FILOSOFÍA Y ÉTICA

En nombre de la dignidad

Las espigadoras, Jean-François Millet (1857)

Introducción

La declaración Dignitas infinita (DI) del Dicasterio para la Doctrina de la fe es un documento oportuno y certero que presenta con claridad y elocuencia el fundamento en el que se sostiene el sentido de la vida humana y el valor sin igual de ella, sin dejar de tratar las violaciones más graves que contra ella se acometen. Es oportuno, porque el pronunciamiento, sin ser novedoso, se hace en tiempos donde un nuevo nihilismo va transmutando valores, difuminando y anulando diferencias; y también porque se produce tras el 75º aniversario de la Declaración Universal de los Derecho humanos. El acierto en la ejecución está en que, tras una parte dedicada a los fundamentos, pasa a recoger los asuntos principales del magisterio moral del papa Francisco, dejando patente la ética coherente de la vida que defiende la Iglesia, sin polarizaciones ni tergiversaciones.

Estamos ante una buena reflexión de teología cristiana de la dignidad humana que presenta los contornos de cómo la fe en Cristo hoy lanza un firme alegato sobre el valor intrínseco de cada vida humana y sobre la importancia de cuidar las condiciones sociales para que esa dignidad no quede en un puro brindis al sol cargado de retórica y abstracción. Es teológica porque utiliza una epistemología que nos adentra en el terreno de «la razón informada por la fe», no razón reemplazada por la fe, ni razón sin fe, sino razón configurada por la fe en perspectivas, temas, intuiciones asociadas a la tradición cristiana. Que la fe permita a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio no debe comportar, en absoluto, minusvaloración de la «experiencia humana» en base a un pesimismo antropológico, ni magnificación del Evangelio, es decir, de la divina Revelación que llega a través de la Sagrada Escritura y la Tradición, con la guía interpretativa del Magisterio.

Cuando uno ha escrito muchas páginas sobre un tema, al leer otros textos siempre se le viene a la mente algo que falta, algún matiz que se ha quedado en el tintero, o algo que se podría decir de otra manera. Ese es el caso de quien escribe sobre esta materia, pero no tema el lector que no vamos a hacer una exégesis exhaustiva del documento, sino a reflexionar sobre las cuestiones que resultan más significativas, tratando de hacer algunas aportaciones que puedan ayudar a la comprensión de un documento ciertamente denso y valioso.

La sobreabundancia del título

Una razón humana cerrada al Misterio es una razón humana cercenada, puesto que la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo y del hombre, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio. En ese sentido, es un acierto calificar la dignidad de infinita, como hizo el papa Juan Pablo II y hace ahora el documento al ponerlo en el título mismo, como si la hipérbole hiciese de caja de resonancia para que la defensa de la dignidad sea más rotunda.

El carácter infinito de la dignidad desafía la finitud y la vulnerabilidad humana que vendría señalada por la palabra latina homo, que se ha querido ver etimológicamente proveniente de la raíz humus, tierra. El hombre, Adam, habría sido tomado de la tierra, adama, reconociéndose a sí mismo en su no divinidad, en su inferioridad y su gravidez terrena, pero, al tiempo, llamado a la plenitud. Así el Salmo 8 reza: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8,5). La sentencia del Concilio Lateranense IV da en la diana sobre la tensión bipolar entre infinitud y vulnerabilidad: «no se puede señalar entre el Creador y criatura una semejanza tan grande que impida observar entre ellos una desemejanza mucho mayor» (DS 806)[1]. Sabemos que todavía en la Edad Media, «la palabra humanitas no aludía a la grandeza del hombre frente a la naturaleza, sino a su pequeñez, capacidad de errar y caducidad frente a la eternidad de Dios»[2]. Será el humanismo renacentista de la Oratio de dignitate hominis de Pico de la Mirandola el que transfiera la dignidad humana de la (des)semejanza con Dios creador a las condiciones inmanentes de existencia del sujeto mismo, haciendo del autorcercioramiento del sujeto el único lugar incólume e inmune incluso a la intervención divina. De ello Descartes sacará enormes implicaciones.

Teología en diálogo con la filosofía

La declaración Dignitas infinita es un ejemplo de diálogo fructífero entre teología y filosofía, diálogo que dispone a la relación –también necesaria— de la teología con las otras ciencias. En efecto, la filosofía pretende alcanzar una comprensión global y universal de la realidad, que trasciende la inmediatez de lo empírico. Se sitúa así en la misma longitud de onda que la teología, reclamando totalidad y universalidad. Las fuentes epistemológicas de teología y filosofía son diferentes, pero similar su pretensión de ser ciencia fundamental[3].

