FILOSOFÍA Y ÉTICA

La conciencia moral y el gobierno de sí

Diógenes sentado en su tinaja. Jean-Léon Gérôme (1860)

La conciencia es uno de los temas centrales de nuestro tiempo: nunca antes se había hablado tanto de libertad de conciencia, de objeción de conciencia y de la relación de la conciencia con la verdad. En la reflexión moral cristiana, la conciencia ocupa también un lugar central que el Concilio Vaticano II reafirmó: «el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla»[1].

La categoría de la conciencia se revela también decisiva en las discusiones éticas y jurídicas de nuestro tiempo, favoreciendo el encuentro entre la cultura laica y la católica, como afirma el cardenal Carlo Maria Martini en diálogo con Umberto Eco: «En la experiencia moral humana surge una voz, la “voz de la conciencia”, que es inmanente a todo hombre y que establece la condición primera para que sea posible el diálogo moral entre hombres de razas, culturas y convicciones diferentes»[2]. Hay que decir, sin embargo, que el concepto de conciencia a menudo se malinterpreta y se evoca para justificar el relativismo individualista. La afirmación «decido según mi conciencia» expresa esta convicción: la acción tiene su fuente en el individuo y se agota en él, mientras que la referencia a un orden objetivo se percibe como una amenaza.

Esbozaremos, pues, algunas características de la conciencia moral para comprobar si deben ser, y de qué manera, el centro de atención de quienes quieren ocuparse de la política y desean hacerlo «cristianamente»[3].

La definición de conciencia moral

En la novela de Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn se menciona un episodio que aclara nuestro tema. El joven protagonista Huck conoce, a orillas del río Misisipi, a Jim, un esclavo negro que intenta escapar de sus amos a una tierra donde la esclavitud había sido abolida. Aunque las leyes de la época prohibían ayudar a un esclavo fugitivo, Huck, tras un atormentado diálogo con su conciencia, decide acudir en ayuda de Jim: «Me temblaba todo el cuerpo porque tenía que decidir, y para siempre, entre dos cosas, y lo sabía. Lo pienso, casi no puedo respirar, y entonces me digo: de acuerdo, eso significa que [ayudando a Jim] voy a ir al infierno»[4]. El de Huck es un auténtico «caso de conciencia»: se debate entre la obediencia a la ley, que le exige denunciar a un esclavo fugitivo, y la voz interior de su propia conciencia, que le sugiere que debe ayudar a una persona.

En todo ser humano hay una presencia interior, «un sentido de la propia existencia, que reclama espacio e influye de algún modo cuando hay que elegir, es decir, cuando hay que “deliberar ante posibilidades alternativas de comportamiento” […]. Esta presencia oculta es la conciencia de cada uno de nosotros, que a menudo asume una relevancia autoritaria en nuestras decisiones. La conciencia (cum-scientia) se refiere a un conocimiento que surge de la confrontación que el sujeto realiza antes de tomar una decisión. Es como si la persona, antes de tomar una decisión moral, reuniera toda la información posible, tratara de identificarse con la situación, invocara los principios vitales que animan y guían su existencia»[5]. El relato nos remite al papel de la conciencia moral, a su relación con la verdad, la ley y la autoridad.

La tarea de la conciencia moral consiste, pues, en responder a las siguientes preguntas: ¿Cómo debo comportarme? ¿Cómo evito el mal y hago el bien? ¿Quién estoy llamado a ser?

Alfonso María de Ligorio, patrón de los teólogos morales, aclaró que «los actos humanos se rigen por dos principios: una regla próxima y una regla remota. La regla remota, o regla material, es la ley divina; la regla próxima, o regla formal, es la conciencia. En efecto, la conciencia, por una parte, debe conformarse en todo a la ley divina y, por otra, debe darnos a conocer la bondad o maldad de los actos humanos, en la medida en que son aprehendidos por la conciencia misma, como enseña Santo Tomás […]. El acto humano se juzga virtuoso o vicioso según el bien conocido, al que la voluntad tiende en sí misma y no según el objeto material del acto»[6].

