Arte

La belleza, un camino hacia el absoluto

© steve-johnson / unsplash

Un tema siempre actual

La belleza y su principal modo de expresión, el arte, han constituido siempre un elemento privilegiado en la vida del hombre, incluso en lo que respecta a los problemas más importantes de la existencia. Si bien es cierto que la filosofía, la psicología y la teología han sido los lugares por excelencia para la reflexión sobre el sentido y la dimensión sapiencial de la vida, es la incitación de la belleza la que muestra su presencia. Ella contribuye de manera única y singular a su difusión, es su vía educativa privilegiada, permitiendo hacer elecciones de vida capaces de hacerla «bella».

En efecto, la belleza, como reconoce la tradición filosófica, es «luminosa». Ella atrae, fascina, habla de la vida y al mismo tiempo la comunica; hace que el hombre se sienta «vivo», permitiéndole disfrutarla: «La característica de lo bello, por la cual atrae inmediatamente sobre sí el deseo del alma humana, se funda en su propio ser. En cuanto estructurado según medida, el ente no es solo lo que es, sino que hace aparecer en sí una totalidad en sí misma medida y armónica […]. La belleza no es simplemente la simetría, sino la aparición misma que en ella se basa. Ella tiene la naturaleza de resplandecer. Resplandecer, sin embargo, significa resplandecer sobre algo, como el sol, y por lo tanto aparecer a su vez sobre aquello sobre lo que cae la luz. La belleza tiene el modo de ser de la luz»[1].

Y la luz es, a su vez, un potente símbolo del camino espiritual, del camino hacia la plenitud de la vida. La belleza es capaz de hablar de nosotros mismos, de la vida, de Dios, como nada más, precisamente por su estrecho vínculo entre sensibilidad, imaginación y afecto, fusionando las dimensiones corporales y espirituales del ser. Como observaba Agustín, solo la mirada interior es capaz de captar la proporción armoniosa, típica de la belleza: «Reconoce entonces en qué consiste la suprema armonía: no salgas fuera de ti, vuelve a ti mismo; la verdad habita en el hombre interior y, si encuentras que tu naturaleza es cambiante, trasciende incluso a ti mismo»[2].

La belleza es también un lugar en que confluyen saberes diferentes, como la estética, la filosofía, la Biblia, pero también la psicología, la literatura y la historia. De tal múltiple confrontación, la belleza presenta una dimensión sapiencial y cuestionadora: de hecho, pone en cuestión la mentalidad consumista actual, que ve en la estética sobre todo un gran negocio, o quiere apoderarse de lo bello, reduciéndolo a una técnica, a una cuestión de reglas y esquemas a aplicar. Todo esto termina en su desaparición.

Reflexionar sobre la belleza obliga a enfrentarse con su contraparte, su opuesto, lo feo, y sus parientes cercanos, lo burdo, lo superficial, incluso lo útil y lo rentable, que parecen ocupar un lugar tan relevante desde los últimos dos siglos de la historia cultural de Occidente. Ante todo, advierte sobre sus derivaciones seductoras y obscenas, expresiones de la mentalidad del tener, para retomar el célebre escrito de Erich Fromm[3].

No se vive solo de belleza

Una de las características destacadas por la belleza es su intrínseca conexión con otros valores fundamentales, tales como la bondad, la verdad, y la armonía, que la filosofía ha señalado con el término «trascendentales» del ser. Un vínculo percibido por cada hombre de manera inmediata, hasta el punto de que se tiende a identificar espontáneamente belleza con bondad y verdad. Esta asociación natural es también el origen de errores de evaluación, que pueden tener consecuencias graves para la propia vida.

