Cada época profundiza en el conocimiento de Cristo, de los textos fundamentales, del símbolo de la fe a la luz de su propia experiencia existencial, partiendo de ciertos aspectos que forman parte de la figura inicial de Jesús, pero desplazando los acentos, recomponiendo el mosaico, redescubriendo tesoros ocultos. Por poner un ejemplo, no es casualidad que el tema del Sábado Santo, con el descenso a los infiernos, surgiera con tanta fuerza, así como con tantos matices diferentes, en la teología de la época posterior a Auschwitz.
El tema que abordamos en este artículo no escapa a esta regla. Si, en efecto, hablar del misterio de la cruz es sin duda theologia perennis, la expresión «Mesías derrotado» parece en cambio típica de nuestra época, de su aguda experiencia del mal, de su «esperanza contra toda esperanza» (Rm 4,18). Porque, para la tradición antigua, el Mesías, Hijo y Verbo de Dios hecho hombre, es ante todo el Resucitado, el vencedor (Christus victor), el sereno Pantocrátor de los mosaicos. En la Edad Media, en efecto, a pesar del énfasis puesto en la humanidad de Cristo, Jesús es el Salvador, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), no el vencido, icono de una «historia de vencidos» (J. B. Metz).
Pero bajo las numerosas interpretaciones de la inagotable figura de Jesucristo, podría fluir el caudal poderoso y cristalino de las aguas evangélicas. Precisamente porque Cristo, «uno de la Santísima Trinidad», desafió al mal en el lugar de su dominio y lo derrotó al altísimo precio de la cruz, pudo revelar a la humanidad su radical maldad, la imposibilidad por tanto de llegar a un acuerdo con el mal.
Así, en la medida en que la fe cristiana, a lo largo de los siglos, ha irrigado las mentes e impregnado los corazones, el mal ha dejado progresivamente de ser el compañero ineluctable de la finitud humana, para aparecer cada vez más a las conciencias, refinadas por la revelación del Crucificado, en toda su horrible fealdad y su insoportable absurdo. Sustraído al fatum, se sustraía a la fatalidad. Al mismo tiempo, cuanto mayor era la conciencia de su intrínseca malignidad, mayor era no sólo la percepción de su ambiguo comercio con la libertad herida y las esferas inconscientes de la persona, sino también la conciencia de su insuperable y universal permanencia: permanencia que se encuentra tanto en los corazones humanos, incluidos los de los bautizados, como en las estructuras religiosas, políticas y sociales resultantes de la acción humana.
Si Rm 7 se refería al impío antes de su bautismo, mientras que Rm 8 describía la vida del bautizado, hoy ningún cristiano honesto consigo mismo y acostumbrado al examen de conciencia dudaría de que su vida cotidiana refleja ambas cosas. «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,19), y por eso, con Cristo que puede «librarme de este cuerpo de muerte» (Rm 7,24), grito en el Espíritu: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15). Nuestra vida es un continuo pasar de Rm 7 a Rm 8, es decir, un constante morir y resucitar con Cristo, en el Espíritu, hacia el Padre.
El siglo en el que hemos nacido ha sido tal vez el más viva y dolorosamente consciente del dominio del mal; el «príncipe de este mundo» (Jn 16,11) se ha infiltrado no sólo en las ideologías mortíferas que han devastado las sociedades con la complicidad activa o pasiva de tantos hombres, sino también en lo más recóndito del corazón de muchos cristianos, a pesar de la vida sacramental, la oración personal, la inhabitación trinitaria, los dones de la gracia y las buenas intenciones de una libertad herida.
Se ha acusado al siglo pasado de ocultar el pecado. Tal vez, pero si es así, ¿no será precisamente porque lo percibió tan directamente que ya no pudo mirarlo a la cara? La conciencia del siglo XX, que fue la cuna del nuestro, es la de la derrota, no sólo de tantas ilusiones, sino también de tantas esperanzas y de tantas plegarias aparentemente desoídas (¿dónde estaba Dios cuando su pueblo, Israel, fue llevado al exterminio?). Es, pues, una conciencia formada por la experiencia no sólo de la derrota real del hombre, sino también de la derrota aparente del propio Dios, es decir, de la derrota del hombre-Dios.
