«La Virgen tenía un nombre que le correspondía perfectamente: se llamaba María, que significa “esplendor”. ¿Qué hay, en efecto, más luminoso que el esplendor de la virginidad? […] Si, entonces, es un bien tan grande tener un corazón virginal, ¿cuánto mayor será la carne que adornará la virginidad con el espíritu? Así, también la santa Virgen María, mientras vivía en la carne, poseía una vida incorrupta e inmaculada y acogía con fe las palabras del arcángel»[1].
Este hermoso significado atribuido al nombre de María, como «esplendor» originario por su condición de Virgen e Inmaculada, puede tomarse como una imagen introductoria para la reflexión de Gloria. Una estética teológica de H. U. von Balthasar, concebida y construida totalmente en torno a la irradiación de la «belleza» de Dios, es decir, de su «gloria», el esplendor inaccesible de su divinidad. Al delimitar el campo de estudio dentro de la amplísima obra del teólogo suizo, uno se puede preguntar: ¿cuál es el lugar que ocupa María, especialmente en relación con el misterio de la Iglesia, dentro de su Gloria. Una estética teológica? Esta consta de siete volúmenes y constituye la primera parte de su tríptico teológico, enriquecido por los otros dos, que son la Teodramática y la Teológica.
En particular, ¿en qué sentido se puede hablar propiamente de María como el «esplendor de la Iglesia» en relación con su Hijo, Jesucristo, quien, por su naturaleza, es la «gloria de Dios», ya que es «el Señor de la gloria» (1 Cor 2,8), y la «irradiación» o reflejo del mismo esplendor del Padre (cf. Heb 1,3)? En cuanto Hijo de Dios hecho hombre (cf. Jn 1,14), Jesucristo lleva en sí, y transmite, todo el peso de la gloria divina, es decir, de la divinidad y la trascendencia divina expresada como kâbôd en el Antiguo Testamento y como doxa en el Nuevo Testamento. Precisamente en su condición humana e histórica como Verbo encarnado, Jesús de Nazaret se ha convertido, según la conocida fórmula de san Ireneo, en «la visibilidad del Dios invisible» (cf. Jn 1,18).
En la perspectiva del 150º aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, realizado por Pío IX en 1854, María y la Iglesia son los pilares de nuestra reflexión mariológica, unidos por la categoría de esplendor. Se trata de captar, a través de esta característica, los aspectos propiamente bíblicos y teológicos de una estética teológica en su sentido originario, y no de situarse o limitarse a un plano meramente de una «teología estética» (belleza en un sentido puramente profano). Muchas veces – sobre todo en el segundo milenio cristiano – parte de la teología católica se ha inclinado hacia esta última perspectiva, al igual que, en ocasiones, la predicación popular sobre la Virgen María y la devoción mariana.
Es interesante observar que el término «esplendor», con el cual la Homilía II sobre la Anunciación del Pseudo-Gregorio Taumaturgo califica la virginidad de María, aparece dos veces al inicio del capítulo cuarto de la Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, aplicado al «glorioso Evangelio de Cristo», imagen de Dios (2 Cor 4,3-6; cf. Gn 1,3). Otro aspecto relevante de la investigación mariológica en von Balthasar será verificar la relación entre el «esplendor» propio y originario de Cristo, como «imagen de Dios» (2 Cor 4,4), y el «esplendor» que caracteriza la figura o imagen de María.
María, la Virgen y Madre, prototipo de la «ars Dei»
En la vasta y polifacética obra teológica de von Balthasar (1905-1988), la figura de María ocupa un lugar prioritario. El marco natural de su meditación mariológica es predominantemente el de la cristología y la eclesiología. La mariología no es un apéndice de los tres grandes temas que dominan, de forma absoluta, su reflexión como teólogo: Dios, Jesucristo y la Iglesia. Al contrario, destaca de inmediato una conexión muy estrecha entre el papel y la misión de María y el misterio del Hijo Jesucristo y de la Iglesia, su Esposa, «santa e inmaculada». Otro elemento introductorio que ayuda a situar la originalidad de la meditación mariológica de von Balthasar es el uso del lenguaje y de la simbología esponsal, tanto para explorar la unicidad irrepetible de la Virgen Madre como para resaltar la dimensión «mariana» esencial e inseparable de la Iglesia, incluso como «institución». Esto remite a la complementariedad o inseparabilidad entre el «principio petrino jerárquico», asociado con la Iglesia institucional, y el «principio mariano carismático», nota originaria de la Iglesia, que es siempre «la Iglesia del amor».
