Pastoral

La caridad, un «lugar teológico»

© shane-rounce / unsplash

¿Es la caridad un «lugar teológico»? Se habla de «lugar teológico» como uno de los «diversos ámbitos a partir de los cuales la teología puede elaborar su propio conocimiento o de las diferentes fuentes a las que recurre: la Escritura, la tradición, los Padres, el magisterio, la liturgia, etc.»[1], según la definición dada por el teólogo Melchor Cano en el siglo XVI[2]. Si de lo que se trata es de ordenar de manera sistemática el discurso argumentativo que se puede tener sobre Dios, entonces la caridad tiene pocas posibilidades de ser considerada un «lugar teológico». En efecto, es una experiencia de límites inciertos, con un lenguaje a veces vacilante y aparentemente muy frágil. El ámbito de la caridad no remite a elementos bien definidos, sólidos, estables y ordenados, como ocurre, por ejemplo, con un texto escrito. De hecho, todas las fuentes teológicas citadas por Melchor Cano son textos; pero con la experiencia ya no tratamos con argumentos que se pueden sopesar, comparar, etc. ¿Cómo entonces, partiendo de aquí, se puede ir hacia un discurso argumentativo?

Dicho esto, se podría observar que las fuentes citadas por Melchor Cano se refieren en efecto a experiencias, comenzando por las Escrituras, que para nosotros son la huella de la experiencia de Dios hecha por un pueblo y numerosos testigos. Conviene también añadir que la teología no se reduce a una recopilación de argumentos, sino que busca presentar la historia de la alianza y el acontecimiento de la salvación y dar cuenta de ello en un lenguaje comprensible. Por lo tanto, no solo se debe decir que la «caridad» es un lugar teológico, sino mucho más, que es el lugar por excelencia de la iniciación a la vida en Dios. El encuentro con Dios, de hecho, nos hace experimentar su amor. Por lo tanto, una teología que no esté centrada en el amor corre el riesgo de alejarse de su fuente, de secarse. Y luego, a partir de aquí, ¿no deberíamos sostener que toda experiencia de un verdadero amor introduce potencialmente al conocimiento de Dios?

Afirmar esto significa subrayar que el conocimiento de Dios no es en primer lugar una cuestión de doctrina, por más que esté correctamente expresada, sino que es un encuentro, una acogida y un camino hecho juntos, donde la relación con los demás y la relación con Dios están íntima e indisolublemente entrelazadas. Aquí está en juego el concepto de revelación propuesto por el Vaticano II: «Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas»[3]. En otras palabras, la revelación no es solo una doctrina, sino que son hechos, obras realizadas por Dios, asociadas a palabras que nos permiten comprenderlas y comprender a Dios. Por esto Juan puede escribir: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4,7). Si las palabras se separan de lo vivido (del amor del que se beneficia), entonces corren el riesgo de secarse.

Este conocimiento de Dios, que es acogida de su amor, es llevado por las comunidades cristianas, y por cada uno de sus miembros, en su manera de hacerse presentes a aquellos que encuentran. De esto se entiende que los compromisos caritativos y las luchas por la justicia no son para la Iglesia una actividad secundaria, periférica, respecto al núcleo de la fe, sino que para los cristianos y para las comunidades se trata de un encuentro con su Señor y de una manera de difundir el Evangelio del Reino. «Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia»[4]. El vasto mundo de la caridad constituye para la Iglesia la ocasión para reflexionar de nuevo sobre el lugar que para ella tiene la solidaridad: no un aspecto accesorio de la comunidad, sino una realidad que significa el corazón de su fe, de su experiencia de Dios, cuando deja pasar en ella, y por medio de ella, el amor que Dios le comunica.

¿Qué significado particular asume hoy este llamado a amar, que permite conocer a Dios? Esta pregunta nos obliga a proponer una lectura del contexto actual, que es el de la globalización neoliberal. A partir de aquí, nos podremos preguntar qué rasgos del rostro de Dios se ponen de relieve en este caso. Y cómo podría nacer una manera diferente de estar en el mundo.

