Biblia

«Mi padre era un extranjero»

La enseñanza bíblica sobre los inmigrantes

Cruce del Mar Rojo, Cornelis de Wael (h. 1630-1635)

El sabio Qohelet decía: «No hay nada nuevo bajo el sol. ¿Hay acaso algo de lo que se pueda decir: “Mira, esto es una novedad”? Esto ya ocurrió en los siglos que nos precedieron» (Qo 1,9-10). Sin embargo, todos nosotros inevitablemente olvidamos lo que sucedió tiempo atrás, y por eso ciertos fenómenos nos parecen inusuales, excepcionales, sin comparación; en su supuesta anormalidad, se convierten en fuente de angustiosa preocupación. Entre estos eventos sorprendentes e inquietantes podemos incluir las oleadas migratorias que, desde África, el Cercano Oriente y Europa Oriental, se están volcando en estos años, como una marea imparable, hacia territorios de esperanza, hacia lo que nosotros, europeos, consideramos «nuestra» tierra.

Ahora bien, al observar detenidamente, no hay casi ninguna región o nación que en su historia no haya visto llegar, a veces desde muy lejos, caravanas o grupos étnicos enteros con la intención de establecerse en tierras extranjeras, consideradas oasis favorables. «Nuestra» Europa, en particular, es el resultado de un proceso milenario de invasiones, éxodos de poblaciones y mezclas; a su vez, ha producido grandes flujos migratorios hacia otros continentes, especialmente hacia las Américas y Australia, pero también hacia África y, en parte, hacia Asia. Quienes partían estaban convencidos de honrar el derecho de toda persona a la supervivencia y al bienestar, y en ciertos casos se enorgullecían de contribuir con su trabajo y su cultura al progreso civil de la humanidad. Es necesario, por tanto, tener en cuenta la historia, incluso la más remota, con su aporte de sabiduría, para interpretar correctamente la particularidad, considerada dramática, del momento presente.

El olvido del pasado es un factor de insensatez. Así nos lo dice la Escritura, desde el comienzo de la historia de Israel. La familia de Jacob, compuesta por unas setenta personas (Dt 10,22), para escapar de una carestía persistente, se trasladó a la tierra de Egipto; allí encontró prosperidad, y promovió además la riqueza económica del país anfitrión (Gn 46,31-34; 47,1-10). Pero «asumió el poder en Egipto un nuevo rey, que no había conocido a José» (Ex 1,8). Con el paso de los años se perdió la memoria de aquel inmigrante que había enriquecido a todos con su especial sabiduría. Del olvido surgen sentimientos inadecuados y acciones vergonzosas.

Los egipcios perciben la presencia vital de los hebreos como una amenaza; quien había recibido el estatus sagrado de huésped (hospes) se transforma en enemigo (hostis). El temor de ser superados tiene alguna justificación, debido al número creciente de aquellos que continúan siendo definidos como extranjeros y, por lo tanto, peligrosos; sin embargo, cuando no se controla, el miedo se convierte en un mal consejero. Dado que la autoridad política considera siempre que es sabio y es un deber usar todos los medios para proteger el interés primario de los ciudadanos, el faraón sugiere «tomar medidas sabias» que impidan la proliferación del supuesto adversario (Ex 1,10).

Sabemos que, en la historia de los hebreos, tal directriz operativa tomó la forma de normas que imponían a los inmigrantes condiciones crecientes de servidumbre, con maltratos y humillaciones, hasta la eliminación física de la vida naciente (Ex 1,11-22). El río de Egipto se convirtió entonces en la tumba de los recién nacidos hebreos, como el Mediterráneo se ha «convertido en un inmenso cementerio»[1] para miles de refugiados, entre ellos muchos niños[2].

La Biblia es un vehículo de memoria: con sus relatos nos hace recordar cómo procesos de miedo inmotivado determinan actos que se presentan oficialmente como medidas necesarias para la protección de los ciudadanos, pero que en realidad son disposiciones insensatas e inhumanas. El aporte de la palabra de Dios es sumamente valioso, porque nos pide identificarnos espiritualmente con el pueblo judío, posicionándonos así del lado de los sin tierra; cada lector de la Escritura está invitado a decir: «Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y se refugió allí con unos pocos hombres» (Dt 26,5).