«La imagen de María es indiscutible – afirma von Balthasar en el primer volumen de Gloria. Una estética teológica – , señalando que incluso para los no creyentes tiene el valor de un tesoro de belleza intangible, aunque no sea comprendida como imagen de la fe, sino solo como un símbolo sublime interpretado según categorías humanas universales. Irradia la evidencia de aquello que ha sido marcado por la figura de la revelación, la cual pertenecería también a la Iglesia si esta no fuese más que la “esposa sin mancha ni arruga”, tal como fue pensada únicamente por Cristo. Solo esta imagen de la Iglesia es desarrollada por el Evangelio, sin considerar las formas de compromiso que adquiere al caer en manos de pecadores, quienes la configuran y administran»[2].
¿Cómo participa María del «esplendor» de la «gloria» propia del Hijo de Dios, una gloria que resplandece en el mismo rostro humano de Jesús (cf. 2 Cor 4,6), como nos recuerda san Pablo? La relación entre María y Jesucristo puede representarse, por analogía, con la relación cósmica entre el sol y la luna: mientras el sol brilla con luz propia, la luna resplandece por luz reflejada, gracias al calor y el fulgor que el sol le transmite. La reflexión de von Balthasar, expresada en Gloria, se enmarca en esta perspectiva cuando afirma: «El Hijo del Padre, enviado por Él al mundo, es la gloria de Dios en persona, que al descender al mundo toma forma. La gloria que “cubre con su sombra” a María y que entra, con el Niño, en el templo (Lc 1,35; 2,21-38), es la misma que cubrió el tabernáculo y el templo como nube resplandeciente y oscura (Ex 40,35; Lc 2,32). Verlo a Él significa, como Simeón (Lc 2,30.32) y Juan (Jn 1,14), ver la gloria del Padre». Por eso, en su totalidad de «signos y palabras», Jesús es el «signo de la salvación y de la gloria», como destaca especialmente el evangelista Juan[3].
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En este contexto, aunque von Balthasar no lo explicita desde una dimensión mariológica, ya puede vislumbrarse el papel esencial de María en la manifestación visible del Dios invisible, es decir, en su hacerse «historia». Al afirmar que «la epifanía del Dios viviente de Abraham» «es el mismo Dios de Jesús», el teólogo suizo subraya que no se trata de la aparición de un Dios cósmico, «sino de un Dios histórico», es decir, no de un Dios que se glorifica en el ciclo de la naturaleza y los mitos asociados a ella, «sino de un Dios que se glorifica en sus libres acciones salvíficas. Desde la historia, Israel contempla el cosmos y ve en él a este Dios de la Alianza, libre y soberano»[4]. María es el «lugar» privilegiado, el «tabernáculo santo», la «tienda del encuentro» o el «arca de la alianza» en la cual Dios quiso habitar para hacerse hombre. Gracias a la colaboración activa de la Virgen de Nazaret no solo se realizó la Encarnación del Verbo, sino que la gloria divina pudo manifestarse visiblemente en la humanidad que el Hijo eterno asumió de su madre humana.