¿Cuáles son los énfasis específicos para la caridad hoy?

La globalización permite a innumerables actores ponerse en relación. De por sí, es una buena noticia, excepto cuando la lógica de la competencia toma el control, hasta pretender regular de manera exclusiva todas las relaciones sociales y humanas. Entonces, cada actor se siente inseguro; se le plantea la cuestión de su propio valor, del lugar que puede tener y de su propia utilidad. Algunos – los más frágiles, los menos eficientes – se sentirán cuestionados en sus razones de estar en el mundo, en su misma existencia.

Se entiende entonces que personas, empresas e incluso regiones, países o continentes enteros vivan en la angustia de quedar como actores individuales, portadores de una historia y de una riqueza que solo ellos pueden expresar. Algunas islas corren el riesgo de ser sumergidas; minas devastan regiones enteras, mientras nuevas prácticas productivas desestabilizan las economías locales. Los ejemplos son innumerables. Y esto provoca reacciones de todo tipo, que a menudo contribuyen a hacer las relaciones aún más brutales.

Frente a todo esto, nos parece que la caridad enfoca la atención en tres puntos: 1) no se resigna al hecho de que las relaciones humanas sean reguladas por una lógica puramente contable; 2) busca siempre alcanzar a aquellos que «no cuentan» y que viven «a la sombra de la muerte» (Lc 1,79), para mantener con ellos los lazos de una historia compartida; 3) al hacerlo, nos obliga a redescubrir la importancia de esos lazos que nos llaman a la vida y nos mantienen en la existencia.

La «caritas»: resistencia a la invasión de las lógicas contables

En el ámbito de los intercambios institucionales, cada uno busca expresar lo que tiene de único. Cada uno se presenta a los demás y trata, con sus gestos, sus palabras y sus acciones, de comunicar su ser a los otros, de compartir con ellos el ser extraordinario que es y que sigue siendo en gran parte un misterio incluso para él mismo. Para hacer esto, está obligado a inventar nuevas maneras de expresar su singularidad, con el fin de hacerla accesible y comprensible a los demás.

Cuando el ámbito de los intercambios está dominado casi exclusivamente por la competencia, cada uno, instintivamente, tenderá a expresarse en la modalidad de lo que se puede comparar, medir, calcular. Como dice Byung-Chul Han: «En el régimen neoliberalista, la sociedad industrial masificada se transforma en una sociedad del rendimiento, en la que competimos con el fin de incrementar nuestro desempeño»[5]. Pero entonces, lo que en cada uno es único pierde interés, porque, por definición, no se puede comparar lo que es singular. Cada uno se ve, por lo tanto, obligado a dejar de lado sus cualidades propias, a favor de lo que puede entrar en el juego de la competencia, que es del orden de las capacidades medibles, de una eficiencia objetivable. Esta disciplina permite a los actores mantener su lugar en el campo de los intercambios calculados, pero difícilmente les permite decir quiénes son. ¿Vamos entonces hacia la extinción absoluta de las singularidades? No, ciertamente, porque las singularidades nunca renuncian a expresarse, pero todo lo que les queda para hacerlo son espacios marginales (vida privada, círculos de amigos, relaciones interpersonales), o bien modos de expresión accesibles solo a una pequeña minoría (la creación artística, literaria, los pasatiempos).

A muchos, privados de los lugares y los medios para decir quiénes son, solo les queda su enojo para hacerse escuchar. Se convierten en fervientes defensores de una identidad nacional, cultural o religiosa puesta por encima de las demás, a menudo ampliamente reinventada para la ocasión y políticamente instrumentalizada[6]. O bien se vuelven destructivos y violentos, pero entonces solo muestran una caricatura de sí mismos. En cualquier caso, un mundo que se organiza casi exclusivamente sobre la base de intercambios calculados se vuelve ciego a las singularidades: en él todo es estandarizado, homogeneizado, predecible y aplanado. Todo se mide, pero lo que es verdaderamente nuevo corre el riesgo de pasar completamente desapercibido.

