FILOSOFÍA Y ÉTICA

¿Existe el derecho natural?

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Situar el problema

Desde siempre, los hombres han creído que hacer justicia, y por tanto decir lo que es justo, tanto en las sentencias como en las leyes, tanto en las relaciones entre particulares como en las públicas, no dependía sólo de las reglas o normas establecidas por ellos mismos, en sus actos de imperium, sino que estas normas extraían su validez de un sistema de valores que les precedía, y que, en consecuencia, era superior a ellas.

Es interesante señalar que este caso de justicia ulterior, y por tanto divina, deriva ya del pensamiento clásico, es decir, pagano; Antígona le dice al tirano Creonte, que le prohíbe enterrar a su hermano: «yo no pude creer nunca que tus pregones tuvieran fuerza superior a la de las leyes no escritas pero infalibles y eternas de los dioses (agrapha theōn nomima[1]. El dictamen del poder, la ley entendida como mandato, no es, pues, en sí misma vinculante si no responde a determinados contenidos o, lo que es lo mismo, si va en contra de ellos.

La fuente de estas instancias ulteriores siempre se ha señalado como superior al poder constituido como tal: la justicia en las relaciones humanas, en nuestro mundo, siempre se ha visto como reflejo de equilibrios y proporciones que la superan. Así, en lo que podríamos llamar «el comienzo del derecho occidental», el surco que Rómulo trazó con su arado en las laderas del Palatino para limitar su propia bina iugera de las de su hermano es el reflejo en la Tierra de las órbitas de los planetas[2]: la justicia entendida como el justo reparto de los bienes entre los hombres refleja una armonía celeste o de otro mundo, análoga a la tradición del dharma indio[3] o del fa y li chinos[4]. Se trata, por supuesto, de concepciones comprensibles dentro de sistemas de pensamiento completamente distintos del nuestro, que sin embargo expresan las mismas aspiraciones en temas, o argumentos, específicos de nosotros, hijos de nuestra historia, como la equidad en el pasado y las Constituciones en la actualidad.

En la misma línea, es interesante observar que el equilibrio que Platón ve en el cuerpo social es el mismo que en el cuerpo individual[5]. En ambos casos, la parte racional debe presidir los movimientos de la parte irascible, que contiene el impulso a actuar, y ésta debe guiar y contener a la parte concupiscible, que genera el apetito y el deseo. El rey-filósofo manda sobre los guardianes de la ciudad, los guerreros, dirigiendo su fuerza hacia el bien, y ellos, a su vez, guardan al pueblo o a los productores en sus acciones justas. Aquí el filósofo retoma una teoría más antigua, la de la medicina eleática, que ve la salud física como un equilibrio de los humores del cuerpo: de ahí la justicia como un equilibrio entre los distintos componentes de la ciudad.

Por eso la naturaleza, la razón, la voluntad de los dioses son los diferentes nombres con los que se designaba esta instancia superior y fundadora de la justicia. Estos nombres fueron aceptados más tarde también en el mundo cristiano, con significados bastante diferentes. Así, la naturaleza ya no es divina, dada la desacralización llevada a cabo por los relatos bíblicos: Dios se revela como personal, ya no como la totalidad impersonal del ser, propia del holismo pagano, eterna e inmutable; la razón humana es una participación o reflejo de la Sabiduría divina, creadora y ordenadora del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios.

El derecho natural

Para Ulpiano, jurista romano de finales del siglo II d.C., el derecho natural es lo que la naturaleza ha enseñado a todos los animales[6]. Y Aristóteles afirma que «Dentro de una justicia política hay una natural y otra legal: la natural tiene la misma validez en todas partes […]. Lo natural e inmutable tiene en todas partes la misma virtualidad, lo mismo que el fuego, que quema tanto aquí como en Persia»[7].

Estos testimonios nos plantean dos problemas: ¿existen instituciones jurídicas que hayan estado ahí siempre y en todas partes? Y de nuevo: ¿la estructura antropológica del hombre, más allá de la variedad de culturas, permanece fija, al menos en algunos aspectos, de modo que las exigencias que de ella se derivan son siempre tales y nunca pueden ser suprimidas o violadas? Son preguntas capitales y difíciles de responder. Toda la historia de la filosofía podría leerse siguiendo este hilo conductor que, precisamente por estar estrechamente ligado al hombre como tal, serpentea también a través de lo que los hombres han considerado justo, bueno y, por tanto, verdadero. La cuestión de si existe lo justo por naturaleza es afín a otra, quizá aún más candente: ¿existe el bien absoluto o el mal absoluto?