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La conciencia moral[7] es, pues, la capacidad del hombre de mediar entre la comprensión de la ley divina[8] – comprensión que incluye la consiguiente responsabilidad de la inteligencia histórica y humana – y la comprensión de sí mismo, que incluye tanto la conciencia de la situación como la libertad de responder a ella. La conciencia moral sirve al hombre tanto para descubrir lo que es justo y bueno hacer en la realidad concreta de la vida como para tomar decisiones que le permitan permanecer en paz consigo mismo.

El principio fundamental a seguir sigue siendo el descrito por los clásicos: bonum faciendum et malum vitandum. La conciencia es, en última instancia, el lugar de la autocomprensión y la autoplanificación; es el lugar interior, humano y personal, donde uno asume la responsabilidad de comprender-comprendiéndose, evaluar-evaluándose, decidir-decidiéndose[9].

La formación de la conciencia

La conciencia moral puede considerarse bajo dos aspectos: la conciencia «potencial» (habitual), es decir, la propia característica antropológico-moral de poder formular un juicio moral, y la «conciencia real», es decir, la conciencia en el acto de juzgar. Aunque estos aspectos de la conciencia están entrelazados entre sí, es importante – al menos en el plano teórico – distinguirlos para determinar ciertas características de su formación.

No toda conciencia es una «buena conciencia»; además, no se puede pretender un juicio de la «conciencia real» si antes no se ha formado la sensibilidad moral educando la «conciencia potencial». La formación moral (ajena y propia) de la conciencia potencial, es decir, el grado de apertura o cierre habitual a la búsqueda y comprensión del bien, puede dar lugar a deformaciones tradicionalmente definidas como conciencia laxa o escrupulosa[10].

Una «conciencia laxa» es aquella que no se preocupa de buscar el bien. Quien la cultiva tiende, en su superficialidad y falta de responsabilidad, a justificarlo todo. Manifiesta una condescendencia implícita con el mal, hasta el punto de generar una «conciencia viciosa». Gaia De Vecchi la define como un «defecto de verdad, tal que, por costumbre, uno subestima la inmoralidad de sus actos, considerando lícito prácticamente todo excepto, tal vez, el asesinato y poco más». En términos más teológicos, una conciencia laxa es la consecuencia del desapego al servicio de Dios.

La «conciencia escrupulosa», en cambio, se caracteriza por una búsqueda obsesiva del bien, que puede degenerar en formas maníacas o en un rigor excesivo a la hora de juzgarse a sí mismo y a los demás. Quienes lo cultivan son a menudo incapaces de llegar a un juicio definitivo o de realizar el acto moral propiamente dicho, ya que se trata de un defecto de certeza, de tal modo que uno está constantemente agitado por el miedo a pecar. El escrúpulo, aunque a veces puede ser beneficioso para la vida espiritual y moral, es en este caso un impedimento para el crecimiento de la persona.

El equilibrio entre ambos excesos está representado por la «conciencia virtuosa o delicada», que se caracteriza por la búsqueda y el cuidado equilibrados, constantes, conscientes y sinceros del bien. Es la conciencia que caracteriza a quienes tienen la sensibilidad para captar el bien y la voluntad para ponerlo en práctica.

Las características de la conciencia en acto

La «conciencia en acto»[11], al formular su propio juicio, debe poseer tres características:

1) Rectitud: es la característica de quien se esfuerza por conocer el bien, la ley moral y la situación en la que se encuentra, esforzándose por conocer la verdad y asimilarse a ella. Es la conciencia que nace de la autenticidad y con la autenticidad de la persona. Para ello, es necesario actuar de manera coherente, permanecer abierto al encuentro con el otro y con Dios, tanto en la confrontación a través del diálogo fraterno como en la escucha del eco de Dios en el propio corazón[12]. De lo contrario, se crean las condiciones para una conciencia negligente, propia de quien es perezoso, superficial, no está atento, no es sincero consigo mismo o busca el «bien para sí» y no el bien «en sí». De este modo, «la conciencia se vuelve casi ciega como consecuencia del hábito de pecar»[13]. La relación de estas características de la conciencia actual con la conciencia potencial es evidente. Sólo la conciencia recta está legitimada para guiar la acción, ya que reclama la interioridad del sujeto actuante.

