HISTORIA

La Santa Sede y el inicio de la Primera Guerra Mundial

Combates en el frente del Isonzo (Austrian National Library)

Pío X y la Guerra

El papel que desempeñó el Papa y la Santa Sede en los meses inmediatamente posteriores al atentado de Sarajevo el 28 de junio de 1914 – la chispa que hizo explotar la «pólvora europea» – y en medio de las declaraciones de guerra a inicios de agosto por parte de las potencias interesadas, es todavía hoy muy controvertido entre los historiadores, entre otros motivos por los escasos documentos disponibles[1].

En aquella época el Pontífice era el Papa Sarto, Pío X, que moriría poco después del comienzo de la Gran Guerra (20 de agosto). A pesar de su enfermedad, que aún no parecía demasiado grave a principios de agosto, el Papa siguió con especial inquietud y fundado temor los acontecimientos que poco a poco sumían a Europa en un conflicto general, o en una «guerraza»[2], como él mismo dijo a sus colaboradores. Los historiadores no se han ocupado mucho de Pío X en relación con el tema de la guerra, como sí lo han hecho – y ciertamente con razón – de su inmediato sucesor Benedicto XV, que reinó durante los dramáticos años del conflicto, y cuyo compromiso concreto en defensa de la paz e incansable actividad en favor de las víctimas de la guerra, incluidas las no católicas, es bien conocido.

Sobre la posición que el Papa y la Santa Sede adoptaron, especialmente en los ámbitos religioso y diplomático, en los frenéticos meses de verano que precedieron a la guerra, existen diferentes interpretaciones en el ámbito histórico. Según algunos, en su mayoría estudiosos de orientación católica, Pío X, en las semanas que siguieron al atentado perpetrado por un pequeño grupo de separatistas contra el heredero del trono de los Habsburgo y su consorte, habría hecho gestiones ante el emperador Francisco José, por quien sentía gran estima, para que hiciera todo lo posible por evitar las desastrosas consecuencias – es decir, una declaración de guerra a Serbia, considerada moralmente responsable del atentado – de un crimen que incluso el Papa consideraba perjudicial y humillante para el imperio, ya que amenazaba su solidez y socavaba su prestigio[3].

Para apoyar documentalmente esta postura en algunos círculos católicos italianos y franceses, en los últimos días de la guerra circuló una carta apócrifa – cruda en su estilo e inverosímil en su contenido – dirigida por Pío X al «emperador apostólico», en la que el Pontífice le reprochaba haber conducido al mundo hacia la catástrofe y le rogaba que tomara medidas para evitar que ocurriera lo peor[4]. En cualquier caso, el punto débil de esta posición, que también fue apoyada en la Positio para la beatificación del Pontífice[5], reside en el hecho de que no hay rastro en los archivos seculares y eclesiásticos de dicha correspondencia, y que se basa sustancialmente en la declaración jurada de algunas personas cercanas a Pío X.

Para la mayoría de los estudiosos, en cambio, la posición de la Santa Sede sobre la crisis actual fue en un principio bastante oscilante: de hecho, el llamamiento del Papa en favor de la pacificación entre las naciones se hizo muy tarde, cuando para entonces las razones para la paz estaban perdidas y la guerra ya había sido declarada por casi todas las naciones implicadas en el conflicto. En efecto, cuando la exhortación papal se publicó en L’Osservatore Romano el 3 de agosto, la conflagración bélica ya había comenzado: Austria había declarado la guerra a Serbia el 28 de julio, Alemania a Rusia el 1º de agosto. El mismo día de la publicación del texto pontificio, el ejército alemán ya había ocupado gran parte de la Bélgica «neutral», provocando así, como se había previsto, la entrada de Inglaterra en la guerra, que el gobierno del Segundo Reich, con diversas garantías, había tratado infructuosamente de impedir.