Hoy en día, probablemente se da por descontado que la existencia del derecho natural – o la ley natural – es defendida principalmente por la enseñanza cristiana y eclesiástica, y así es en efecto[8]. De hecho, si hasta la Revolución Francesa la ley natural se consideraba común, esto es, en una Europa todavía cristiana, hoy la afirman unos pocos, y generalmente de inspiración católica, rara avis en un clima cultural cada vez más inclinado a pensar que todo es relativo, lo justo como lo injusto, lo bueno como lo malo.

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A pesar de ello, llama la atención que un autor como San Agustín niegue la existencia de una ley natural. En efecto, él afirma la existencia únicamente de una ley que llama «eterna», «por la que se ordenan todas las cosas»[9], y a la que sigue la ley positiva humana o temporal. Todo esto es un reflejo, en lo humano y por tanto en lo jurídico, de su concepción de la gracia, y de que el hombre está privado de ella a causa del pecado. Es un ejemplo interesante de cómo la reflexión teológica repercute siempre en la antropología. El énfasis en las consecuencias del pecado original condujo inevitablemente al envilecimiento de las posibilidades positivas de la razón natural, y más en general de la naturaleza humana, incapaz ya de expresar un derecho por naturaleza que pueda extraerse de la sola fuerza humana.

De Agustín, esta lectura pasa al agustino Lutero[10]. Así, en el pensamiento de la Reforma, sólo en Cristo la naturaleza es íntegra, y la razón recta, mientras que la fuente de la ley natural es la naturaleza – o razón – del hombre pecador, y por tanto no merece un papel superior al de la ley positiva. Esto, unido a lo que San Pablo dice de la autoridad civil – «es un instrumento de Dios para tu bien […] ella no ejerce en vano su poder, sino que está al servicio de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal» (Rm 13,4) – llevará a una exaltación del poder humano, dado su papel providencial, y, de hecho, a un envilecimiento de toda instancia crítica con él, en primer lugar la ley natural.

Pero para entender qué es el derecho natural, debemos aclarar qué significa «naturaleza». Y es en esto en lo que se basa todo el discurso.

Una palabra llena de significados

Para el mundo antiguo y medieval, «naturaleza» significaba la finalidad de una cosa, animada o inanimada, y de toda la realidad, tanto individual como colectiva. Así lo enseñó Aristóteles[11]; y desde él, a través de Tomás, esta concepción llegaría a los albores del mundo moderno. Este fin es cualitativo, no puramente cuantitativo: es el pleno desarrollo o cumplimiento final de lo que toda realidad requiere ser, teniendo en sí misma la posibilidad o virtualidad de llegar a ser, es decir, su propio genoma. En este sentido, sería aún más exacto decir que la «naturaleza» se sitúa entre el impulso que inicia y el fin al que tiende; es causa y fin al mismo tiempo, es «disposición que inicia e iniciación que dispone»[12]. Tomás retoma entonces, por una parte, el discurso aristotélico; por otra, lo replantea en un contexto cristiano: la naturaleza es creada, y por tanto se convierte en «aquel principio de tendencia que conduce a un ser al fin para el que fue hecho por su Creador»[13]. Así, la naturaleza de una semilla es convertirse en planta, la naturaleza de un hombre es crecer en todas sus dimensiones, física, psicológica y espiritual. El fin no indica, pues, un concepto cuantitativo, el momento último o final, sino un concepto cualitativo; en este sentido, aquello que no realiza su propio fin posee una existentia pervertida, un mal físico, ontológico, axiológico.

La «naturaleza» puede definirse entonces como la normalidad de funcionamiento de todo[14]: donde «normalidad» no dice tanto lo que sucede la mayor parte del tiempo, y por tanto considerado en términos cuantitativos, sino la norma, es decir, el deber-ser inherente a la materia, precisamente del mismo modo que decimos que una persona es «normal». En este sentido, es un ser y un deber-ser a la vez, un Sein y un Sollen al mismo tiempo. Se trata de una perspectiva materialista, pero no en el sentido que solemos dar a este término. En efecto, estamos acostumbrados a una lectura particular de la materia, establecida desde el nacimiento de la ciencia moderna, a saber, su reducción en términos «cuantitativos», es decir, numéricos. Además, esta lectura es «sincrónica», considera la cosa en ese momento, y no en su devenir y su ser en relación con otras cosas. Para un físico o un químico, un cuerpo es tout court su medida, su peso, su altura y todas sus propiedades, que se expresan matemáticamente; y es evidente que una cantidad no puede expresar un fin. De las proposiciones descriptivas, como las científicas, no se pueden derivar proposiciones prescriptivas, como afirma con razón la «ley de Hume».