Creo que ese diálogo sigue en DI un planteamiento «circular» que permite articular su relación sin degenerar en indiferencia, conflicto abierto o anulación mutua. Esa circularidad en tensión, defendida por Fides et ratio (1998), viene a superar la subordinación de la filosofía a la teología («ancilaridad»), respetando su autonomía respectiva. Sobre la base de la antropología teológica donde sustenta la comprensión de la dignidad, DI incorpora datos de la razón filosófica plural haciendo que entren en diálogo con la revelación. En expresión de Pacem in Terris (PT): «Todo ser humano es persona, es decir, naturaleza dotada de inteligencia y voluntad libre» y «si consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna» (PT 5).

Conectamos el dato de conciencia del valor absoluto de todo ser nacido de personas con el dato de la revelación que nos dice que el ser humano es un valor en sí mismo por ser «creado a imagen y semejanza de Dios y redimido en Cristo Jesús» (DI 1), no por alguna característica que tenga o por alguna facultad especial que pueda perderse, sino por su misma humanidad: ahí se cruzan felizmente el significado ontológico y el teológico de la dignidad, que se abre a lo infinito en el Misterio divino.

Con tino, DI enfatiza que la Iglesia insiste en el hecho de que el reconocimiento de la dignidad de toda persona, porque es intrínseca y permanente más allá de toda circunstancia (dignidad ontológica, que no se puede perder ni eliminar), no puede dejarse al albur del juicio sobre la capacidad para comprender y actuar libremente, ni siquiera a la posibilidad bien real de que el ser humano libre se comporte de un modo no digno de su naturaleza de criatura amada y llamada a amar (dignidad moral que puede perderse DI 7; 22[4]). La declaración desautoriza expresa y contundentemente los empeños de poner el criterio de la dignidad en la capacidad de razonar, asignándole el nombre de persona sólo al «ser capaz de razonar» (DI 24; 9) y excluyendo de ello a los más débiles y menos capacitados.

Dos ejes principales de la teología de la dignidad

Adentrémonos ahora en la comprensión teológica de la dignidad, es decir, en un conocimiento que no se mueva en el terreno de ideología religiosa, sino en una exposición que, en diálogo permanente con otros saberes y cosmovisiones, busque presentar el contenido central histórico de la revelación sobre el misterio de la persona a partir de las realidades de la experiencia humana. DI reconoce los dos grandes terrenos en los cuales la dignidad ha de ser trabajada teológicamente. Los podemos llamar el «campo de la teología de la creación», predominante en la teología católica, donde el motivo de la imagen de Dios o iconalidad divina, tiene su papel estelar; y el «campo de la teología de la redención», donde está la cruz y la gloria de Cristo que es el Señor resucitado que se aparece a los discípulos dándoles paz con las señales del crucificado. La entrega kenótica de la encarnación, llevada al extremo del amor en la cruz, muestra la hondura del sentido cristiano de la dignidad. En ningún caso se trata de una ideología del sufrimiento por el sufrimiento, o una justificación del sometimiento y la dominación en virtud del sacrificio de Cristo[5], sino de la expresión máxima del amor en la entrega y el servicio, sin reservas y hasta las últimas consecuencias.

La comprensión cristiana de la dignidad humana pasa por ser imagen de Dios en el misterio pascual de Cristo y aporta dos notas especialmente densas y propias[6]: la primera es la finitud: el cristianismo tiene la imagen del hombre finito, también falible, frágil, vulnerable; la segunda, la aceptación incondicional de parte de Dios: Él ama al ser humano sin reservas, más allá de las situaciones particulares, sin poner condiciones ni tasas al amor. La doctrina de la justificación dice que el hombre puede ponerse condiciones a sí mismo, puede rehusar a abrirse al amor, porque es libre, pero Dios no renuncia a salirle constantemente al encuentro: eso es aceptación incondicional.

Para la fe cristiana la dignidad humana radica primariamente en el don de Dios que cada persona es, con su valor incondicional. Ese don engendra tarea: buscar a Dios, su creador y redentor, fundamento de su existencia, para corresponderle. Dios nos ha creado como Él es, para que le busquemos y le correspondamos. Le podemos buscar porque Él nos ha buscado primero; podemos amar porque Él nos ha amado primero. Corresponderle no sólo interesa al ser humano, sino que es la meta de la historia de Dios con el mundo– de la creación, la liberación en la historia y de la redención— pues esa correspondencia completa la verdad del hombre; en ella obtiene su paz y su derecho. Bien viene aquí recordar la sentencia de San Ireneo, de la que no se olvida la Declaración: «El hombre que vive es gloria de Dios; la vida del hombre consiste en la visión de Dios» (DI 20).