2) Certeza: es la capacidad, tras examinar la situación, de emitir un juicio firme y seguro, sin contradecir el espíritu de la ley moral. Para poder actuar, deben existir al menos motivos suficientes que hagan que el juicio sea, si no seguro, al menos probable. La conciencia dudosa no emite un juicio, sino sólo una suspensión del mismo y obliga a hacer más investigación de datos, más reflexión, comparación con personas más experimentadas. La «certeza» implica la relación entre el juicio y el sujeto.

3) Veracidad: es la aplicación sin errores de la ley interna al caso. Esta característica permite evitar juzgar como buena una acción prohibida por la ley o como mala una acción permitida. La verdadera conciencia llama bueno a lo que es objetivamente bueno, y malo a lo que es objetivamente malo. Estamos, pues, en el plano de la relación entre el juicio del sujeto y el orden moral objetivo. Lo contrario de la conciencia verdadera es la conciencia errónea, es decir, cuando juzga como mala una acción objetivamente buena o viceversa. Puede ser vencible, cuando el error se debe a la responsabilidad del sujeto[14]; puede ser invencible cuando el error no se debe a la responsabilidad del sujeto. En este último caso, la conciencia errónea es recta, y debe seguirse su juicio.

Queda una pregunta: ¿cómo educar una conciencia potencial que en sus juicios actuales sea recta, verdadera y cierta? La formación pasa por tres etapas:

a) Conciencia imperativa: la conciencia ordena y exige ser obedecida, y castiga, con el sentimiento de culpa, a quien desatiende sus indicaciones. Este camino no se improvisa: la formación de la conciencia es un trabajo largo, nunca concluido definitivamente, que se realiza en el adulto que ha alcanzado la plena madurez moral. La conciencia imperativa equilibrada se da cuando coinciden el imperativo de la conciencia y el sentido de la libertad.

b) Conciencia informativa: el conocimiento de la conciencia no es sólo un conocimiento teórico o abstracto: es también un conocimiento práctico que nace de la acción y está orientado a la acción. En el momento del discernimiento hay que valorar toda la información disponible para emitir un juicio moral sobre la elección.

c) Conciencia creativa: la verdad moral es, a menudo, una verdad por descubrir y diseñar, precisamente porque es adherente a la vida concreta. No bastan las normas generales ni lo heredado de la tradición: hay que tomar la situación concreta, en su contexto histórico, definir un itinerario concreto y poner en marcha posibles estrategias para su realización. Una conciencia creativa debe ser capaz de resolver los problemas con seriedad, en rigurosa confrontación con la Ley de Dios.

Cualquier forma de interpretación «maximalista» conduciría a una autonomía disoluta del sujeto moral, en la que la conciencia se convertiría en la «creadora» del bien, del mal y de los valores; también debe descartarse una interpretación «minimalista», que generaría el supuesto de una autonomía extrema en la que la conciencia se limitaría a obedecer ciegamente al orden moral objetivo o a una autoridad constituida.

Estas tres etapas formativas conducen a la siguiente definición de la génesis y el desarrollo de la conciencia moral: «La madurez moral del individuo se alcanza mediante el equilibrio tensional entre originalidad y comparación. […] Puede decirse que la génesis de la conciencia moral tiene lugar a través de los mismos procesos por los que se constituye el ser psicosocial del hombre. Estos procesos son de un triple orden: de consistencia (por el que se construye el sujeto); de apertura (por el que se constituye la relación); y de objetivación (por el que el sujeto en relación se hace cargo de las realidades)»[15]. En otras palabras, el sujeto moral se constituye «cuando se relaciona con los demás en términos de reciprocidad y cuando se hace cargo de la realidad objetiva en términos de compromiso social». De hecho, el mundo de la ética se organiza en torno a estos tres ejes: el “yo” o la responsabilidad, el “otro” o la relación de reciprocidad y la “estructura” o el compromiso social»[16].