De los hechos, declara el ilustrado inglés en su Tratado sobre la naturaleza humana (1739), no se pueden derivar valores, porque, precisamente, éstos son sólo hechos. De este modo, sin embargo, parece que toda la existencia humana debe constreñirse o bien a una verdad sin praxis, o bien a una praxis sin verdad[15]. De ahí que muchos hayan deducido el llamado «no cognitivismo ético» y la consiguiente derrota definitiva del iusnaturalismo: el bien o el mal no son inherentes a las cosas o a las acciones en sí mismas, sino que proceden de fuera de ellas, es decir, de la voluntad del sujeto[16]. Así, un jurista como Norberto Bobbio, aunque no pensara que el derecho debía ser evaluado también desde el punto de vista moral, creía que los valores como tales pertenecían a un mundo no real, no objetivo, no científico, hasta el punto de definirse positivista sólo desde el punto de vista metodológico, pero naturalista en el plano irracional de las opciones valorativas[17].

Diferentes respuestas para diferentes preguntas

Ciertamente, el método científico, al menos tal y como se entiende en los tiempos modernos, encuentra sus inicios en las palabras de Galileo, para quien «este gran libro, digo el universo, está escrito en lenguaje matemático y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender humanamente una palabra»[18]. De estas palabras se deriva una nueva forma de pensar la realidad, su lectura en términos matemáticos y la resolución en leyes deductivas del acontecer de los fenómenos de la naturaleza primero, y del hombre después. Asistimos así a una reescritura de la realidad, antes confiada a la teología y a la metafísica. Dios se pone entre paréntesis, no se niega, pero se expulsa del campo de la argumentación, y la filosofía queda relegada al ámbito de lo discutible, lo acientífico, lo incierto y, por último, simplemente de lo no verdadero.

El método científico como tal, por el lenguaje que utiliza y los medios que emplea, examina los fenómenos individuales, y no el dinamismo global de la naturaleza; los considera en el momento, no en su devenir; de ahí que inevitablemente cualquier finalismo ya no tenga razón de ser, porque, sin ser negado como tal, es una pregunta que no se hace, y que ni siquiera, dados los términos, se podría hacer[19]. Así, la finalidad del hidrógeno y del oxígeno no es formar agua para el hombre, sino simplemente, en determinadas condiciones, convertirse en agua. Detrás de un hecho no hay un «por qué», y por tanto ningún fin, sino sólo un «cómo» sucede. Uno puede quedar encantado por la armonía de los movimientos de los planetas y las galaxias, pero los cielos ya no narran la gloria de Dios (cf. Sal 19,2), salvo al creyente. Esto se debe a que ya no nos planteamos esta cuestión y utilizamos lentes inadecuadas para verla. Sin embargo, la pregunta permanece, y los medios para responderla también.

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Pero la crítica racionalista y moderna, que niega que la naturaleza pueda contener normas, es válida, en la medida en que supone ese concepto de naturaleza que asumen las ciencias, es decir, la naturaleza como materia y no como fin; y del ser, es decir, de la materia misma, y de las proposiciones que la describen, no es posible extraer ningún deber-ser. Esto no se aplica a la idea de una naturaleza que es creación, sabiduría, amor y providencia de Dios: una idea que es cristiana y filosófica al mismo tiempo[20].

El método científico y las ciencias humanas

La historia del pensamiento occidental es la transición del mito al logos[21], de una narración poética pero engañosa de la verdad a su elaboración en términos científicos, desencantados pero exactos. Por eso es significativo que, desde el siglo XVI, de las «cuatro causas» utilizadas anteriormente para explicar la naturaleza, sólo queden tres: la material, la materia que examinamos; la eficiente, lo que la transforma; y la formal, aquello en lo que se convierte. Es decir, las que también interesan hoy al investigador. En cambio, la cuarta causa, la causa final, desaparece: el fin, o la naturaleza así entendida, no es una cuestión que deba plantearse[22].