Ee estas palabras se refleja toda la singularidad de María como la obra maestra de la acción de Dios y de su gracia, una obra maestra formada, sobre todo, por la virginidad de María y su disponibilidad esponsal a la iniciativa divina. «La vida de María – afirma von Balthasar al tratar sobre la figura y la transparencia propias de la mediación de la Iglesia – debe considerarse como el prototipo de lo que el ars Dei puede formar a partir de una materia humana que se le opone. Es una vida femenina que, más que la masculina, espera ser formada por el hombre, por el esposo, por Cristo y por Dios. Es una vida virginal que no conoce otra ley de formación más que Dios y el fruto que Él le da para llevar, dar a luz, nutrir y criar. Es una vida materna y esponsal al mismo tiempo, cuya fuerza de donación se extiende desde lo material hasta lo más espiritual. En todo esto, es una vida enteramente disponible. […] Las situaciones de esta vida son inimitables, inolvidables, tan únicas como universalmente válidas y significativas. Los tres ciclos del rosario [hoy deberíamos hablar de cuatro ciclos] la presentan a la anamnesis de la Iglesia y de los cristianos, en una unión estrechísima de forma con la vida de Cristo. Y, en realidad, la vida de María no tiene una forma propia separada; está en la compañía más cercana con la forma [figura] de Cristo; está en la sombra y a la luz de su única figura. Pero [la vida de María] no queda simplemente oscurecida por esta figura, sino que, precisamente en su utilización por parte de Cristo, al llevar la cruz con Él, queda inmersa en la luz que irradia de Él»[5].
En estas líneas de meditación, que podríamos definir como la configuración cristológica de María, ya se presenta una primera indicación de la ejemplaridad de la Virgen, tanto para la Iglesia en su conjunto como para cada cristiano. En primer lugar, se subraya que María, participando como «compañera femenina» en el camino de la cruz de su Hijo, también toma parte en su ocultamiento y en su abajamiento, es decir, en esa dimensión kenótica de la cristología tan profundamente destacada por von Balthasar en toda su teología. En particular, la vida de María, comparada con la de Jesús, es menos visible, carente de «operaciones milagrosas visibles, de fenómenos místicos, de reconocimientos y de oposiciones por parte de los hombres». Más aún, «más que la vida de Cristo, la vida de María está situada en el claroscuro de la gracia y de la fe. La glorificación llega después». Por ello, concluye von Balthasar, «siguiendo a María, todas las creaciones de Cristo en la Iglesia de los santos están sujetas a esta ley del claroscuro». Algunas figuras de santos han recibido «una especie de arquetipicidad secundaria, pero nunca completamente desprovista de ocultamiento». De manera más general, en la vida de los santos, más allá de los carismas individuales, la potencia divina que actúa en ellos está sustraída a la vista, marcada precisamente por el ocultamiento: «Se manifiesta solo en la medida necesaria para que la mano ofrecida en la oscuridad pueda ser tomada con confianza»[6].
En el «sí» de María está el origen de la Iglesia
Von Balthasar pone un gran énfasis en la fe de María, en la cual y a través de la cual se realiza la Encarnación del Verbo, inicio misterioso también de la fundación de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de aquellos que, siguiendo a Jesús, hacen la voluntad de su Padre (cf. Mt 12,50). Las dos imágenes bíblicas que caracterizan la fe de María son las de la «hija de Sión» y la «sierva del Señor» (ancilla Domini).
«En el punto nodal de todos los caminos entre el Antiguo y el Nuevo Testamento está la experiencia mariana de Dios, al mismo tiempo tan rica y misteriosa que resulta difícil describirla. Sin embargo, es tan importante que aparece siempre como el trasfondo de lo que se muestra abiertamente. En ella, Sión pasa a la Iglesia; en ella, la Palabra se hace carne; en ella, la Cabeza se une a los miembros. Ella es el lugar de la fecundidad sobreabundante. La Encarnación del Verbo ocurre en la fe de la Virgen. Esta no se apoya propiamente en la aparición del ángel, sino enteramente en su palabra, que es Palabra de Dios. El futuro anunciado por el ángel a María es una promesa para Israel, y su ser sierva es la fe de Sión»[7].
