Música

La religiosidad en Puccini

Giacomo Puccini © Archivio Storico Ricordi / wikimedia

La nieta de Giacomo Puccini, Simonetta (1929-2017), quien dedicó toda una vida y mucha pasión a la memoria y al legado artístico de su abuelo, afirma que el tema religioso en la obra del Maestro ha sido siempre bastante descuidado. Sin embargo, explorar este aspecto permitiría hacer descubrimientos sorprendentes incluso en los textos de los libretos de ópera. Estos, aunque fueron escritos por literatos que colaboraron estrechamente con Puccini, contienen en más de un pasaje revisiones inteligentes realizadas por el propio compositor, quien, en ocasiones, se permite expresiones y testimonios de fe profundamente personales[1].

Una familia musical y religiosa

Desde pequeño, Giacomo Puccini estuvo influenciado por la religiosidad típica de finales del siglo XIX y principios del XX, muy inclinada a las prácticas devocionales. Sobre él ejercieron, sin duda, una gran influencia su familia y los ambientes en los que se formó: el seminario de San Michele y posteriormente el seminario de San Martino, en Lucca, donde completó sus estudios superiores.

Desde joven, Puccini fue impulsado a componer pequeñas piezas para órgano y, más tarde, partituras litúrgicas cada vez más complejas, respaldado por una tradición ininterrumpida, especialmente por parte de su familia paterna, que se remonta hasta su tatarabuelo homónimo, Giacomo (1712-1781). De este último se ha encontrado, entre otras composiciones, en la Academia Filarmónica de Bolonia, un Vexilla regis (1743) para cuatro voces con violines y acompañamiento de viola ad libitum.

El bisabuelo de Giacomo, Antonio (nacido en 1747), quien estudió en Bolonia, compuso, entre otras obras sacras y teatrales, una Misa de Réquiem para el emperador de Austria José II. Luego encontramos a su abuelo Domenico (nacido en 1771), quien se trasladó a Nápoles para estudiar con Paisiello y, al igual que sus antepasados, fue músico de la Capilla Palatina y organista en la catedral de Lucca. También escribió obras para teatro, entre ellas un Salmo a 16 voces reales y dos orquestas. El padre de Giacomo, Michele (1813-1864), continuó con la tradición familiar, dejando varias composiciones, entre las cuales destaca un Ecce sacerdos magnus a 32 voces, escrito con motivo de la visita de Pío IX a Lucca en 1857.

Entre los antepasados de Giacomo Puccini no solo hubo músicos, sino también sacerdotes, como Domenico (nacido en 1769) y Michele (1714-1782). Un motivo de orgullo para la familia fue la sierva de Dios sor Maria Luisa Biagini (1770-1811), quien murió en fama de santidad. Una representación del milagro de curación obtenido por esta religiosa, en una ocasión en que se le apareció la Virgen María, se encontraba colgada en la cabecera de la cama de la habitación donde nació Giacomo.

Un lugar especial en la formación de Puccini lo ocupó, sin duda, su madre, Albina Magi, quien, tras quedar viuda cuando Giacomo tenía solo seis años, asumió sola la responsabilidad de educar a sus ocho hijos, a pesar de las dificultades económicas. Fue su hermano Fortunato quien introdujo a Giacomo en el estudio de la música. Además, Albina se esforzó por asegurar que su hijo completara, como alumno externo, los estudios superiores en el seminario, más allá de la ventaja de que la escuela del seminario de San Martino era completamente gratuita.

Entre las hermanas, que siempre apoyaron a Giacomo con cariño incluso cuando empezó a hacerse famoso, cabe destacar a aquellas que eligieron la vida consagrada, pues desempeñaron un papel importante en su itinerario de fe: Ramelde e Iginia (como religiosa, sor Giulia Enrichetta). Esta última, en particular, residió durante mucho tiempo en el monasterio agustiniano de Vicopelago, donde una entonces joven novicia, sor Maria Paolina, recordaba, hasta mediados de la década de 1980, las visitas regulares que Giacomo hacía a su hermana y al resto de las religiosas.