Inscríbete a la newsletter
El «Mesías derrotado» es, pues, el espejo de nuestra época y de nuestros corazones. Lo es en dos sentidos. En primer lugar, porque esta imagen refleja la experiencia de esa doble derrota, la del hombre y la de Dios: porque Jesucristo es, en persona, el único verdadero hombre-Dios. En segundo lugar, porque la expresión traiciona la esperanza siempre renovada de que, incluso allí donde los ojos del corazón sólo ven la derrota, permanece oculta alguna promesa de victoria final, porque existe Dios, y Dios en persona. Tanto es así que la predicación del «Mesías derrotado» podría parecer el último y casi desesperado esfuerzo de nuestra apologética ad intra para exculpar a Dios del mal que nos rodea. ¿Antes de darle su último adiós del mundo, concluyendo con Nietzsche: «Dios ha muerto»? ¿O antes de tocar su misterio más íntimo, abrazando la cruz? Esta es la pregunta que intentaremos responder a continuación.
El camino de la humildad: Natividad y cruz
El misterio de la Navidad, es decir, de un nacer para morir, y el misterio de la cruz, es decir, de un morir para nacer, dibujan en claroscuro el arco de la vida de Jesús, atravesado de lado a lado por el misterio luminoso y glorioso de la resurrección que lo sella. Nacimiento y muerte son dos misterios de desnudez absoluta: la del parto y la de la cruz. El hombre muere desnudo, sin armas ni equipaje, igual que nace desnudo. Francisco de Asís, siguiendo a Jesús, entendió esto al pie de la letra, sine glossa.
El nacimiento es un misterio de parto, de vulnerabilidad, de entrega, de amor que se desvela, de luz interior que resplandece desde el seno virginal sobre el rostro y transfigura la humanidad de Jesús: pobre, sencillo, claridad luminosa del pesebre. La muerte en la cruz (cfr. Flp 2,8) es un misterio de sufrimiento, de abandono, de sacrificio, de amor que se oculta[1], de tinieblas del pecado que envuelve la humanidad humillada de Jesús: oscura, compleja, densa nube del Gólgota.
Ningún de los dos misterios cambia el mundo; más exactamente, no cambian «mundanamente» el mundo. De hecho, desde el principio, éste será el principal argumento de nuestros hermanos mayores judíos contra el mesianismo de Jesús. Con el profeta de Nazaret, los tiempos mesiánicos no parecen haber llegado realmente. Guerras, hambrunas, violencia, opresión, formas de esclavitud, juegos de poder, condicionamientos psicológicos, manipulación de la vida (eutanasia de menores), disgregación de las familias, adicciones, trastornos sexuales, depresiones, por no hablar de las convulsiones naturales y cósmicas, acompañan a la humanidad después de Cristo como antes de él, hasta el punto de que los signos premonitorios de su retorno en la gloria, enumerados en los discursos apocalípticos de los Evangelios, pueden reconocerse en todas las épocas.
Este argumento anti-mesiánico duele, porque a pesar de nuestra apologética ad extra, reconocemos la parte escandalosa de la verdad que afecta secretamente al creyente. La aparente impotencia de Dios, en la historia del mundo y en la historia de los individuos, parece ser hoy el vector principal del agnosticismo escéptico.
Desde el principio, la Iglesia ha tratado de responder a ello, distinguiendo, entre los oráculos del Antiguo Testamento, entre los dichos del Evangelio y en el relato de Jesús mismo, el anuncio de dos venidas: la primera, en la humildad de la carne crucificada, la segunda, en el esplendor de la carne glorificada. Pero precisamente la segunda será «su» venida, no la nuestra: nosotros, aquí y ahora, con su venida intermedia en el corazón, somos los discípulos del Cristo humilde de la primera venida, ahora glorificado.
Entre los puntos alfa y omega de su historia terrena, Jesús salva con su presencia, con su luz, con su amor, con su palabra y con sus gestos de poder. Su vida narrada en los Evangelios no obedece a un plan efectivo de acción transformadora del mundo. Así lo indican tanto su vida, oculta hasta cerca de los treinta años (cfr. Lc 3,23) – una vida de duración desproporcionada en comparación con su vida pública –, como el estilo improductivo de su vida pública, debido a su peculiar relación con el tiempo –humanamente lenta, abierta a acontecimientos repentinos, como en el caso del episodio de la hemorroisa, que interrumpe inesperadamente el viaje urgente a la casa donde agoniza la hija de Jairo (cfr. Mc 5,21 43) – y por su relación con el espacio – humanamente circunscrita: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24).