En esta reflexión sobre la «experiencia mariana de Dios», von Balthasar ofrece una síntesis densa de toda la historia de la salvación en su transición del viejo al nuevo pacto, de la promesa al cumplimiento realizado – gracias a la respuesta de fe de María – por el Verbo hecho carne por obra del Espíritu Santo. En este momento decisivo de la historia de la salvación, representado por la Encarnación del Verbo, se nos sitúa como ante un capullo «que revela su forma al florecer». La novedad inesperada ya está contenida en el saludo del ángel a María, estilizado por Lucas al inicio del Nuevo Pacto – destaca von Balthasar –, inspirándose en Sofonías (3,14-19) y en textos veterotestamentarios relacionados (cf. Jl 2,21-27; Zc 2,14; 9,9-10): «La hija de Sión debe alegrarse, la hija de Jerusalén no debe temer: Yahvé estará “en su seno” como “rey” y como “salvador”, términos que sin duda indican a Dios que regresa a hacerse presente en el templo de Sión»[8]. Citando a R. Laurentin, von Balthasar prosigue: «La hija de Sión, una personificación abstracta de Israel, se actualiza en la persona de María, quien recibe en nombre del pueblo la promesa mesiánica. La inhabitación de Yahvé en la hija de Sión se actualiza en el misterio de la concepción virginal»[9]. El hecho de que en María, como subraya el evangelista Lucas, se personifique la fe del socio de la Alianza (cf. Lc 1,45; 8,15; 11,27-28) en su esperanza depositada únicamente en Dios, en quien hay solo «pobreza» y «humildad», y el hecho de que esta fe sea también obediencia pura a la palabra y a la norma de Dios, todo esto realiza, con la gracia de Dios, la actitud ideal de Israel como premisa para la venida del Mesías. La misma virginidad de María es esa «medida escatológica colmada hasta el borde» que refleja no los motivos míticos del helenismo, sino el modelo veterotestamentario de la «estéril» que concibe por intervención divina[10].
Por lo tanto, en María, que realiza en sí misma la fe de la hija de Sión, una fe exigida por la igualmente demandante encarnación de la Palabra de Dios, «está anticipada también la esencia genuina de la futura Iglesia, que nace del Cuerpo y del Espíritu de Cristo, y que forma un solo cuerpo y un solo espíritu con Él, en cumplimiento de ese animus veterotestamentario de fe, esperanza y espera en pobreza, obediencia y alegría que caracteriza al pueblo de Dios centrado en Cristo, de toda la civitas Dei del Antiguo y del Nuevo Testamento». En este punto, von Balthasar apunta muy alto al contemplar en la visión del Apocalipsis – capítulo 12: la visión de la mujer y el dragón – esa fundamental «tríada» mariológica Sión-María-Iglesia, simbolizada en la unicidad de una sola figura: «una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1). En la visión del vidente del Apocalipsis también se contempla la unidad entre la Mujer y el arca de la Alianza (cf. Ap 11,19 – 12,1), la Mujer y la Ciudad santa (cf. Ap 21,9-12)[11].
Se puede profundizar en la reflexión balthasariana sobre la fe de María citando un ensayo de von Balthasar de 1972. Para ese entonces, el primer gran panel de su trilogía, Gloria. Una estética teológica, fundada en el pulchrum como categoría filosófica en analogía al concepto bíblico de «gloria», ya estaba terminado. En ese texto, titulado El católico en la Iglesia, von Balthasar identificaba ya en el «sí» (fiat) de María el acto primigenio de fundación de la Iglesia. La reflexión propuesta en ese artículo de 1972 destacaba claramente la afirmación según la cual, en la figura de Sión-María, ya está presente por anticipado la esencia de la futura Iglesia de Cristo.