Sin embargo, esto es cierto para las ciencias que se ocupan de las cosas, pero no de las personas. Así, el finalismo no ha desaparecido en absoluto de la medicina: de ahí que nadie discuta que se pueda y deba hablar del aparato digestivo, o reproductor[23]. El mismo fin unifica la acción de diferentes órganos, que conducen a una misma operación compleja, dentro de un elemento mayor, el cuerpo. En efecto, la medicina no opera sobre objetos, sino sobre personas, es decir, sobre sujetos.

Lo mismo ocurre con el derecho. «La Ley de Hume y sus consecuencias presuponen que se trata de “meros hechos”, lo que, en jurisprudencia, es refutado por el más fuerte de los argumentos, la experiencia. En el campo del derecho no se trata de meros hechos, como los que son objeto de observación de las ciencias naturales o de las ciencias sociales descriptivas (como la sociología en su forma más elemental), que pueden analizarse en términos cuantitativos y comprensibles […], del mismo modo que las leyes de causalidad: el derecho tiene que ver con hechos humanos, comprensibles de un modo completamente distinto, es decir, según categorías de sentido y de valor»[24]. La ley de Hume no está refutada; sigue siendo lógicamente verdadera, pero no es aplicable en estos ámbitos. En efecto, el derecho, a diferencia de la química, la física y la ingeniería, no opera sobre las cosas, sino sobre las personas. Es decir, presupone, y establece, sujetos, que se presentan ante él, dotados de un sentido y unos fines que el derecho, como expresión del poder, no crea, sino que encuentra[25].

Conclusión: el derecho natural existe

Así entendemos que efectivamente la dignidad humana no puede basarse en criterios meramente individuales, ni identificarse con el bienestar psicofísico del individuo únicamente[26]. «Al contrario, la defensa de la dignidad del ser humano se fundamenta en las exigencias constitutivas de la naturaleza humana, que no dependen ni de la arbitrariedad individual ni del reconocimiento social. Los deberes que se derivan del reconocimiento de la dignidad del otro y los correspondientes derechos que de ello se derivan tienen, por tanto, un contenido concreto y objetivo, basado en la naturaleza humana común. Sin esa referencia objetiva, el concepto de dignidad queda sometido de hecho a las más diversas arbitrariedades, así como a los intereses de poder»[27], político, económico o tecnocrático. De hecho, como ya hemos observado, el derecho natural ha sido siempre su propia e irreprimible instancia crítica.

Ciertamente, el hombre es por naturaleza un animal político, en el sentido de que realiza su fin en la ciudad[28], pero no cualquier ser alcanza conjuntamente este fin, y la tarea de un legislador sabio consiste precisamente en discernir el bien que debe alcanzarse, en particular salvaguardando y promoviendo valores como, por ejemplo, la libertad, el derecho a profesar una religión, la integridad física y psíquica, el derecho a lo esencial de la vida, la participación en la vida política, la protección de la familia como sociedad natural[29] y, por el contrario, la proscripción de coacciones injustas e ilegítimas, como la tortura física o psíquica[30]. La dignidad de la persona es, de hecho, la finalidad del ordenamiento jurídico y, por tanto, la causa del propio derecho[31].

El derecho natural es, pues, un método de investigación centrado en la búsqueda de la finalidad del hombre. El primer precepto de la ley afirma que «el bien debe hacerse y buscarse, el mal debe evitarse. Y todos los demás preceptos de la ley natural se basan en él»[32]. Los primeros preceptos son como leyes marco: las exigencias que expresan pueden ser percibidas cada vez mejor por una conciencia moral cada vez más consciente y vigilante, traducidas en contenidos cada vez más precisos, traducidas en razonamientos cada vez más perspicaces. En este sentido, la ley natural es indeleble y universal, como la pregunta que plantea, que es el sentido más verdadero de la philosophia perennis. En efecto, podemos decir que sólo cuando el Evangelio, como la levadura en la masa, haya penetrado en lo más profundo de la conciencia humana, individual y social, podrá expresar todo su potencial. La contribución de la cultura cristiana, aunque sea en sociedades secularizadas, a la promoción de estas exigencias naturales es innegable; así, se tiende cada vez más a superar todas las formas de racismo, esclavitud, marginación, en particular de las mujeres, los niños y los discapacitados.

El derecho natural expresa así un verdadero humanismo jurídico, que es verdadero humanismo cristiano, inseparable de una concepción del hombre firme y móvil al mismo tiempo, siempre idéntica en sus postulados esenciales pero continuamente variable en sus manifestaciones históricas. Su desarrollo y puesta en práctica nos siguen siendo confiados.

