Premisa
La encíclica Dilexit nos (DN)[1], que el papa Francisco nos ha ofrecido recientemente, única en su género, al menos dentro de su magisterio, aborda cuestiones profundamente espirituales, tratándolas en términos espirituales: solo se la puede juzgar a través del Espíritu, y quien no esté habituado a este tipo de experiencia, es decir, quien esté cerrado a lo trascendente, inevitablemente no podrá comprender siquiera el lenguaje en el que está expresada[2]. Esta encíclica no solo es una reflexión teológica, sino aún más, una contemplación «del misterio que estuvo oculto desde toda la eternidad» (Col 1,26). Por ello, resulta extremadamente reductivo resumirla en las fórmulas presentes en el texto, como la idea de querer devolver un corazón a un mundo sin corazón, así como también es cierto que, aunque se mencionen, en algunas expresiones, temas como la violencia contra las mujeres o los algoritmos, no se puede afirmar que trate sobre estos asuntos. En verdad, como dice el adagio, quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur.
Por otra parte, es significativo que el mismo Pontífice declare que «lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común» (DN 217).
Esta encíclica se presenta, por tanto, como el centro, precisamente el corazón, del cual parten todas las demás reflexiones que el Papa ha propuesto hasta ahora a la Iglesia y al mundo, incluso aquellas más «horizontales»: en este sentido, no resulta fuera de lugar considerarla casi como un canon hermenéutico para una interpretación auténtica de su contexto. Naturalmente, para muchos este lenguaje y esta perspectiva pueden resultar inusuales y difíciles de comprender: los periódicos y las redes sociales, en general, han tenido dificultades para expresarlo en un lenguaje al que demasiados están acostumbrados, que no se corresponde con este tipo de experiencia interior. Para comprenderla correctamente, necesitamos una especie de purificación interior, una regeneración espiritual, que nos permita captar las profundidades de las Escrituras y los testimonios de los santos, a los que esta encíclica nos abre. De hecho, esta encíclica nos introduce en la dimensión orante y trascendente de la vida cristiana, que brota de ella, como veremos. Se podría decir, adoptando una expresión de las Escrituras: «Quien tenga oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,11). ¿Quién tendrá esos oídos?
«Vox clamantis in deserto»
Indudablemente, una encíclica «sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo»[3] representa, al inicio de este tercer milenio, algo inesperado y probablemente también, desde un punto de vista evangélico, escandaloso para muchos, tanto fuera como dentro de la Iglesia. Aunque los papas, en sus enseñanzas, siempre han hablado de Jesucristo, un documento específico sobre su Sagrado Corazón — esta particular perspectiva desde la cual contemplar todo el misterio de Dios revelado en él — no veía la luz desde el 6 de febrero de 1965, cuando san Pablo VI publicó su carta apostólica Investigabiles divitias Christi.
Sin duda, los papas han hablado del tema también después — en particular san Juan Pablo II en una serie de catequesis de los miércoles, así como Benedicto XVI, y retomado también por el papa Francisco —, pero nunca, en tiempos más recientes, en una encíclica, es decir, en un documento de peso dentro de su magisterio. En este sentido, nos encontramos ante una enseñanza inesperada, por su plenitud y autoridad. Como ya hemos señalado en esta revista[4], tras la gran reflexión eclesial suscitada por el Concilio Vaticano II y en medio de no pocas incertidumbres y sacudidas que han acompañado nuestra vida más reciente, da la impresión de que la devoción al Corazón de Cristo ya no ocupa, de hecho, ese lugar central que tuvo hasta los años cincuenta del siglo pasado. Por otra parte, es significativa una afirmación del papa Francisco: «ruego que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del santo pueblo fiel de Dios, [… frente a] los fríos, distantes, calculados y mínimos actos de amor de los que somos capaces aquellos que pretendemos poseer una fe más reflexiva, cultivada y madura» (DN 160). Intelligenti pauca, podría decirse.
