La paradoja de la complejidad
Aunque tenemos cada vez más posibilidades entre las cuales elegir, la existencia no parece volverse más sencilla. Se trata de la llamada «paradoja de la complejidad»: desarrollamos sistemas que deberían facilitar la vida, pero al mismo tiempo el progreso exige el aprendizaje de nuevas competencias, a veces extremadamente complicadas, hasta generar nuevas formas de analfabetismo[1]. En otras palabras, la multiplicación de las oportunidades no hace necesariamente la vida más fácil. De hecho, algunos estudios han demostrado que una parte de la población preferiría tener menos opciones para evitar el temor de tomar una decisión equivocada[2].
Por lo tanto, no se puede afirmar que la felicidad consista en enfrentarse siempre a nuevas oportunidades o a una multitud de productos y ofertas. La complejidad, de hecho, conlleva también la percepción de una mayor ansiedad: después de adquirir un producto, a veces nos preguntamos si realmente hicimos la elección correcta, dado que había muchas otras posibilidades.
La complejidad del mercado modifica nuestra manera de percibir la realidad y de habitarla: nos hace, por ejemplo, más sensibles a los matices, a veces incluso ante detalles y diferencias insignificantes; nos vuelve más críticos hacia las limitaciones de un producto en comparación con otro; y fomenta una actitud más polémica frente a puntos de vista diferentes. Esto a menudo crea una fuerte polarización, una especie de mecanismo de defensa que también se refleja en el ámbito cultural y político: nos posicionamos en un extremo de la tensión para evitar tener que elegir.
Una de las reacciones más frecuentes frente a la complejidad es el intento de mantenerlo «todo incluido»: el producto más deseado se convierte, por lo tanto, en el all inclusive, es decir, aquel que nos permite no renunciar a nada y tenerlo todo. Es el mito de la eficiencia en la era de la complejidad. Esta exigencia de ideal se extiende, lamentablemente de manera ilusoria, también a las relaciones interpersonales: pretendemos, por ejemplo, que nuestra pareja posea todas las cualidades que deseamos. Dado que esta coexistencia de cualidades nunca se da, el hombre posmoderno resuelve el problema cambiando de pareja con cierta frecuencia, en una utópica búsqueda de un ideal que no existe. El mito del all inclusive lo proyectamos incluso sobre nosotros mismos, cuando intentamos integrar estilos de vida y comportamientos que no se corresponden ni con nuestra personalidad, ni con nuestra edad, ni con nuestra condición vital. Queremos experimentarlo todo sin renunciar a nada.
El gran enemigo se convierte en el tiempo, porque nuestras elecciones son contingentes e irreversibles[3]. Es cierto que una decisión puede ser, en ocasiones, modificada por una elección posterior, pero sigue siendo un hecho que, en la historia personal, esa primera decisión es indeleble, permanece como un evento, no podemos ignorarla: es como un tatuaje que no se puede borrar.
Lo que se hace y lo que se llega a ser
En las últimas décadas, especialmente en el ámbito empresarial, se han multiplicado las publicaciones que intentan explicar cómo proceder para tomar una decisión; de hecho, en el lenguaje pragmático occidental se habla de decision making («hacer una decisión»)[4]. Estas teorías ciertamente contienen elementos interesantes, pero su principal limitación es descuidar al sujeto que, al tomar una decisión, se involucra inevitablemente a sí mismo, hasta el punto de construir, a través de esa elección, su propia identidad. Este es el punto principal que queremos destacar en este artículo.
Los procedimientos de decision making suelen emplear una estructura en forma de árbol: se comienza desde un punto que representa la situación inicial y se avanza a través de alternativas, que constituyen las ramas del árbol, hasta llegar al objetivo deseado. Las diferentes ramas se despliegan desde nodos, que indican los pasos cruciales de las decisiones progresivas que conducen hacia el objetivo. Cada nodo introduce un mundo posible, y solo uno de estos mundos se convierte en real en el momento en que alguien lo transita. De ello se deduce que no es posible pasar de un mundo a otro sin atravesar un nodo, el cual representa un momento de la vida en el que nos encontramos frente a varias posibilidades para elegir.
Es evidente que en estos pasos de un nodo a otro el sujeto deja huellas en la historia, no solo en su propia vida, sino también en la de los demás: si, por ejemplo, Mario decide no casarse con Julia, dejará una huella no solo en su vida, sino también en la de Julia, que no se habrá casado con Mario. Esta no es una constatación trivial, porque nos invita a reflexionar sobre la responsabilidad de nuestras decisiones, que nunca afectan únicamente a quien decide. Se trata de esa interconexión que también el papa Francisco ha subrayado en múltiples ocasiones[5].
