2018, con motivo del 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En esa ocasión, se pidió a los Estados que donaran una cantidad simbólica de su presupuesto para financiar becas destinadas a proyectos educativos orientados a la consolidación de la paz. Y el 6 de diciembre de 2023, la Ciudadela de la Paz fue reconocida como modelo viable para la paz por Miguel Ángel Moratinos, Subsecretario de las Naciones Unidas.

Giulia Tariello, joven delegada italiana de la UE ante la ONU para el año 2022-23, resumió las lecciones de Rondine con estas palabras: «Las cicatrices de la guerra no deben ser lo único que heredemos. Aquí la educación se convierte en una herramienta poderosa y única. Cuando educamos a los jóvenes para la paz, tenemos el poder de elegir la paz»[22].

  1. Cfr. R. Girard, Les origines de la culture. Entretiens avec Pierpaolo Antonello et João Cezar de Castro Rocha, París, Desclée de Brouwer, 2008, 97.
  2. J. Sacks, Non nel nome di Dio. Confrontarsi con la violenza religiosa, Florencia, Giuntina, 2017, 92; cfr 88.
  3. Cfr. M. Kiefer – J. Hüttermann et al., «Lasset uns in sha’a Allah ein Plan machen». Fallgestützte Analyse der Radikalisierung einer WhatsApp-Gruppe, Wiesbaden, Springer VS, 2018, 95-134.
  4. Comisión Teológica Internacional, Dio Trinità, unità degli uomini. Il monoteismo cristiano contro la violenza, 6 de diciembre de 2013, n. 10.
  5. J. Sacks, Non nel nome di Dio…, cit., 221.
  6. Cfr. G. Cucci, Religione e secolarizzazione. La fine della fede?, Asís (Pg), Cittadella, 2019, 89-113.
  7. Cfr. A. Vanhoye, L’epistola agli ebrei. «Un sacerdote diverso», Bolonia, EDB, 2010, 208; G. Barbaglio, Pace e violenza nella Bibbia, ibid., 2011; G. Ravasi, La santa violenza, Bolonia, il Mulino, 2019.
  8. R. Girard, La violenza e il sacro, Milán, Adelphi, 1992, 22.
  9. G. Fornari, «Sacrificio», en Enciclopedia filosofica, vol. 10, Milán, Bompiani, 2006, 9996.
  10. Citado en Ph. Kossoff, Valiant Heart: A Biography of Heinrich Heine, New York, Cornwall Books, 1983, 125 s; cfr. J. Sacks, Non nel nome di Dio…, cit., 104.
  11. Cfr. D. Mattei, «La “Storia della Colonna Infame”. Incrocio di storia, diritto e morale», en Civ. Catt. 2023 II 346-359.
  12. Ph. Zimbardo, L’effetto Lucifero. Cattivi si diventa?, Milán, Raffaello Cortina, 2008, 5 s.
  13. J. Sacks, Non nel nome di Dio…, cit., 262.
  14. A. Manzoni, I promessi sposi, Milán, Rizzoli, 2014, 636.
  15. F. Vaccari, L’approccio relazionale al conflitto. Quattro lezioni sul Metodo Rondine, Milán, FrancoAngeli, 2021, 33.
  16. R. Iafrate – A. Bertoni, «Rondine Cittadella della Pace: un laboratorio a cielo aperto sul conflitto intergruppi e sull’ipotesi del contatto», en L. Alici (ed.), Dentro il conflitto, oltre il nemico. Il «metodo Rondine», Bolonia, il Mulino, 2019, 119.
  17. Cfr. A. Manganelli Rattazzi – C. Volpato, «Pregiudizio e immigrazione: effetti del contatto sulle relazioni interetniche», en Ricerche di Psicologia 24 (2000/3-4) 121; G. Allport, The Nature of Prejudice, Cambridge, MA, Addison-Wesley, 1954, 281.
  18. Ibid., 128.
  19. Ulviyya, «Se mi preoccupo per il fratello del mio “nemico”», en L. Alici (ed.), Dentro il conflitto, oltre il nemico…, cit., 198 s.
  20. R. Iafrate, «Contraportada» de F. Vaccari, L’approccio relazionale al conflitto…, cit., 105.
  21. E. Morin, Pensare l’Europa, Milán, Feltrinelli, 1990, 20.
  22. https://rondine.org/rondine-un-modello-riconosciuto-dalle-nazioni-unite-leducazione-dei-giovani-unica-via-per-la-pace
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

    Comments are closed.