Además, el 3 de agosto, el gobierno italiano, que consideraba contraria a sus intereses la posible expansión de Austria hacia los Balcanes (sin previo acuerdo de una «compensación» adecuada), declaró oficialmente su neutralidad frente a los Imperios Centrales, con los que estaba vinculado por un tratado de colaboración mutua desde hacía unos treinta años, que, sin embargo, sólo tenía carácter defensivo (Triple Alianza)[6].

Por otra parte, según otros intérpretes – que en realidad eran, y son, una minoría, aunque muy combativa e ideológicamente motivada –, la Santa Sede habría actuado ya al principio de la crisis para «empujar» a Austria a declarar la guerra a Serbia. La diplomacia vaticana, de hecho, afirman estos intérpretes, habría apoyado «el camino de la firmeza» hacia Serbia, para combatir el temido «paneslavismo» y la política expansionista emprendida por Rusia.

Esta postura se generalizó inmediatamente después del final de la Gran Guerra, en particular tras la publicación en algunos periódicos radicales de documentos robados durante la «revolución bávara» de los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores[7]. Entre ellos, causó sensación un telegrama confidencial enviado por el barón Ritter von Grünster, embajador de Baviera ante la Santa Sede, a su gobierno el 24 de julio de 1914. Esta fragmentaria documentación, divulgada por diversos periódicos anticlericales, reproducida sumariamente e interpretada de modo arbitrario, fue utilizada una y otra vez, a partir de los años veinte, para golpear a la Santa Sede, atribuyéndole una gravísima responsabilidad – la de haber favorecido el estallido de una guerra que costó a Europa la muerte de unos diez millones de personas –, con el fin de desacreditar su prestigio moral entre los fieles y aislarla políticamente.

En cuanto a Pío X, hay que subrayar que su pontificado, que duró poco más de una década (1903-1914), estuvo marcado por cuestiones doctrinales (como la lucha contra el modernismo, considerado la raíz de todas las herejías) y religiosas (como la redacción de un nuevo catecismo y el desarrollo de nuevas formas de devoción popular) más que políticas. Esto no significa que este «Papa religioso» estuviera completamente desvinculado, como a veces se ha querido hacer creer, de las cuestiones sociales y políticas que se agitaban en su época. De hecho, como se ha argumentado en recientes estudios sobre el Papa Sarto, tuvo posiciones precisas sobre tales asuntos: por ejemplo, en Italia alentó el desarrollo de un catolicismo «devoto» pero socialmente comprometido, y apoyó, a pesar del non expedit, a los católicos que deseaban «hacer política» aliándose incluso con liberales moderados[8].

Sobre el tema de la guerra, la posición de Pío X era muy clara: desde el principio de su pontificado, había reafirmado repetidamente el precioso valor de la paz entre los hombres y entre las naciones. En un saludo a los participantes en el XV Congreso de la Paz, en noviembre de 1906, afirmó que «todos los esfuerzos realizados para evitar los horrores de la guerra son absolutamente conformes con el espíritu y los preceptos del Evangelio»[9]. Sin embargo, la doctrina católica de la época no condenaba la guerra de forma absoluta: según la teoría de la llamada «guerra justa», se permitían casos en los que el uso de la fuerza se consideraba, bajo ciertas condiciones, no sólo necesario, sino también obligado, como en situaciones en las que se estaba llamado a defender la propia fe bajo amenaza.

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Hay que subrayar que Pío X, en los mensajes y comunicaciones diplomáticas de aquel período, nunca se refirió a esta doctrina para apoyar las razones de una parte. Él – como más tarde hizo Benedicto XV – ya había orientado la actividad de la Santa Sede hacia una actitud de estricta neutralidad en los asuntos políticos a partir de las guerras balcánicas de 1912-13, invitando a obispos y sacerdotes a mantenerse al margen de las pasiones nacionalistas y de las luchas partidistas. Según Gianpaolo Romanato, «el verdadero patrimonio que el Papa dejó a la Iglesia estaba representado por su equidistancia respecto a las naciones beligerantes, por su dimensión ya adquirida de fuerza religiosa y no política. La decisión de mantener a la Iglesia al margen de la política se confirmó precisamente en aquella dramática coyuntura como la intuición ganadora de su pontificado»[10].