De hecho, se sabe cuánta eficacia puede tener la belleza entendida en su dimensión seductiva y manipuladora; si se usa con habilidad, puede hechizar y engañar, capturando la imaginación y favoreciendo el consentimiento a propuestas de vida cuestionables: «Es a través de la literatura, la música, el teatro, el cine, la pintura, los murales, y así sucesivamente, que se alcanzan las grandes masas. En el relato – en la novela, en el espectáculo, o en el cuadro y la estatua – no se esboza un concepto: se construye una situación real, y se propone una acción precisa […]. Se hace que una cierta acción suceda como obvia, porque es la única respuesta posible y razonable a un determinado problema […]. Si muchos, si innumerables relatos – a través de los diversos medios técnico-expresivos – coinciden en proponer un clima ético y situaciones tales que solo permiten como obvias soluciones de un tipo determinado, se vuelve fácil hacer entrar en el sentido común de quien es bombardeado por esos mensajes la obviedad, la naturalidad de esas soluciones […]. Un debate sobre el divorcio o la eutanasia, llevado a cabo en un libro de filosofía o de teología moral, presenta primero razones a favor y en contra, y luego concluye a favor o en contra; lleva a reflexionar, a discutir, a comparar. Un relato, en cambio, envuelve las decisiones individuales en la lógica inexorable de su estructura; no hace razonar, al menos directamente, sino que inmediatamente involucra»[4].

El elemento seductivo de la belleza ha sido ampliamente estudiado en el ámbito psicológico en relación con los mecanismos de manipulación y persuasión, pero era bien conocido por los artistas de todas las épocas. Un experimento realizado al respecto mostró la tendencia espontánea a asociar belleza física con cualidades interiores y morales, favoreciendo la confianza y la credibilidad. Un grupo de chicos debía conocer a chicas a través del interfono, sin poder verse; solo disponían de una fotografía retocada a propósito, ya sea para mejorarla o empeorarla: «Todos los hombres que pensaban que estaban hablando con una mujer hermosa también le atribuían muchas otras cualidades: la imaginaban equilibrada, sociable y sobre todo bellísima. Los chicos que pensaban que estaban tratando con una mujer poco atractiva, al contrario, eran mucho menos propensos a creer en otras cualidades. El tipo de fotografía entregada a los chicos influía también en el comportamiento de las mujeres, aunque ellas no podían saber qué fotografía estaba mirando su interlocutor. Algunos observadores que escuchaban la grabación de las conversaciones desde la parte femenina juzgaron más seguras de sí mismas y más seductoras a las mujeres que sabían que eran consideradas atractivas por sus interlocutores. Saber que eran apreciadas por un hombre que estaba mirando una fotografía hermosa (aunque fuera imaginaria) era suficiente para sacar lo mejor de las mujeres que estaban al otro lado del interfono, independientemente de su aspecto físico real»[5].

Existe una especie de circularidad entre la sensación de ser apreciado y la desenvoltura y estima personal, que a su vez refuerza la capacidad de dar lo mejor de uno mismo con menos esfuerzo. Y cuando esto ocurre entre dos personas, es más fácil que entre ellas surja un vínculo afectivo.

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En otro experimento, los investigadores hicieron creer a unos sujetos que resultaban atractivos y a otros que no, y concertaron un encuentro: «Aquellos a los que se les dijo que gustaban a sus interlocutores se comportaron de forma mucho más educada, dieron más información personal y se mostraron más agradables que aquellos a los que se hizo creer que no gustaban en absoluto al otro […]. Rápidamente se creaba un movimiento en espiral en ambas direcciones, hacia arriba, hacia las alturas de la atracción, o hacia abajo, hacia el abismo de la aversión. El “mensaje anónimo” de esta investigación, que había hecho creer a los sujetos que le gustaban o no le gustaban en absoluto a su compañero, había sido el catalizador de una reacción en cadena»[6]. Por eso los chats y los encuentros online son útiles para quienes se sienten feos, inadecuados, torpes, físicamente no lo bastante buenos para ser tenidos en cuenta: «En ciertas interacciones y al menos inicialmente, Internet permite dejar de lado el hábito de confiar en el aspecto físico como principal elemento de atracción interpersonal»[7].

La belleza, o la falta de ella, puede convertirse así en un canal de comunicación o en una pantalla de lo que la persona es en realidad. Por eso se tiende a creer espontáneamente a un interlocutor percibido como bello y resulta más difícil no prestarle atención y confianza, aunque se disponga de información diferente. Se trata de mecanismos bien conocidos por quienes trabajan en el ámbito de la gestión empresarial, la información, la publicidad: una fruta de colores vivos, aunque sean artificiales, un libro con una portada chillona llaman la atención y atraen, haciéndolos también buenos y deseables a nuestros ojos. Desgraciadamente, esto no siempre es cierto; al contrario, el producto puede presentarse como llamativo precisamente para encubrir la falta de otras características esenciales, resultando perjudicial para la salud, tanto física como mental[8].