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Esta vocación de la persona a la comunión con Dios –dice la fe cristiana—halla su plenitud en Jesucristo: en Jesús se revela de forma definitiva no sólo quién es Dios, sino que se manifiesta también de forma terminante quién es el hombre: el aceptado definitivamente por Dios. En él revela Dios «el hombre al hombre», porque el misterio del ser humano se revela de forma definitiva y plena en el misterio de Jesucristo (GS 22). Con buenas razones se extiende DI en la consideración de cómo «Jesús afirmó el valor y la dignidad de todos los que son portadores de la imagen de Dios (…) devolviendo la dignidad a los “descartados” o a los considerados al margen de la sociedad» (DI 12; 19-21). Y así, llamando a hacer lo mismo que Él hizo, el Señor abrió el camino humano hacia la plenitud en el mandamiento nuevo de la caridad (1 Co 13,1-13).

La estructura relacional de la persona

Este modo de existir refleja un comportamiento relacional, que el pecado (sintetizado en el querer «ser como dioses») va a alterar mediante el ejercicio de una libertad autorreferencial e individualista al margen de los vínculos constituyentes de las personas y de búsqueda objetiva del bien (DI 26). La persona es imagen de Dios abierta al diálogo con su Señor, puesto que es un sí mismo («Ama al prójimo como a ti mismo», Mc 12, 31); y es imagen de Dios que se encuentra en relación con otros seres humanos, complementarios, cercanos, que son también ellos imagen del único Dios; es imagen de Dios representante ante el resto de los seres de la creación. Estos vínculos piden tener en cuenta diversas dimensiones de relación constitutiva, que se convierten en cauces de expresión de la dignidad.

Si el Dios que toma la decisión de crear es un plural en el singular («Hagamos»[7]), su imagen sobre la tierra –los hombres—deberán ser un singular en el plural[8]: La imagen de Dios (plural en un singular) que es el ser humano (singular en un plural) se encuentra expresada de un modo fundamental en la realidad dual y dialógica de la pareja humana («hombre y mujer los creó», Gen 1, 27), que significa y realiza en su sentido más nuclear la naturaleza social del hombre (cf. GS 12). En efecto, el hombre que corresponde a Dios es el hombre social –en relación— no el individuo por sí mismo. El mismo Dios comunidad de personas es el modelo y arquetipo de la sociabilidad, de ahí que los derechos comunitarios sean tan irrenunciables como los individuales.

Se pueden encontrar muchos auténticos fundamentos de la fraternidad humana, pero para la teología cristiana no hay ninguno del mismo calibre y valor que el de la paternidad divina que deriva de nuestra unión con Jesús, el Hijo muy amado. De la paternidad viene la filiación y fraternidad entre los hombres: porque somos hijos en el Hijo, somos hermanos. ¿Cómo invocar a Dios como Padre de todos si no aceptamos conducirnos como hermanos? Como dice la Escritura, «el que no ama no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). De ahí que el papa Francisco subraye en Fratelli tutti: «ese manantial de la dignidad humana y fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo» (FT 277).

Además, el dominio humano sobre la tierra debe corresponder a la voluntad y al mandato del Creador que ama a su creación (cf. Gen 1,28), sólo así el hombre realiza su imagen divina. El hombre debe cultivar y cuidar la tierra (cf. Gen 2,15) y disfrutar de ella. La rapiña, el expolio y la destrucción de la naturaleza se oponen a su derecho y a su dignidad. Por eso, al dominio del hombre sobre la tierra corresponde también su comunión con la tierra.

DI propone reservar al ser humano el concepto de dignidad y asignar el término de «bondad creatural» para el resto del cosmos (DI 28). Así aplica coherentemente las reflexiones de Laudato si´ y Laudate Deum, donde ha acuñado la expresión «antropocentrismo situado», alternativa frente al antropocentrismo y al biocentrismo, ambos desnortados. Descubrir y respetar este valor de «cosas buenas» (Gen 1,10.12.18.21.25) es un desafío maravilloso para la inteligencia humana, que lo debe elevar hacia la contemplación de la verdad de todas las criaturas, es decir, de lo que Dios ve de bueno en ellas. Al darles nombre a las cosas (cf. Gen 1,19-20), se reconocen las cosas por lo que son y se establece con cada una de ellas una relación de responsabilidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 373), haciendo un uso ordenado de todas las creaturas en el respeto y la promoción de la bondad propia de cada una ellas. El ser humano corresponde a esta dignidad suya a través de su responsabilidad en el presente abierto radicalmente al futuro, preparando un mundo habitable para las futuras generaciones (la clave de la sostenibilidad).