Hay que recordar también que en aquella época los únicos países implicados en el conflicto con los que la Santa Sede mantenía relaciones diplomáticas regulares eran Austria, el imperio católico por excelencia, y Alemania. A partir de 1904, tras el giro laicista y la ley de separación, la Santa Sede dejó de tener relaciones diplomáticas con Francia, así como con Inglaterra y Rusia (que tenía su propio enviado en Roma). Esto debilitó enormemente su posición durante el periodo que nos ocupa y también durante los años de guerra; y explica también el hecho de que la Santa Sede no estuviera bien informada sobre el estado de las cosas y el poder bélico real de cada uno de los países.

Las fuentes muestran que el Papa, a causa de las constantes guerras que estallaban en diversas naciones – desde Libia hasta los Balcanes –, estaba muy inquieto por el destino de Europa; veía inminente la amenaza de una guerra general: una guerra que también haría mucho daño a la religión. A menudo repetía a su Secretario de Estado, el Cardenal Rafael Merry del Val: «¡Eminencia, las cosas van mal!». A su Secretario Particular, Monseñor Bressan, le decía: «¡Lloro por mi sucesor! No les asistiré, pero es lamentable la inminente Religio depopulata»[11].

La Exhortación pontificia contra la guerra

La Exhortación Pontificia Dum Europa fere omnis, dirigida a todos los católicos, fue firmada el 2 de agosto de 1914 y publicada en el Osservatore Romano al día siguiente. En ella, el Papa condenaba abiertamente la guerra y apelaba a Dios por la paz: «Mientras casi toda Europa – escribía Pío X – se ve envuelta en los torbellinos de una guerra funestísima, en cuyos peligros, masacres y consecuencias nadie puede pensar sin sentirse abrumado por el dolor y el miedo, tampoco nosotros podemos dejar de preocuparnos y de sentir el corazón desgarrado por el dolor más amargo por la salud y la vida de tantos conciudadanos y pueblos, tan queridos de nuestro corazón». El Papa exhortó también a los sacerdotes y obispos de todo el mundo a promover «oraciones públicas», y a exhortar a los fieles a rezar, para que Dios, movido a piedad, por mediación de Cristo, «Príncipe de la Paz», inspire a los «supremos gobernantes de las naciones pensamientos de paz y no de aflicción»[12].

Considerando el hecho de que el Papa, casi proféticamente, había advertido desde hacía tiempo de la amenaza de una guerra general y era muy sensible a las razones de la paz, algunos historiadores se preguntan por qué esperó hasta el 2 de agosto, cuando el conflicto ya había estallado, para enviar su llamamiento a los fieles, o más bien, por qué no pronunció palabras de condena contra la guerra, cuando ésta podría, al menos teóricamente, haberse evitado o contenido considerablemente. Cuestiones de no poca importancia.

El cardenal Merry del Val, respondiendo a estas objeciones, dijo que este retraso se debía al deseo del Papa de distanciarse de los graves acontecimientos que estaban teniendo lugar y de esperar a que la situación se aclarase antes de pronunciar las oportunas palabras de condena. Esto, continuó, debía hacerse con gran prudencia y después de haber examinado suficientemente el asunto y haber recogido toda la información útil para la intervención papal. En efecto, tal era entonces la práctica adoptada por la cancillería pontificia en caso de guerras entre naciones cristianas.

Pero, observa a este respecto el historiador Francis Latour, «la crisis del verano de 1914 no resistió la tradicional lentitud de la Santa Sede, y es cierto que guardar silencio durante mucho tiempo pudo interpretarse como una especie de aquiescencia a la actitud de firmeza adoptada por Viena tras el atentado de Sarajevo»[13]. El estudioso cree también que una declaración previa del Papa no habría cambiado nada la situación, entre otros motivos porque parte de los países beligerantes pertenecían a otras confesiones cristianas – ortodoxos y protestantes – y los propios católicos parecían más atentos «a los cantos de sirena de la Patria amenazada» que a las palabras del Pontífice. Éstas, sin embargo, habrían tenido un alto valor simbólico para todos los cristianos, y probablemente habrían diluido el espíritu belicoso y nacionalista que animaba a amplios sectores del mundo juvenil, algunos de ellos vinculados a la Iglesia.