La Biblia nos pide hacer memoria, asumiendo espiritualmente el estatus del inmigrante, porque en él se entrega un misterio de gracia y un camino de sabia justicia. Intentemos demostrarlo dejándonos guiar por las páginas bíblicas.

Nuestro origen como migrantes

Israel cuenta su historia como pueblo «diferente». No lo hace para presumir, ya que sabe que es pequeño y pecador (Dt 7,7; 9,6). No pretende simplemente reivindicar su derecho a existir, y tampoco solo promulgar idealmente la necesidad moral de respetar todas las minorías en cuanto portadoras de valores únicos. Israel narra su historia como pueblo especial para testimoniar la verdad revelada por su Dios, para dar a conocer a todos cómo el bien surge de la acogida del diferente, del extranjero, del otro que no se parece a mí, no habla mi lengua, no practica mis costumbres, no venera a mi divinidad.

A la visión estática de Gn 10, donde cada grupo étnico está confinado en su propio territorio, la Biblia superpone una perspectiva dinámica y relacional, porque esta es la auténtica vía de la concordia universal. Y en oposición radical a la imagen imperialista de Babel – desmentida en su proyecto unificador por su clamoroso fracaso (Gn 11) – se presenta la figura de Abraham, que atraviesa las fronteras para hacer de su diversidad el fermento de una bendición universal.

Abraham es puesto en movimiento por el Señor, quien le dice: «Deja tu tierra natal […] y ve al país que yo te mostraré» (Gn 12,1). Es cierto que la migración había comenzado con su padre Teraj (Gn 11,31), pero este proceso se convierte en «vocación» solo cuando es asumido personalmente por el padre en la fe como una decisión de bien. Cabe señalar que Abraham no deja Mesopotamia por dificultades económicas: se indica, de hecho, que era rico en ganado y oro (Gn 13,2). Tampoco se menciona que sufriera vejaciones o amenazas en su país de origen; por lo tanto, no es un refugiado que huye de zonas de guerra. Y no abandona su patria para alejarse de la idolatría, dado que la tierra hacia la que se dirige está habitada por los cananeos (Gn 12,6), seguidores de divinidades que no eran el Señor a quien él obedecía.

Abraham es presentado como la figura ejemplar del migrante puro, en la cual todos los migrantes pueden reconocerse más allá de sus motivaciones específicas; y es una figura no de miseria, sino de elección y bendición, de manera que todos se sientan impulsados a acogerlo: «Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te maldiga, y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 12,2-3). El destino del mundo, según la Biblia, depende de la figura de este migrante, Abraham, que acepta renunciar al título de ciudadano y consiente en arriesgar su vida asumiendo el estatus de inmigrante. Con él el Señor hace una alianza (Gn 15,7-20; 17,1-8); con él, el Señor de hecho se identifica, para llevar, por medio de Abraham, vida a la multitud de las naciones.

Los patriarcas son descritos como pastores en constante búsqueda de pastos, sujetos por lo tanto a repetidas transhumancias. No son «nómadas», sino forasteros que se establecen, donde y como pueden, en un país extranjero (Canaán, Aram, Egipto) en calidad de inmigrantes. Así se presenta el origen de Israel, desde Abraham, Isaac y Jacob hasta sus descendientes, que durante cuatrocientos treinta años vivieron en Egipto (Ex 12,40). Es más, según el libro de Levítico, incluso cuando el pueblo de Dios tomó posesión de la tierra de Canaán, el Señor los llamó a concebirse como «huéspedes» en una tierra que Dios reivindicaba como su propiedad: los israelitas eran, de hecho, «inmigrantes y arrendatarios» ante él (Lv 25,23). Por ello, David decía, repitiendo una fórmula de la tradición orante de Israel (Sal 39,13; 119,19): «Somos inmigrantes delante de ti y arrendatarios, como todos nuestros padres» (1 Cr 29,15).