  1. Sófocles, Antígona, 454-455.

  2. Cf. A. Schiavone, Ius. L’invenzione del diritto in Occidente, Turín, Einaudi, 2005, 71.

  3. Cf. H. P. Glenn, Tradizioni giuridiche nel mondo. La sostenibilità della differenza, Bolonia, il Mulino, 2011, 473 s.

  4. Cf. R. Sacco, Antropologia giuridica, Bologna, il Mulino, 2007, 240; H. P. Glenn, Tradizioni giuridiche nel mondo…, cit., 504 s.

  5. Cf. Platón, La República, II, 368c-369a.

  6. «La ley natural es la que la naturaleza ha enseñado a todos los seres vivos: pues esta ley no es peculiar sólo de la humanidad, sino que es también común a todos los animales que nacen en la tierra, en los mares, y también de las aves. De ahí la unión del macho con la hembra, que llamamos matrimonio, de ahí su generación y educación» (Digesto, 1, 1, 1, 3).

  7. Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 7, 1134b.

  8. Por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que «la ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (n. 1954). Es «universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres» (n. 1956). De nuevo: «en la diversidad de culturas, la ley natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone, por encima de las diferencias inevitables, principios comunes» (n. 1957). «La ley natural […] es inmutable y permanente a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso» (n. 1958). El Código de Derecho Canónico habla de ius naturale en los cánones 1163 § 2, 1165 § 2, 1259 y 1299 § 1; el canon 199 § 1, que trata de la prescripción, habla de derecho divino natural o positivo, mientras que el canon 1071 § 1, n. 3, habla de obligaciones naturales: cf. Ochoa, Index verborum ac locutionum Codicis iuris canonici, Roma, Libreria Editrice Lateranense, 1984.

  9. «Qua omnia sint ordinatissima» (Agustín de Hipona, s., De libero arbitrio, I, 6).

  10. Para Lutero, «la ley natural es la ley divina revelada, que, según la teología agustiniana tradicional, sustituye ventajosamente a la ley natural de los paganos para judíos y cristianos» (M. Villey, La formazione del pensiero giuridico moderno, Milán, Jaca Book, 1986, 254). «Lutero parte de consideraciones estrictamente religiosas, pero llega a una forma singularmente dura y simplista de positivismo jurídico, que exalta sin medida las leyes positivas, y que está destinada a tener gran fortuna en la Alemania luterana» (ibid., 263).

  11. Cf. Aristóteles, Política, I, 18, 1252a: hē de physis telos estin. Para santo Tomás, «natura est finis», por tanto «se dice que una cosa es perfecta cuando alcanza su propio fin, que es su perfección última» (Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 1).

  12. M. Heidegger, Segnavia, Milán, Adelphi, 1987, 201. En lenguaje aristotélico, esto es la entelequia, en-telei-echei (Das Sich-im-Ende Haben).

  13. L. Taparelli d’Azeglio, Saggio teoretico di diritto naturale appoggiato sul fatto, vol. 1, Roma, Civiltà Cattolica, 1900, 11.

  14. «Cada cosa producida por el trabajo humano tiene su propia ley natural, es decir, tiene su propia normalidad de funcionamiento, su propio modo en el que, debido a su construcción específica, exige ser utilizada. Al enfrentarse con cualquier artilugio, con cualquier artefacto cuyo secreto se desconoce, ya sea un sacacorchos, una peonza o una bomba atómica, tanto los niños como los científicos, en su afán por descubrir cómo utilizarlo, buscarán su ley típica y, desde luego, no pondrán en duda la existencia de su ley intrínseca» (J. Maritain, Nove lezioni sulla legge naturale, Milán, Jaca Book, 1985, 44).

  15. Cf. S. Cotta, Giustificazione e obbligatorietà delle norme, Milán, Giuffrè, 1981, 65.

  16. Cf. A. Molinaro, «L’applicazione della coscienza», en Rivista di teologia morale 9 (1971) 30. Afirma: «El acto no se postula porque sea moral, sino que es moral en la medida en que se postula, su postulación es una expresión actuativa de la moralidad de la persona». Que es la misma tesis que la de Lutero: «No son las buenas obras las que hacen bueno al sujeto; es más bien el sujeto bueno el que hace buenas obras» (T. G. Belmans, «L’immutabilité de la loi naturelle selon saint Thomas d’Aquin», en Revue Thomiste 87 [1987] 38). En realidad, detrás de estas posturas se esconde, más profundamente, el nominalismo de Lutero, heredado de Gabriel Biel, su maestro, y el nominalismo, propio de la ciencia moderna desde sus inicios, de la escolástica franciscana oxoniense.