Voces críticas culpan a la imagen bíblica del hombre de la desconsiderada explotación de la naturaleza y la consiguiente crisis ecológica causada por la técnica moderna y por la sociedad industrial. El principio tecnológico de que todo lo que es posible hay que hacerlo, so pena de ir en contra del progreso de la humanidad, estaría en la misma entraña de la imagen bíblica de hombre de dominio sobre la naturaleza. Ante esas críticas, bien podemos responder con Pannerberg que «el secularismo moderno no puede gloriarse de su emancipación de las ligaduras religiosas y al mismo tiempo cargar la responsabilidad de las consecuencias de su absolutización sobre esos orígenes religiosos de cuyas limitaciones se ha liberado. Ciertamente la fe en el Dios uno y trascendente de la Biblia ha desdivinizado de hecho el mundo natural declarándolo ámbito de dominio del hombre. Sin embargo, el mundo natural sigue siendo propiedad del Creador, y la voluntad creadora de Dios sigue siendo criterio del dominio concedido al hombre como imagen de Dios. Este dominio no incluye, por tanto, el derecho a una utilización arbitraria»[9].

La verdadera libertad es signo eminente de la dignidad

En fin, el que el ser humano posea un valor único y una dignidad sin igual comporta la responsabilidad de las acciones que realiza o que omite, y ahí radica la libertad. Dios es «quien le descubre [al hombre] su carácter de libre, ratifica su índole personal y responsable: Adán está frente a Dios como un sujeto, un dador de respuesta, no como un objeto de su voluntad»[10]. Así, la dignidad del ser humano requiere que éste busque su realización no sobre todo en lo que él posee, sino en lo que es: «Lo que verdaderamente cuenta es lo que el hombre es más que lo que tiene» (GS 35). Y tal realización pide darse en libertad: «Sólo en libertad el hombre puede dirigirse hacia el bien» (GS 17); esa libertad es un signo patente de que es imagen y semejanza a Dios. La dignidad humana incluye la libre autodeterminación o autonomía, que no se opone ni contradice con el carácter de dependencia creatural del ser humano respecto de su Creador. Dios y el hombre no son competidores; al contrario, la libertad del ser humano como criatura se sostiene y potencia por la libertad creativa de Dios.

Esa dignidad «casi divina» con vocación de infinitud está basada en la idea de creación que hace posible y comprensible la universalización del mensaje cristiano de salvación[11]. Aún más, por estar el hombre completamente referido a Dios al tiempo que ser libre para esta referencia, el mensaje cristiano de salvación no es para la persona algo ajeno y heterónomo, sino expresión de la autonomía uncida a la creación[12]. Ciertamente, en grandes pensadores modernos como Descartes y Kant, DI descubre los ecos de la creación, sin olvidar sus cuestionamientos de algunos fundamentos de la antropología cristiana (cf. DI 13). En efecto, la autoafirmación de la razón en el giro de la subjetividad cartesiana acarreó una idea de la autonomía del autocercioramiento del sujeto con independencia del ser o no ser de Dios. Sólo en un segundo momento se ve obligado Descartes a reintroducir la idea de Dios, aunque invirtiendo el movimiento conceptual respecto de Tomás de Aquino, para quien el movimiento parte de Dios y retorna a Dios pasando por la mediación del hombre, mientras que en Descartes, el movimiento arranca del hombre y retorna al hombre a través del puente que traza la idea de Dios, esto es, el hombre es el presupuesto de Dios en tanto que condición de su propia posibilidad.

Kant es el que tuvo que hacer frente a las consecuencias éticas del paradigma de la subjetividad moderna: lo ético se emancipa de lo teológico, se hace natural y autónomo. En la autonomía se basa la dignidad del hombre. Ser ley y fin en sí mismo estriba para Kant en la libertad del hombre, que es un requisito necesario de la razón y fundamento de la verdad. El antropocentrismo según el cual el hombre se convierte en sujeto situado frente al resto de la realidad (objeto) es la base desde la que el filósofo de Königsberg comprende la dignidad humana de cada persona como valor incondicional, absoluto, incomparable, lo cual implica al menos: a) que la dignidad es un valor independiente de las condiciones sociales, la utilidad o las estimaciones subjetivas; b) que no se pueden establecer diferencias de grado en relación a la dignidad de las personas; y c) que, a diferencia de las cosas que tienen precio variable y sujeto al mercado, las personas no tienen precio sino valor que no puede comprarse ni venderse y está por encima de cualquier precio.