Quien recibe el patrimonio espiritual de Israel, quien injerta su existencia en el tronco de esta tradición de fe (Rm 11,17), se convierte, por vocación, en un inmigrante que se ofrece, con total mansedumbre, a la acogida ajena. Se presenta como extranjero tocando una puerta, pidiendo un espacio en una tierra donde otros ya residen, solicitando sin exigir, esperando que su anfitrión manifieste compasión humana, dejándole un poco de espacio, junto, o mejor, «en medio» de los ciudadanos. Es Dios quien suscita esta figura. El inmigrante que se establece dentro de las puertas de la ciudad, a veces incluso dentro de la casa donde presta servicio, es un enviado del Señor que trae paz a todos (Mt 10,5-15; Lc 10,1-12).

Probablemente alguien dirá que en la antigüedad todo esto resultaba fácil, porque la hospitalidad era una práctica habitual, reconocida universalmente como un deber sagrado, fruto también de esa solidaridad espontánea que nace cuando todos perciben las mismas necesidades. Sin embargo, la Biblia desmiente esta supuesta condición idílica respecto al forastero. El relato de los orígenes de Israel dice que los patriarcas fueron repetidamente molestados: los reyes locales tomaban a sus mujeres (Gn 12,11-20; 26,1-14); los residentes se apropiaban de sus pozos, expulsando a los inmigrantes que los habían cavado (Gn 21,25; 26,15-25); y quien entraba en una ciudad, como la de Sodoma, debía sufrir el ultraje infamante de la sumisión violenta.

Sodoma y Gomorra son el emblema de las ciudades cananeas «malditas» precisamente porque ejercieron la opresión en lugar de la hospitalidad; pero el mismo crimen fue perpetrado también por los moabitas y los amonitas (Dt 23,4-7), e incluso por los israelitas contra hermanos provenientes de otra tribu (Jue 19,11-30). Un sufrimiento aún más agudo fue experimentado por los judíos inmigrantes en Egipto (Sab 19,13-16), y dolorosa fue la condición de los hijos de Abraham en la diáspora del exilio (como se narra en los libros de Daniel, Ester y Tobías). Esta historia, antes llamada «historia sagrada», nos es confiada para recordar el drama de las innumerables migraciones de los pueblos, y para poner delante de nuestros ojos la experiencia dolorosa de quienes no son acogidos.

Cada época, hasta el fin de los días, será juzgada por su real capacidad de hospitalidad. Esta no es una práctica obvia o consolidada: es la expresión de una conciencia ética personal, es el fruto de decisiones libres y valientes. La divina Escritura ayuda a asumirlas, haciendo madurar la conciencia de que todos nosotros somos «como los demás», extranjeros e inmigrantes, y por lo tanto podemos entender y amar a quienes vienen a nosotros. Conocemos el precepto bíblico: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18; Mt 22,39), y quizás no sabemos que también existe el mandato de amar al extranjero que desea residir en nuestra tierra: «El Señor vuestro Dios […] ama al inmigrante y le da pan y vestido. Amad, pues, al inmigrante, porque también vosotros fuisteis inmigrantes en Egipto» (Dt 10,17-19).

El amor del israelita creyente por el extranjero es una imitación de los sentimientos de Dios, y por ello debe traducirse en gestos similares a los del Señor (Sal 146,9). Esta temática se expresa incisivamente en el capítulo 19 de Levítico, unos versículos después del pasaje que prescribe el amor por el «hijo de tu pueblo» (Lv 19,18): «Cuando un extranjero resida contigo en tu tierra, no lo molestarás. El será para ustedes como uno de sus compatriotas y lo amarás como a ti mismo, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto» (Lv 19,33-34). La distinción entre ciudadano y extranjero no se abole, sino que se destaca para valorar la calidad del amor que hace al otro semejante a mí, en el acto mismo de la acogida benevolente.

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Abraham fue llamado a asumir emblemáticamente la figura del extranjero para significar que Dios constantemente se presenta a los hombres bajo esta apariencia. Abraham es el inmigrante que representa al Señor que demanda ser acogido para traer salvación; si es rechazado, se produce la desolación y la muerte. El Nuevo Testamento continuará en esta línea: en el Evangelio de Mateo, en particular, se nos dice que Jesús se identifica con el extranjero, acogido o rechazado (Mt 25,35.43), y de esta alternativa surge la bendición (Mt 25,34) o la maldición eterna (Mt 25,41).