Quien desee reflexionar sobre la Encarnación de Dios, escribía el teólogo de Basilea, deberá tener muy presente a la mujer y su participación activa e incondicional en la iniciativa de Dios, quien desea descender a la condición humana: si la Palabra de Dios se hace carne, esta «debe surgir desde las profundidades más humildes de la vida. Y esta realidad más humilde debe recibirla no como un abismo vacío, en pura pasividad, sino con la disponibilidad activa con la que el seno de una mujer acoge la semilla del hombre». Para que su Verbo se hiciera carne, Dios «necesita desde el principio un consentimiento que lo permita todo», es decir, necesita a alguien que, «en la perfecta libertad de la criatura, se convierta en seno, esposa y madre del Dios que se hace hombre: este acto fundamental no es, ni en sentido budista, una renuncia al propio ser como no-libre sumergiéndose en el abismo del absoluto, ni en sentido marxista, una autoconcesión de la libertad, de modo que el hombre se convierta en su propio creador; se trata, más bien, de convertirse en beneficiario de la libertad – que nos es donada por el Dios que se da incondicionalmente – y acogerlo sin reservas»[12].
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Partiendo de estas premisas y manteniendo firme que la iniciativa corresponde a la absoluta soberanía de Dios, quien en Jesucristo ha instituido la Nueva y eterna Alianza con la humanidad, es, sin embargo, el consentimiento de María, pronunciado loco totius humanae naturae («en nombre de toda la naturaleza humana»)[13], lo que convierte a su persona y a su disponibilidad esponsal para la voluntad de Dios en el «núcleo de la nueva Iglesia». «En este acto fundamental que tiene lugar en la habitación de Nazaret – se afirmaba en el artículo Das Katholische an der Kirche –, en este único acto se funda la Iglesia de Cristo en cuanto católica. Su catolicidad radica en la incondicionalidad del Ecce ancilla, cuyo alcance infinito reside en la correspondencia creatural al amor de Dios que se dona infinitamente»[14]. Aquí el teólogo suizo expresa una opinión no compartida por otros estudiosos, pues sostiene que ya en María, a partir de la Anunciación y, por lo tanto, con la Encarnación del Verbo, la Iglesia habría sido «idealmente» fundada. De hecho, para von Balthasar, quienes hacen comenzar la Iglesia más tarde, por ejemplo, con la llamada de los Doce o con el otorgamiento de autoridad a Pedro, «ya han perdido lo esencial: siempre llegarán únicamente a una realidad empírico-sociológica que no puede distinguirse cualitativamente de la Sinagoga. Incluso la “infalibilidad” del ministerio permanece peligrosamente suspendida en el aire, ya que no puede echar raíces sino en la falibilidad del hombre que la detenta»[15].
En otras palabras, la Catholica, como «esposa sin mancha ni arruga» (Ef 5,27), la «virgen pura» que debe ser desposada con Cristo (2 Cor 11,2), en su realidad más íntima surge con el consentimiento universal y católico de María, ya que desde el primer momento de la Nueva Alianza ella fue creada como Madre del Niño, «que debe ser virgen en cuerpo y espíritu para poder ser el consentimiento encarnado, católico, a la incondicional presión de la Palabra divina en la carne»[16]. Esta relación fundante de la Iglesia con el «sí» de María, y por lo tanto directamente con el evento de la Encarnación del Verbo y con la catolicidad de la Iglesia, puede profundizarse y completarse con lo que von Balthasar escribió en 1965. En su «relato» para sus 60 años, puntualizando el sentido de sus estudios eclesiológicos anteriores, en particular centrándose en la pregunta ¿Quién es la Iglesia?[17], resumía así su respuesta sobre su «misterio nuclear»: «La Iglesia es la unidad de aquellos que, agrupados en torno al sí inmaculado de María, y por eso ilimitado, consecuentemente conformado a Cristo en la gracia, y formados en este sí, están dispuestos y preparados para que se realice la voluntad de salvación de Dios en ellos mismos y en todos los hermanos. Este acto radical se llama “escucha de la Palabra”»[18].