Jesús anuncia el Reino, no lo impone; llama a la conversión, no obliga; suscita la fe, no la produce. No explota el ascendiente psicológico del maestro; no va contra la libertad del interlocutor, aunque fuera por el bien de la persona. Lo que está en juego es su castidad perfecta, que respeta y solicita la cooperación de la libertad humana: «Dios, que nos creó sin nosotros, no quiso salvarnos sin nosotros»[2].
La vida de Jesús se resume en la Eucaristía, en la que se ofrece voluntariamente al Padre y a los hombres, para significar la elección libre y amorosa del camino salvífico de la cruz. Este es el signo de su verdadero poder, inmune a toda coacción externa. Jesús vence verdaderamente a la muerte, no por el mero hecho de morir, sino porque la acepta libre y amorosamente para la salvación de los hombres[3]. Así vence al mal, precisamente porque el suyo es un modo de ser y de actuar contrario al del mal, que se impone mediante la violencia, la seducción y el engaño, como la serpiente de los orígenes o el demonio en el desierto (las tres tentaciones).
La leyenda del Gran Inquisidor, en Los hermanos Karamazov de Dostoievski, escenifica la distancia irreductible entre el mesianismo mundano – tanto de derechas como de izquierdas – y el de Jesús. El primero sueña ideológicamente con un programa de reforma de las estructuras políticas, sociales y económicas, por el bien del pueblo y en su nombre. En cambio, Jesús, que «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9), se dirige al corazón, a la relación armoniosa con Dios, con el prójimo y consigo mismo, llamando a un seguimiento humilde.
La loca lógica de la cruz
La cruz logra la inversión definitiva de la sabiduría mundana. Su madero, en primer lugar, interroga nuestras representaciones idolátricas de Dios, proyecciones analógicas de nuestros deseos mundanos de salvación. El «padecer» por amor es la forma humano-divina de «actuar»: «Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente» (1 Pe 2,23).
Al hacer añicos nuestra imagen espontánea de Dios, la cruz socava nuestra percepción de la acción humana y de su eficacia social y política, concebida a su vez a imagen y semejanza de nuestra representación de Dios. Revela y subvierte el espíritu del mundo, no sólo y no tanto en lo que tiene de malo – esto se sobreentiende –, sino, más sutilmente, en lo que tiene de más generoso, por lo que el hombre está a menudo dispuesto a sacrificar a sus semejantes, aunque sean familiares o amigos, en aras de las causas nobles que abraza, o para ejercer una influencia psicológica sub specie boni sobre los demás.
Para el ideólogo, las causas cuentan más que los hombres; para Dios es lo contrario: los hombres cuentan más que las causas. Porque cuando el hombre se somete a una causa, ésta ya ha dejado de ser noble: se ha convertido en idolatría, sinónimo de violencia, porque el ídolo es siempre sanguinario. Esta dramática inversión puede ser precisamente la tentación de lo mejor, la del Anticristo, descrita por el propio Dostoievski.
Por último, la cruz trastoca la lógica de las actitudes que presiden nuestras relaciones humanas, cuando gastamos tanta energía en convencer al otro de que está equivocado, en lugar de esperar pacientemente a que se dé cuenta por sí mismo. El propio Jesús, con sus razonamientos, debates, diatribas con sus adversarios (escribas, fariseos, doctores de la ley, saduceos, levitas, sumos sacerdotes), a pesar de los numerosos y evidentes milagros que acreditaban su palabra, no parecía haber convencido a (casi) nadie. Según los Hechos de los Apóstoles, que nos hablan de la entrada de algunos de estos adversarios en la primera comunidad, esto sucedió en cambio, al menos en parte, con la cruz y la resurrección.
La cruz manifiesta la fecundidad de la humildad, la pobreza, el abandono, la obediencia, la mansedumbre y la dulzura, de la pasión en su doble sentido de pasividad y amor, que desarman toda violencia. El mal no se vence con la mera fuerza, sino con la mansedumbre, que es la fuerza suprema. Esto era inherente a la imagen del anzuelo y del cebo: un Jesús que, con la debilidad de su carne, engañaba al diablo, según una metáfora querida por varios Padres de la Iglesia, para describir la salvación en Cristo. Se engaña al mal con el bien, a la mentira con la verdad, a la muerte con la vida, porque se trata de dos lógicas tan diametralmente opuestas que no se captan mutuamente.