Por otra parte, Abraham, precisamente porque creyó en el Señor y aceptó ser un hombre sin tierra, desarrolló un corazón capaz de acoger al viajero que pasaba cerca de él. Mientras la ciudad de Sodoma ofendía a quienes buscaban refugio (Gn 19,1-11), la tienda de Abraham se abría para recibir, como un regalo, la presencia de algunos extranjeros (Gn 18,1-8); estos misteriosos personajes serían vistos como «ángeles» (Gn 19,1; Hb 13,2), una representación del divino que visita a los hombres, trayendo una fecundidad impensable a la casa acogedora (Gn 18,9-14) y desatando la catástrofe sobre la ciudad inhóspita (Gn 19,15-29).

La Biblia dice, por lo tanto, que el corazón producirá gestos de compasión en la medida en que conserve la memoria de su propio origen y sufrimiento. Quien, en el rostro doliente y deseoso del inmigrante, reconoce la imagen de su propia historia, se convierte en hermano de todo extranjero. «No oprimirás al extranjero: vosotros conocéis el alma del extranjero, porque fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto» (Ex 23,9). A partir de esta experiencia fundadora, que cada generación debe hacer suya espiritualmente, se puede desplegar una normativa concreta para favorecer al extranjero que, por diversas razones, viene a habitar, al menos por algún tiempo, en un país ajeno.

La sabiduría amorosa de Dios primero hizo experimentar la migración y luego dispuso en la Ley una serie de útiles provisiones a favor de los extranjeros. Esta normativa bíblica está ligada a las condiciones socioeconómicas de los tiempos antiguos; sin embargo, todavía hoy puede sugerir perspectivas e iniciativas de debido respeto para los migrantes. No basta una manifestación espontánea de simpatía: quien quiera ser fiel al mensaje bíblico está llamado a obedecer el mandamiento, interpretando de manera creativa los elementos ofrecidos por la colección legal de Israel, para darle así pleno «cumplimiento» (Mt 5,17-19).

Las disposiciones a favor de los inmigrantes

Aunque el antiguo Israel no se enfrentó a masas de inmigrantes comparables a las de hoy en día, es importante notar que la problemática de los migrantes siempre resultó difícil debido a la proporción entre la escasa población residente y los grupos, a menudo numerosos, de extranjeros que, especialmente por razones de dificultades económicas, venían a instalarse en las ciudades y pueblos de los judíos. No tenemos obviamente estadísticas: solo podemos imaginar la relevancia de la cuestión a partir de la cantidad y variedad de preceptos que la Ley de Israel nos ha legado respecto al cuidado del inmigrante.

Cada Código[3] inculca la necesidad de una máxima disponibilidad hacia los extranjeros, invitando a adoptar el espíritu de acogida que los preceptos individuales sugieren. Este espíritu de amor se concreta en disposiciones que no prevén sanciones públicas por su incumplimiento; Dios es el único garante, porque es el único que conoce las condiciones de cada israelita y el único que puede derramar su bendición sobre quien actúa libremente según su voluntad.

Agrupamos en tres categorías principales los numerosos preceptos que conciernen a los extranjeros; sin ninguna pretensión de exhaustividad en el tratamiento, destacamos las intenciones de sentido que los legisladores antiguos pretendían favorecer con sus normas.

Compartir en el ámbito económico

En los códigos del Antiguo Testamento, el inmigrante se incluye sistemáticamente entre las categorías económicamente desfavorecidas; se coloca así junto a la viuda y el huérfano (que representan a quienes carecen de sustento y protección), y se asocia al levita (el funcionario del culto que, al no poseer tierras, vivía del subsidio proporcionado por los fieles) (Dt 16,11.14; 24,11-14; 26,12, etc.). Al incluir al extranjero en la lista de los indigentes, entre los cuales claramente hay miembros del pueblo judío, el legislador pone en el mismo plano a todos los pobres, considerándolos portadores de un mismo derecho subjetivo: el extranjero, en cuanto necesitado, es como uno de casa, el forastero por origen o costumbres debe ser considerado como tu hermano porque es pobre.