El Papa, como se ha dicho, estaba entonces muy preocupado por las guerras de los Balcanes y sus consecuencias. Detrás de aquellos conflictos regionales veía el peligro de una guerra general que acabaría implicando a todo el continente europeo. En cualquier caso, la atención del anciano Pontífice se dirigía no tanto a las cuestiones políticas o territoriales como a las religiosas, aunque no siempre fuera fácil distinguir unas de otras.

En los círculos vaticanos se creía que detrás de Serbia estaba en realidad Rusia, con sus ambiciones imperiales, y que ésta, una vez consolidadas sus alianzas, haría todo lo posible por alejarlas lo más posible de la influencia de las potencias occidentales, en particular de Austria. Sobre esta delicada cuestión habría habido una concordancia de puntos de vista e intereses entre los círculos vaticanos y los representantes de los Imperios Centrales, aunque es probable que estos últimos, al comunicar la opinión de la Santa Sede a su gobierno, tendieran a subrayar y exagerar sobre todo los elementos de convergencia y de acuerdo sobre las cuestiones tratadas, ocultando deliberadamente los demás.

Sin embargo, Pío X no se sintió obligado por los motivos políticos de los Imperios Centrales, como éstos hubieran deseado: prueba de ello es el Concordato estipulado entre la Santa Sede y Serbia y firmado el 24 de junio de 1914, pocos días antes del bombardeo de Sarajevo. El gobierno de Viena estaba muy molesto por este acuerdo, que garantizaba algunos derechos fundamentales a los católicos serbios (especialmente en materia de culto, educación religiosa y enseñanza), ya que lo consideraba demasiado conciliador hacia Serbia y políticamente útil a su clase dirigente para consolidar la unidad nacional. Tras la firma del Concordato, una parte de la prensa austriaca (de oposición) escribió que «Viena había experimentado una auténtica derrota, mientras que Serbia, al convertirse en interlocutor directo de la Santa Sede y autorizar la erección de dos diócesis católicas en su territorio, Belgrado y Skopje, veía crecer su peso en la región y la fuerza de atracción de las poblaciones eslavas»[14].

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Después del bombardeo de Sarajevo, las relaciones entre la Santa Sede y los Imperios Centrales, una vez superada la crisis del Concordato serbio, se hicieron más estrechas y cordiales, aunque los documentos diplomáticos enviados en este período por el Vaticano a Viena y Berlín por sus respectivos representantes tendían a interpretar las palabras del Papa y de su Secretario de Estado sobre las cuestiones relativas al ultimátum a Serbia en función de los intereses del Imperio de los Habsburgo. Ciertamente, en este asunto la postura de la Santa Sede fue de comprensión hacia los legítimos intereses austriacos violados por el otro bando, pero no se puede apoyar en absoluto la tesis, propuesta tras la guerra por los radicales, de que la Santa Sede había animado a Austria a hacer la guerra contra Serbia para vengar la ofensa sufrida y también para frenar el temido avance ortodoxo en Europa del Este[15].

La posición de la Santa Sede en algunos documentos diplomáticos

Algunos documentos diplomáticos ayudan a comprender mejor la posición adoptada por la Santa Sede en el verano de 1914 sobre la delicada cuestión del ultimátum impuesto por Austria a Serbia y la posibilidad de una guerra europea de consecuencias imprevisibles. Esta cuestión movilizó en aquel momento a todas las cancillerías europeas, atentas a no verse desbordadas por el rápido curso de los acontecimientos. En realidad, en lugar de trabajar juntas para garantizar la paz, como era su cometido, cada una actuó por su cuenta, tratando de explotar la situación según los intereses, a menudo antitéticos, de cada país.