Interconexiones, responsabilidad y autoengaño
Desde el punto de vista teórico, las interconexiones que surgen en los procesos de decisión podrían reinterpretarse a la luz de la teoría de juegos, cuya primera formulación se debe a Von Neumann y Morgenstern[6]. Inicialmente, la cuestión se reducía a comprender cómo utilizar el bluff en el póker: se trata de encontrar un equilibrio entre bluffear demasiado poco, arriesgándose a perder, y bluffear demasiado, al punto de ser descubierto.
El dilema del prisionero, que es un aspecto de la teoría de juegos, ilustra bien las consecuencias de nuestras decisiones no solo en nosotros mismos, sino también en los demás: dos sospechosos de un delito grave son arrestados, pero la policía no tiene pruebas suficientes para incriminarlos. Para inducirlos a confesar, la policía diseña una estrategia. Los dos sospechosos son interrogados por separado y de manera que no puedan comunicarse entre ellos. A ambos se les plantean varios escenarios:
- Si ninguno de los dos confiesa, serán acusados de delitos menores y condenados a seis meses de cárcel.
- Si uno de los dos confiesa y el otro se niega, el primero será exonerado y el segundo será condenado a 15 años de prisión.
- Si ambos confiesan, serán acusados, pero recibirán una reducción de la pena.
queremos resaltar es que nuestras decisiones están siempre condicionadas por la ignorancia respecto a las elecciones de los demás. Normalmente, tendemos a suponer un comportamiento egoísta del otro, lo que actuaría en nuestra contra. La consecuencia más frecuente, en el dilema del prisionero, es que ambos acusados decidan confesar, descartando así la primera opción, que habría sido más beneficiosa, pero que requería una confianza tácita en el comportamiento del cómplice.
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La teoría de juegos puede considerarse una metáfora de muchos procesos de decisión que emprendemos en la vida. Sin embargo, en estas teorías sobre los procesos de decisión seguimos observando un enfoque centrado en el resultado de la elección y no en los sujetos que, muchas veces de manera inconsciente, construyen su identidad al transitar los caminos que los conducen a una decisión.
También la literatura ha intentado describir las interacciones y las consecuencias de nuestros procesos decisionales. Sartre, por ejemplo, en su obra teatral A puerta cerrada busca evidenciar aquellas situaciones de infelicidad en las que decidimos permanecer por miedo a lo desconocido, es decir, por temor a un posible cambio cuyo resultado ignoramos[7]. Este es el concepto de «autoengaño».
El protagonista del drama, Garcin, llega al infierno tras haber traicionado a su esposa, al punto de obligarla a servir el desayuno en la cama para él y su amante. Después de la muerte de Garcin, su esposa se suicida. Una vez en el infierno, Garcin espera ser sometido a terribles torturas; sin embargo, se encuentra en una habitación junto a otras dos mujeres, cuya interacción se convierte en una fuente de profundo sufrimiento. En este contexto surge la célebre expresión «el infierno son los otros». En la habitación donde se encuentra, hay una puerta que Garcin supone cerrada, aunque al final descubre que siempre estuvo abierta. Garcin golpea la puerta, esperando que alguien lo escuche y lo deje salir. Finalmente llega un mensajero, quien le ofrece como alternativa a su permanencia en la habitación un billete hacia el vacío. Pero Garcin lo rechaza y prefiere una sufrimiento conocido antes que enfrentarse a la incertidumbre.
La angustia frente a las posibilidades
El hombre posmoderno está acostumbrado a controlar y cuantificar, pero, como demuestra el dilema del prisionero, las decisiones siempre implican un riesgo: disponemos de información más o menos suficiente sobre nosotros mismos, pero nunca conoceremos realmente cuáles son las verdaderas intenciones de quienes están «jugando» con nosotros. En la era de la complejidad, es evidente que tomar decisiones se vuelve más difícil precisamente porque nos expone a una incertidumbre de la que el hombre posmoderno tiende a huir. Quien busca tenerlo todo bajo control tiende a no decidir o a postergar continuamente la decisión.