Ahora bien, la verdadera novedad – quizás la única que esté a nuestro alcance – proviene, como ha subrayado Hannah Arendt, de la «actualización de la condición humana de la natalidad»[7]. El nacimiento de un nuevo ser, fenómeno absolutamente incalculable, es lo que verdaderamente sorprende al mundo. Y tales nacimientos no pueden ocurrir sin amor. Por eso, la caridad puede ser vista como aquello que lucha con todas sus fuerzas contra la reducción del mundo a un sistema de intercambios calculados. Lo hace con múltiples medios, y hace sentir su llamado cada vez que se rechaza la ley de la competencia, cada vez que se consideran otros criterios que, de una forma u otra, dicen que el otro es considerado por lo que es, y no por lo que puede aportar.

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Hacer historia con los olvidados

Un mundo dominado por la competencia realiza una formidable obra de clasificación no solo de las prestaciones, sino también de las personas. Al final de la clasificación se encuentran aquellos que no son suficientemente eficientes. Ellos se vuelven invisibles a los ojos de los demás, porque no tienen la posibilidad de demostrar una utilidad en las diversas operaciones en las que estamos implicados[8]. Entonces, se quedan sin puntos de apoyo, reducidos a vivir de asistencia; no son llamados a dar su contribución a la edificación del mundo; son humillados, porque prácticamente no disponen de medios para decir quiénes son, para hacer percibir el tesoro singular que llevan. La caridad no puede aceptar este tipo de situación. Para ella, estas marginaciones son el signo de una profunda ruptura del vínculo social. Invirtiendo esta lógica, la caridad pone su energía y su alegría en encontrar a estos actores marginados y no se da paz hasta alcanzarlos; y hace esto solo por el simple placer de redescubrir estas voces y estos rostros que podrían haber desaparecido.

Aquellos que son descuidados obligan a los demás, si quieren encontrarlos, a salir de una lógica de cálculo de la eficiencia. Nos empujan a ir hacia lo esencial: redescubrir que nuestra vida no depende de un puesto asignado en una clasificación, sino de un encuentro en el que la unicidad de cada uno es llamada y puede manifestarse. Entonces, se privilegia una relación del tipo «alianza»: cada uno se compromete verdaderamente frente al otro porque es él, y no porque espera obtener una ganancia a cambio. Esto es lo que permite a cada ser compartir con los demás el tesoro que es.

Este tipo de relaciones también lleva a escribir una historia, porque da vida a todos a través de lentas germinaciones, eventos, transformaciones, revelaciones, etc. La vida que surge así de una alianza recupera su relieve, su vigor y su capacidad de hacer nacer algo nuevo. Cuando es la caridad la que comanda, aquellos que suelen ser olvidados reciben de hecho un lugar central. Porque son ellos los que nos obligan a salir de las lógicas contables; son ellos los que reconducen a la fuente, a la verdad de las relaciones que realmente dan vida. Esto ocurre con la alegría y la paz que se dan en el encuentro con los más frágiles.

Redescubrir los lazos que llaman a la existencia

Mediante el término «alianza» se recupera una manera de comprometerse verdaderamente con el otro, de modo que éste se sienta llamado y también descubra su capacidad de llamar a otros. En la época actual, estos lazos de alianza han sido puestos a dura prueba, a veces comercializados, a menudo devaluados. Sin embargo, son ellos los que permiten que la singularidad de cada uno se exprese, no en forma de un monólogo, de una larga búsqueda personal de sí mismo, sino en una relación. Esta puede asumir la forma de una obra común. También debe poder generar un mundo en el que cada uno sea invitado a aportar esa contribución que solo él puede dar.