No es casualidad que «bueno», «agradable» y «deseable» sean los términos empleados en la primera tentación bíblica: el relato muestra las formas fundamentales en que se basaba el engaño. Esta espontaneidad, como en Gn 3, sin disciplina espiritual, sin referencia a las otras «perlas» que componen el collar de la belleza (verdad, bondad, unidad), puede ser peligrosamente engañosa, eventualmente hipnotizante. Se buscaba la bondad y se descubre algo completamente distinto de ella, porque lo que era bello era sólo su apariencia. El pasaje del pecado de David es significativo: fascinado por la belleza de Betsabé, se hace responsable de las acciones más inicuas, convirtiéndose progresivamente en adúltero, mentiroso, traidor, asesino. Sólo el encuentro con el profeta Natán le permitirá abrir los ojos a su verdadera situación (cf. 2 Sam 11-12). La belleza le había hechizado, embrujado, haciéndole incapaz de percibir la gravedad de sus decisiones. En estos relatos se muestra la historia de todos los tiempos, los riesgos y peligros para todo hombre y mujer, advirtiendo contra un enfoque ingenuo de las apariencias.

La literatura, uno de los lugares donde la belleza se encuentra a gusto y es celebrada, no deja de señalar sus posibles amenazas. Lo que el escritor francés Alexandre Dumas señaló en Los tres mosqueteros sobre Milady, pérfida e intrigante, pero extremadamente persuasiva y manipuladora precisamente porque es bella, es una profunda verdad: es el riesgo de la belleza reducida a un ejercicio de poder. Una historia similar se describe en la novela de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray. Para ambos, la belleza, que parece intocada por el tiempo, se convierte, más que en una fortuna, en un motivo de ruina, para uno mismo y para los demás.

Fiódor Dostoievski vuelve a menudo sobre el tema de la belleza, tanto en su poder salvífico como en sus derivas, para mostrar su dimensión profundamente teológica. Pensemos en lo que pone en boca de uno de sus personajes, Dimitri: «La belleza es algo terrible y temible, porque es inefable, y no se puede definir, porque Dios no nos ha dado más que enigmas. Aquí se unen las dos orillas, aquí coexisten todas las contradicciones… Lo temible es que la belleza no sólo es terrible, también es un misterio. Es aquí donde Satanás lucha con Dios, y su campo de batalla es el corazón de los hombres»[9].

Este peligro atraviesa también la dimensión artística de la belleza, reduciéndola a una técnica formal, a un modo de decoración funcional al vivir, pero que ya no capta las sugestiones de apertura al misterio. La espiritualidad y la vida de fe también se ven afectadas, aplanándose en la búsqueda de un bienestar a la medida, una especie de tranquilizante del espíritu, eliminando la tensión hacia la búsqueda gratuita del Misterio que fascina, pero también inquieta y desestabiliza[10].

La Biblia mantiene una relación compleja y polifacética con la belleza, no dudando en mostrar su ambigüedad, que se aleja de la trascendencia para encerrarse en sí misma, convirtiéndose en ídolo. El libro de la Sabiduría advierte contra este peligro de la búsqueda exclusiva de la belleza, sin asociarla a su Creador, como ha sucedido a tantos (cf. Sab 13,1-3). Es precisamente la belleza, señala el autor, la que ha seducido a muchos, llevándolos a la idolatría y la manipulación (cf. Sab 14,18-20, tema que también se aborda en el famoso Breve relato sobre el Anticristo de Vladimir Soloviov).

El Antiguo Testamento advierte contra las apariencias sensibles, que pueden enmascarar la ilusión y el engaño: «No alabes a un hombre por su buena presencia ni desprecies a nadie por su aspecto» (Eclo 11,2). Este peligro es igual de real para las mujeres, a las que siempre se ha asociado con la belleza. Los pasajes bíblicos, sobre todo de los libros sapienciales, son muy numerosos a este respecto: «Engañoso es el encanto y vana la hermosura: la mujer que teme al Señor merece ser alabada» (Prov 31,30); «muchos se extraviaron por la belleza de una mujer, y por su causa el deseo arde como fuego» (Eclo 9,8); «Anillo de oro en la trompa de un cerdo es la mujer hermosa pero falta de juicio» (Prov 11,22).