Diez años después (1975), en un «relato» similar sobre su vida y su obra teológica, era nuevamente el misterio de la Encarnación el que se señalaba expresamente como acto fundante de la Iglesia en su catolicidad: «La Encarnación del Logos, su relación nupcial con la Iglesia (y a través de ella con el mundo), incluye la organicidad de la Iglesia. Cuanto más debe esta conservarse católica, abierta a todos, dialogante, dramática en el mundo contemporáneo, tanto más profundamente debe comprender y vivir su íntima esencia como Cuerpo y Esposa de Cristo»[19]. La catolicidad de la Iglesia, nos recuerda von Balthasar con insistencia, no es en verdad «un tibio compromiso o sincretismo»; al contrario, es una fuerza de unión, una vez más «dramática», que tiene en Jesucristo su fuente y su medida: «Jesucristo es en esto el católico: Dios y hombre, descendido a los infiernos, ascendido al cielo, él mismo explora las dimensiones personales y sociales del ser humano y las reestructura a partir de su propia experiencia»[20]. En el pequeño libro Katholisch (Católico) de 1975, al afirmar que la Iglesia es católica únicamente porque «Jesús no puede dejar de ser católico», el teólogo suizo subraya, en primer lugar, que la catolicidad de Cristo es tanto vertical («haciendo la voluntad del Padre en la tierra como en el cielo, revela a Dios en el mundo») como horizontal, ya que, como había intuido san Ireneo, él «recapitula» en sí mismo la historia de la descendencia de Adán. Y Jesús no es solo el «mediador» entre dos partes, entre Dios y el hombre, entre lo divino y lo humano, sino que es el Uno que genera la unidad (cf. Gal 3,20). En continuidad con la Encarnación del Verbo, la cruz de Cristo, revelación y don del amor universal de Dios, es el «centro de la realidad católica» del mismo Jesús, testimoniada por su Iglesia, Esposa y Cuerpo de Cristo[21].
María, «arquetipo» de la Iglesia
Para profundizar en la naturaleza íntima de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo y su Esposa «santa e inmaculada» (Ef 5,27), sigue siendo de gran ayuda la reflexión mariológica, es decir, la contemplación de María, Virgen y Madre, imagen ejemplar de la Iglesia, su rostro «mariano», modelo de imitación de Cristo. Desde la perspectiva teológica de von Balthasar, el punto central para captar el núcleo de la relación entre mariología y eclesiología se encuentra en un pasaje de la Carta a los Efesios (5,25-27). Este texto es como la matriz de la contemplación de María en su identidad de «Virgen Madre, hija de tu Hijo», como la describió Dante Alighieri, y de la Iglesia, la Esposa que Cristo «amó y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada» (Ef 5,25-27)[22].
La reflexión mariológica que von Balthasar desarrolla ya en el primer volumen de su Gloria conduce, en primer lugar, a precisar que «la figura de María no sustituye la figura de Cristo, sino que la revela en la imitación como arquetipo, con su especificidad y con su fuerza de impresión divina». Al mismo tiempo, la figura de María no puede aislarse de los creyentes, «puesto que es precisamente el modelo de nuestra “conformidad con Cristo” (Rm 8,29; Ef 3,10.21). Su imagen está y debe estar ante los ojos de los cristianos cuando se trata de examinar las condiciones de esta conformidad»[23]. Esta ejemplaridad de María se fundamenta en el hecho de que lleva impresa la huella de Dios, realizada en ella por Cristo y por su Espíritu[24]. En otras palabras, María es «la llena de gracia», como fue saludada en la Anunciación (cf. Lc 1,28). En la Virgen y Madre, comenta von Balthasar, se hacen visibles dos realidades: «que aquí está presente la imagen ejemplar de la Iglesia cristiforme, y que la santidad cristiana es el ser y la vida en los que Cristo es llevado»[25]. Esta reflexión conduce a dos implicaciones de amplio alcance tanto para la eclesiología como para toda la vida cristiana: «En la medida en que la Iglesia es mariana, es una figura pura, perfectamente legible y comprensible; en la medida en que el ser humano se hace mariano (o lo que es lo mismo, cristóforo), la dimensión cristiana se vuelve igualmente legible en él de forma comprensible. En el modelo mariano se manifiestan tanto la posibilidad de trasladar la figura de Cristo como la manera misma de hacerlo»[26].