Esta dimensión de riesgo e incompletitud genera en la persona, como había observado Heidegger, un sentimiento de angustia. El ser humano, al que Heidegger llama Dasein («ser-ahí» o «estar-en-el-mundo»), se encuentra continuamente frente a posibilidades entre las cuales debe elegir. Su existencia es, de hecho, un proyecto. Es más, debido precisamente a este llamado a decidirse, solo el Dasein propiamente existe, es decir, es capaz de salir de la condición en la que la vida lo sitúa. En cambio, las cosas, es decir, los demás entes, simplemente son, porque permanecen en su condición. Para Heidegger, el término Dasein expresa no solo la relación privilegiada que el ser humano tiene con el ser, en cuanto es capaz de interrogarse sobre el sentido de su existencia, sino también el hecho de que está constantemente en situación (como sugiere la partícula «-ahí»). Ese «-ahí» es un punto de partida, una condición que durante la vida nunca es definitiva.
Precisamente porque el Dasein se encuentra continuamente frente a nuevas posibilidades entre las que elegir, nunca se siente completamente cómodo; no existe una condición que pueda considerarse definitiva. Este es el desconcierto que genera la angustia[8]. No se trata, por tanto, de un sentimiento negativo, sino existencial, en el sentido de que es propio de la vida del Dasein y señala su diferencia con respecto a las cosas. Estas, en cambio, están «a la mano», y el Dasein las incorpora en su horizonte de sentido para construir su proyecto. Sin embargo, las elecciones, según Heidegger, no siempre son auténticas: a veces el Dasein elige según la lógica del Man, es decir, del «se» impersonal, influenciado por el «se hace» o el «se dice». Por el contrario, el Dasein vive una existencia auténtica cuando elige aquellas posibilidades que le son más propias, es decir, que son auténticamente suyas. La existencia auténtica es, en otras palabras, una existencia original.
Aunque las posibilidades que tiene delante el Dasein sean numerosas, no son infinitas. La ilusión de encontrarse ante posibilidades sin fin podría llevar incluso a postergar las decisiones o a no identificarse nunca con su propio proyecto, considerándolo siempre indefinidamente abierto. Las hipótesis de inmortalidad, vinculadas, por ejemplo, al transhumanismo, como señala la literatura más reciente, van en cierto modo en esta dirección, ya que, al sugerir una extensión ilimitada de la vida, podrían inducir a no decidir nunca sobre la propia identidad. Sin embargo, como Heidegger subraya, hay una posibilidad que cierra todas las demás: la posibilidad de la muerte, que puede llegar en cualquier momento. Anticipar la muerte significa volverse consciente de la propia finitud. Solo este reconocimiento del límite de la propia existencia permite una auténtica consciencia de la propia identidad. La anticipación de la muerte implica reconocer que soy lo que he elegido y que mi identidad podría ser definitivamente esta si la muerte llegara a cerrar mis posibilidades de elecciones futuras.
La identidad de quien decide
Gracias a la reflexión de Ricoeur, podemos intentar comprender qué ocurre en el sujeto durante ese inevitable proceso de toma de decisiones al que está constantemente llamado como signo distintivo de su existencia. En otras palabras, no podemos no decidir, aunque los grados de consciencia en esta actividad humana puedan variar.
Un primer aspecto que emerge de una fenomenología de la decisión es la relación con el mundo externo. El proceso de toma de decisiones marca el fin de la insularidad de la conciencia. Ricoeur llega a esta conclusión analizando los verbos que intervienen en el proceso decisional: al principio encontramos verbos transitivos (percibo, deseo, quiero…), que expresan la relación entre un sujeto y el objeto de la decisión. Sin embargo, en el acto de decidir aparecen verbos intransitivos y reflexivos (me decido, me comprometo, me resuelvo…), lo que pone de manifiesto que la elección tiene un impacto directo en quien decide[9].
Al ser un proceso, la decisión está vinculada al tiempo. En primer lugar, porque implica una designación vacía respecto al futuro: se refiere a una acción que aún no existe y que, en todo caso, se llevará a cabo más adelante, generando consecuencias que por el momento no son reales, sino solo hipotéticas.
Aunque está orientado hacia el futuro, el proceso de toma de decisiones implica un compromiso en el presente: quien está eligiendo imagina escenarios futuros a partir de la convicción de que hoy esas posibilidades están bajo su control. Este sujeto reconoce que es él mismo quien se está comprometiendo en esa acción.