Por una parte, la Escritura nos describe metafóricamente la sorpresa de Dios ante el pecado, como en Gn 3,9.11 («“¿Dónde estás?”, dijo Dios a Adán; “¿Quién te dijo que estabas desnudo?”»), de la que se hacen eco bellamente las lamentaciones del Señor el Viernes Santo: «Pueblo mío, ¿qué mal te he hecho? ¿En qué te he provocado? Dame una respuesta». Dios no parece entender el pecado. En cambio, el Maligno siempre es engañado por el amor, porque no lo prevé ni puede preverlo.
La unión hipostática y la cruz, «misterio de la alianza»
Este modo divino de obrar la salvación corresponde a la lógica divina de la Encarnación, manifestada en la unión hipostática. Dios no salva por el poder divino (solo), aunque hubiera podido hacerlo (pero no lo eligió), sino a través de la debilidad humana, que ha hecho suya. Las tentaciones y la prueba compartida (cfr. Hb 2,14 18), el camino de la obediencia (cfr. Hb 5,8; Flp 2,8), el sufrimiento querido por amor, la comunicación de la vida mediante la ofrenda del cuerpo y de la sangre, el don de la vida mediante la muerte, todo ello habría sido imposible para Dios, si no se hubiera encarnado.
Este es el sentido profundo de la reflexión sobre la humanidad como «instrumento» o «sacramento» de la divinidad, desde Atanasio y Cirilo de Alejandría hasta Karl Rahner, pasando por Tomás de Aquino. Esto confirma la perenne actualidad del criterio de Calcedonia (451), a saber, el respeto de Dios por el hombre, «sin confusión ni cambio, sin división ni separación»[4], según la imagen bíblica de la zarza ardiente[5]: «asumir sin consumir». Continúa luego, en el Concilio Constantinopolitano III (681), en la recta intuición del ditelismo y del dienergismo[6], porque la salvación es un «misterio de alianza»[7], que conlleva el riesgo de la libertad.
De ahí que en la afirmación Unus de Trinitate passus est[8] – con la comunicación de idiomas que implica – se contenga verdaderamente «toda la verdad, la única verdad del cristianismo»[9]: el misterio de Dios y del hombre unidos en el sufrimiento, para estar unidos en la gloria[10]. Esto representa el corazón del misterio de Dios revelado en Jesucristo: Dios es amor, es decir, es Trinidad de amor. La característica del amor, como bondad suprema, es comunicarse a los demás[11], uniendo lo que distingue, distinguiendo lo que une. La característica del amante es sufrir la libertad del amado, hasta el punto de sufrir que «el amor no sea amado» (Francisco de Asís), esperando que, confundido por tanto amor, el amado le devuelva el amor, sufriendo a su vez la libertad del amante.
Silencio y contemplación: primacía de Dios y del hombre
La lógica de la cruz debe inspirar el pensar, el hablar y el actuar humanos, subordinando el pensar a la contemplación, el hablar al silencio, el actuar a la moción interior. En los tres casos, está en juego la primacía de Dios y del hombre sobre la ideología, el discurso y la acción.
La lógica de la cruz es una garantía contra el activismo ideológico, es decir, contra la tentación subrepticia de pensar que podríamos realizar lo que el propio Salvador no realizó. Mientras que, en realidad, la lógica de la cruz nos muestra que no combatimos el mal directamente con sus propias armas, ni siquiera con la intención – buena en sí misma, aunque equivocada – de eliminarlo del mundo, que es su único lugar propio: como quien sueña con arrancar todas las malas hierbas que crecen entre los adoquines de las calles romanas, o con limpiar su casa hasta la última mota de polvo, según la imagen de Bernanos.
Ese fue el error de los cátaros, de las utopías ideológicas, de las «causas» religiosas o mundanas, incluso justas – por la justicia, por los oprimidos, por los pobres –, a las que, llegado el caso, se sacrifica a los hombres bajo la apariencia del bien. La historia, tarde o temprano – sobre todo la del siglo pasado –, nos enseña que esas utopías fracasan y dejan a sus partidarios decepcionados, a sus víctimas aplastadas y muertas. Los santos resisten a esas tentaciones: tratan de trabajar con Dios, movidos por su gracia, por su conversión, llamando luego a otros a seguir un camino similar.