Vivaz, incluso travieso

Sobre la exuberancia, o mejor dicho, las travesuras del pequeño Giacomo, se ha escrito un artículo basado en los recuerdos de dos o más compañeros de infancia[2]. Incluso como estudiante, Puccini aparece como desinteresado y en varias ocasiones no logra aprobar los cursos, especialmente en matemáticas. Durante los veranos, su madre lo enviaba a la parroquia de Mutigliano, bajo la austera autoridad del párroco, don Giacinto Cantoni, quien, sin embargo, no debía ser demasiado severo, ya que Giacomo conservó de esas estancias un grato recuerdo.

Su habilidad como organista y director de coro sería recordada más adelante y llevó a sus parientes a inscribirlo en el Instituto Musical «Pacini» en 1872, un año antes de completar sus estudios superiores. Durante las estancias en Mutigliano, el joven Giacomo empezó a improvisar pequeñas composiciones para órgano, lo que lo encaminó a tomar conciencia de su vocación.

Cuando, a los 20 años, comienza a componer algunas piezas sacras que permanecen en el catálogo de sus obras, Puccini ya reflexiona sobre la naturaleza de su arte. Por un lado, muestra una evidente inclinación hacia el género sacro, siguiendo la tradición familiar de siglos, pero al mismo tiempo se siente irresistiblemente atraído por el teatro de ópera. Un año después de su inscripción en el Instituto Musical «Pacini», su talento ya es conocido públicamente, lo que le vale el cargo de organista en la iglesia de San Pietro Somaldi, en el centro histórico de Lucca, anexa al oratorio de las benedictinas de San José y San Jerónimo. Giacomo se da cuenta de que le resulta natural interpretar piezas de Verdi y Donizetti, o incluso dejar entrever un estilo de armonización y melodías de un evidente gusto profano, al punto de desconcertar a las devotas religiosas.

Otro evento notable, tanto para el camino de fe de Puccini como para su carrera musical, fue su admisión en la cofradía de Santa Cecilia, en la iglesia de San Romano, donde descansan las tumbas de sus antepasados. Giacomo tenía 19 años, y es significativo que fuera admitido por unanimidad por los «hermanos cofrades», un signo de que ya gozaba de una estima amplia y compartida.

Los primeros éxitos

Cuando, alrededor de los 20 años, el joven Puccini compone un Mottetto (Plaudite populi) a cuatro voces y un Credo para la fiesta de San Paolino (el 12 de julio), patrón de la ciudad de Lucca, se genera gran entusiasmo, especialmente porque las obras son reseñadas incluso en un periódico local, Il Moccolino.

Esta festividad patronal inspira de manera especial a Giacomo, ya que dos años después compone una Misa a cuatro voces con orquesta, que será publicada en 1951 con el título erróneo de Messa di Gloria y, como tal, merecerá al menos una grabación discográfica. En realidad, se trata de una misa solemne para tenor, barítono, bajo, coro de voces mixtas y gran orquesta, en la que un compositor de 22 años logra la difícil hazaña de respetar la tradición litúrgica, tomar inspiración de la obra más importante del mayor compositor italiano de su tiempo, Giuseppe Verdi, con su Requiem, y al mismo tiempo presentar una personalidad artística ya definida.

No es casualidad que, junto con otras composiciones – entre ellas, un Vexilla regis (1878) y una partitura para cuarteto de cuerdas, Crisantemi (1890), una suerte de elegía sobre el tema de la muerte –, muchas de sus primeras obras sean mencionadas de manera significativa en sus primeras grandes composiciones para el teatro de ópera: Le Villi (1884), Edgar (1889) y Manon Lescaut (1893).