Kant da un paso más que Descartes: ya no necesita la idea Dios como fundamento de la certeza de sí mismo que tiene el sujeto moral, sino como horizonte que garantice la armonía del orden de lo moral con el orden natural. Para Kant, Dios –cuya idea es un postulado de la razón práctica— es un simple servidor de la dicha del hombre; en Tomás de Aquino, Dios es la felicidad suprema del hombre.

Aunque será Nietzsche, con su diatriba de maestro de la sospecha nihilista, quien lleve hasta sus últimas consecuencias esta autonomía emancipadora, decidiendo «la existencia de un mundo sin Dios y sin prójimo, de los que se deducen una realidad sin origen (verdad) y una historia sin destino (esperanza)»[13]. Para lo cual sentencia la muerte de Dios como auténtica consumación de la libertad humana en el salto a lo sobrehumano. Así la autonomía moderna se creía vanamente que llegaba a ser realmente autónoma, al romper todo vínculo con Dios, pero estaba abriendo el camino al abismo y de la angustia. Afortunadamente, aquel punto no fue el final de la historia ni tampoco de la filosofía[14].

Coherencia ética de un personalismo no emotivista

DI llama a una mayor correlación en la manera de abordar las diversas problemáticas morales y a que el juicio moral en los distintos ámbitos vaya precedido por las mismas actitudes de rigor, respeto, discernimiento y prudencia requeridas, a fin de estructurar debidamente un pensamiento moral y un discurso rigurosos[15]. En el fondo, tanto en los asuntos de carácter social como en los de carácter personal entra en juego el ser humano entero y se debaten aspectos esenciales de la vida. Aquí late la llamada a tener en cuenta «una ética coherente de la vida» que defendió el cardenal Bernardin frente a los que en EE. UU. ponían toda la fuerza en el tema del aborto[16], utilizando la metáfora joánica de la «túnica sin costuras» (Jn 19,23) para referirse a la relación y consistencia de los temas de la protección de la vida en los que la dignidad humana está en juego. Esa es también la coherencia del Concilio en su impresionante descripción de Gaudium et spes 27 en el que se pasa revista a los ultrajes de la dignidad. El papa Francisco comparte este enfoque: «La defensa del inocente que no ha nacido debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte»[17].

Lo tremendo es que los ataques a la dignidad que describe el Concilio siguen dándose (pobreza, guerra, genocidio, condiciones de los migrantes, aborto, eutanasia y suicidio asistido, trata de personas) y a esa lista se han sumado nuevos temas, bien porque las tecnologías los hacen ahora posibles como acontece con la maternidad subrogada o la violencia digital, bien porque las ideologías los pongan en el candelero como lo que se refiere a la teoría de género[18], o porque la conciencia se haya acentuado como sucede con la exclusión y el descarte de personas con discapacidad, los abusos sexuales o las violencias contra las mujeres. DI trata trece temas en los que se viola la dignidad humana.

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En el centro de la ética social cristiana está la concepción de la dignidad de la persona y de la sociedad como una comunidad de personas. Se trata, pues, de mirar a la persona humana en lo que es y debe llegar a ser según su propia naturaleza social. Y se trata, también, de mirar a la sociedad como ámbito de vinculación, desarrollo y liberación de la persona. En ella es en donde ha de ser tutelada su dignidad y reconocidos y respetados sus derechos, fundados en esa misma dignidad.

No hace falta insistir en que la comprensión cristiana de la dignidad nada tiene que ver con la subjetivización emotivista de la moral, donde la dignidad se pone en la actuación según la libre opción personal y un marco axiológico subjetivo en el que no se necesitan las referencias morales objetivas de la verdad y el bien. Esta reducción emotivista, hermana del «todo vale lo mismo» con tal de que sea preferido (o de su otra cara que anula diferencias), no es inocua y acaba yendo contra el respeto a la dignidad, porque anestesia contra la indignación e impide el discernimiento moral.