Absolutizar la belleza, sin captar su esencial referencia simbólica a Otro que uno mismo, puede convertirse en motivo de perdición, pero sobre todo no da cuenta de su auténtica característica. El Absoluto sigue siendo el compañero inseparable de la belleza; su dimensión cognoscitiva consiste en mostrar la luz multicolor del ser, superando la superficialidad de las primeras impresiones y permitiendo una relación respetuosa con el Otro, especialmente en la educación y la evaluación, para no hacer preferencias que, además de falsas, pueden resultar destructivas con el paso del tiempo: «Peligrosa, pero inevitablemente, la belleza no agota su efecto en la atracción interpersonal, sino que pasa a influir en el juicio que hacemos de los demás incluso en los aspectos más impensables: un niño atractivo puede ser juzgado más inteligente que un niño poco atractivo, un trabajador atractivo puede ser juzgado más capaz que un trabajador poco atractivo, un acusado atractivo puede ser juzgado menos culpable que un acusado poco atractivo, un político atractivo puede ser más votado que un político poco atractivo»[11].

El poder y el peligro de la belleza refutan radicalmente la concepción racionalista de la vida. No son los razonamientos ni los conceptos, sino la concreción de los encuentros, las relaciones, el elemento emocional y las primeras impresiones lo que desempeña un papel fundamental en la mayoría de las decisiones, la mayoría de las veces sin darnos cuenta.

Una belleza multidimensional

La auténtica belleza es ante todo discreta: se muestra, pero al mismo tiempo se oculta, no se impone, no es egocéntrica, sino que, como se ha señalado, remite a otros aspectos igualmente esenciales de la vida, como la bondad, la verdad, la integridad, el amor, no por casualidad estrechamente asociados a la imagen de la luz. Pero la belleza, sobre todo, remite a su Autor, invisible, pero presente en ella, el Artista que sabe hacer bellas todas las cosas. Es la circularidad propia de la belleza; habla de lo invisible, de lo no dicho, nos introduce en un horizonte mayor, no a escala humana: «La belleza bien puede percibirse como el resplandor de algo de otro mundo, y sin embargo está presente en lo visible. Que en realidad es otra cosa, un ser de otro orden, se desprende de la manera en que se manifiesta. Aparece de repente y, con la misma brusquedad y sin pasos intermedios, desaparece inmediatamente […]. Lo bello no se restringe al campo de lo visible, es el modo de aparición de lo bueno en general, es decir, del ente tal como debe ser. La luz en la que se articula no sólo el ámbito de lo visible, sino también el de lo inteligible, no es la luz del sol, sino la luz del espíritu»[12].

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Al estudiar la belleza, pronto nos encontramos también con sus dimensiones cognitiva y ética. Un cuento, una novela, cuando despliegan cualidades artísticas, pueden retratar eficazmente el espíritu de la época, mucho más que los tratados precisos y voluminosos, porque los valores, los problemas y la cultura de una época se captan verdaderamente cuando uno los ve en acción: «con Los Buddenbrook, Thomas Mann nos ayuda a comprender el ethos, el mundo de valores de la alta burguesía mercantil alemana del siglo pasado, más que Max Weber; Gonciarov, con su Oblomov, nos hace penetrar en una determinada manera de concebir la vida de la aristocracia rusa del siglo XIX, más que los filósofos-ideólogos de su época»[13]. Del mismo modo, los acontecimientos y los personajes de una narración tienen siempre una implicación moral y una concepción de la vida. Piénsese en la novela Los novios, de Alssandro Manzoni: don Rodrigo, don Abbondio, fray Cristóforo, el Innominado y el cardenal Federigo saben encarnar los vicios y las virtudes, simbolizados por su persona, de un modo extremadamente vivo e impresionante. Se hacen comprensibles y afectivamente relevantes como ningún tratado o ensayo moral italiano podría hacerlo. El tema mismo del vicio se identifica en su dimensión más profunda cuando sale de la pluma y los colores de un gran artista.