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Tras obtener el diploma y alcanzar sus primeros éxitos en Lucca, su madre está convencida de que debe hacer aún más sacrificios por Giacomo. Consigue de la reina Margarita una beca de 100 liras – complementada con otro generoso préstamo de un tío –, para enviarlo a perfeccionar sus estudios en el Conservatorio de Milán. Durante un tiempo, Puccini comparte habitación con Pietro Mascagni. En esos años, mientras poco a poco se da a conocer y se afirma como compositor, llegando a ser publicado por Ricordi, no teme ser asociado con los llamados artistas «scapigliati» (bohemios), entre los que se contaban sus amigos Franco Faccio, Marco Praga, Tranquillo Cremona y Arrigo Boito.

A pesar del éxito y de una posterior, aunque precaria, estabilidad afectiva, Giacomo es esencialmente un insatisfecho, un temperamento propenso a una profunda hipocondría. De diversos indicios, y especialmente de un pasaje de una carta del 24 de noviembre de 1903 – escrita desde Torre del Lago a Luigi Illica, el libretista que, junto con Giuseppe Giacosa, compartió los trabajos de los textos de las óperas desde La bohème (1896) hasta Madama Butterfly (1904) –, surge un retrato inesperado: «¡Estoy aquí solo y triste! ¡Si supieras mis sufrimientos! Necesitaría tanto un amigo, y no lo tengo, o si hay alguien que me quiere, no me entiende. ¡Soy un temperamento muy diferente al de tantos! Solo yo me comprendo y me duelo; pero mi dolor es continuo, no me da paz. Ni siquiera el trabajo me alivia, y trabajo porque debo. Mi vida es un mar de tristeza, ¡y me quedo fijo en él! Me parece que nadie me ama, ¿entiendes? Nadie. ¡Y pensar que tantos me consideran un hombre envidiable! ¡Qué mal he sido engendrado!»[3].

Veinte años después, Puccini compuso un famoso poema (No tengo un amigo / me siento solo, / incluso la música / me da asco […] La juventud pasa veloz / y los ojos escrutan / la eternidad)[4], confirmando la persistencia de estos estados de ánimo. No sería descabellado pensar que su llegada a una fe más consciente y profunda mitigó progresivamente los excesos emocionales de su temperamento.

El mensaje religioso

Desde joven, Puccini estaba convencido de que todo arte podía conducir a Dios, como se observa en la integración de temas musicales incluso en sus primeras composiciones para la liturgia y el teatro. Esto también se refleja en las tramas de Le Villi, Edgar y Manon Lescaut, donde muestra una particular inclinación por identificar una raíz o mensaje ético o religioso.

En las dos primeras óperas, hay de hecho un tema recurrente: como contrapaso a una vida disoluta, la muerte y la persecución injusta de una inocente, representada por Anna, protagonista en Le Villi, y por Fidelia, el personaje positivo de Edgar. Tampoco los protagonistas masculinos escapan a esta ley: Roberto en Le Villi muere al final, y Edgar, a pesar de su arrepentimiento, es privado del amor tras la muerte de Fidelia, asesinada por Tigrana.

En la ópera siguiente, Manon Lescaut —basada en la famosa novela escrita en 1731 por el abate Prévost, que antes de Puccini inspiró al célebre compositor francés Jules Massenet en 1884—, el trágico final, en el que la protagonista muere, muestra un castigo por los errores cometidos, pero también la certeza de que el mal realizado será olvidado gracias al amor, aunque sea profano: Le mie colpe… travolgerà l’oblio / ma l’amor mio… non muore («Mis culpas… las olvidará el olvido, pero mi amor… no muere»).

En La bohème, los libretistas y el compositor describen la existencia de un grupo de jóvenes despreocupados que enfrentan la vida con esa inconsciencia típica de la juventud. Algunos, como Mimì, poseen una especie de ingenuidad y bondad innata («Me gustan esas cosas / que tienen tan dulce hechizo… / No voy siempre a misa, / pero rezo mucho al Señor»), que la persistente miseria y enfermedad ponen a prueba. No sorprende que Musetta, aunque condicionada por su vida ligera y orientada al placer, no dude en recurrir a la oración por su amiga Mimì, que está moribunda: Vergine benedetta, / fate la grazia a questa poveretta / che non debba morire… / Madonna santa, io sono / indegna di perdono, / mentre invece Mimì / è un angelo del cielo

(«Virgen bendita, / haced la gracia a esta pobrecita / de que no deba morir… / Santa Madonna, yo soy / indigna de perdón, / mientras que Mimì / es un ángel del cielo»). La muerte de Mimì toma por sorpresa a este grupo de jóvenes, dejándolos suspendidos, atónitos y desconcertados[5].