  17. Cf. N. Bobbio, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, Milán, Edizioni di Comunità, 1965, 146.

  18. G. Galilei, Il Saggiatore, en Opere, vol. 1, Turín, Utet, 1964, 595.

  19. Dos páginas muy iluminadoras sobre este punto son las de M. Villey, La formazione del pensiero giuridico moderno, cit., 474 s.

  20. Cf. C. de Vogel, «L’Éthique d’Aristote offre-t-elle une base appropriée à une éthique chrétienne?», in Atti del Congresso Internazionale «Tommaso d’Aquino nel suo VII centenario», Nápoles, Edizioni Domenicane Italiane, 1975, 142.

  21. Cf. W. Nestle, Vom Mythos zum Logos. Die Selbstentfaltung des griechischen Denkens von Homer bis auf die Sophistik und Sokrates, Stuttgart, Alfred Kröner, 1975.

  22. Per incidens, observemos que el fin es el alma de la «quinta vía» tomista para explicar lo que todos quieren decir cuando dicen Dios: «Quinta via sumitur ex gubernatione rerum», en Sum. Theol., I, q. 2, a. 3. El ejemplo que se da en este pasaje – el del flechazo – no debe inducir a error: el finalismo de Santo Tomás no dice que criaturas no inteligentes hagan algo que parece inteligente (los castores hacen una presa), sino que todo ser tiene la capacidad de hacer aquello para lo que ha sido creado (la gata hace gatitos). Tomás no dice que estemos en el mejor de los mundos posibles por una inteligencia ordenadora, sino que capta en cada realidad el principio formal que la impulsa a su propia perfección.

  23. Fulvio Di Blasi observa que «si bien es cierto que el concepto de fin puede parecer a menudo superfluo cuando estudiamos cómo operar quirúrgicamente en el cuerpo humano, también es cierto que sin el concepto de fin no podríamos ni siquiera pensar en la idea de amputar una pierna para salvar al paciente. Lo que hace que la pierna sea amputable es su función o sentido en relación con todo el cuerpo humano. […] Pero el concepto de fin sigue siendo hoy oficialmente ajeno a la ciencia, aun cuando no se pueda prescindir de él» (F. Di Blasi, Ritorno al Diritto. Miti e leggende della scienza giuridica moderna, Palermo, Phronesis, 2009, 104).

  24. G. Zagrebelsky, La legge e la sua giustizia, Bolonia, il Mulino, 2008, 187.

  25. Sirva de ejemplo el artículo 2 de la Constitución italiana: «La República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, tanto como individuo como en las formaciones sociales en que se desarrolla su personalidad, y exige el cumplimiento de los deberes inalienables de solidaridad política, económica y social».

  26. Es decir, a la manera del discurso propio de las ciencias descriptivas. La dignidad del hombre no se encuentra bajo el microscopio.

  27. Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración Dignitas infinita, n. 25.

  28. Cf. Sum. Theol., I-II, q. 95, a. 4, en que se retoma la afirmación de Aristóteles, Política, I, 1252a.

  29. Cf. art. 29 de la Constitución italiana: «La República reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio».

  30. Cf. Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración Dignitas infinita, n. 4. La Declaración aclara algunas violaciones graves de la dignidad humana que ciertamente van en contra de la ley natural, como la pobreza, la guerra, el tráfico de personas y migrantes, el abuso sexual, la violencia contra las mujeres, el aborto, la maternidad subrogada, la eutanasia y el suicidio asistido, el descarte de las personas con capacidades diferentes, la teoría de género, el cambio de sexo y la violencia digital.

  31. Cf. Sum. Theol., I, q. 5, a. 2, ad 1: «In operativis finis est causa causarum». Cf. Commento all’Etica Nicomachea di Aristotele, l. 7, lección 8: «En la acción, el principio motor es el fin con vistas al cual se actúa; éste, en las acciones, tiene por tanto la misma función que los presupuestos, es decir, los principios, en las demostraciones matemáticas».

  32. Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2.

Ottavio de Bertolis
Sacerdote de la Compañía de Jesús, actualmente es el capellán de la Sapienza Università di Roma. Es autor de numerosas publicaciones sobre Filosofía del Derecho y espiritualidad, que representan sus principales intereses. Entre ellas: Elementi di antropologia giuridica (Esi, 2010); L'ellisse giuridica (Cedam, 2011); La moneta del diritto (Giuffrè, 2012).

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