La conciencia en el Magisterio de la Iglesia

El cardenal John Henry Newman[17], en su Carta al duque de Norfolk publicada en 1875, estableció la primacía de la conciencia moral sobre la obediencia al papado con la conocida expresión: «Ciertamente, si yo tuviera que hacer un brindis por la religión después de una comida – cosa que no está muy bien hacer –, entonces brindaría por el Papa. Pero primero por la conciencia y luego por el Papa»[18]. Siguiendo el pensamiento de Newman, el Concilio Vaticano II propuso un concepto de moral que hace referencia a la responsabilidad de todo creyente de ser fiel a su conciencia[19]. Comentando el pensamiento de J. H. Newman, el entonces Card. Ratzinger se preguntaba si seguir la propia conciencia, excluyendo la fe de la propia vida, podía ser suficiente. La conciencia moral está ligada a la verdad, que permite superar «la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad que viene de Dios», de lo contrario «una conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad y lo salva así» de la responsabilidad de crecer.

Pero, ¿cuál es el modo de reconocer las voces de la propia conciencia? Benedicto XVI recuerda que es la culpa la que hace añicos la «falsa serenidad de la conciencia […]. Quien ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo»[20]. Comentando la parábola del fariseo y el publicano, afirma que la libertad interior es negada precisamente por quien se siente justo y no está abierto a escuchar a Dios en su corazón: «El fariseo está completamente en paz con su conciencia. Pero este silencio de conciencia le hace impenetrable para Dios y para los hombres. En cambio, el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, le hace capaz de experimentar la verdad y el amor. Por eso Jesús puede trabajar con éxito con los pecadores, porque ellos no se han vuelto impermeables, tras la pantalla de una conciencia errónea, a ese cambio que Dios espera de ellos, así como de cada uno de nosotros. En cambio, no puede tener éxito con los “justos”, precisamente porque les parece que no necesitan el perdón y la conversión; de hecho, su conciencia ya no los acusa, sino que los justifica». La culpa, que en términos morales es el sentido del pecado que desvía la plena conciencia de la existencia, no se encuentra en el acto, ni en el juicio actual de la conciencia, «sino en ese descuido de mi propio ser, que me ha hecho sordo a la voz de la verdad y a sus impulsos interiores».

En su pontificado, Juan Pablo II desarrolló el tema de la conciencia moral, especialmente en lo que atañe a la relación entre libertad y verdad[21]. «No es suficiente decir al hombre: “sigue siempre tu conciencia”. Es necesario añadir enseguida y siempre: “pregúntate si tu conciencia dice verdad o falsedad, y trata de conocer la verdad incansablemente”. Si no se hiciera esta necesaria puntualización, el hombre correría peligro de encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero». El Pontífice estaba convencido de que la verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala; en la Audiencia general del 20 de julio de 1983, recordando el versículo 36 del capítulo 8 del Evangelio de Marcos – «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego se pierde a sí mismo?» – recordó que la persona no pierde lo que tiene, sino que se pierde a sí misma. Por eso, en Veritatis splendor habla de la relación inseparable entre conciencia y verdad, definida como «teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios».

Educar para la conciencia política

Santa Catalina de Siena dirigió a los políticos de su tiempo una advertencia que aún resuena hoy: «No puedes ser un buen político si antes no te gobiernas a ti mismo». Quien no se gobierna a sí mismo no puede gobernar la ciudad, «los señoríos de las ciudades y otros señoríos temporales son prestados». En otras palabras, Santa Catalina recordó a los políticos un principio fundamental: eres responsable de las cosas que no son tuyas.