Los informes enviados desde el Vaticano por los representantes de los Imperios Centrales a sus gobiernos muestran que la Santa Sede aprobaba «sin reservas» el ultimátum austriaco y que las autoridades vaticanas apoyaban plenamente la justa causa del Imperio de los Habsburgo y del Imperio Católico contra las pretensiones expansionistas de Serbia, tras la cual se cernía la inquietante sombra de Rusia y sus ambiciones paneslavas[16]. Algunos documentos vaticanos muestran, sin embargo, que las versiones de los hechos – relatadas en los memorandos redactados por la Secretaría de Estado – no coincidían a veces perfectamente – y no en cuestiones menores – con las informaciones enviadas a Viena o Múnich por los respectivos representantes.

En un memorándum redactado por el cardenal Merry del Val, en el que se informa del contenido de una audiencia que concedió el 27 de julio de 1914 al encargado de negocios de Austria, el conde Moriz Pálffy[17], se dice: «Vino a pedirme mi impresión sobre el ultimátum a Serbia. Le dije que me parecía muy fuerte. “¿Cree V. E. que Serbia lo aceptará?”, me preguntó el Conde. “Lo dudo mucho”, respondí, “sobre todo en algunos puntos”. “Todo o nada”, exclamó el Conde. “Pero entonces es la guerra”, dije yo. “Sí”, respondió el Conde, “y espero que Serbia no la acepte”. “Pero entonces existe el peligro de una conflagración general”, observé. “Venga la catástrofe: será mejor que continuar en la situación actual”, dijo el Conde. Yo sólo le contesté que eso me parecía muy grave. Es cierto que después del atroz crimen de Sarajevo dije al conde Pálffy que Austria debía mantenerse firme y que tenía pleno derecho a las más solemnes reparaciones y a salvaguardar su existencia, pero nunca expresé la esperanza o el pensamiento de que Austria recurriera a las armas. A decir verdad, no dije nada más»[18].

Este texto ofrece una imagen del cardenal Merry del Val muy diferente de la creada por cierta literatura histórica, según la cual el Secretario de Estado, para oponerse a Francia por su alejamiento de la Iglesia, y a Rusia por sus objetivos imperialistas, empujaría a Austria a la guerra[19]. En realidad, expresó de forma simple y directa lo que entonces pensaba Pío X al respecto. El verdadero problema, como ya se ha dicho, era que a menudo la información que llegaba a Viena y Berlín desde el Vaticano era tendenciosa, en el sentido de que se hacía decir al Papa o a su Secretario de Estado lo que se quería oír.

Un documento diplomático – escrito en alemán – que causó bastante revuelo en la prensa anticlerical de varios países en los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial fue el telegrama del 24 de julio de 1914 enviado por el embajador de Múnich ante la Santa Sede a su gobierno. Algunos sectores hostiles a la Iglesia lo interpretaron en un sentido desfavorable a la Santa Sede. Para algunos polemistas, era la prueba largamente esperada de que el Papa era uno de los principales responsables del conflicto mundial, al haber alentado, por razones de política eclesiástica, al «Emperador Apostólico» a emprender la guerra contra Serbia.

El breve texto incriminatorio dice: «El Papa aprueba la enérgica acción de Austria contra Serbia y, en caso de guerra con Rusia, considera que los ejércitos, tanto el ruso como el francés, no son de alto nivel. El Cardenal Secretario de Estado espera también que Austria resista esta vez, y no sabría decir de otro modo cuando aún se plantea hacer la guerra, si ni siquiera está decidida a repeler con las armas una agitación extranjera, que ha conducido al asesinato del heredero del trono, y que, además, pone en peligro la existencia misma de Austria dentro de la actual configuración internacional. Por eso habló también de la gran preocupación de la Curia por el panslavismo»[20].