Ofrecer el propio corazón, las propias tinieblas a la acción del Espíritu Santo, dejarse convertir desde dentro para nuestra humilde misión, para la porción de viña en la que el Señor nos ha colocado, éste es el mejor servicio que podemos prestar a Jesús, al Evangelio y a los demás. «Florece donde estás plantado», habría dicho Francisco de Sales. El mundo necesita discípulos que serán tanto más apóstoles de Cristo y heraldos de su Evangelio cuanto más contemplativos y místicos sean.
En la novena regla de modestia, San Ignacio de Loyola describe así el caminar del jesuita: «Que el andar sea sin gran prisa, más bien moderado, si la necesidad no es urgente»[12]. Detrás del andar tranquilo se puede discernir el deseo de una relación ordenada con el tiempo y la acción, enraizada en la actitud del propio Jesús, y que nos protege de la presunción de la acción, invitándonos a dejar un «juego de ineficacia» en nuestras vidas. El mundo ya está salvado, y nosotros no somos los salvadores del mundo.
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
Casi un siglo después, el P. Luis Lallemant, con su Doctrina Espiritual, alcanzó una de las cumbres contemplativas de la tradición mística ignaciana. Fue también maestro de novicios e instructor del tercer año de probación (es decir, el último año de formación religiosa) de los misioneros jesuitas en Nueva Francia, muchos de los cuales fueron mártires. Al pie de la cruz, la «teología de rodillas» y la misión apostólica se remiten mutuamente, cada una según su vocación.
Esto contrasta con el fracaso de las ideologías que han elegido el camino opuesto, aunque la gente siempre quiera seguir creyendo en ellas, a pesar de todas las negaciones de la historia. Visto desde su lado positivo, se puede ver en este continuo renacer de la esperanza (l’espoir) la nostalgia de algún paraíso perdido y el ardiente deseo de la patria dichosa (l’espérance). Visto desde su lado negativo, esto conduce a innumerables nuevas decepciones, inquietudes y agitaciones. Sólo el acto de entrega confiada en la acción cotidiana da al alma la verdadera paz, la paz que brota de la cruz. Esto significa no vivir ya según lo que sería bueno o correcto en sí mismo, es decir, las ideologías, sino según la moción interior del Espíritu Santo.
Esto resume la vida espiritual como vida en el Espíritu, según el propio Lallemant. De ahí la posibilidad, en la Iglesia como en la ciudad, de un gobierno verdaderamente espiritual, no ideológico ni político. Pero, ¿hasta qué punto está Dios verdadera y personalmente presente en nuestra vida cotidiana de bautizados? ¿Cuántos de nosotros estamos realmente dispuestos a vivir «al ritmo de su gracia»[13]? ¿O cuantos simplemente somos capaces de comprender que en eso consiste la vida cristiana (vida en Cristo, en el Espíritu, con el Padre)?
«Valle de lágrimas» y patria bendita
El Cuarto Evangelio puso de relieve hasta qué punto el misterio de la cruz es un misterio kenótico de exaltación, que orienta la mirada creyente hacia la resurrección del Crucificado y su ascensión, con las cicatrices de la pasión, a la derecha del Padre. La Ascensión es un misterio «sublime»[14] de infinita apertura y ensanchamiento del horizonte humano. A ella corresponde el don del Espíritu en Pentecostés, que confiere la libertad interior que ensancha el corazón.
La Ascensión invita al hombre del siglo XXI a redescubrir el sentido de la vida eterna y la articulación entre la vida presente («valle de lágrimas», para quien languidece bajo el yugo) y la vida futura, que el siglo XX tal vez había ocultado durante algún tiempo. ¿No nos dejamos inquietar acaso demasiado por las críticas de Nietzsche o de Marx, atrapados por el temor de que la consideración de nuestro destino eterno nos alejara de nuestras responsabilidades terrenas?
El «ver, juzgar y actuar» de Joseph Cardijn, fundador de la Juventud Obrera Cristiana, es correcto, si parte de un «ver interior», que sabe discernir la presencia de Dios en los corazones y en los acontecimientos de la historia[15], que se convierten entonces en verdaderos «signos de los tiempos». De lo contrario, corre el riesgo de ser una visión ciega y, como punto de partida, corromper tanto el juicio como la acción.
La mirada puesta en Dios, en la bienaventuranza final, por una parte nos libera de la decepcionante ansiedad del hacer, y por otra nos permite abrazar la lógica de la cruz en la acción serena. La ciudad de los hombres se construye mejor cuando se tiene la mirada puesta en el encuentro con Dios. «Si el Señor no edifica la casa, en vano se afanan los albañiles» (Sal 127,1). La vida contemplativa nos ayuda en esta conversión de lo efímero urgente a lo esencial perenne, y del afán de resultados inmediatos a la recogida de frutos en el momento oportuno, es decir, de la eficacia a la fecundidad: su papel es beneficioso tanto para el conjunto de la sociedad humana como para el cuerpo eclesial tentado por el activismo.