Es significativo observar que la ley de Israel no recomienda la limosna, práctica tradicional en el mundo antiguo y no ausente en la costumbre judía y cristiana (cf. Sal 112,9; Sir 3,30; 29,12; Tb 12,9; Mt 6,1-4; Rm 15,26; 1 Cor 16,1-5; 1 Pd 4,8). Frente a una urgencia, es obvio que se espere un gesto inmediato de socorro (Pr 3,28); sin embargo, la Tôrah pide que la compasión hacia los pobres tome formas menos ocasionales y, sobre todo, salvaguarde la dignidad de quien se encuentra en necesidad.

La Escritura invita a proveer a la dificultad del indigente mediante la institución del préstamo. Esto puede parecer menos perfecto que la donación sin devolución. Sin embargo, en Israel, incluso el préstamo es un acto gratuito, ya que el prestamista arriesga sus bienes sin obtener beneficios, dado que renuncia a cobrar intereses, considerados de hecho como usura (Ex 22,24; Lv 25,35-38; Dt 23,20-21; Ez 18,8.13.17; 22,12; Pr 28,8). Además, mediante el préstamo se da crédito al prójimo en su capacidad y voluntad de devolver; se le trata así como una persona responsable, estimando su capacidad de sabiduría, laboriosidad y honestidad, y, por tanto, en condiciones de aprovechar el don recibido. Finalmente, mediante el préstamo se completa el ciclo del don, porque incluso el pobre, que ha recibido el préstamo, podrá, con el favor divino, algún día devolver lo que ha recibido, reconociendo, en el acto mismo de devolver, el beneficio del que ha sido objeto.

Si la Ley permite exigir al deudor un «empeño» como garantía de la devolución del préstamo, el prestamista debe respetar al indigente: no se permite entrar en la casa del pobre, como si se realizara un embargo, sino que se debe esperar la entrega fuera de la puerta (Dt 24,10-11). El manto dado como prenda (signo de extrema necesidad) debe ser devuelto al atardecer, porque es la cubierta de los pobres (Ex 22,25-26; Dt 24,12-13); y no está permitido embargar las piedras del molino doméstico, porque «sería como embargar la vida» (Dt 24,6).

A la generosidad en el préstamo, a la que la Ley exhorta (Dt 15,10-11), se añade la generosidad en la condonación de la deuda. La insolvencia obligaba no raramente a una persona a la servidumbre propia o de sus hijos; la repetición de esta dolorosa experiencia llevó al legislador a introducir una norma que prevé periódicamente la remisión de toda deuda: cada siete años, el prestamista dejará caer su derecho (Dt 15,1-3), para que la pobreza sea erradicada y la bendición de Dios alcance a todos (Dt 15,4-6).

Otras disposiciones de la Tôrah solicitan poner una parte de los recursos económicos a disposición de los pobres, y en particular de los inmigrantes. Los ingresos de los campos son, para el antiguo Israel, la primera y más fundamental forma de riqueza, interpretada como símbolo de todo lo que se «recoge» como fruto del propio trabajo y de la bendición divina. La Ley pide que estos ingresos no sean totalmente acaparados por el propietario de los terrenos, sino que una parte se deje, casi como si fuera olvidada, en el campo mismo, y por tanto se ponga a disposición de los necesitados y los inmigrantes.

Cuando coseches, dice el precepto bíblico, no te preocupes de tomar todo, y no regreses a espigar; lo mismo se aplica para la recolección de olivas y para la vendimia (Dt 24,19-22; Lv 19,9-10; 23,22). Se trata, para quien sabe leer e interpretar, de una norma de extraordinario valor simbólico. Tomada al pie de la letra, la prescripción puede parecer mezquina y ofensiva para el pobre (casi como si fuera un animal al que se le dejan los restos de la comida del rico), pero, correctamente interpretada, significa que la bendición que Dios ha otorgado al propietario debe recaer, sin condescendencia y con total discreción, también sobre los pobres.