Las razones de la crisis de la política en los últimos años son muchas: desde la corrupción hasta la extensión del clientelismo, desde la reducción de los partidos a comités electorales hasta el hundimiento de las ideologías. Pero el aspecto más profundo de esta crisis es la ausencia de referencias ideales y de tensión moral; en otras palabras, asistimos al olvido de la conciencia política. Al comentar el pasaje de Santa Catalina, el Card. C. M. Martini lee el «dominio de sí» principalmente como la capacidad de discernir las diferentes personalidades que habitan en el hombre: «Cada uno de nosotros es un amasijo de instintos, impulsos y energías que se oponen entre sí […], un amasijo en el que es difícil entenderse. El propio San Pablo lo admitía y afirmaba en Rom 7,15: “ni siquiera entiendo lo que hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco” […]. Pablo es un hombre honesto que confiesa tener impulsos contradictorios en su interior […]. Por tanto, debemos aprender a distinguir en nosotros mismos lo que hay y lo que suele ser múltiple, porque no somos personalidades simples y armoniosas. Creo que los errores del político, que deben juzgarse caso por caso como errores morales, tienen su raíz más profunda en no saber gobernarse a sí mismo»[22]. Sin embargo, la conciencia nos permite conocer aquellas partes de nosotros que nos empujan a favorecer nuestros propios intereses, a aumentar los privilegios y a ser prepotentes con los más indefensos, frente a aquellas partes que buscan la verdad, la justicia, la paz y la fuerza de renunciar a los privilegios para sentirse servidores.

Por eso hablamos de «conciencia política» y no de «conciencia del político»: mientras esta última se refiere a la conciencia individual de una persona que asume una función pública, la «conciencia política» se refiere a una característica que, desde el punto de vista moral, debería caracterizar a cualquier ciudadano. Nos preguntamos: si la clase política no es más que la proyección del nivel ético medio de un país, ¿no dice algo el motivo de la actual crisis política sobre el nivel de la conciencia política de nuestra sociedad?

La relación entre la conciencia política y el bien común

La crisis de la conciencia política actual de nuestro país está provocada, en primer lugar, por la pérdida del concepto de bien común, donde el «bien» nos convoca a una tarea que debemos realizar juntos por el bien de todos. Por supuesto, no se puede entender el «bien común» como algo «inmutable» e «impuesto desde arriba», como tampoco se puede identificarlo tout-court como un conjunto de bienes económicos, políticos y sociales específicos. Se trata más bien de esa búsqueda constante de las conciencias maduras cuyo objetivo es encontrar, mejorar, cambiar y renovar el conjunto de condiciones que permiten a cada individuo perseguir su propia realización humana, que la terminología clásica indicaba con el término prosperitas.

La búsqueda del bien común consiste en mantener las prosperitas pública y privada en una tensión dialéctica constante y directa. La madurez de un país democrático se mide en función de si la conciencia pública proporciona los instrumentos y las condiciones para que crezca la conciencia privada y viceversa. Al igual que hemos visto para la génesis y estructura de la conciencia individual, en la que la madurez moral personal se da en el equilibrio entre «subjetividad», «responsabilidad» y «compromiso social», lo mismo puede decirse del trabajo común de las conciencias en pos del bien común, es decir, debe integrar las tres dinámicas.

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La prosperitas exige el respeto de un principio ineludible, el de ser capaz de reconocer el mal social y combatirlo: «Una sociedad que no acepta el cambio, que no reconoce el principio del mal, está indefensa ante los monstruos que ella misma produce»[23].

Nos parece urgente recuperar la enseñanza de los Padres conciliares que introdujeron dos subrayados importantes: «El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está sometido a continuos cambios»[24].

La primera característica es la apelación no sólo al bien común del «género humano» y constituye un llamamiento muy profético respecto a las nuevas condiciones de globalización que estamos viviendo. La segunda es la necesidad de un estudio serio, que sepa discernir entre principios inmutables y circunstancias históricas, y distinguir entre estos dos aspectos para un compromiso real en la historia. Por tanto, para la búsqueda del bien común, las conciencias políticas deben ser virtuosas, pero también rectas, verdaderas y ciertas.