Así, esta actitud espiritual permite a la humanidad alcanzar el camino más alto, el de la contemplación activa, o «contemplación en la acción» (J. Nadal): el camino más alto no tanto en sí mismo[16], sino simplemente porque fue el de Jesús y los apóstoles, según el relato evangélico.
De la rebelión a la acción de gracias
Esta primacía concedida a Dios como fuente, presencia y horizonte de nuestro itinerario nos permite pasar, a la luz de la cruz bendita, de la rebelión a la acción de gracias. Como los israelitas en Masá y Meribá (cfr. Ex 17,7), también nosotros nos rebelamos siempre contra la realidad que, en lugar de ceder a nuestros deseos, incluso a nuestros deseos justos, santos y rectos, se nos resiste. Refunfuñamos contra nuestro cuerpo, su débil salud o su insuficiente belleza. Nos lamentamos de nuestro carácter, de nuestras limitaciones intelectuales o condicionamientos psíquicos, de los atavismos heredados de nuestra familia o de nuestro entorno. Lamentamos el juego contrario de las libertades de los demás, el «destino» que no nos ha perdonado, nuestra historia, con sus oportunidades perdidas y las consecuencias nefastas de nuestras elecciones equivocadas.
Nos quejamos de nuestro trabajo o misión, protestamos por la falta de reconocimiento, por no sentirnos queridos. Nos quejamos de nuestras debilidades, infidelidades, pecados. Murmuramos de los deseos fallidos, de las oraciones sin respuesta, de la «noche interior» o del abandono del Señor. En todo esto, nos rebelamos contra Dios, acusados de ser responsables, de un modo u otro, de lo que somos y de lo que sucede en nuestras vidas. La murmuración y la rebelión, con la envidia que conlleva, es el pecado fundamental, el que nos une al pecado angélico.
La conversión a la que nos lleva el «Mesías derrotado» consiste en aceptar la realidad («lo más difícil», habría dicho Francisco de Asís), que Dios utiliza como materia de su designio, y entrar en la acción de gracias (Eucaristía) por toda nuestra vida. De rebeldes estamos llamados a convertirnos en hijos: acción de gracias y filiación son gemelas. Jesús mismo fue aparentemente derrotado en sus expectativas (la llegada inminente del Reino, la conversión de los corazones), en su capacidad de acercarnos a Dios (la oposición de las autoridades), en su don de atraer a las multitudes hacia el Padre (la crisis de Galilea) o de suscitar fidelidad en los discípulos (las ambigüedades y el abandono de los apóstoles, la negación de Pedro, la traición de Judas).
Los Evangelios muestran que varias veces Jesús parece cambiar su estrategia apostólica. En primer lugar, tuvo que «endurecer su rostro» para subir a Jerusalén (Lc 9, 51). Jesús – dice Tomás de Aquino – aceptó con su voluntad racional deliberativa la pasión, a la que se opuso no sólo su voluntad sensitiva, sino también su voluntad racional natural[17]. Se sometió a la lucha suprema de la agonía y al camino de la cruz, cuando lo envolvieron las tinieblas del pecado y del sufrimiento.
Lo mismo sucedió a los discípulos, llamados a aceptar que la victoria final – ya conseguida por Cristo – pasara por la derrota inmediata, es decir, que la victoria alcanzara su plenitud – el Christus totus: la cabeza y el cuerpo – sometiéndose al tiempo y al juego de las libertades heridas de los hombres. El Mesías derrotado nos invita a vivir con esperanza todas las derrotas de nuestra vida, incluidas las de Dios, las experiencias de abandono, las noches de los sentidos o del espíritu… Entonces «la nube tenebrosa» de nuestra vida se convierte en la nube oscura-luminosa, que «iluminaba la noche» (Ex 14,20).