En 1923 nuestra revista, para tener una interpretación auténtica del telegrama, entrevistó al antiguo embajador ante la Santa Sede y redactor del documento, el barón Ritter von Grünster. El texto de la entrevista nunca se publicó por razones de oportunidad, y se conserva en los archivos de La Civiltà Cattolica[21]. El barón, cuando se le pidió que explicara sus ideas expresadas en el telegrama, respondió: «Mi gobierno sabía que el Papa deseaba vivamente que se evitara la guerra, y esto lo repetí en el informe que seguía a mi telegrama del 24 de julio […]. Mi gobierno, por tanto, difícilmente podía dudar de los sentimientos más pacíficos del Papa Pío X, sentimientos muy declarados y que jamás harían decir a Su Santidad una sola palabra a favor de la guerra».

Profundizando en el asunto, el Barón añadió que el Papa «aprobaba la acción enérgica de Austria» contra Serbia, creyendo que «una gran potencia, como Austria-Hungría, a causa de los peligros para su propia existencia, se veía obligada a proceder resueltamente, y que por consiguiente, si todos los demás medios de defenderse se volvían ineficaces, se vería obligada, como último recurso, a recurrir a las armas. Ciertamente no era partidario de empujar a la guerra; sólo para hacer justicia a la condición extremadamente grave y peligrosa en que se encontraba Austria-Hungría como consecuencia de las maquinaciones de Serbia, el Santo Padre […] aprobó una acción enérgica por parte de Austria»[22].

A la pregunta de si el Papa interpretaba una eventual guerra de Austria contra Serbia como una «guerra justa», el Barón respondió que Pío X nunca se había pronunciado en este sentido: «El Santo Padre – continuó – reconoció que, en el punto a que habían llegado las cosas, era justa una acción enérgica de Austria contra Serbia, y la aprobó, aunque con el más profundo pesar de que pudiera surgir como ultima ratio una guerra, que entonces, justa o no, sería un terrible azote»[23]. Estas consideraciones parecen muy significativas, y en verdad responden plenamente a la sensibilidad del Papa Sarto, para quien la guerra era siempre y en todo caso un mal que había que evitar, un azote «funestísimo» precisamente[24].

La interpretación que el barón Ritter von Grünster hace en esta entrevista sobre la actitud mantenida por la Santa Sede, y en particular por el Papa, con ocasión de los graves acontecimientos que siguieron al atentado de Sarajevo – aparte del estilo retórico-apologético del escrito y de algunas consideraciones abiertamente proaustriacas – parece fundada y en gran medida compartible. A decir verdad, las investigaciones históricas más recientes sobre este tema avanzan sustancialmente en esta dirección. Lo que algunos historiadores reprochan a la Santa Sede no es tanto haber apoyado, o peor aún, inducido, al antiguo emperador a la guerra contra Serbia, como haber condenado públicamente la guerra demasiado tarde, cuando para entonces las razones para la paz estaban completamente perdidas[25].

Esta apreciable postura peca de anacronismo histórico, en el sentido de que interpreta situaciones del pasado a la luz de nuestra sensibilidad de modernos. Además, hay que tener en cuenta que el papel y el prestigio del papado en la Europa de principios del siglo XX eran muy limitados debido a los conflictos, incluso recientes, que tuvo que soportar en muchos países católicos con la clase política (liberal) en el poder. En realidad, no era fácil para la Santa Sede tomar una decisión diferente de la que tomó. Apartarse, en un momento tan grave y delicado, de la probada práctica diplomática observada hasta entonces en situaciones de conflicto entre Estados cristianos habría expuesto sin duda al Pontífice y a la Iglesia a las críticas más feroces de todos los «contendientes», como experimentó pocos años después el sucesor del Papa Sarto, Benedicto XV.

  1. Acerca de los acontecimientos que prepararon la Gran Guerra, cf. cfr G. Sale, «A un secolo dall’inizio della prima guerra mondiale», en Civ. Catt. 2014 II 526-540.