Una belleza accesible a todos y siempre esquiva

«La belleza salvará al mundo»[14]. Esta célebre frase de Dostoievski es comentada por Nikolai Berdjaev de la siguiente manera: «Transfigurar y regenerar verdaderamente la naturaleza humana es alcanzar la belleza, que es también la bondad ontológica. En efecto, cuando la bondad se realiza verdaderamente, sin limitarse a un legalismo simbólico, se identifica con la belleza. El fin supremo es la belleza de la criatura y no el bien, que conserva la huella de la ley a pesar de todo. La belleza salvará al mundo; pues la transfiguración del cosmos, el paraíso, el reino de Dios, representa su cumplimiento»[15].

Esta entrada en una dimensión mayor, no a escala humana, puede tener a su vez repercusiones considerables en la posible relación con Dios: no es casualidad que haya encontrado precisamente en la belleza artística, en sus diversas modalidades (pintura, escultura, arquitectura, música, literatura), uno de los lugares privilegiados de su manifestación. En cada uno de ellos, lo divino se asocia a una plenitud del ser que todo hombre anhela en lo más íntimo y hacia la que siente nostalgia y atracción.

Es significativo que estas características «divinas» sean reconocidas incluso por quienes no se profesan religiosos, ni siquiera creyentes. Es el carácter «democrático» de la belleza: de hecho, todo el mundo puede acceder a ella, dejarse tocar, fascinar por ella, independientemente de la edad, la clase social, económica o cultural, porque tiene que ver esencialmente con la sensibilidad, la imaginación y los afectos. El hombre no es la medida de esta «lógica»; en cuanto a la vida, el tiempo y la imaginación creadora, está habitado por una belleza compartida, pero nunca poseído: «La belleza elude a sus amantes: al poeta, porque permanece en el mundo de su fantasía; a Don Juan, porque – reducida a la muy concreta y pasajera figura a poseer – nunca satisface; al seductor, porque – interiorizada y reflejada en los ardides de la seducción – nunca es captada en la gratuidad de su entrega. Y, sin embargo, es precisamente así que el momento estético presta su servicio a la verdad: la infelicidad del poeta, la angustia del hedonista y el fracaso del seductor constituyen esa experiencia del límite que denuncia el límite de toda experiencia puramente estética y empuja hacia el más allá de las esferas ética y religiosa»[16].

Si la belleza no es un mero extra opcional, un lujo superfluo, sino una característica esencial del ser, ocuparse de ella no es un mero ejercicio académico o circunstancial, sino una cuestión de vida o muerte: es indispensable para una vida digna de tal nombre.

La dimensión paradójica y salvífica de la belleza

En todo el espectro de la experiencia humana, pocas cosas ejercen tanta fascinación y poder universales como la belleza. Durante milenios, poetas, filósofos, artistas y teólogos han investigado el significado y la importancia de la belleza en nuestras vidas. Pero quizá uno de los enfoques más fascinantes sea considerar la belleza como una forma privilegiada de acercarse a Dios.

Dostoievski, en la famosa frase citada más arriba, alude al tema, clásico en la teología cristiana, de la cruz, de una belleza que se presenta sub contraria specie; se muestra precisamente en aquello que parecería aniquilarla, y la toma dentro de sí, redimiéndola: «Es extraordinario que quien vence definitivamente el mal, el dolor, la destrucción, es el Dios impotente, tan impotente como para sufrir él mismo el mal, el sufrimiento, la muerte. Es extraordinario que para mostrar su omnipotencia, la divinidad elija un camino tan indirecto y tortuoso como su impotencia»[17].

El gesto más misterioso que puede realizar un hombre, el cambio radical de su vida, nace de la experiencia de una belleza que no desdeña la miseria y el sufrimiento, y que llega a su lugar de encuentro precisamente en la cruz y en los gestos espléndidos y a la vez humildes de la liturgia. Paradójicamente, ejercen su atracción sobre todo hacia quienes se consideran «lejos» de Dios. Esta es la observación asombrada con la que André Frossard concluye el relato de su conversión: «Sólo una cosa me sorprendió: la Eucaristía; no es que me pareciera increíble: pero me asombró que la caridad divina hubiera encontrado este método inédito de comunicarse y, sobre todo, que hubiera elegido, para hacerlo, el pan, que es el alimento de los pobres y el alimento preferido de los niños. De todos los dones que el cristianismo me había prodigado, era ciertamente el más hermoso»[18].