Penúltima y última palabra
El «Mesías derrotado» en la cruz fue la penúltima palabra del Padre, pronunciada en el silencio representable del abandono (Viernes Santo), prolongada en el abismo irrepresentable del descenso a los infiernos (Sábado Santo). La última palabra fue la resurrección: «La muerte y la vida se enfrentaron en un duelo prodigioso. El Señor de la vida estaba muerto; pero ahora, vive, reina»[18] Con la Ascensión y Pentecostés, ahora se extiende sin límites hasta el retorno glorioso del Cristo humilde[19]. El centro de la bondad descendió a las «periferias» existenciales del mal, antes de ascender de nuevo y sentarse con sus gloriosos estigmas a la derecha del Padre. «Cristo no vino a suprimir el sufrimiento, y menos aún a explicarlo: vino a llenarlo con su presencia», habría dicho Paul Claudel.
El Pantocrátor majestuoso de los mosaicos antiguos no es desdeñable: como en el episodio de la Transfiguración para los discípulos, así anticipa iconográficamente, a los ojos cansados de tantos Simón de Cirene, la victoria final que da sentido a su camino en la cruz. Entonces la cruz aparece como «la única escalera verdadera al paraíso»[20], y con el salmista podemos rezar: «Me ha tocado un lugar de delicias, estoy contento con mi herencia» (Sal 16,6).
- Cfr. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 196. ↑
- Agustín de Hipona, s., Sermón 169, 11, 13: PL 38, 923. ↑
- Cfr. Tomás de Aquino, s., Sum. Theol., III, q. 48. ↑
- Concilio de Calcedonia, Simbolo di fede, en H. Denzinger – P. Hünermann (eds), Enchiridion Symbolorum, Bolonia, Edb, 1995, n. 302 (en adelante citado con la sigla DH). ↑
- Cirilo de Alejandria, s., Quod unus sit Christus, 737 b‑c; León Magno, s., Tomus ad Flavianum, en DH 294: «Sicut enim Deus non mutatur miseratione, ita homo non consumitur dignitate» («Así como Dios no cambia por la misericordia, el hombre no es aniquilado por la dignidad »); Juan Damasceno, s., De fide orthodoxa, III, 3 = 47 b (añadido de los manuscritos M e N, SC 540, 29). ↑
- Concilio de Costantinopla III, cfr. DH 556‑558. ↑
- J. Galot, La Rédemption, mystère d’alliance, París, Desclée de Brouwer, 1965. ↑
- Concilio de Costantinopla II, X anatematismo, cfr. DH 432; cfr. Cirilo de Alejandria, s., III lettera a Nestorio, XII anatematismo, en Conciliorum Œcumenicorum Decreta, Bolonia, Edb, 2002, 61: «Si alguien no confiesa que el Verbo de Dios padeció en la carne, fue crucificado en la carne, padeció la muerte en la carne (Heb 2,9) y se convirtió en el primogénito de entre los muertos (Col 1,18; Ap 1,5), porque como Dios es vida y da vida, sea anatema». ↑
- K. Rahner, «Problemi di cristologia oggi», en Id., Saggi di cristologia e di mariologia, Roma, Paoline, 1967, 52. ↑
- Cfr. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 95. ↑
- Cfr. Tomás de Aquino, s., Sum. Theol., III, q. 1, a. 1. ↑
- Ignacio de Loyola, s., «Reglas de la modestia», en Obras de San Ignacio de Loyola, Madrid, Bac, 1997, 694. ↑
- Cfr. A. Louf, Au gré de sa grâce, París, Desclée de Brouwer, 1989. ↑
- Buonaventura de Bagnoregio, s., Lignum Vitae, 37‑40. ↑
- Cfr. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, nn. 230‑237 (Contemplatio ad amorem). ↑
- Cfr. Tomás de Aquino, s., Sum. Theol., II-II, q. 188, a. 6: «La vida activa que deriva de la plenitud de la contemplación, como es el caso de la enseñanza y la predicación, […] es preferible a la contemplación sola. Como es más grande iluminar que brillar solamente, así es preferible transmitir a los demás lo que uno ha contemplado que contemplar solamente». ↑
- Ibid, III, q. 18, a. 3‑6; cfr. q. 21, a. 2‑4. ↑
- Secuencia de pascua Victimae paschali laudes: «Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus». ↑
- Agustín de Hipona, s., Confesiones, VII, 24: « Todavía no era lo suficientemente humilde para entender a mi humilde Dios Jesús». ↑
- Rosa de Lima, s., «Al médico Castillo», en La Patrona de América, al cuidado de L. Getino, Madrid, 1928, 54. ↑
Copyright © La Civiltà Cattolica 2024
Reproducción reservada