Concluyendo, se pueden precisar dos términos esenciales para resaltar no solo la estrecha conexión entre mariología y eclesiología, sino también para comprender de manera más adecuada en qué sentido la Virgen Madre es el alma eclesial y, por ende, por qué la Iglesia en su naturaleza más íntima no puede dejar de ser «mariana» junto con su forma «petrina» (jerárquica). Estos dos conceptos, que abarcan ambos la ejemplaridad eclesial de María, son los de «arquetipo» y el de ancilla Domini (sierva del Señor).
Hemos visto que la fe de María de Nazaret constituye el fundamento de su experiencia de Dios y que, en virtud de esa misma fe, María, la nueva hija de Sión, «es ya anticipadamente también la esencia genuina de la futura Iglesia que nace del Cuerpo y del Espíritu de Cristo»[27]. Ahora bien, la relación física entre María y Jesús, entre la Madre y el Niño, realizada en la concepción virginal por obra del Espíritu Santo, «transforma en un nuevo problema la relación entre la experiencia de María, la experiencia de la Iglesia y la experiencia de cada creyente individual. […] La experiencia arquetípica se funde ahora con su flujo en la experiencia imitativa. En primer lugar, porque la fe de María, que está en el fundamento de su experiencia de maternidad, es la misma que la fe de Abraham y de cada cristiano. En segundo lugar, porque María, al llevar en su seno y dar a luz al Hijo y Cabeza de la Iglesia, lleva en sí […] a los cristianos junto con su experiencia de fe. El arquetipo mismo aquí toma la forma materna y abraza bajo su manto protector a aquellos que en el futuro la imitarán. Aquí alcanza su culmen la dimensión proléptica de toda la experiencia veterotestamentaria: la experiencia físico-personal que María tuvo del Niño, que es su Dios y Salvador, se abre sin reservas a la cristiandad. Es completamente, desde el principio y de manera cada vez más intensa, una experiencia para los demás, para todos; una experiencia despojada en favor de la universalidad. Esta experiencia se realiza no solo en la pérdida del Niño (desde los doce años hasta la vida pública y la pasión, hasta la fundación de la Iglesia), sino también en el progresivo despojo de la propia experiencia, como si la Madre tuviera que renunciar paulatinamente a toda dimensión vital-personal en favor de la Iglesia, quedando al final como un árbol despojado, sostenida solo por la fe («¡He aquí a tu hijo!»). Todo color íntimo y personal le es progresivamente sustraído en favor de la Iglesia y de los cristianos, para serles concedido junto con la gracia de Cristo, que es divina y humana, una gracia que está llena de la experiencia humana de Dios en Cristo»[28].
Después de esta página ejemplar sobre la función eclesiológica de María, se puede concluir recordando otra imagen mariana, igualmente rica en implicaciones para la eclesiología y la vida cristiana. Se trata de la autodesignación de la Virgen de Nazaret ante la palabra de Dios que la interpela y la llama a colaborar: «Aquí está la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,39). Al pronunciar con prontitud su ecce ancilla Domini, María muestra toda su disponibilidad activa; ella es como «la arcilla húmeda en la que únicamente se deja imprimir la forma de Cristo»[29]. En primer lugar, es importante señalar que, en la «cooperación» entre Dios y la criatura, así como entre Cristo y los suyos, nunca la imagen de Cristo es impresa por obra del hombre, de la misma manera que en ningún hombre puede ser impresa sin su libre voluntad y colaboración. En segundo lugar, Dios y el hombre no operan en el mismo plano, como podría suceder en una obra de arte en la que el maestro diseña y ejecuta las partes principales, dejando a los discípulos la tarea de completar los detalles menos relevantes.