Precisamente en este momento histórico de desconfianza en las instituciones y de crisis de la política, el Concilio Vaticano II nos recuerda que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común»[25].

Como cristianos, podemos plantearnos otra pregunta: si el compromiso político debe ser un servicio, ¿cuál fue la actitud básica de Jesucristo en su «servicio político»? Jesús rechazó formas políticas que iban desde la revolución social hasta la indiferencia ante las realidades de este mundo. En el episodio del tributo al César, Cristo se revela realista y en su respuesta indica que la obediencia a Dios no exime de las obligaciones y deberes políticos para con el Estado[26]. El señorío de Dios fue, sin embargo, el fundamento y la motivación de la misión de Jesús, en la que el anuncio del Evangelio no fue político, porque no impuso un reino teocrático como alternativa a los existentes; político, en cambio, fue su testimonio, porque propuso el modo de vivir en la historia los diversos reinos terrenales, enseñando a «estar en el mundo, pero no ser del mundo».

El César no tiene derecho ni a violar la conciencia ni a apoderarse de la libertad de las personas. La respuesta de Jesús pretende ampliar el problema: no teorizar sobre la autonomía de las realidades mundanas, ni sobre la separación de poderes, sino tomar las raíces mismas del poder e invertirlo. El hombre es hijo de un don que la conciencia conoce y recuerda. Sólo la conciencia formada reconoce que Dios no es el dueño de la vida, sino que es el siervo de los vivos, no un César más grande que los demás Césares, sino un siervo que sufre por amor y que enseña la auténtica manera de ser Dios. Gracias a este don original, «La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad»[27].

La conciencia política – individual y entendida también como unión de las conciencias de los cristianos y como comunión con las de los demás seres humanos – tiene la tarea tanto de escuchar íntimamente a Dios como de comprometerse con el bien común según la verdad. No es prerrogativa sólo de quienes se dedican a la política en el sentido técnico del término, sino que es una característica humana indispensable que debe formarse y cultivarse con vistas a la plena moralidad individual y humana. Monseñor Cataldo Naro relacionó la madurez de la conciencia política con el martirio civil, de quienes todavía hoy dan su vida por el Estado al servicio de los ciudadanos, como hicieron, en Italia, Falcone y Borsellino, Livatino y Bachelet, Don Puglisi y cientos de otros.

Mediante el ejercicio del amor fraterno, que para el creyente pertenece a la realidad misma de su relación con Dios, y el ejercicio de la gratuidad evangélica, el bien común se antepone al propio. La caridad «debe ser el criterio interpretativo y fundante de la moral»[28] de todas las opciones: una conciencia política formada será aquella que en situaciones de necesidad tenga como criterio la primacía dada a los pobres, el respeto al enemigo y la construcción de la justicia. La gratuidad, por su parte, permite vivir con libertad, moralidad y honestidad la responsabilidad ante los asuntos públicos[29].

  1. Gaudium et spes, n. 16.

  2. U. Eco – C. M. Martini, In cosa crede chi non crede?, Roma, Atlantide, 1996, 138 s.

  3. El artículo se inspira en una parte de la conferencia de Gaia De Vecchi (a quien agradecemos), celebrada el 8 de noviembre de 2008 en Roma, en el «Laboratorio progettuale per una formazione socio-politica».

  4. M. Twain, Le avventure di Huckleberry Finn, citado en A. Fanton, «Quando il recondito è rilevante…», en Credere oggi 2 (2002) n. 128, 3. El episodio citado abre el dossier monográfico dedicado al tema de la conciencia.

  5. Ibid., 3.

  6. A. M. de Ligorio, Theologia moralis, l. I, tr. I, 1. La cita de Santo Tomás fue tomada de Quodlibet II, q. 12, a. 2 (véase también: III, a. 27).