Detalles y profundización

A un amigo sacerdote, Pietro Panichelli, que luego sería conocido como el «pretino», Giacomo Puccini recurrió como consejero para cuestiones religiosas, comenzando con la composición de Tosca (1900). Esta ópera, de tintes oscuros, está basada en el drama homónimo de 1887 de Victorien Sardou, ambientado en la Roma papalina del año 1800. A pesar de desarrollarse en un contexto de sentimientos revolucionarios, impulsados por Bonaparte mientras conquistaba Europa, la obra aborda lo que hoy llamaríamos «instintos y sentimientos primarios», gracias a una trama típica de muchos libretos de ópera basada en un triángulo clásico (la bella, el bueno y el malo).

Los protagonistas son la actriz Floria Tosca (soprano), el pintor Mario Cavaradossi (tenor) y el malvado barón Vitellio Scarpia (barítono), jefe de la policía papalina. Aunque la crítica presentó objeciones relevantes, era difícil prever el extraordinario éxito de público que más tarde inspiraría comedias y musicales.

En el primer acto, que se desarrolla dentro de la iglesia de Sant’Andrea della Valle, don Panichelli sugirió a Puccini la tonalidad para el Te Deum, que debía celebrar la victoria de los austriacos sobre Napoleón en Marengo: una victoria que, en realidad, no ocurrió. En la iglesia se elevan oraciones al Señor y a los santos, se recita el Ángelus, pero el sacristán, que no acepta el estallido de pasiones tan intensas ni los continuos paralelismos entre el amor sagrado y el amor profano, sigue refunfuñando: «Scherza coi fanti e lascia stare i santi!» («¡Bromea con los soldados, pero deja en paz a los santos!»).

Para salvar a su amado Mario —comprometido en las acciones de amigos revolucionarios como el conde Cesare Angelotti— de la tortura y la muerte, Tosca finge entregarse a Scarpia. Sin embargo, en el momento del encuentro, lo apuñala hasta matarlo. Tosca ignora que la prometida ejecución simulada de Cavaradossi será en realidad una verdadera y sangrienta ejecución. Después de llorar sobre el cadáver de Mario, ya muerto, y para escapar de la policía que la busca tras descubrir la muerte de Scarpia, Tosca se arroja desde los muros de Castel Sant’Angelo. Antes de saltar, exclama: «O Scarpia, avanti a Dio!» («¡Oh Scarpia, delante de Dios!»), invocando una vez más al Señor (ya había rezado en otras trágicas circunstancias) como el juez final de nuestras acciones.

Los elementos religiosos en la posterior ópera Madama Butterfly no son esenciales, pero sorprende la firmeza de la joven japonesa Cio-Cio-San. Engañada por el marino estadounidense Pinkerton, quien la abandona después de casarse con ella por conveniencia, Cio-Cio-San no se deja herir por el «evangelio fácil» de su esposo, que desde siempre había planeado dejarla para contraer nuevas nupcias en su país: Pigri ed obesi / son gli Dei Giapponesi. / L’ americano Iddio, son persuasa, / ben più presto risponde a chi l’implori… («Los dioses japoneses, perezosos y obesos. El Dios americano, estoy convencida, responde mucho más rápido a quien lo implore…»)

Aunque, al igual que en Tosca, su suicidio final está motivado por sentimientos confusos, Cio-Cio-San (Butterfly) se sacrifica para darle a su hijo una familia legítima y reafirmar sus principios en un mundo que ha perdido valores y sentimientos: Con onor muore / chi non può serbar vita con onore! («Con honor muere quien no puede vivir con honor»).