  2. Cf. P. Cenci, Il cardinale Raffaele Merry del Val, Roma – Turín, L.I.C.E. – Berruti & C., 1933, 490.

  3. Según algunos historiadores, cuando el embajador austriaco, el príncipe Alois Schönburg-Hartenstein, le informó a Pío X el 23 de julio del contenido del ultimátum de su gobierno a Serbia, este se declaró dispuesto a intervenir, si se le solicitaba, como árbitro entre los dos países, y «afirmó en todo caso que ejercía una influencia moderadora sobre ambos gobiernos». Cf. R. Aubert, «Lo scoppio della Prima Guerra Mondiale», en Storia della Chiesa, vol. IX, Milán, Jaca Book, 1979, 626.

  4. En los círculos católicos de la posguerra se contaba que, durante una audiencia concedida por Pío X al embajador austriaco a finales de julio de 1914, éste había pedido al Papa una bendición especial para los ejércitos austriacos dispuestos a atacar Serbia. Pío X, visiblemente irritado, respondió al embajador: «Yo no bendigo la guerra, sino la paz», dándole una elocuente lección de moral cristiana. Aunque el episodio ha sido relatado varias veces por los historiadores, no está documentado en ninguna fuente escrita. En cualquier caso, aunque no fuera cierto, refleja plenamente la mentalidad y la sensibilidad religiosa del papa Sarto. Cf. H. Daniel-Rops, Histoire de l’Église, IV/2, París, Fayard, 1963, 376. Según el historiador Robert Aubert, el Papa habría dicho al embajador austriaco: «Diga al emperador que no puedo bendecir ni la guerra ni a los que han querido la guerra», y habría añadido que «el emperador debería considerarse afortunado de no recibir la maldición del Vicario de Cristo» (R. Aubert, «El estallido de la Primera Guerra Mundial», cit., 626).

  5. Pío X, Positio super virtutibus. Summarium. Depositiones testium, 1949, 447.

  6. La declaración de neutralidad estaba fechada el 2 de agosto; sin embargo, se comunicó al día siguiente. El gobierno italiano pretendía entonces apartar al país de una guerra que consideraba ruinosa y contraria a los intereses políticos italianos, especialmente en lo que se refería a la cuestión balcánica. En este sentido, la política exterior italiana de entonces era casi la opuesta a la deseada por la Santa Sede. El ministro de Relaciones Exteriores, Antonino di San Giuliano, declaró que, en las condiciones existentes, no había casus foederis para Italia (previsto en el Tratado tantas veces renovado), y por tanto ninguna obligación de entrar en la guerra del lado de la Triplice. El conflicto austro-serbio, comentó el Ministro, no surgió para defender a Austria agredida militarmente, sino de una política agresiva del Imperio de los Habsburgo hacia Serbia. En particular, subrayó, la decisión de la guerra había sido tomada por Viena de acuerdo con Alemania, sin informar previamente a Roma. La obstinación de Austria en no querer tener en cuenta los intereses italianos (y en no conceder las llamadas «reparaciones» previstas por el Tratado), a pesar de las presiones de Alemania en este sentido, hizo que el gobierno italiano, considerando el resultado de la guerra tras el desastre del Marne y, sobre todo, sus propias ventajas político-militares, cambiara de frente, aliándose con las fuerzas de la Entente y declarando la guerra a Austria en mayo de 1915. Cf. G. E. Rusconi, 1914: l’attacco a Occidente, Bolonia, il Mulino, 2014, 177 s; N. Tranfaglia, «La prima guerra mondiale e il fascismo», en Storia dell’Italia contemporanea, vol. III, Turín, Utet, 1995, 15 s; E. Gentile, Due colpi di pistola, dieci milioni di morti, la fine di un mondo, Roma – Bari, Laterza, 2014, 74 s.