El mismo documento papal observa que tratar este tema no es «mero romanticismo religioso» (DN 46), un intento de revivir una sensibilidad pasada, sino que significa realmente acudir a ese centro unificador de toda la existencia creyente y, al mismo tiempo, de toda la persona de Jesucristo: así, «el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio» (DN 83). Esta devoción tuvo un notable impulso en el siglo XVII, gracias a santa Margarita María de Alacoque y san Claudio de La Colombière, precisamente en un contexto marcado por el jansenismo, y también hoy constituye un verdadero remedio frente a los modernos jansenismos, es decir, frente a las espiritualidades desencarnadas.
Inscríbete a la newsletter
El papa Francisco alude explícitamente a «diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor, que son nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne”» (DN 87). Estas experiencias religiosas defectuosas pueden manifestarse también en un mundo, en «una sociedad cada vez más dominada por el narcisismo y la autorreferencia» (DN 17), y, por lo tanto, también en una Iglesia formada por «comunidades y pastores concentrados sólo en actividades externas, reformas estructurales vacías de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, reflexiones secularizadas» (DN 88). Por eso, continúa el Pontífice, «estas enfermedades tan actuales, […] me mueven a proponer a toda la Iglesia un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo. Allí podemos encontrar el Evangelio entero, allí está sintetizada la verdad que creemos, allí está cuanto adoramos y buscamos en la fe, allí está lo que más necesitamos» (DN 89).
Son palabras muy fuertes y muy exigentes, tanto para quien las pronuncia como para nosotros, sus destinatarios. Realmente, se trata de palabras a las que quizá ni siquiera la predicación habitual nos tenía ya acostumbrados desde hace muchos años. Podríamos tal vez aplicar al Papa mismo, y a esta encíclica tan apasionada, lo que él afirma sobre las santas mujeres que en la Edad Media contemplaron el Corazón de Cristo: «¿Podríamos pensar que es un anuncio referido a nuestros tiempos, un llamado a reconocer cómo se ha vuelto “viejo” este mundo, necesitado de percibir el mensaje siempre nuevo del amor de Cristo?» (DN 110)[5].
«Caro cardo salutis»
Quizá el aspecto que siempre ha desconcertado o escandalizado más a los bienpensantes, incluso religiosos, es que «la imagen del corazón nos habla de carne humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios» (DN 58, subrayado nuestro). Dios no se manifiesta en una idea, como les gustaría a muchos intelectuales, en un conjunto de verdades abstractas para discutir tal vez en una academia teológica o en un salón, sino en un Hombre, que manifiesta en sí mismo la infinitud de Dios: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9), dice Jesús. En este sentido, el Pontífice, en el primer capítulo de su encíclica —que podemos considerar no solo como una reflexión, sino más profundamente como una contemplación—, nos invita a considerar los gestos de Jesús, su actuar, la fisicidad de su toque, de su mirada, de su humanidad, descrita en el Evangelio en sus encuentros con diferentes personajes, con los cuales somos invitados a identificarnos. Y no solo sus gestos, sino también sus palabras: porque tanto los gestos como las palabras revelan el corazón de un hombre, y, por tanto, el del propio Salvador. En ellos se muestra su sentir más íntimo, su percepción profunda de la realidad, con la cual se relacionó con los hombres y con Dios: «un amor apasionado, que sufre por nosotros, se conmueve, se lamenta, y llega hasta las lágrimas» (DN 44).
Palabras, gestos y sentimientos son expresión y fuente primera del Corazón de Jesús; constituyen como fragmentos de él: los contemplamos uno a uno, y luego los unimos, y así aparece ante nosotros ese maravilloso mosaico que compone el Corazón de Jesús. Y nunca terminaremos de reflexionar sobre este constante paso de los detalles a la unidad, y de la unidad a los detalles. Así miraba María con el corazón, unificando lo que veía y contemplaba, representándolo en sí misma y conservándolo para recordarlo (cf. DN 19). Cuando ya no pueda decir ni hacer nada más, es decir, en la inmovilidad de la cruz, el Corazón de Cristo se volverá aún más elocuente: «Todo lo dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso. Sin embargo, es lo más serio y lo más decisivo. Encuentra su máxima expresión en Cristo clavado en una cruz. Esa es la palabra de amor más elocuente. Esto no es cáscara, no es puro sentimiento, no es diversión espiritual. Es amor» (DN 46).