El camino de la redención

Pero es con La fanciulla del West (1910) y Suor Angelica (1918) donde la religiosidad de Puccini se hace más evidente, asumiendo una modernidad en los temas y los matices que podría involucrar, al menos por su contenido provocador, a cualquier oyente.

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En La fanciulla del West, inspirada en el drama The Girl of the Golden West de David Belasco, se canta la «redención moral» y el valioso bien de la verdad, que se expresa en el amor genuino de la protagonista Minnie hacia el «bandido de caminos» Johnson/Ramerrez.

En la obra teatral original, ambientada en California durante la fiebre del oro (1849-50), hay solo referencias vagas al hijo pródigo y a Abel. Sin embargo, Puccini exige que en su libreto[6] el texto que Minnie utiliza para explicar a un grupo de rudos mineros qué son la misericordia, la purificación y la redención, no provenga vagamente «de un libro de cierto Dante», sino directamente de la Biblia, específicamente del Salmo 50, el Miserere. Tras leer y comentar el Salmo, la protagonista concluye: Ciò vuol dire, ragazzi, che non v’è, / al mondo, peccatore / cui non s’apra una via di redenzione… / Sappia ognuno di voi chiudere in sé / questa suprema verità d’amore («Esto significa, muchachos, que no hay, en el mundo, pecador a quien no se le abra un camino de redención… Que cada uno de ustedes encierre en sí esta suprema verdad de amor»).

Para Minnie y para Puccini, Dios no recompensa al hombre según sus méritos, sino que lo salva por su inmenso amor, una visión cercana a la de Hans Urs von Balthasar, que Oriano De Ranieri recoge con convicción en su estudio[7]. Así, aunque el final de la ópera – Minnie, con pistola en mano, evita que su amado sea ahorcado y se marcha con él hacia el «camino de redención» – pueda parecer algo forzado e incierto, Puccini se siente personalmente satisfecho con su testimonio, como escribe a su amiga Sybil Seligman: «Sufrir es todo nuestro destino, y Minnie es el único placer que me queda»[8].

Dios Padre y Madre

Un personaje aún más atormentado, que se abandona incondicionalmente a la misericordia de Dios, es el de Sor Angélica, protagonista de la ópera homónima[9], parte de un Trittico de actos únicos[10], que se representó en el Metropolitan de Nueva York el 14 de diciembre de 1918.

Esta ópera narra, según testimonios, una historia real, que, para preservar el anonimato de los protagonistas, se ambienta en el siglo XVII. Una joven noble se convierte en madre a partir de una relación no legítima y es forzada a ingresar en un convento, separada de su hijo, quien queda al cuidado de otras personas. Comprensiblemente, Sor Angélica vive obsesionada con el destino de su pequeño, hasta que, después de siete años, su tía princesa, que llega al convento para que firme unos documentos relacionados con una herencia, le revela brutalmente que el niño ha muerto. Angélica se desmaya. Al recuperarse, canta la famosa aria Senza mamma, o bimbo tu sei morto, la pieza más conocida de la ópera. Luego, fuera de sí, presa de la desesperación, ingiere una poción de hierbas venenosas.

A pesar de su delirio, Angélica teme morir condenada y, por tanto, no poder reunirse con su hijo. Instintivamente, invoca a la Virgen: O Madonna, Madonna, / per amor di mio figlio / smarrita ho la ragione! / Non mi far morire in dannazione! / Dammi un segno di grazia! / O Madonna, salvami! / Una madre ti prega, / una madre t’implora («¡Oh, Madonna, Madonna, por amor de mi hijo, he perdido la razón! ¡No me hagas morir en condenación! ¡Dame una señal de gracia! ¡Oh, Madonna, sálvame! Una madre te ruega, una madre te implora»). Es un momento de gran dramatismo y misticismo. Incluso los ángeles se unen a la oración de Sor Angélica: O gloriosa virginum sublimis inter sidera…. Y el milagro se cumple. Aparece la «Reina del consuelo», quien, con un gesto dulce, guía hacia ella a «un niño todo vestido de blanco». La moribunda exhala un último «¡Ah!» de asombro y gratitud, mientras la ópera concluye, tal como había comenzado, con repiques de campanas.