El libro del Deuteronomio, el más sensible al estatus del inmigrante, va más allá de la disciplina de la compartición en el momento de la cosecha: imagina que el propietario tiene ahora en su casa, en sus almacenes, el fruto de la tierra y de su trabajo; sobre este bien, que es suyo, el legislador, en nombre del Dios de los pobres, interviene para abrir sucesivas vías de donación.

La ley de las primicias (Dt 26,1-11) dice que los primeros frutos de la tierra deben ser puestos en una cesta y llevados al sacerdote, para ser distribuidos al levita y al extranjero (v. 11). Solo si se comprende el valor otorgado a las primicias se puede entender cuán importante y valiente es esta norma: se pide al heredero de la promesa que done al extranjero los mejores productos de su terreno, los cuales, en el momento en que se recogen y distribuyen, son los únicos disponibles, ya que alguna desgracia podría destruir la siguiente cosecha. El pobre inmigrante no es, por tanto, aquel que debe contentarse con los restos dejados en los campos: él es «servido» con las delicias que dan alegría y esperanza a los mismos propietarios.

Además, está la ley del diezmo, que implica una deducción sistemática de los ingresos, dado que una parte significativa de todo lo que se obtiene debe destinarse a los pobres. Cada tres años se recoge un diezmo especial destinado al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda (Dt 14,28-29 y 26,12-13; cf. también Tb 1,8).

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No sabemos con certeza cómo funcionaba concretamente este sistema de recolección de bienes y redistribución de la riqueza; en particular, no sabemos si su cumplimiento era obligatorio y, por lo tanto, exigible por la autoridad competente. Sin embargo, es seguro que el judío considera «cosa sagrada» lo que pertenece a los pobres (Dt 26,13) y se consideraría gravemente culpable si no obedeciera a esta ley divina. Las modernas reglas de tributación de la riqueza, destinadas a proporcionar los servicios públicos necesarios y a satisfacer las necesidades de quienes carecen de ingresos, corresponden a la intención del legislador bíblico. No obstante, queda un amplio margen para la libre y valiente iniciativa de los operadores sociales, quienes, ante el clamor de los pobres, están llamados a compartir su patrimonio con un espíritu de generosa confianza.

Estas reglas tienen una matriz religiosa, tanto por las motivaciones que las inspiran como por el contexto en el que se insertan; presuponen la fe en Dios y en su providencia. El legislador bíblico añade entonces un vínculo explícito entre el mundo religioso y el de la solidaridad, haciendo que converjan en el santuario y convirtiendo la celebración litúrgica en una ocasión propicia para ayudar a los pobres.

El santuario, como se sabe, era el lugar donde los creyentes antiguos se reunían para agradecer a Dios y suplicarle; la expresión concreta de esta oración se realizaba mediante ofrendas y sacrificios, muchos de los cuales servían para alimentar a los sacerdotes y a los encargados del culto, pero también a los numerosos indigentes que frecuentaban los lugares sagrados (Dt 12,12). El templo era así el centro de la celebración de la vida, no solo en sentido espiritual; de hecho, especialmente en las grandes fiestas agrícolas, en el espacio sagrado se distribuían gratuitamente pan, carne, vino y bebidas embriagantes. La alegría por la comunión con el Señor y por su bendición era compartida por toda la comunidad, con la presencia explícita del inmigrante (Dt 16,11.14): el oferente, con su familia, se convertía así en padre de los pobres y hermano del extranjero.

La tutela jurídica

Las medidas económicas a favor del extranjero, particularmente sugestivas, están articuladas en la Ley bíblica con otras normativas importantes que garantizan los derechos del inmigrante en diversos aspectos de su vida y en diferentes necesidades personales. En este ámbito, el inmigrante es equiparado al ciudadano: «No habrá para ustedes más que una ley, válida tanto para el extranjero como para el nativo» (Lv 24,22). Dos son los sectores que, en particular, merecen ser precisados: a) la normativa sobre el trabajo; b) el derecho del extranjero en los tribunales.

a) Hemos mencionado que el inmigrante pertenece a la clase de los pobres, porque no tiene recursos estables provenientes de la posesión de tierras; además, el trabajo artesanal más remunerativo no suele estar disponible para los extranjeros. La Ley de Israel no dice nada sobre la oferta de trabajo para los inmigrantes; probablemente no se encontraron modalidades concretas para regular este sector. Lo que se protege es la garantía del salario, dado puntualmente: «No explotarás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus compatriotas, o un extranjero que vive en alguna de las ciudades de tu país. Págale su jornal ese mismo día, antes que se ponga el sol, porque él está necesitado, y su vida depende de su jornal. Así no invocará al Señor contra ti, y tú no te harás responsable de un pecado» (Dt 24,14-15).