Si, cuando en 1965 los padres conciliares aprobaron ese texto de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo, ya no se podía presuponer fácilmente la ignorancia sobre la existencia de las lacras enumeradas, hoy con mayor certeza podemos asegurar que ha desaparecido cualquier coartada de desconocimiento, aunque permanezca la más temible del «conocimiento inútil» (J. F. Revel). Paradójicamente, mostrarlo y exhibirlo todo, desemboca en la inmunización contra las peores calamidades; la inundación de datos paraliza la comprensión y, sobre todo, aumenta «la tolerancia a lo intolerable» y «la banalización del espanto» (P. Bruckner). Metidos como estamos en el campo magnético de «la cultura de la virtualidad real», circulante a través de la tecnología, se da una alteración de la conciencia moral que a duras penas es capaz de ser «norma interiorizada de la moralidad» para percibir la realidad, discernir el bien del mal, y elegir y actuar en consecuencia.

Derechos humanos universales fundados en la dignidad humana

La dignidad humana no es derecho en sí, sino condición esencial para la elaboración y construcción de los derechos fundamentales. Los derechos humanos no son capacidades reconocidas socialmente para expresar y realizar preferencias individuales y deseos subjetivos (cf. DI 25). Cuando se desvinculan de los deberes se transforman en armas subjetivas arrojadizas contra los demás. Tampoco son creados arbitrariamente por la sociedad, sino inherentes a la condición humana, fundados en la naturaleza y dignidad de las personas, por eso la sociedad tiene el deber insoslayable de asegurarlos y protegerlos.

Si esa sagrada expresión «dignidad» es sinónimo del valor que se le reconoce al ser humano por el solo hecho de serlo, para que no quede en un formalismo abstracto debe concretarse todo lo posible. La Doctrina social de la Iglesia (DSI) ha hecho y hace ese proceso de reconocimiento efectivo de la dignidad marcando tres criterios fundamentales: la satisfacción de las necesidades humanas esenciales, el ejercicio de las libertades básicas y el establecimiento de las relaciones constitutivas. Especificar las condiciones concretas para la realización de la dignidad ha sido uno de los empeños constantes de la DSI, como atestigua la tradición católica de los derechos humanos[19]. Expresándolo con claves de la filosofía moderna, podríamos decir que el «registro kantiano» de la dignidad debe ser completado por las condiciones históricas que la garantizan y que son, por esa misma razón, políticamente exigibles («registro hegeliano»).

La DSI busca defender los derechos de la persona (individuo como sujeto de derechos), pero sin descuidar los derechos que tienen como sujeto a la comunidad y los vínculos sociales. Es punto débil de la tradición liberal de los derechos el haber pasado por alto el aspecto social y comunitario de la libertad de la persona, la que se expresa como amistad cívica o solidaridad. Los derechos humanos universales presuponen la existencia de una comunidad moral a la que todos los seres humanos pertenecen. Como mínimo, ser tratado justamente significa ser tratado como miembro de esta comunidad y de acuerdo con la dignidad humana común compartida por todas las personas.

Defender la dignidad exige concreción

Aunque DI insiste en todas sus páginas en el carácter inalienable y el valor absoluto de la dignidad, tiene también conciencia de la necesaria concreción social y de una comprensión no abstracta de la dignidad (DI 31), siguiendo las pautas del magisterio social de Francisco. La sección 4ª dedicada a revisar trece violaciones graves de la dignidad –incluida por expresa petición del pontífice— lo deja patente. En realidad, ese modo de bajar al terreno de lo concreto pertenece al núcleo mismo del Evangelio de Jesucristo y, como no podía ser menos, también de la DSI desde Rerum novarum.

León XIII plantea una ética política que defiende a la persona de la dominación del Estado y una ética económica según la cual las necesidades materiales deben recibir al menos una atención mínima si la dignidad se respeta en la sociedad. En este sentido, aparecen afirmados los derechos a la alimentación, vestido, vivienda y a un salario adecuado, apuntando hacia la necesidad de un nuevo orden institucional. Veía la propiedad privada como un medio instrumental importante para la protección de esos derechos. Es cierto que los escritos leoninos expresan una tendencia patente a definir las condiciones de la dignidad humana en términos de criterios negativos, así como a considerar la estructura orgánica y jerárquica de la sociedad como medio necesario para la protección de la dignidad.

Pío XI introduce la valoración positiva del cambio institucional dentro del empeño por aquilatar las exigencias que comporta la dignidad humana. La persona continúa siendo el centro y la referencia primera, pero las relaciones sociales e institucionales pasan a considerarse procesos vivos dentro de los cuales las personas, en sus interacciones, realizan y actualizan su dignidad trascendental. Reclamar el desarrollo de instituciones sociales que protejan la dignidad de acuerdo a la norma de la justicia social introduce una visión más dinámica de las condiciones de la dignidad en la ética social católica, y trunca la noción de instituciones preestablecidas, fijas e intocables. La importancia alcanzada por el principio de subsidiariedad en Quadragesimo anno es señal inequívoca de este significativo cambio.