La caridad entonces irriga el campo de la política, donde generalmente le resulta difícil hacer oír su voz: es una voz que no habla principalmente de relaciones de poder, sino que se basa en la confianza y produce justicia. En la perspectiva de la caridad, el mundo puede ser visto como una red de llamados desde la cual somos constantemente impulsados a la existencia. Deja de ser un campo de competencia. La importancia atribuida a estos lazos capaces de motivar la singularidad de los seres obliga a salir de la visión – común en la filosofía política – del actor como un individuo equipado desde el principio para operar en el mundo. En efecto, nadie ha podido hablar sin haber sido llamado a hacerlo. No nacemos ya adultos, como monadas capaces de vivir sin los demás. Nacemos dependiendo de otros para vivir, y aunque, al crecer, pretendamos olvidarlo, sigue siendo un hecho que nuestra felicidad y nuestra vida son siempre relacionales.

Redescubriremos, entonces, cuánto dependemos unos de otros, y cuál es nuestra responsabilidad como seres humanos que poseemos esta capacidad de llamar a otros. Un hombre que había vivido mucho tiempo en la calle lo expresaba así: «Estoy en camino para encontrarme a mí mismo; creo que eso ya es bastante. Porque cuando uno se pierde a sí mismo, pierde a los demás, y después, al final, en verdad son los demás quienes te hacen encontrarte a ti mismo. Es al encontrar a los demás que uno se encuentra a sí mismo. En fin, no lo sé, pero digo que no se puede amar a uno mismo si no se ama a los demás»[9]. Este hombre demuestra una profunda sabiduría, fruto de su experiencia: existe, de hecho, una estrecha relación entre perderse a uno mismo y perder a los demás. Y viceversa: encontrar a los demás permite encontrarse a uno mismo.

Obviamente, insistir en la importancia de los lazos no significa rechazar todo cálculo y soñar con una sociedad sin contabilidad. Esto sería una forma de ignorar la justicia en nombre de la caridad. De hecho, ninguna sociedad puede prescindir de las formas de medición, ni de los intercambios comerciales o las transacciones. Pero una sociedad se vuelve idólatra cuando empieza a pensar que son las clasificaciones en las diferentes escalas de comparación las que dicen la verdad sobre quiénes somos y las que nos dan la vida.

La caridad renueva el conocimiento de Dios

A partir de estos tres puntos a los que la caridad hoy nos invita a prestar especial atención, ¿qué rasgos del rostro de Dios se destacan particularmente? El compromiso con aquellos que «no cuentan» contrasta con las formas de clasificar que prevalecen en cada sociedad. Estas clasificaciones no dicen la verdad sobre los actores, porque su singularidad continuamente les escapa, ni sobre lo que realmente da vida, porque tienden a fijar a las personas en posiciones que ya no permiten la libertad. De hecho, aquellos que sirven como referencia y son colocados en lo alto de este tipo de escala de clasificación a menudo muestran su insatisfacción. Sin duda, esta insatisfacción genera discusiones acerca de qué es lo que cuenta. Ninguno de ellos es del todo apropiado, y cada uno puede ser cuestionado sobre la base de otros criterios, más amplios y más respetuosos. Estas negociaciones permanentes no son inútiles y permiten en parte que la justicia progrese.

Pero la caridad hace una crítica mucho más radical a los sistemas de clasificación: lo que cuestiona no es tanto la forma en que se hacen los cálculos, sino el hecho mismo de calcular. Más precisamente, cuestiona el hecho de que se dé un peso desproporcionado a los varios criterios que se pueden invocar (eficiencia, valor de mercado, notoriedad, autoridad social, capacidad de influencia[10]), como si nuestra vida pudiera depender de ellos. La caridad se opone a que estos criterios sean establecidos como referencia última, como cuando una mala posición según uno de estos criterios provoca la expulsión de lo que es digno de interés. Ella revela el hecho de que se trata simplemente de una versión moderna del ídolo.

Por otra parte, la alegría y la fecundidad que nacen del camino hecho junto a aquellos que «no cuentan» nos introducen en la realidad de la cuestión de la verdad: ¿qué se revela como verdadero en el transcurso de las múltiples relaciones que tenemos? ¿No es acaso aquello que intercambiamos cuando compartimos un poco de lo que somos, y que continuamente nos escapa? ¿No indica esta alegría que aquí se encuentran los cimientos seguros sobre los cuales construir? Se trata de un fenómeno paradójico, porque nadie puede pretender dominar este juego de llamados recíprocos.