De esta cita trasciende toda la precariedad de la vida del inmigrante y el grave riesgo producido por la falta de una justa retribución. Cabe destacar, una vez más, cómo en este punto, hermano y extranjero son equiparados ante la Ley y son objeto de idéntica atención por parte de Dios.

La Ley de Moisés también protege el descanso del trabajador dependiente: la tradición del sábado también se extiende al inmigrante, sancionada incluso en el Decálogo (Ex 20,10 y Dt 5,14; cf. también Ex 23,12); en la fórmula «para que descansen como tú», se reafirma la idea de igualdad entre padre e hijo, entre amo y sirviente, entre autóctono y extranjero, en el recuerdo agradecido del Dios Creador de todos y del Señor liberador de esclavos.

Ciertamente, el respeto que hoy se exige para el trabajador inmigrante no puede limitarse a estos puntos, pero el espíritu de la Ley es el de introducir, donde sea posible, el principio de igualdad y fraternidad, para evitar el grave pecado de la opresión del extranjero.

b) Un derecho, aunque reconocido por la costumbre, no está verdaderamente protegido si no es asumido por la institución judicial. Por tanto, el derecho del inmigrante a un salario justo, al descanso semanal, a la libertad de movimiento[4], a la iniciativa comercial autónoma, al matrimonio, y a la defensa jurídica en un tribunal, está sustancialmente asumido por la Ley de Israel y reiterado repetidamente en sus códigos.

El Deuteronomio, otra vez, es el libro que subraya más explícitamente la cuestión del derecho del inmigrante. En el relato de la institución judicial, Moisés prescribe a los jueces una absoluta imparcialidad y equidad al juzgar: «Escuchen a sus hermanos y hagan justicia, cuando tengan un pleito entre ellos o con un extranjero» (Dt 1,16).

No se protege exclusivamente al ciudadano, sino a cualquiera que tenga razón, pues quien juzga tiene el deber de «escuchar al humilde como al poderoso» sin temer a nadie, «porque el juicio pertenece a Dios» (Dt 1,17). El Deuteronomio considera gravísima la «distorsión del derecho del inmigrante» y en este punto prevé incluso un compromiso jurado por parte de todo Israel (Dt 27,19).

Integración cultural

Persisten naturalmente numerosos elementos de diferencia entre el estatus del judío (hermano) y el del inmigrante (extranjero); precisamente por esta razón, la Ley propone normas que tienden a mitigar tal desigualdad e introduce principios correctivos que fomentan la igualdad y la fraternidad.

Es asombroso, a este respecto, el hecho de que en la Tôrah no se hable de los inmigrantes como una realidad «marginal», confinada en guetos, sino de personas que habitan en medio de Israel. Esta observación sirve para hacer entender que la acogida alcanza su perfección cuando logra integrar al extranjero, incorporarlo, hacerlo parte de una misma comunidad. Es de suponer que los extranjeros en Israel buscaban integrarse en el país mediante el aprendizaje del idioma y la aceptación de las costumbres del pueblo que los acogía. Ya hemos visto que el extranjero participaba en las fiestas de la cosecha y en el ciclo laboral semanal, adaptándose a los ritmos de la producción y del descanso típicos de Israel.

Nos parece claro, sin embargo, que el inmigrante, especialmente si encontraba una acogida generosa, tendía a adoptar los valores jurídicos y religiosos del pueblo anfitrión, no solo para una mejor comprensión, sino también porque reconocía en ellos el ideal moral al que él mismo aspiraba, y porque llegaba a «conocer» un Dios en quien era hermoso poder confiar. No hubo, durante la historia veterotestamentaria, un movimiento significativo de proselitismo; pero si bien Israel no buscaba adeptos, había quienes, viviendo entre los judíos, pedían formar parte de este pueblo de manera más estrecha, con vínculos de mayor solidaridad. Se explica así el hecho de que el término gēr, que durante mucho tiempo significó solo «inmigrante», asuma en textos tardíos el valor de «prosélito», es decir, de aquel que no solo habita con Israel, sino que se asimila religiosamente a él con la aceptación de la misma Ley.