Este proceso de reconocimiento de sí mismo que ocurre en la decisión es fundamental también en vista de la asunción de responsabilidad: me veo en esa acción; el yo que está reflexionando sobre ella es el mismo que eventualmente será el sujeto que llevará a cabo la acción imaginada. El yo que proyecta se reconoce en el yo involucrado en el proyecto. De ello se deduce, por ejemplo, que evitaré cometer un homicidio, porque mientras lo imagino, me doy cuenta de que seré yo el sujeto imputable por ese acto. Asimismo, es evidente que, si esta capacidad de reconocimiento de sí no funcionara adecuadamente, me encontraría realizando acciones sin ser plenamente consciente de sus consecuencias.
El paso del presente del discernimiento al futuro de la decisión atraviesa oportunamente la experiencia de la vacilación, que constituye el espacio de la reflexión. En este proceso, me doy cuenta de que en el futuro seré diferente de lo que soy ahora. Decidir, por tanto, implica una expropiación del presente. Es una pérdida, porque estoy imaginando que ya no seré como soy en este momento. En la decisión me comprometo, hipoteco mi imagen, me vinculo con el futuro.
Decidir también abre una percepción positiva hacia el futuro: me doy cuenta de que, precisamente porque puedo decidir, tengo un futuro posible; lo que seré no está ya predeterminado. Al mismo tiempo, reconozco también la limitación del presente: hoy soy esto, y es desde aquí que puedo partir. Este límite del presente se expresa de manera radical y explícita en mi cuerpo, que me remite precisamente a mi condición actual. En este sentido, el cuerpo es señalado por Ricoeur como «el lugar de lo involuntario», porque es aquello a partir de lo cual puedo elegir, pero al mismo tiempo es aquello que no puedo evitar o eliminar como punto de partida. Es lo que no he elegido. En este sentido, el cuerpo ha sido descrito a veces como una derrota originaria[10].
Deseo y complejidad
El cuerpo también es el vínculo de la relación, es la manera en que me presento en la relación, la ventana a través de la cual el otro me percibe, el instrumento que me permite entrar en relación. El cuerpo me recuerda constantemente esa dimensión de carencia que caracteriza la estructura del ser humano. Siempre necesitamos relacionarnos con el mundo exterior, por ejemplo, para alimentarnos.
Esta indigencia, que en un nivel más profundo adopta las características del deseo, no es simplemente el drama de la incompletitud, sino también el motor que impulsa el inicio del proceso de toma de decisiones. Cuando experimentamos una necesidad, buscamos el objeto que pueda llenar esa carencia. La necesidad se refiere esencialmente a una exigencia corporal. El deseo, en cambio, aunque comparte con la necesidad el carácter de carencia, trasciende su objeto y nunca se satisface de manera definitiva al encontrar aquello que busca. En efecto, el deseo está relacionado con nuestros valores: deseamos realizar algo porque lo consideramos importante para nosotros. Podríamos decir que el deseo tiene un carácter eudemonista[11]: buscamos aquello que consideramos un bien para nosotros, no solo en el plano físico, donde vivimos la urgencia propia de la necesidad, sino también en el nivel más profundo de los valores.
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El deseo tiene un carácter finalista, porque nos señala una meta y, de este modo, nos impulsa. No por casualidad, Aristóteles utiliza la metáfora del deseo para explicar cómo el primer motor mueve los cielos atrayéndolos hacia sí sin moverse[12].
A través de la facultad de la imaginación, el deseo nos permite visualizar lo que aún no existe, y esta imagen nos mueve tanto más cuanto más poderosa y vívida sea. Si el deseo se debilita o desaparece, nos quedamos inmóviles. Por eso, una vida sin deseos corre el riesgo de precipitar a la persona en el inmovilismo de la depresión. La conciencia del deseo es, por lo tanto, la condición necesaria para que pueda comenzar un proceso de discernimiento. Esto no significa que el deseo sea el criterio para tomar decisiones, pero sí es lo que pone en marcha el recorrido que eventualmente conduce a una decisión.
El camino que conduce a tomar una decisión siempre es un proyecto confuso. La falta de claridad es constitutiva de un proceso de decisión, ya que aquello que estamos construyendo aún no existe; de hecho, nunca hay un precedente exactamente igual como para poder simplemente replicarlo. Cada elección es única y original. Lo que ocurre en una decisión es el encuentro entre aspectos generales y una situación particular. Los aspectos generales o universales son los criterios, los valores y las normas de referencia: algunos elementos universales provienen de la razonabilidad, mientras que otros están vinculados al contexto comunitario en el que se toma la decisión. Sin embargo, estos aspectos universales deben dialogar con la situación contingente, que siempre es única y original. La dificultad del discernimiento radica precisamente en mantener unidos estos dos aspectos de la realidad.