¿No debe buscarse la verdad precisamente en este «dejar la presa»? Entonces, se descubre viva y no rígida, feliz y no manipuladora, humilde y no arrogante, dulce y no brutal. Esta verdad es creativa, da origen a todo su mundo. Está íntimamente ligada al amor, porque es cierto que «la verdad es un proceso relacional»[11]. ¿No tiene la verdad de nuestro Dios esta forma y este sabor? Es algo diferente a una verdad que se presenta como impuesta desde arriba, pero que al final tendría algo de violento. El camino hecho junto a aquellos que normalmente son olvidados permite acercarse a otra verdad, que está más del lado de la confianza que de las certezas; desde ahí se abre un camino que hace accesible al Dios vivo y verdadero, aquel que es amor.

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Un Dios contagioso

Los lazos del amor nos permiten experimentar la libertad. Primero porque relativizan de manera radical todas las pretensiones de éxito, las imágenes que se presentan como modelos (y que a menudo son pequeños tiranos). Pero la experiencia de la libertad iniciada por la caridad no se detiene ahí. Porque el amor siempre está asociado a un compromiso, y por lo tanto a decisiones que presuponen una implementación de la libertad. Si permanece simplemente como un sentimiento fugaz, no es verdaderamente amor. Quien es amado de esta manera lo sabe bien, cuando descubre que ha sido reducido a un objeto que sirve para satisfacer fantasías. Hacer historia con los más frágiles implica entrar en una relación de alianza. Se trata de establecer un vínculo sin condiciones previas (no me comprometo para obtener un resultado de ti, sino solo porque eres tú), sin un plazo fijo (mi compromiso no es un contrato a tiempo determinado), y capaz de superar las decepciones y las respuestas insatisfactorias.

El tipo de compromiso al que conduce la caridad nos permite redescubrir a nuestro Dios como «Aquel que hace alianza», quien siempre busca restablecer con la humanidad los vínculos comprometidos. Para hacerlo, se arriesga a sí mismo frente a su pueblo, se compromete incondicionalmente en una relación que no tiene intención de poner en duda, sin importar la respuesta, o la falta de respuesta. Y cuando se presenta de este modo, pide a cambio una palabra que pueda resonar con la suya, y más que una palabra, pide la apertura de todo el ser hacia el otro. Apuesta por la capacidad de su interlocutor de responderle con la misma disposición que tiene él. Desde el principio, ve en el otro a un ser libre, también capaz de comprometerse desde lo profundo de su ser.

Así, Dios, ofreciendo su amor que libera, comparte con la humanidad lo que él es. Dando a su interlocutor la posibilidad de unirse a su vez, como él mismo hace, lo introduce en su modo de ser y lo hace entrar en la danza trinitaria. Nuestro Dios es contagioso. El vínculo de la caridad que experimentamos es una fuente que permite verificar la fecundidad de la relación de alianza. Se puede decir muy simplemente que constituye una iniciación, a gran escala, a la vida divina.

Una prueba extraordinaria

La prueba del tiempo también nos permite ver qué produce esta relación de alianza. Hace nacer seres que tienen el coraje de hablar, de compartir con los demás lo que llevan dentro, y hasta lo que son. Es así como se hace sentir la singularidad de cada uno: nunca completamente revelada, siempre un poco misteriosa, capaz hasta el final de sorprender y suscitar asombro. Aquí es donde se manifiesta el poder de Dios, el acontecimiento de su amor. Este poder, en general, debe enfrentarse a muchas tormentas y reconsideraciones, señal de que el amor siempre está en lucha: contra la desconfianza, contra el miedo, contra la seguridad de formas familiares que nos hacen aferrarnos a las costumbres. Pero el amor nunca se rinde. Su fuerza se expresó en su máximo grado en la cruz.