Como el bien, con el que está estrechamente relacionado, lo bello es diffusivum sui, desea comunicarse a todos. Tiene en sí misma un carácter vocacional: como la luz que de repente nos golpea y sorprende, es siempre ella la que toma la iniciativa, la que se presenta al hombre, la que lo atrae hacia sí, transformándolo del modo más discreto y al mismo tiempo profundo, como la conversión.

La propia propuesta cristiana, si quiere ser auténtica y creíble, está continuamente invitada a recorrer la via pulchritudinis. En el contexto de la nueva evangelización, repetidamente recordada por Juan Pablo II y Benedicto XVI, esta vía se presenta como particularmente urgente, en un contexto en el que la belleza parece desaparecer, apagando la vida.

En efecto, la belleza sigue siendo la ventana privilegiada de la vida y del Absoluto, y recuerda al hombre de todos los tiempos que la plenitud que anhela no es una ilusión, sino su deseo más verdadero y profundo, el de encontrarse con su Creador: «Una función esencial de la verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una saludable “sacudida”, que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo “despierta” y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoievski que voy a citar es sin duda atrevida y paradójica, pero invita a reflexionar: “La humanidad puede vivir —dice— sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”. […] La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia»[19].

  1. H. G. Gadamer, Verità e metodo, Milán, Bompiani, 1983, 549 s.

  2. Agustín de Hipona, s., De vera religione, 39, 72.

  3. Cf. E. Fromm, Avere o essere?, Milán, Mondadori, 1977.

  4. A. Bausola, «Prolusione», en AA. VV., L’uomo di fronte all’arte: valori estetici e valori etico-religiosi, Milán, Vita e Pensiero, 1986, 9.

  5. P. Wallace, La psicologia di Internet, Milán, Raffaello Cortina, 2000, 191 s; cf. M. Snyder – E. D. Tanke – E. Berscheid, «Social perception and interpersonal behavior: On the self-fulfilling nature of social stereotypes», en Journal of Personality and Social Psychology 35 (1977) 656-666.

  6. Ibid., 193; cf. R. Curtis – K. Miller, «Believing another likes or dislikes you: Behaviors making the beliefs come true», en Journal of Personality and Social Psychology 51 (1986) 184-190.

  7. Ibid.

  8. Cf. A. Oliverio Ferraris, Chi manipola la tua mente? Vecchi e nuovi persuasori: riconoscerli per difendersi, Florencia, Giunti, 2016.

  9. F. Dostoevskij, I fratelli Karamazov, en Id., Romanzi e taccuini, vol. V, Florencia, Sansoni, 1961, 174.

  10. «La belleza está de moda. Mientras tanto, la estética es más bien sinónimo de mobiliario y cosmética. En la coyuntura civilizada actual, la estetización posmoderna de la experiencia, que lo concibe todo como un juego superficial de emociones, se combina de forma bastante ambigua con el renacimiento del interés por la dimensión estética de la espiritualidad. El fenómeno está plagado de malentendidos: el propio lenguaje religioso a veces no es inmune» (P. Sequeri, «Lumen sensibus: la serietà teologale dell’estetico», en N. Valentini [ed.], Cristianesimo e bellezza. Tra Oriente e Occidente, Milán, Paoline, 2002, 98).

  11. M. Costa – L. Corazza, Psicologia della bellezza, Florencia, Giunti, 2006, X.

  12. H. -G. Gadamer, Verità e metodo, cit., 549 s.

  13. A. Bausola, «Prolusione», cit., 11.

  14. F. Dostoevskij, L’idiota, en Id., Romanzi e taccuini, vol. II, Florencia, Sansoni, 1958, 470.

  15. N. A. Berdjaev, De la destination de l’homme. Éssai d’éthique paradoxale, París, Je sers, 1924, 318.

  16. B. Forte, La porta della bellezza. Per un’estetica teologica, Brescia, Morcelliana, 1999, 46.

  17. L. Pareyson, Ontologia della libertà. Il male e la sofferenza, Turín, Einaudi, 1995, 203.

  18. A. Frossard, Dio esiste. Io l’ho incontrato, Turín, SEI, 1969, 148.

  19. Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con los artistas, 21 de noviembre de 2009.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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