De particular valor es la admisión del inmigrante a la celebración de la Pascua, con la condición de que esté circuncidado (Ex 12,47-49; Nm 9,14): se trata de una posibilidad, no de una obligación, basada en una solicitud a la que Israel debe consentir sin encerrarse en un aislacionismo étnico. No sorprende que el inmigrante quiera celebrar la fiesta de la liberación de los esclavos, a quienes el Señor rescató y a quienes ofreció una ley de libertad y dignidad. Tampoco sorprende que el inmigrante pida la circuncisión, el «signo» de Abraham el migrante (Gn 17), mientras quizás asombre que el judío acepte dar al extranjero el signo de su alianza privilegiada y de su bendición especial.

Celebrar la Pascua juntos no es un acto separado del resto de la existencia; en este gesto, de hecho, se da sentido a una alianza común, una comunión de vida perdurable. Este fenómeno progresivo de integración religiosa parece encontrar su figura ideal en un texto tardío del Deuteronomio que, al enumerar los componentes del pueblo de la nueva alianza (la que va «más allá» de la alianza sinaítica: Dt 28,69), incluye también al extranjero: «Hoy todos ustedes han comparecido ante el Señor, su Dios: los jefes con sus tribus, sus ancianos y sus escribas, todos los hombres de Israel con sus mujeres y sus hijos, y también los extranjeros que se han incorporado a sus campamentos, desde el leñador hasta el aguatero. Todos están aquí para entrar en la alianza del Señor» (Dt 29,9-11; cf. también 31,12).

La idea expresada aquí es que el verdadero Israel es aquel que acoge en su interior al no-Israel para hacerlo partícipe de la relación con el verdadero Dios, de la sabiduría de su Ley y de la bendición que de ella se deriva.

En conclusión, el ideal trazado por las Escrituras se ofrece a todos como un camino de bien. Así como el padre transmite la ley a los hijos para que haya concordia en el hogar y respeto justo por cada una de las diferentes individualidades, de manera análoga, el judío transmite su ley al extranjero como instrumento de comunión, para que aquel que ha sido acogido y ennoblecido se convierta a su vez en mediador de benevolencia acogedora.

  1. Cf. G. Sale, «I profughi in Europa e la “Via crucis” dell’accoglienza», en Civ. Catt. 2016 II 251.

  2. Cf. «La tragedia dei bambini migranti», en Civ. Catt. 2016 II 314.

  3. En el Antiguo Testamento tenemos tres colecciones de leyes, que los estudiosos asignan a diferentes períodos de la historia de Israel. Se considera que la colección más antigua es el Código de la Alianza (Éxodo 20-23), seguido por el Código Deuteronómico (Deuteronomio 12-26) y el Código Levítico (Levítico 17-26), en la época postexílica. Cada uno de estos códigos se caracteriza por una forma propia de formular las normas y por una organización específica del material legal. Todo esto, por un lado, muestra cómo fue necesaria una actividad legislativa incesante para adaptar y perfeccionar la disciplina y, por otro lado, evidencia cómo la atención al pobre inmigrante constituía uno de los principales deberes del israelita.

  4. A este respecto, podemos recordar que en Israel existía la norma, muy poco habitual en el mundo antiguo, de acoger incluso al esclavo fugitivo, dejándole el derecho de elegir en qué ciudad residir (Dt 23,16-17).

Pietro Bovati
Jesuita desde 1959, fue primero estudiante y luego profesor en el Pontificio Instituto Bíblico, impartiendo numerosos cursos y seminarios en el campo de la Exégesis y la Teología del Antiguo Testamento. De 1997 a 2008 fue vicerrector del mismo Instituto. Actualmente es secretario de la Comisión Bíblica Pontificia.

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