Allí, los reflejos de la clausura son delicadamente invertidos para lograr lo contrario de lo que pretendían. Querían capturar, apoderarse de ese hombre y silenciar sus palabras que molestaban: pues bien, ahí lo tienen, completamente a su merced. Así, la violencia lleva a este don: fracasa en su objetivo, que era el de silenciar. Al contrario, he aquí las más bellas palabras de alianza que jamás se hayan pronunciado: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes» (Lc 22,19). «Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre» (1 Cor 11,25). Y he aquí que el hombre violento puede encontrarse aquí, simplemente aceptándolo, beneficiándose también de este don: es precisamente lo que le ocurre al centurión al pie de la cruz (cf. Mc 15,39). Él es así liberado de su pecado, no con una capitulación humillante, sino porque Dios mantiene su invitación hasta el final, hasta el corazón de nuestros rechazos, y porque su única respuesta a todos nuestros rechazos es decir una vez más: «Me importas».

El deseo de servir a la caridad pone de manifiesto varios rasgos del rostro de Dios, de los cuales hemos citado tres: una verdad que pasa por el corazón y la libertad del hombre; una alianza que invita a entrar en Dios mismo; una fuerza que se propone disolver desde dentro lo que permanece cerrado y violento, y que, para hacerlo, se vuelve radicalmente vulnerable. ¿No requeriría todo esto quizás una cierta forma de estar en el mundo, de habitarlo, de actuar en él?

Una forma de estar en el mundo

Hemos visto que la caridad revela la importancia primordial de la relación de alianza. Si ponemos en primer plano este tipo de relación, ¿no nos lleva esto a representarnos al ser humano bajo una luz diferente? A diferencia del individuo que se hace a sí mismo y que se impone a los demás, como nos lo presenta la publicidad, el ser humano es reconocido como un sujeto que se desarrolla respondiendo al amor recibido. Es un «ser–en–respuesta», cuya singularidad no deja de afirmarse, pero cuya identidad no reside ni en sí mismo, ni en sus interlocutores, sino en el juego de sus relaciones. Y esto al punto de que es imposible saber con exactitud cuál es su deuda hacia esta o aquella persona. De hecho, la cuestión de su identidad puede finalmente ser reconocida como secundaria respecto a lo que sucede en la historia compartida con el otro. Y lo que sucede son nacimientos, en sentido propio y figurado.

El creyente tiene esta experiencia tanto con su Dios como con todos los que encuentra, especialmente los que menos le importan. Tiene esta experiencia respondiendo a sus llamadas, pero él mismo recibe también la libertad de llamar (de nuevo, tanto a Dios como a sus hermanos). Y su respuesta es al mismo tiempo una palabra nueva, nunca antes oída, que tiene también la fuerza de una primera llamada. Así es como avanzamos juntos en nuestro viaje por la tierra. La experiencia de la caridad, el camino hecho con los más necesitados, el encuentro con un Dios que llama e invita a la alianza nos obligan a radicalizar nuestro sentido de la justicia.

Al final, se descubre que no se trata sólo de retribuir por haber hecho el bien, sino de dar a cada uno la oportunidad de participar en la singularidad de la que es portador y que hoy sólo puede percibir. Se abre así la utopía de una ciudad organizada de tal modo que cada uno de sus miembros esté llamado a aportar su contribución específica. La justicia se convierte, en última instancia, en una cuestión de participación de todos en la vida de la ciudad. Esta utopía busca continuamente traducciones políticas, que siempre serán imperfectas, pero que siempre deben buscarse como horizonte. Así, la caridad demuestra que no se limita al registro de las relaciones interpersonales, sino que también tiende a fecundar las formas en que nos organizamos para vivir juntos.

¿De qué manera una sociedad, en sus propias estructuras, en la interacción de sus instituciones, en sus leyes, en su forma de regular los intercambios, trata de llamar a cada uno de sus miembros – empezando por los más frágiles – a aportar su contribución particular? Esta perspectiva también permite afrontar las tensiones y los conflictos de forma más serena: cuando sabemos que la confrontación no dice en última instancia quiénes somos, sino que esta verdad se encuentra en la alianza a la que todos estamos llamados, entonces podemos discrepar y enfrentarnos, a veces incluso con dureza. Pero esto deja de ser un drama que pondría todo en cuestión.