Pero fueron tanto el tratamiento de la complejidad social que hizo Juan XXIII como la conciencia de historicidad y socialización del Concilio Vaticano II los que de una manera clara realizaron un completo desarrollo de la relación efectiva entre libertad personal, interacción social y estructura institucional. A partir del Concilio, Pablo VI y el Sínodo de 1971 sólo tuvieron que aplicar lo elaborado a la noción de desarrollo integral y al significado de la justicia social, afirmando que la libertad personal es simultánea y necesariamente social e intrínsecamente dependiente de las estructuras sociales en un proceso dinámico.

El papa Juan dio al mundo toda una visión de los derechos humanos que, sacando la mejor sabiduría de tradición católica, perforaba sin equidistancias ni componendas las barreras ideológicas que el Muro de Berlín se encargaba de representar con desvergüenza. Para hacerlo recurrió a la dignidad de la persona humana, como valor normativo concreto que toda la tradición había buscado defender y poner como fundamento de los derechos humanos. Desde luego, no se olvidaba de advertir que esta defensa se había ido dando en diferentes contextos, respondiendo a cambiantes situaciones históricas y modulándose a lo largo del tiempo. Así han seguido haciendo los papas del postconcilio.

La interconexión de los derechos: integralidad y dignidad

La tradición que vive tal evolución del concepto de dignidad tiene en Pacem in Terris un punto neurálgico con la afirmación de los derechos humanos como derechos civiles, políticos, sociales económicos y culturales. Es una declaración de derechos que precisamente porque los funda en la dignidad humana, entendida ésta teológica y filosóficamente, puede hacer una lectura desde la autonomía de la persona, entrando en diálogo amistoso y fructífero con la ética civil y su declaración de derechos de 1948, sin renunciar a la dimensión teónoma de la ética: el ser humano, imagen de Dios, criatura finita y aceptada incondicionalmente por su Creador, al tiempo que llamado a poner en pleno rendimiento las posibilidades de su razón y libertad, como expresión de su dignidad.

La afirmación diferenciada de los derechos por mor de tener en cuenta las condiciones sociales de la dignidad ha sido magníficamente descrita por el teólogo David Hollenbach, como un proceso de doble vía[20]: por una parte, la vía de la identificación de distintas áreas de la personalidad humana con sus necesidades, libertades y relaciones que deben protegerse para que exista una vida digna. Según este criterio, encontramos derechos corporales, políticos, de movimiento, de asociación, económicos, sexuales y familiares, religiosos y de comunicación. Por otra parte, la vía de tres niveles en círculos concéntricos en los que las diferentes necesidades, libertades y relaciones se expresan: en el primero encontramos derechos personales; pero, al ser la dignidad de la persona un atributo de los individuos mediada socialmente, necesitamos derechos sociales en tanto que obligaciones de la sociedad para con sus miembros. El tercer nivel es el de los derechos instrumentales que se refieren a las condiciones que deben estar presentes en las institucionales básicas para proteger la dignidad. Mientras que el núcleo de los derechos personales ha sido defendido consistentemente a lo largo de la tradición de la DSI, ha habido cambios mayores en los derechos sociales y sobre todo en los derechos instrumentales.

La moral social católica se da cuenta del peligro de que los derechos así diferenciados pasen a clasificarse en secciones de la vida aisladas entre sí, en compartimentos estancos. La introducción del derecho al «desarrollo integral» por parte de la DSI (en lo que ésta fue pionera) va a ser la pieza maestra para articular la interconexión de los derechos. Recordemos unas palabras de Benedicto XVI en su última encíclica Caritas in veritate dedicada a reflexionar sobre el desarrollo: «El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad» (CV 51).

La tradición católica reconoce que los derechos tienen historia y que se han ido aceptando y formulando en un proceso evolutivo –«conciencia progresiva», dice DI—sometido a tensiones y fluctuaciones donde se ha dado un desarrollo doctrinal para responder con la luz del Evangelio a los signos de los tiempos que van marcando la experiencia humana. Reconocemos ese tipo de respuesta presente en Fratelli tutti, una «Carta Magna de las tareas actuales para salvaguardar y promover la dignidad humana» (DI 6).