Ante todo, «el mariano ecce ancilla Domini —afirma von Balthasar— remite a la distancia entre el Señor y la sierva. Esta distancia se manifiesta en el hecho de que el Señor manda en todo y la sierva obedece en todo. Esta obediencia creatural y cristiana caracteriza toda la existencia. Llega hasta la muerte, incluso hasta la muerte en la cruz, renunciando a todas sus propias ideas y objeciones, aceptando del Señor todo el plan de trabajo y poniendo a disposición de este plan todas sus fuerzas, tanto físicas como espirituales. En esto, es lo opuesto a una pasividad que renuncia a la cooperación y deja que Dios “haga lo que quiera”. La sierva, más bien, está en una actitud de atención continua al gesto del Señor (cf. Sal 122,2); con todas sus fuerzas disponibles, está lista para actuar, ya sea de una manera u otra, o incluso, si esa fuera la voluntad del Señor, para ser ignorada, olvidada o puesta a un lado. Su actitud es un estar en tensión hacia la venida del Señor»[30].
Con esta actitud de disponibilidad activa o esponsal al primado de la palabra de Dios, María pudo recibir en sí al Verbo de la vida, dejándose moldear en el alma y en el cuerpo por la fuerza creadora del Espíritu Santo. Gracias a su «sí» (fiat) a Dios, se convirtió en el seno virginal del Hijo de Dios hecho hombre, la célula primigenia de la Iglesia y madre de los creyentes en Cristo Jesús.
- Pseudo-Gregorio Taumaturgo, «Omelia II sull’Annunciazione», en Testi Mariani del primo millennio, vol. I: Padri e altri autori greci, Roma, Città Nuova, 1988, 755. Migne, en cambio, hace referencia al mismo texto, atribuyendo la paternidad a san Gregorio Taumaturgo e indicándola como «Homilia II in Annunciatione sanctae Virginis Mariae» (cf. PG 10, 1.156-1.169). ↑
- H. U. von Balthasar, Herrlichkeit, Bd. I: Schau der Gestalt, Einsiedeln, Johannes, 1988, 543 s. ↑
- Ibid., 642. ↑
- Ibid. ↑
- Ibid., 542 s. ↑
- Ibid., 543. ↑
- Ibid., 326. ↑
- H. U. von Balthasar, Herrlichkeit, Bd. VII: Neuer Bund, Einsiedeln, Johannes, 19882, 54. ↑
- R. Laurentin, Structure et Théologie de Luc I-II (1957), citado por H. U. von Balthasar, Herrlichkeit, Bd. VII: Neuer Bund, cit., 54. ↑
- Cf. ibid., 56 s. ↑
- Cf. ibid, 57 s: el vidente del Apocalipsis «ha visto en los 24 ancianos el díptico de los 12 x 2». ↑
- H. U. von Balthasar, Das Katholische an der Kirche, Köln, Wienand, 1972, 10. ↑
- Summa Theol. III, q. 30, a. 1c., citado por H. U. von Balthasar, Teologia dei tre giorni. Mysterium Paschale, Brescia, Queriniana, 1990, 123. ↑
- Hans Urs von Balthasar en la plenitud de la fe, cit., 298. ↑
- Ibid., 298. ↑
- Ibid., 298 s. ↑
- H. U. von Balthasar, «Wer ist die Kirche?», en ID., Sponsa Verbi. Skizzen zur Theologie II, Einsiedeln, Johannes, 1960, 19712, 148-202 ↑
- Id., Rechenschaft 1965, Einsiedeln, Johannes, 1965, 17. ↑
- Id., «Ancora un decennio – 1975», en Id., Il filo di Arianna attraverso la mia opera, Milán, Jaca Book, 1980, 59 s. ↑
- Ibid., 55. ↑
- Cf. Id., Cattolico, Milán, Jaca Book, 1977, 31-44. ↑
- Para el comentario eclesiológico de este texto paulino, cf. H. U. von Balthasar, Gloria. Una estetica teologica, vol. VII: Nuovo Patto, Milán, Jaca Book, 19912, 429-433. ↑
- H. U. von Balthasar, Herrlichkeit, Bd. I: Schau der Gestalt, cit., 541. ↑
- Ibid., 540. ↑
- Ibid., 541 s. ↑
- Ibid., 541. ↑
- Ibid., 539-541. ↑
- Ibid., 327 s ↑
- H. U. von Balthasar, Herrlichkeit, Bd. I: Schau der Gestalt, cit., 542. ↑
- Ibid. ↑
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