  7. Entre otros, el periódico suizo Neue Zürcher Zeitung, del 24 de abril de 1923.

  8. Cf. G. Sale, La Civiltà Cattolica nella crisi modernista (1900-1907) fra transigentismo politico e integralismo dottrinale, Milán, Jaca Book, 2001, 178 s; E. Guerriero – A. Zambarbieri (eds), La Chiesa e la società industriale (1878-1922), Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1990, 107 s.

  9. Pasaje citado en J. Joblin, L’Église et la guerre, París, Desclée de Brouwer, 1988, 287.

  10. G. Romanato, Pio X. Alle origini del cattolicesimo contemporaneo, Turín, Lindau, 2014, 541.

  11. Citado en R. Merry del Val, Pie X. Impressions et souvenirs, St-Maurice, Éd. de l’Œuvre St-Augustin, 1951, 105 s.

  12. Oss. Rom., 3 de agosto de 1914.

  13. F. Latour, La papauté et les problèmes de la paix pendant la Première Guerre Mondiale, París, L’Harmattan, 1996, 20.

  14. G. Romanato, Pio X. Alle origini del cattolicesimo contemporaneo, cit., 543.

  15. Cf. H. Castex – A. de la Far, Les Dessous de la guerre 14-18, París, Grasset, 1967, 330.

  16. Cf. G. Franz-Willing, Die Bayerische Vatikangesandtschaft 1803-1934, Münster, Ehrenwirth, 1965, 120 s.

  17. El conde Pálffy, en un largo informe enviado a su Gobierno, expresaba así el resultado de la audiencia que dos días antes le había concedido el cardenal Merry del Val: «Aprobó sin reservas la Nota dirigida a Serbia, aunque la calificó de extremadamente dura, y expresó indirectamente la esperanza de que la monarquía llegara también hasta el final. Evidentemente, el Cardenal pensaba que era una lástima que Serbia no hubiera retrocedido mucho antes, pues entonces tal vez esto hubiera sido factible sin cometer posibilidades tan incalculables como las de hoy». A continuación añadió que «esta afirmación corresponde también a la manera de pensar del Papa». Este texto se cita en R. Aubert, «Lo scoppio della Prima Guerra Mondiale», en Storia della Chiesa, cit., 627.

  18. Archivo Secreto Vaticano, Secretaría de Estado, «Guerra», rúbrica 244, fascículo 28. Se trata de un documento fotográfico, en el que no se indica el número de protocolo habitual. Esto nos indica que se trata de un escrito «privado» del cardenal, redactado tras la audiencia con el conde húngaro, para una memoria privada.

  19. Cf. F. Latour, La papauté et les problèmes de la paix pendant la Première Guerre Mondiale, cit., 25.

  20. Cf. Archivo de la Civiltà Cattolica, Fondo Enrico Rosa, XXIII, 12, 1.

  21. Ibid.

  22. Ibid.

  23. En el mismo artículo-entrevista, el cardenal Merry del Val, que en aquel momento era parte en la disputa, también informó sobre la controvertida cuestión: «Dije que Austria – afirma el cardenal – tenía todo el derecho a una reparación solemne y a garantizarse eficazmente contra las conspiraciones que constantemente se hacían contra ella en Serbia y que eran una amenaza constante para su existencia; pero no se trataba de la insinuación de guerra, de la que aún no se había hablado, mientras esperaba que se encontrara una salida» (ibid.).

  24. También hay que subrayar que, en el telegrama citado, el Papa no se refiere a la guerra, sino simplemente a la posibilidad de una «acción enérgica» de Austria contra Serbia; sólo el Secretario de Estado habla de guerra, aunque la consideraba como último recurso.

  25. Cf. F. Latour, La papauté et les problèmes de la paix pendant la Première Guerre Mondiale, cit., 28; H. Castex – A. de la Far, Les Dessous de la guerre 14-18, cit., 330.

Giovanni Sale
Después de realizar estudios en derecho en 1987 ingresó a la Compañía de Jesús, en la cual fue ordenado presbítero. Desde 1998 es parte del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica. Enseña, además, Historia de la Iglesia Contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Ha trabajado durante años en el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, del que fue su último director.

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