La imagen del Corazón de Cristo
Por esta razón, el Papa subraya la necesidad de que «este corazón sea parte de una imagen de Jesucristo» (DN 54). En efecto, el corazón, ubicado incluso físicamente en el centro del cuerpo, resume en sí todo lo que Cristo hizo y dijo en su cuerpo. Del corazón surgen los gestos de sus manos, su rostro, su voz, sus pasos, su manera de ser. De hecho, «el corazón tiene el valor de ser percibido no como un órgano separado sino como centro íntimo unificador y a su vez como expresión de la totalidad de la persona, cosa que no sucede con otros órganos del cuerpo humano. […] La imagen del corazón debe referirnos a la totalidad de Jesucristo en su centro unificador y, simultáneamente, desde ese centro unificador debe orientarnos a contemplar a Cristo en toda la hermosura y riqueza de su humanidad y de su divinidad» (DN 55).
El simbolismo del corazón no puede entenderse desde una perspectiva puramente descriptiva, como la de las ciencias. La anatomía no revela el misterio: este se desvela en el lenguaje simbólico y metafórico propio de la poesía, la literatura y la religión. De hecho, este lenguaje es más rico, y no más pobre, que el descriptivo, porque se abre a una gama de alusiones e imágenes que se complementan mutuamente, en una riqueza de significados que se expande hasta el extremo. Este enfoque privilegia el sentir y el saborear las verdades antes que el deseo de dominarlas. De modo que, «allí donde el filósofo detiene su pensamiento, el corazón creyente ama, adora, pide perdón y se ofrece a servir en el lugar que el Señor le da a elegir para que lo siga. Entonces entiende que es el “tú” de Dios, y que puede ser un “yo” porque Dios es un “tú” para él» (DN 25). Esta es una verdadera «escuela de los afectos», con una larguísima tradición: desde san Agustín hasta san Ignacio con sus Ejercicios Espirituales, y que llega hasta nuestros días.
En este sentido, la imagen del Corazón de Cristo reúne y funde en sí otras imágenes que, a lo largo de los siglos, el pueblo santo de Dios ha utilizado para mantenerse anclado en esa fisicidad de la que está hecha nuestra vida y que necesita para no quedarse en lo abstracto. Vale la pena citar un pasaje de Olegario González de Cardedal, citado por el Pontífice: «Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos» (DN 63).
Una devoción cristológica y trinitaria
Así comprendemos que la devoción al Corazón de Cristo nos conduce al centro unificador de la redención: la persona humana y divina de Jesús, plenitud que todos hemos recibido. La divinidad y la humanidad del Verbo encarnado coexisten en la unidad de la única Persona del Hijo. Retomando la enseñanza de Pío XII, quien escribió la gran encíclica sobre el Corazón de Cristo, Haurietis Aquas, el papa Francisco recuerda que «a la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino» (DN 66). En Él encontramos «lo infinito en lo finito» (DN 67), continúa el Pontífice, retomando una expresión de Benedicto XVI. Esto nos conduce al verdadero y perfecto culto latréutico del Salvador, porque «es enseñanza constante y definitiva de la Iglesia que nuestra adoración a su persona es única, y comprende inseparablemente tanto su naturaleza divina como su naturaleza humana. Desde antiguo la Iglesia enseña que debemos “adorar a un único y mismo Cristo, Hijo de Dios y del hombre, por dos y en dos naturalezas inseparables e indivisas”. Y esto “con una sola adoración […] según que el Verbo se hizo carne”. De ninguna manera Cristo “es adorado en dos naturalezas, de donde se introducen dos adoraciones”, sino que se “adora con una sola adoración al Dios Verbo encarnado con su propia carne”» (DN 68).