Oriano De Ranieri, junto con otros, está convencido de que Puccini llega a concebir una imagen de Dios menos severa que la del pensamiento teológico del siglo XIX y que, tal vez influido por ciertas lecturas o quizás siguiendo instintivamente su propio itinerario espiritual, alcanza la conclusión de que Dios también es Madre, recordando el pasaje del profeta Isaías: «¿Acaso una madre puede olvidarse de su niño?» (Is 49,15).

Despedida con «Turandot»

Como dejaba entrever el poema escrito un año antes de su muerte, los últimos años de Giacomo Puccini son particularmente dolorosos, tanto por cuestiones familiares y sentimentales como por la aparición de la enfermedad hacia finales de 1923. Como muchos, enfrenta esta etapa dedicándose a lo que mejor sabe hacer. Después de haber contemplado la idea de musicalizar un texto de D’Annunzio, elige Turandot (1762), una fábula en verso de Carlo Gozzi, que Friedrich Schiller tradujo al alemán y cuya versión sirvió como principal fuente de inspiración para los libretistas Giuseppe Adami y Renato Simoni.

Se trata de una historia cruel de amor y muerte, cargada de simbolismos estereotipados, en la que, al final, gracias al milagro producido por el amor verdadero, el príncipe Calaf logra casarse con la princesa Turandot.

Puccini hace suya la trama con maestría, desplegando un lenguaje musical sutilmente variado y moderno, capaz de rivalizar con los más grandes compositores de su tiempo. Además, no pierde de vista el camino espiritual recorrido hasta entonces, regalándonos reflexiones de gran profundidad.

La historia se desarrolla en un Pekín imperial fuera del tiempo, donde la bella Turandot, para vengar la violencia sufrida por uno de sus antepasados, sólo se entregará en matrimonio a quienes adivinen tres acertijos; los que fallen se enfrentarán a la decapitación. Las murallas de la ciudad se llenan de las cabezas de los ajusticiados. Cuando Calaf, con su padre Timur, depuesto rey de los tártaros, y la joven esclava Liù entran en la ciudad, la cabeza de otro príncipe, heredero del trono persa, que ha probado suerte en vano, está a punto de caer.

Ante la aparición de Turandot, Calaf decide someterse a las pruebas y, no contento con superarlas, reta a la princesa a adivinar su nombre antes del amanecer. Turandot intenta entonces torturar a su padre y a Liù para conocer el nombre, pero la pequeña esclava, que ama secretamente al príncipe, se suicida antes que traicionarlo. Turandot y Calaf se enfrentan al fatal amanecer y, como por un feliz conjuro, en lugar de rechazarse y condenarse, se juran amor mutuo.

Puccini se había llevado la partitura a Bruselas, ya que tenía que someterse a un tratamiento por la aparición de un cáncer en la garganta y, previendo su propio fin[11], había rogado a los futuros intérpretes que detuvieran la representación en el punto en que se detuviera su pluma[12]. Arturo Toscanini así lo hizo el 25 de abril de 1926, en la Scala de Milán, ante la conmoción general. El punto en el que se detiene es significativo: es aquel en el que Liù hace su sacrificio, deseando que la «princesa de hielo» descubra ese amor por el que antes había esperado y ahora viene a morir.

Son muchos los que piensan que al maestro le interesaba este testimonio y no completar el final feliz. No cabe duda, de hecho, de que se identificó mucho con la pequeña Liù, que se parece a sus otros personajes femeninos – Mimì, Tosca, Butterfly, Minnie –, frágiles y fuertes al mismo tiempo, testigos de valores que parecen tan difíciles de alcanzar.