  7. En el Antiguo Testamento, el término «syneidesis» aparece solo tres veces: Eclo 10,20; 42,48; Sab 17,10. Sin embargo, el concepto a menudo se puede relacionar con lo que en nuestras versiones de la Biblia se traduce como corazón, sabiduría, espíritu. En los Evangelios, el término no aparece pero el concepto sí. En cambio, «syneidesis» está presente en los Hechos 23,1; 24,16 y en las Cartas: 1 Cor 8,7-10.12; 10,25.27.28.29; 2 Cor 1,12; 4,2; 5,11; Rm 2,15; 9,1; 13,5; Heb 9,9.14; 10,2.22; 13,18; 1 Tim 1,5.19; 3,9; 4,2; 2 Tim 1,3; Tit 1,15; 1 Pe 2,19; 3,16.21. Para profundizar en el tema bíblico de la conciencia, véase «La coscienza nella Bibbia», en A. Molinaro – A. Valsecchi, La coscienza, Bolonia, Edb, 1971, 11-27.

  8. Entre las numerosas explicaciones del concepto (sobre todo en relación con la ley natural y la ley humana antigua y nueva), cf. Summa Theol., I-II, qq. 90-108.

  9. Cf. S. Bastianel, Teologia morale fondamentale. Moralità personale, ethos, etica cristiana, Roma, dispense Pug, 2001, 204. La conciencia moral no se conforma con los hechos (yo soy así, la realidad es así, las demás personas son así), sino que busca la tarea y la expresa (yo debo ser; la realidad, con mi intervención, debe ser).

  10. Además de la conciencia laxa o escrupulosa, también podemos encontrar la «conciencia estrecha», cuya característica es no poder comprender el sentido de la ley sino solo la letra, y la «conciencia farisaica», cuya característica es mostrar un extremo rigor en asuntos de poca importancia y laxitud en asuntos más serios.

  11. La conciencia potencial se caracteriza por una actitud habitual que emerge en el momento en que se vuelve conciencia en acto. Pero así como la conciencia potencial influye en la conciencia en acto, a su vez la conciencia en acto también influye en la potencial, estabilizando una característica o comenzando a realizar cambios en ella.

  12. A este respecto, la Donum veritatis (n. 38) recuerda que: «La conciencia no constituye una facultad independiente e infalible, es un acto de juicio moral que se refiere a una opción responsable. La conciencia recta es una conciencia debidamente iluminada por la fe y por la ley moral objetiva, y supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento del verdadero bien».

  13. Gaudium et spes, n. 16.

  14. Se habla de «conciencia perpleja», cuando uno, por error propio, cree que está atrapado en dos obligaciones contrastantes.

  15. M. Vidal, Manuale di etica teologica. Morale fondamentale, vol. 1, Asís (Pg), Cittadella, 1994, 573 s.

  16. Ibid., 574 s.

  17. Entre sus oraciones más hermosas sobre la conciencia, recordamos la más famosa «Lead, Kindly Light», escrita en 1832: «Guíame, amable luz / guíame a través de la oscuridad que me rodea / la noche es oscura, el hogar está lejos / guíame, amable luz. Tú diriges mis pasos, amable luz / no pido ver muy lejos; solo un paso es suficiente, el primer paso solo / guíame adelante, amable luz. No siempre fue así, no te rogué / para que me guiaras y lideraras / quería ver mi propio camino / ahora tú me guías, amable luz. Quería certezas; olvida esos días / mientras tu amor no me abandone; / hasta que pase la noche, tú me guiarás / seguro hacia ti, amable luz».

  18. J. H. Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk on Occasion of Mr Gladstone’s Recent Expostulation, Londres, BM Pickering, 1875, página 66. Newman tenía la intención de ofrecer — en contraposición a las afirmaciones del primer ministro Gladstone que acusaban a los católicos de ser desleales al Estado — una clara afirmación del papado, pero también, en oposición a las deformaciones ultramontanas, una interpretación del papado, que se entiende correctamente solo cuando se ve junto con el primado de la conciencia, por lo tanto, no opuesto a ella, sino más bien fundado y garantizado en ella.