Por lo tanto, el culto al Corazón de Cristo no un accesorio, no es un «extra» ni una «guinda del pastel», como se dice para referirse a algo que es bonito tener, pero que no sería indispensable. Más bien, es la forma propia que asume, nutrido por la Escritura y el Sacramento, el verdadero culto al Salvador, mediado por este símbolo extraordinariamente expresivo que, sin duda, tiene su historia y que ciertamente debe ser, por así decirlo, «descifrado», tal como el papa Francisco nos ayuda a hacer. En otras palabras, la experiencia del Cristo vivo, que nos ofrece su costado traspasado, nos conduce a la esencia misma del Evangelio. Desde ahí, mirando hacia atrás, percibimos en los relatos evangélicos toda la longitud, la altura, la amplitud y la profundidad de lo que se contempla. Más aún, lo vivimos en nuestra propia piel, en un «tú a tú» que es la esencia misma de la vida espiritual. La devoción al Corazón de Cristo ha sido, y sigue siendo, el vehículo de esta experiencia formidable. De hecho, «en el Corazón traspasado de Cristo se concentran escritas en carne todas las expresiones de amor de las Escrituras» (DN 101). «El Evangelio, en sus distintos aspectos, no es sólo para reflexionarlo o recordarlo, sino para vivirlo […], y esto vale sobre todo para el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Las separaciones temporales que nuestra mente utiliza no parecen contener la verdad de esta experiencia creyente donde se funden la unión con Cristo sufriente y a la vez la potencia, el consuelo y la amistad que gozamos con el Resucitado» (DN 156).
Nada de esto se agota en sí mismo: toda la misión de Cristo consiste en revelar al Padre y conducirnos hacia Él. «Cristo nos quiere llevar al Padre. Así se entiende por qué la predicación de la Iglesia, desde los comienzos, no nos detiene en Jesucristo, sino que nos conduce al Padre. Él es quien, en último término, como plenitud fontal, debe ser glorificado» (DN 70). Además, el Hijo desea hacernos partícipes de su vida, por medio del Espíritu Santo, para que también nosotros podamos decir, como Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20). Así, el culto cristiano, al igual que toda la revelación, nos lleva al Padre, por medio del Hijo, en la gracia del Espíritu: todo procede del Dios trino y a Él retorna.
De esta manera, el Espíritu se derrama en nosotros, brotando como agua viva del costado traspasado de Cristo, para conducirnos al Padre, para hacernos hijos en el Hijo, para consumar la obra de la redención, es decir, restaurar a la criatura caída, devolviéndole la plena imagen y semejanza con el nuevo Adán. La acción del Espíritu Santo en el corazón humano de Cristo provoca constantemente, tanto en Él como en nosotros, esta atracción hacia el Padre, uniéndonos a su sentir, a sus decisiones, a su vida y a su muerte, haciéndonos partícipes de la misma relación que el Hijo tiene con el Padre (cf. DN 76).
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
El papa Francisco respalda toda su argumentación con continuas referencias a las Escrituras, evocando a los Padres de la Iglesia, las enseñanzas de los papas precedentes – que él reafirma, retoma y relanza, subrayando su verdad y pertinencia –, así como el testimonio de los santos y, en general, la experiencia vivida por la Iglesia. Por eso, «no puede decirse que este culto “deba su origen a revelaciones privadas”» (DN 83); más bien, con él nos situamos en el centro mismo de la experiencia de fe, de la creencia auténtica. Por lo tanto, «la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero» (DN 91) son los dos aspectos fundamentales que hoy la devoción al Sagrado Corazón debe mantener unidos. Sin esta sinergia, la vida cristiana se tornaría estéril e infecunda, abstracta y cerebral, desconectada de su vínculo esencial con la propia vida.
Perspectivas eclesiales, apostólicas y misioneras
En el cuarto capítulo de la encíclica, el Pontífice presenta a los grandes testigos del amor humano y divino del Corazón de Cristo: en primer lugar, los Padres de la Iglesia, los santos mártires y san Agustín, quien «abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor» (DN 103), además de los místicos y místicas medievales. La reflexión del Papa se dirige luego a los grandes testigos de esta espiritualidad en el mundo moderno: san Juan Eudes, san Francisco de Sales, los «clásicos» santa Margarita María de Alacoque y san Claudio de La Colombière, san Vicente de Paúl, hasta llegar a san Charles de Foucauld, santa Teresa del Niño Jesús, santa Faustina Kowalska, san Pío de Pietrelcina, santa Teresa de Calcuta y san Juan Pablo II. Se destaca explícitamente la fuerte resonancia que esta devoción tuvo en la Compañía de Jesús, citando al padre Pedro Arrupe, quien en 1972 afirmó: «Quiero decir a la Compañía algo que juzgo no debo callar. Desde mi noviciado, siempre he estado convencido de que en la llamada “Devoción al Sagrado Corazón” está encerrada una expresión simbólica de lo más profundo del espíritu ignaciano y una extraordinaria eficacia — ultra quam speraverint— tanto para la perfección propia como para la fecundidad apostólica. Ese convencimiento lo poseo aún. […] En esta devoción tengo una de las fuentes más entrañables de mi vida interior» (DN 146)[6].