Que el amor de Liù puede leerse en clave no puramente terrenal nos lo sugiere el Papa Francisco, en un pasaje de la entrevista que concedió al director de La Civiltà Cattolica, cuando, para presentar un ejemplo de esperanza, recuerda la descripción que se hace de ella en esta ópera y que representa el primer enigma que Turandot plantea a Calaf: Nella cupa notte vola un fantasma iridescente. / Sale e spiega l’ale / sulla nera infinita umanità. / Tutto il mondo l’invoca / e tutto il mondo l’implora. / Ma il fantasma sparisce con l’aurora / per rinascere nel cuore. / Ed ogni notte nasce / ed ogni giorno muore! («En la noche oscura vuela un fantasma iridiscente. / Se eleva y despliega sus alas / sobre la negra humanidad infinita. / Todo el mundo lo invoca / y todo el mundo lo implora. / Pero el fantasma desaparece con el alba / para renacer en el corazón. / ¡Y cada noche nace / y cada día muere!»)[13].

La extensión a toda la humanidad, el arraigo en el corazón humano, la sincera petición de este don sugieren que no puede tratarse sólo de esa débil esperanza que «cada noche nace y cada día muere». Así, también gracias a las últimas e inacabadas aportaciones de Turandot, no parece descabellado reconocer que, cada vez con mayor conciencia, Giacomo Puccini intentaba establecer un puente entre la belleza musical y la suprema, y concluir que en gran medida lo consiguió.

  1. Giacomo Puccini nació en Luca el 28 de diciembre de 1858 y murió en Bruselas el 29 de noviembre de 1924 tras una operación de un tumor de garganta. Junto con Verdi, Wagner, Rossini y Bellini, está considerado el más grande compositor de óperas para teatro musical y uno de los más representados en el mundo. Aquí, tomando como referencia la publicación de una tesis de licenciatura en Ciencias Religiosas firmada por el periodista y musicólogo luquese Oriano De Ranieri, conocido por haber dedicado mucha atención a su ilustre conciudadano, intentamos profundizar en un aspecto injustamente ignorado en la obra musical de Giacomo Puccini, a saber, su interés por la dimensión religiosa y sus convicciones personales de fe; y todo ello a través de un breve recorrido por sus obras teatrales más importantes y por aquellas de carácter litúrgico y religioso menos conocidas. Cf. O. De Ranieri, La religiosità in Puccini, Varese, Zecchini, 2013.

  2. Cf. R. Del Beccaro, «La fanciullezza di Puccini attraverso i ricordi di due suoi compagni», en Nazione sera, 28 de febrero de 1957.

  3. Texto tomado de O. De Ranieri, La religiosità in Puccini, cit., 5 s.

  4. Ibid., 49 s.

  5. Cf. G. Arledler, «Incontro con Daniele Gatti», en Civ. Catt. 2014 IV 388.

  6. Los autores del libreto son Carlo Zangarini y Guelfo Civinini.

  7. Cf. H. U. Von Balthasar, Solo l’amore è credibile, Roma, Borla, 2006, 46; O. De Ranieri, La religiosità in Puccini, cit., 105.

  8. Ibid., 83.

  9. Antes del tríptico Puccini compuso La rondine, una suerte de Traviata, con final menos dramático.

  10. Los otros dos son Gianni Schicchi e Il tabarro.

  11. Puccini recibió el sacramento de la Unción de los Enfermos de manos del Nuncio Apostólico en Bruselas, Clemente Micara. Evidentemente, el asunto causó un gran revuelo.

  12. La parte complementaria más representada es la de Franco Alfano, basada en los borradores dejados por Puccini.

  13. Cf. A. Spadaro, «Intervista a Papa Francesco», en Civ. Catt. 2013 III 470 s.

Giovanni Arledler
Es un sacerdote jesuita, escritor de nuestra revista. Es el autor de varias biografías y de numerosos artículos, entre los que destacan aquellos dedicados a la música. Entre sus libros se puede mencionar: Pedro Arrupe. «Un uomo per gli altri» (Velar 2020); San Luigi Gonzaga (Elledici 2012) y Santa Ildegarda di Bingen. Teologa, artista, scienziata, en cautoría con Anna Maria Cànopi (Velar 2014).

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