  19. Al definir la conciencia, el Catecismo de la Iglesia Católica cita al cardenal Newman cuatro veces, en los números 157, 1723, 1776, 1778.

  20. J. Ratzinger, «Elogio della coscienza», en Il sabato, 16 de marzo de 1991 (cf. www.ratzinger.it/modules.php?name=News&file=article&sid=16).

  21. Juan Pablo II dedicó en 1983 una serie de discursos al tema de la conciencia moral, titulada «Libertad de la persona y moralidad del acto humano» (20 de julio de 1983); «La relación entre la ley moral y la libertad» (27 de julio de 1983); «El Espíritu Santo, ley del hombre redimido» (3 de agosto de 1983); «La libertad es un don pero también un imperativo» (10 de agosto de 1983); «La conciencia moral es el lugar del diálogo de Dios con el hombre» (17 de agosto de 1983); «La conciencia moral de la persona crece y madura en la Iglesia» (24 de agosto de 1983); «Cristo, la verdad completa del hombre» (31 de agosto de 1983).

  22. C. M. Martini, Viaggio nel vocabolario dell’etica, Casale Monferrato (Al), Piemme, 1993, 121 s.

  23. S. Tamaro, «Caro Gesù bambino, ti prego riportaci presto il senso del peccato», en il Giornale, 24 de diciembre de 2008, 29.

  24. Gaudium et spes, n. 78.

  25. Christifideles laici, n. 42.

  26. Cf. Mc 12,13-17; Lc 20,20-26; Mt 22,15-22. Para una hermenéutica moral del pasaje, cf. R. Schnackenburg, Il messaggio morale del Nuovo Testamento. Da Gesù alla Chiesa primitiva, vol. 1, Brescia, Paideia, 1989, 166-170.

  27. Gaudium et spes, n. 16.

  28. S. Bastianel, «La carità anima della morale cristiana», en Diaconia della carità nella pastorale della Chiesa locale, Padua, Libr. Gregoriana, 1986, 300.

  29. Al comentar sobre la santidad política que comienza con gobernarse uno mismo, el cardenal Martini habla sobre la importancia de convertirse en hombres ascéticos siguiendo algunas etapas graduales: la renuncia a muchos bienes que impiden tener el corazón libre; el discernimiento de las pasiones, como el amor y el odio, y las simpatías y antipatías que habitan en todo ser humano; el discernimiento de las personalidades que están en nosotros, porque «no pocas veces los comportamientos malos del hombre y del político […], [son causados ​​por] aspectos no armónicos y no bien gestionados, que poco a poco se apoderan de la acción política haciéndola opresiva, centrada en sí misma, en su propio interés, incapaz de ceder el paso» (p. 124); el discernimiento de los valores, distinguiendo entre realidades que permanecen y perduran de aquellas contingentes: construir la justicia y la paz, leyes justas y ayudar a los pobres, deben prevalecer sobre el enriquecimiento o las lógicas del éxito personal. Cf. C. M. Martini, Viaggio nel vocabolario dell’etica, cit., 119 s.

Francesco Occhetta
Se licenció en derecho en la Universidad Estatal de Milán con una tesis en derecho canónico. En 2000 obtuvo el bachillerato en filosofía en el Instituto Filosófico Aloisianum, afiliado a la Pontificia Universidad Gregoriana. En 2001 realizó una especialización en derechos humanos en la facultad de ciencias políticas de la Universidad de Padua. De 2005 a 2007 se especializó en teología moral en la Universidad Comillas de Madrid. En 2010 obtuvo el doctorado en teología moral en la Pontificia Universidad Gregoriana con una tesis sobre los principios éticos en la Constitución italiana. Desde enero de 2011 es periodista profesional. Actualmente enseña en la facultad de Ciencias sociales de la Pontificia Universidad Gregoriana.

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