De esta larga corriente de vida interior, en efecto, ha brotado una impresionante «acción evangelizadora y educativa de numerosas congregaciones religiosas femeninas y masculinas que han sido marcadas desde sus orígenes por esta experiencia espiritual cristológica» (DN 150). Esta devoción, de hecho, es por excelencia la devoción de la consolación. Aquí se abre un inmenso capítulo de la doctrina espiritual, que solo podemos mencionar brevemente. El deseo interior de consolar al propio Cristo, que «brota en el corazón del creyente enamorado cuando contempla el misterio de la pasión de Cristo y la vive como un misterio que no sólo se recuerda, sino que por la gracia se vuelve presente» (DN 152; cursiva nuestra), conduce a la compunción por los pecados propios y los del mundo. De esta experiencia, nosotros somos consolados para consolar a nuestra vez; de aquí surge «la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo. Porque al mismo tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos. En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre. De este modo se cierra el círculo» (DN 163).
El Papa, recordando nuevamente el testimonio de los santos, afirma que es al prolongar su amor hacia los hermanos como se hace presente, en nuestro mundo herido, el poder redentor del Corazón de Cristo, que vive en sus siervos fieles. En efecto, «el amor a los hermanos no se fabrica, no es resultado de nuestro esfuerzo natural, sino que requiere una transformación de nuestro corazón egoísta» (DN 168). Esta transformación es fruto precisamente de esa unificación y pacificación que se alcanza mediante una relación íntima, personal y prolongada con Jesús en la oración y a través de la celebración de los sacramentos.
La reparación, observa el papa Francisco, retomando la enseñanza de san Juan Pablo II sobre las dimensiones sociales y estructurales del pecado, consiste, por tanto, en construir sobre las ruinas de un mundo fragmentado, la civilización del amor, de la que hablaba san Pablo VI. Esto solo es posible mediante una participación libre en el amor redentor de Cristo y en su único sacrificio (cf. DN 201). «Esas acciones de amor al prójimo, con todas las renuncias, negaciones de uno mismo, sufrimientos y cansancios que impliquen, cumplen esta función cuando están alimentadas por la caridad del mismo Cristo. Él nos permite amar como él amó y así él mismo ama y sirve a través de nosotros. Si por una parte él parece empequeñecerse, anonadarse, ya que ha querido mostrar su amor por medio de nuestros gestos, por otra parte, en las más sencillas obras de misericordia, su Corazón es glorificado y manifiesta toda su grandeza. Un corazón humano que hace espacio al amor de Cristo a través de la confianza total y le permite expandirse en la propia vida con su fuego, se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a todos. Así Cristo sacia su sed y difunde gloriosamente en nosotros y a través de nosotros las llamas de su ardiente ternura» (DN 203).
Conclusión: una espiritualidad para el futuro
El papa Francisco ha mostrado la perenne actualidad de la devoción al Corazón de Cristo en sus fundamentos bíblicos, patrísticos y eclesiales. Se trata de una verdadera espiritualidad, porque es una perspectiva desde la cual leemos todo el misterio de Cristo en su triple dimensión de teología, liturgia y diaconía o servicio (particularmente hacia los pobres, con quienes Cristo se ha identificado). «Esta unión entre la devoción al Corazón de Jesús y el compromiso hacia los hermanos atraviesa la historia de la espiritualidad cristiana» (DN 172): así ha sido en el pasado, así es hoy, y continuará siéndolo siempre.