  1. H. Denzinger – Hünermann, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Bolonia, EDB, 2012, n. 806.

  2. J. Moltmann, El hombre. Antropología cristiana en los conflictos del presente, Salamanca, Sígueme, 1980, 29.

  3. Cf. K. Rahner, «Filosofía y teología», en Escritos de Teología, t. VI, Madrid, Cristiandad, 2007, 83-93.

  4. DI recuerda cómo algunos Padres de la Iglesia como san Ireneo o san Juan Damasceno establecieron una distinción entre la imagen (horizonte ontológico) y la semejanza (moral y existencial), dando de ese modo una visión dinámica de la dignidad humana (DI 22).

  5. Jürgen Moltmann criticó que en la teología de la cruz luterana no se apreciase «la fuerza liberadora de la cruz, la elección de los humildes que avergüenza a los de elevado rango…, sino que resalta la mística del sufrimiento y el humilde sometimiento», en: J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca, 1975, 111.

  6. Cf. D. Mieth, «Imagen de hombre y dignidad humana ante el progreso de la biotécnica», en M. Rubio, V. Gómez Mier y V. García (eds.), La ética cristiana: horizontes de sentido, Madrid, Perpétuo Socorro, 2003, 579-597, pp. 594ss.

  7. Distintas interpretaciones se han dado al plural «Hagamos»: plural mayestático, Elohim; plural deliberationis, es decir, como deliberación de Dios con su propio corazón (Cf. W. H. Schmidt, Die Schöpfungsgeschichte der Priesterschrift, Neukirchen, 1967, 120ss.; C. Westermann, Genesis, Kap 1-11, Neukirchen, 1976, 203ss.; H. W. Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, Salamanca, Sígueme,1975).

  8. La teología de la Iglesia primitiva vio en este cambio consciente de singular a plural y de éste a singular una revelación de la Trinidad. Este texto es una de las raíces de la posterior comprensión de Dios como el uno y trino a la luz del Evangelio de Jesucristo.

  9. W. Pannenberg, Teología sistemática II, Madrid, 1996, 220-221.

  10. J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander, Sal Terrae, 1988, 34.

  11. Entre los pensadores antiguos precedentes del sentido del universalismo cristiano, DI cita a Cicerón y su tratado De Officiis, tan afín y cercano al pensamiento estoico que fue el primero en proponerlo (DI 10).

  12. W. Kasper, Teología e Iglesia, Barcelona, Herder, 1989, 247.

  13. O. González, de Cardedal, Raíz de la esperanza, Salamanca, Sígueme, 1995, 85.

  14. DI cita algunos grandes pensadores cristianos –Newman, Rosmini, Maritain, Mounier, Rahner, von Balthasar y otros— que han logrado proponer una visión del hombre que puede dialogar válidamente con todas las corrientes del siglo XXI, cualquiera que sea su inspiración, incluso posmoderna (cf. DI 13, nota 25).

  15. B.-M. Duffé, «Conciencia moral y Magisterio católico», en D. Mieth (ed.), La teología moral ¿en fuera de juego?, Barcelona, Herder, 1995, 178.

  16. Defender una «ética coherente de la vida» exige que los políticos no seleccionen segmentos de la agenda moral católica con fines partidistas y que los obispos no se polaricen hacia uno de los temas, por importante que éste sea, para apoyar o atacar a un determinado candidato o partido.

  17. Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, n. 101.

  18. Ante preocupaciones que le ha presentado la religiosa Jeannine Gramick, el papa Francisco aclara en una carta dirigida a ella: «I understand the concern about that paragraph in Dignitas Infinita, but it refers not to transgender people but to gender ideology, which nullifies differences. Transgender people must be accepted and integrated into society», New Ways Ministry (1º de mayo de 2024).

  19. D. Hollenbach, Claims in Conflict. Retrieving and Renewing the Catholic Human Rights Tradition, New York, Paulist Press, 1979; Id., Global Human Rights: An Interpretation of the Contemporary Catholic Understanding, en C. E. Curran y R. A. McCormick (eds.), Moral Theology n. 5. Official Catholic Social Teaching, New York, Paulist Press, 1986, 366-383.

  20. Cf. D. Hollenbach, Claims in Conflict…, cit., 89 s.

Julio L. Martínez
Fue rector de la Universidad Pontificia Comillas desde 2012 hasta 2021. Catedrático de Teología Moral, ha sido director del Instituto de Migraciones, de la Cátedra de Bioética y vicerrector de Investigación. Su principal campo de estudio es el de religión y política, combinando teología y filosofía.

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