La decisión es compleja también porque, no pocas veces, podemos enfrentarnos a valores en conflicto: por ejemplo, podríamos tener que elegir entre amistad y justicia, entre transparencia y privacidad, o entre pasión y deber. Ricoeur considera la decisión como «un islote de claridad en un mar oscuro»[13].
Dado que la decisión es un proceso en el que el sujeto está llamado a reconocerse, siempre concluye con el consentimiento. Al final, esa decisión es mía. Consentir significa también, en ocasiones, acoger una realidad que no puedo cambiar: en lugar de padecerla, puedo decir fiat, «¡así sea!». Aunque no podamos cambiar la realidad, siempre podemos decidir cómo vivirla.
El proceso de decisión culmina con la acción. El resultado siempre implica un corte. En el ámbito psicoanalítico, se hablaría de una ejecución de la acción: la acción se lleva a cabo. Pero el término «ejecución» también remite a una pena capital que se lleva a cabo. Decidir, de hecho, es «matar» a todos los otros pretendientes, es elegir una posibilidad condenando a muerte todas las demás. En el plano etimológico, además, decidir (del latín decidere) quiere decir precisamente «cortar». Y realmente se elige cuando se realiza un corte respecto a todo lo demás. Sea cual sea el lenguaje que prefiramos utilizar, es innegable que el vocabulario remite a una dimensión dolorosa de la elección: dolorosa, pero generativa, así como puede ser, por ejemplo, un parto.
Una valiosa oportunidad
Esta investigación sobre la toma de decisiones revela en primer lugar la actualidad de este tema en una época caracterizada por la paradoja de la complejidad. La multiplicidad de posibilidades no se traduce necesaria e inmediatamente en una vida más feliz.
En este camino, hemos querido destacar el papel del sujeto y su autocomprensión en el proceso de toma de decisiones. A diferencia de otras propuestas, especialmente en el ámbito empresarial, que ponen el acento exclusivamente en una práctica para alcanzar mejor un objetivo, una fenomenología de la toma de decisiones quiere hacer explícita la transformación que tiene lugar en el sujeto que decide. Se trata de un cambio importante, porque tiene que ver con la construcción de la identidad personal.
La descripción del proceso que lleva a elegir pone de manifiesto que no podemos escapar a la necesidad de decidir, y que esta disposición caracteriza propiamente al ser humano. Somos seres continuamente llamados a decidir, obviamente con distintos grados de responsabilidad y tipos de consecuencias. Por tanto, lo que podría verse sólo como un drama, a saber, la dificultad de elegir, resulta ser una preciosa oportunidad a través de la cual el sujeto puede construir y reconocer su propia identidad.
- Cf. E. C. Rosenthal, The Era of Choice. The Ability to Choose and Its Transformation of Contemporary Life, Cambridge, MA – Londres, MIT Press, 2005, IX. ↑
- Cf. ibid., 42. ↑
- Cf. ibid., 9. ↑
- Cf. T. Connolly – H. R. Arkes – K. R. Hammond, Judgment and Decision making, Cambridge, UK, Cambridge University Press, 2002. ↑
- Cf., por ejemplo, Francisco, Laudato si’, n. 117. ↑
- Cf. J. von Neumann – O. Morgenstern (edd.), Theory of Games and Economic Behavior, Princeton, Princeton University Press, 1953. ↑
- Cf. J.-P. Sartre, A puerta cerrada, Tomo, 2015. ↑
- Cf. M. Heidegger, Essere e tempo, Milán, Longanesi, 2020, §§ 28-30. ↑
- Cf. P. Ricoeur, Filosofia della volontà. 1: Il volontario e l’involontario, Turín, Marietti, 1990, 46. ↑
- Cf. Id., Finitudine e colpa, Bolonia, il Mulino, 1970, 227. ↑
- Martha Nussbaum ha extendido el carácter eudemonista al plano de las emociones en su conjunto: cf. M. Nussbaum, L’intelligenza delle emozioni, Bolonia, il Mulino, 2004, 47. ↑
- Aristóteles, Metafísica, XII 1072 a 20 – 1072 b 10. ↑
- P. Ricoeur, Filosofia della volontà. 1: Il volontario e l’involontario, cit., 338. ↑
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