Por otra parte, el Pontífice señala que «la imagen expresiva y simbólica del Corazón de Cristo […] siempre necesitará ser enriquecida, iluminada, renovada gracias a la meditación, la lectura del Evangelio y la maduración espiritual» (DN 82). Esto implica que esta devoción no solo nació, floreció y dio frutos en el pasado, sino que el Espíritu seguirá suscitando hombres y mujeres que la vivan y la presenten de formas siempre nuevas. De hecho, es «esencial» (DN 83). El papa Francisco nos señala todas las razones que lo «mueven a proponer a toda la Iglesia un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo» (DN 89), «sabiendo que siempre será posible reconocer un significado más claro y pleno a ciertos detalles de la devoción, o comprender y desplegar nuevos aspectos de la misma» (DN 109).
En este sentido, el Pontífice repropone y reafirma el valor de las expresiones tradicionales del culto al Corazón de Jesús, en particular la Comunión de los primeros viernes de mes y la hora de adoración eucarística los jueves, dedicada a velar y orar con Jesús en Getsemaní, respondiendo explícitamente a la invitación que Él nos hace: «Quedaos aquí y velad» (Mc 14,34; cf. DN 84-85). Sin embargo, el papa Francisco subraya la fuente de toda devoción: la Palabra de Dios y, por supuesto, la Eucaristía. También afirma que todos «nuestros actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su Corazón herido» (DN 153). Esto incluye, sin duda, la ofrenda de nosotros mismos al Corazón de Jesús, tradicionalmente llamada «consagración», así como la ofrenda de nuestras fatigas, nuestras acciones y, en última instancia, nuestra vida: la llamada «ofrenda del día», con una perspectiva apostólica y misionera.
El Espíritu Santo ciertamente seguirá guiando a los creyentes en el futuro hacia nuevas formas de amar y servir al Señor. Quizás pocos saben que, ya hoy, algunas personas, desarrollando una intuición muy común en el cristianismo oriental y presente también en la liturgia latina, prolongan la hora de adoración del jueves dedicando una hora –desde la tarde del viernes hasta el sábado– para meditar sobre el descenso de Jesús resucitado a los infiernos, sobre la kénosis o el abajamiento al que lo llevó su amor (cf. Flp 2,6-11). Allí se contempla a la víctima que redime a todas las víctimas del mundo, el abajamiento que nos ha levantado a todos: «Si bajo a los infiernos, allí estás» (Sal 139,8)[7].
La devoción al Sagrado Corazón se presenta verdaderamente como un remedio providencial para superar la «fragmentación del individualismo» (DN 17), de modo que todos y cada uno puedan «unificar y armonizar su propia historia personal, que parece fragmentada en mil pedazos» (DN 19). Concluye el Papa: «Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno» (DN 220).
-
Cf. Francisco, Carta encíclica Dilexit nos, 24 de octubre 2024. ↑
-
Cf. 1 Cor 2,13-14. ↑
-
Cita del título mismo de la encíclica. ↑
-
Cf. O. De Bertolis, «A 350 años de las apariciones de Paray-le-Monial», 23 de febrero 2024, en https://www.laciviltacattolica.es/2024/02/23/a-350-anos-de-las-apariciones-de-paray-le-monial/ ↑
-
El Papa también afirma: «vuelvo la mirada al Corazón de Cristo e invito a renovar su devoción» (DN 87). Además, recuerda que «san Juan Pablo II invitó a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo» (DN 147), reconociendo las íntimos vínculos entre la devoción al Corazón de Cristo y la espiritualidad ignaciana. ↑
-
De manera incidental, podemos observar que la expresión ultra quam speraverint, es decir, «más de lo que podrían haber esperado», proviene de los escritos de santa Margarita María, quien considera que el Sagrado Corazón bendecirá los esfuerzos apostólicos de sus devotos, concediéndoles frutos más abundantes de lo que cualquier previsión humana pudiera anticipar. ↑
-
Nos permitimos remitir a un libro que explica el sentido y ofrece perspectivas de oración: O. De Bertolis – M. Marelli, Nella notte benedite il Signore, Todi (Pg), Tau, 2024. ↑
Copyright © La Civiltà Cattolica 2024
Reproducción reservada