El deseo de dar más espacio a la caridad y al rostro de Dios que en ella se revela impulsa también a dar importancia a la historia, al largo tiempo de las libertades buscadas e incansablemente convocadas. Para hablar verdaderamente de historia, debe haber un compromiso. No en el sentido voluntarista de metas a alcanzar, que exigiría una entrega total y muy a menudo dejaría a los actores exhaustos o amargados, sino en el sentido de una libertad que se alimenta en la relación con el otro, como se ve en la relación de alianza. Cuando esto falta, lo que nos sucede no perdura, sino que estalla en múltiples fragmentos que no pueden contarse a nadie. Tejer una historia así presupone también celebraciones, acontecimientos en los que el don es reconocido y acogido, con toda la alegría que suscita: «La celebración, por el contrario, crea comunidad. Reúne a las personas y las une. El sentimiento de celebración es siempre un sentimiento de comunidad, un sentimiento de nosotros»[12]. Esto implica también el perdón, porque nunca somos iguales a la caridad. El perdón, pues, es como el reconocimiento pacífico de que Dios es más grande que nuestros corazones.

Conclusión

La caridad, cuando la dejamos fluir dentro de nosotros y no la mantenemos oculta en el fondo de nuestro corazón, se convierte en diaconía. Pone de manifiesto, de manera muy concreta, el camino de aquel que vino a servir, es decir, a restablecer los lazos de la alianza, hasta dar su vida por la multitud (cf. Mc 10,45). Por eso la caridad es un eminente «lugar teológico», porque nos pone en su camino. Hoy, sin duda, es también la mejor manera de hablar del Dios vivo y verdadero, del Dios que libera, que «da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (Rm 4,17).

  1. «Luoghi teologici», en P. Coda (ed.), Dizionario critico di teologia, Roma, Borla – Città Nuova, 2005, 785.

  2. En su obra más importante, De locis theologicis, publicada en Salamanca en 1563, habla de 10.

  3. Concilio Ecuménico Vaticano II, Dei Verbum, n. 2; cursivas nuestras.

  4. Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 25.

  5. Cf. B.-C. Han, Vita contemplativa o dell’inazione, Milán, nottetempo, 2023, 104.

  6. Cf. Documento de Abu Dabi sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, 4 de febrero de 2019: «Por esto, nosotros pedimos a todos que cese la instrumentalización de las religiones para incitar al odio, a la violencia, al extremismo o al fanatismo ciego».

  7. H. Arendt, Vita activa. La condizione umana, Milán, Bompiani, 1994, 129.

  8. Sobre la noción de invisibilidad social, véase G. Le Blanc, L’invisibilité sociale, París, PUF, 2009; A. Honneth, «Invisibilité: sur l’épistémologie de la “reconnaissance”», en Réseaux, n. 129-130, 2005, 39-57.

  9. Cf. el extracto del DVD Paroles de vie, realizado por el Secours Catholique Caritas France et RCF Méditerranée pour la Délégation du Var (2004).

  10. Cf. L. Boltanski – L. Thévenot, «Finding one’s way in social space: a study based on games», en Social Science Information 22 (1983) 631-680.

  11. Cf. B.-C. Han, Vita contemplativa o dell’inazione, cit., 21.

  12. Cf. B.-C. Han, Vita contemplativa o dell’inazione, cit., 79 s.

Étienne Grieu
De formación geógrafo y luego doctor en teología, ha sido rector de las Facultés Loyola Paris de 2016 a 2024. Sus temas preferentes de investigación abarcan: diaconía de la Iglesia, sacramentos, eclesiología, opción por los pobres y ministerios. Entre sus publicaciones cabe destacar la más reciente: Le Dieu qui ne compte pas. A l’écoute des boiteux et des humiliés (Salvator, 2023).

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