La Bula con la que el papa Francisco ha convocado el Año Jubilar 2025 está acertadamente dedicada al tema de la esperanza[1]. En ella, dirigiéndose a todas las categorías de personas y situaciones en las que la vida está amenazada, el Papa resalta el valor perenne de esta virtud indispensable, presente en todos y en todas las circunstancias, pero que, al mismo tiempo, también es fuente de incertidumbre y sufrimiento, ya que está ligada a aquello que el ser humano no puede controlar:
«Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad» (SNC 1).
La convocatoria del Jubileo es, para el Papa, una invitación a renovar la esperanza, especialmente en los momentos de prueba, haciendo suyo el pasaje de san Pablo que da título al documento: «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5). El llamado a esta dimensión fundamental de la vida cristiana constituye también una advertencia frente al clima cultural actual, marcado por una progresiva y preocupante ausencia de esperanza.
Una virtud incómoda
«La fe que amo más, dice Dios, es la esperanza. / La fe no me sorprende. / No me resulta sorprendente. / Resplandezco tanto en mi creación. / En el sol y en la luna y en las estrellas. / En todas mis criaturas […] / La caridad marcha desgraciadamente sola. Para amar a su prójimo no hay sino que dejarse ir, no hay sino que mirar tanta miseria. […] / Pero la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende. / A mí mismo. / Sí que es sorprendente. / Que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor. / Sí que es sorprendente y seguro la más grande maravilla de nuestra gracia. / Yo mismo me quedo sorprendido»[2]. Es lo que escribía Charles Péguy el 22 de octubre de 1911 en el célebre pasaje de El pórtico del misterio de la segunda virtud.
En estas líneas impactantes, el autor francés expresa toda la grandeza y la dificultad de esta virtud, tanto que parece que el mismo Dios se asombra de su existencia. La esperanza nos habla, en efecto, de lo que no está, pero que al mismo tiempo está íntimamente presente en el tejido de cada proyecto y actividad: reclama su cumplimiento, está en la base de la posibilidad de cambiar las cosas y de luchar por aquello que nos importa. No se limita simplemente a señalar lo que falta, sino que también da la fuerza para afrontar las dificultades[3].
Péguy lo sabía muy bien. El pórtico del misterio de la segunda virtud fue escrito en uno de los momentos más arduos y dolorosos de su vida: el libro fue, editorialmente, un fracaso, al igual que la revista que había fundado (Cahiers de la Quinzaine), y un destino similar tuvo su intento previo de gestionar la librería Bellais. Incluso la obra dedicada a Juana de Arco – El misterio de la caridad de Juana de Arco, una verdadera obra maestra del siglo XX – solo vendió una copia al momento de su publicación.
Sin embargo, los problemas no fueron solo económicos: Péguy fue rechazado por los socialistas debido a su conversión al catolicismo, y por los propios católicos, a causa de su decisión de no bautizar a sus hijos, en un intento de respetar la voluntad de su esposa. Fue precisamente por todo ello que Péguy fue capaz de hablar de la esperanza de un modo tan auténtico y conmovedor: al haber experimentado la desesperación, sabía lo que significaba carecer de ella.
La esperanza es una virtud difícil, porque «tiene que ver con el bien arduo» (Summa Theologiae, I-II, q. 23, a. 2), un bien que no está inmediatamente a nuestro alcance y, sin embargo, es indispensable para una vida digna de ser vivida. La esperanza encierra en sí varias «provisiones» esenciales para emprender la aventura de vivir: coraje, deseo, espera, paciencia y, sobre todo, la confianza en que puede conseguirse incluso cuando todo parece ir en su contra, aquello que san Pablo llama «esperanza contra toda esperanza» (Rm 4,18).
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Por estas razones, como notaba siempre Péguy, la esperanza es como una niña pequeña (porque lleva en sí el futuro) y debe ser acompañada por sus dos hermanas mayores: la fe en Aquel que es el único capaz de ofrecer el bien que necesitamos, y la caridad, el amor, que de alguna manera ya lo anticipa y nos impulsa a seguir adelante. Sin estas dos hermanas, la pequeña esperanza parece realmente incapaz de avanzar.
Sin embargo, cuando se le presta atención, se descubre que esta pequeña niña lleva consigo a numerosas parientes que, a su vez, sostienen el camino de las dos hermanas mayores. La esperanza abre, en efecto, múltiples perspectivas, exploradas por saberes diversos que no siempre son armonizables entre sí, como la sociología, la política, la filosofía, la literatura, la espiritualidad y la psicología. Cada una de estas disciplinas parece sentirse más cómoda al abordar ciertos aspectos en lugar de otros: por ejemplo, la agresividad, un tema siempre complejo en el ámbito espiritual; o la confianza, que desafía un enfoque meramente científico y programático de la existencia. A pesar de ello, todas son esenciales para comprender las características únicas de la esperanza.
La esperanza, ¿una niña huérfana?
Ya con estas breves notas se puede entender por qué la esperanza es una virtud paradójica, escurridiza y que debe tomarse en serio. Es difícil de concebir, aún más en nuestra época, que ha hecho del control y la planificación sus palabras clave. Tal vez sea este el motivo por el cual esta niña sigue siendo la gran huérfana en la reflexión contemporánea. Una mirada rápida a las publicaciones de las ciencias humanas sobre el tema resulta significativa: ausente en los diccionarios de psicología, la esperanza tampoco aparece en la colección dedicada a los principales temas de psicología que la revista Mind publicó (24 volúmenes entre 2018 y 2020). Tampoco figura entre los 50 libritos de Meditaciones cotidianas, publicados en 2023 por el Corriere della Sera, en los que sí se incluían sus «hermanas mayores» (aunque con nombres más laicos, como «confianza» y «amor»).
Sin embargo, la pequeña esperanza no es solo la Cenicienta de la reflexión en las ciencias humanas, sino también de la propia cultura cristiana. Ni siquiera la teología parece muy interesada en ella; al buscar publicaciones sobre el tema, se observa una preocupante escasez. La obra más conocida, Teología de la esperanza de Jürgen Moltmann, publicada en 1964 y considerada aún un clásico, surgió como respuesta al texto provocador de Ernst Bloch, El principio esperanza, que intentaba trazar una posible realización de la esperanza en el ámbito de la mera perspectiva terrenal. Incluso La Civiltà Cattolica le ha dedicado poco espacio: al revisar los índices de los últimos 50 años, solo se encuentran cuatro artículos, uno de los cuales, como era de esperarse, comenta la encíclica de Benedicto XVI Spe salvi.
Como consuelo – o acaso mayor preocupación –, la situación no era mejor ni siquiera en tiempos lejanos. La antigüedad y la Edad Media no ofrecen un panorama diferente. De los 122 capítulos que conforman el tratado Enchiridion de fide, spe et caritate de san Agustín, solo dos, y extremadamente breves (114 y 115), están dedicados a la esperanza. Las Sentencias de Pedro Lombardo (siglo XII), manual clásico de referencia para todo docente de teología hasta el siglo XVI, dedican solo una «distinción» al tema (cf. In 3 Sent., d. 26).
Hay una excepción, como siempre, en santo Tomás, «el teólogo que más se ocupó de la esperanza»[4]. Él supo devolverle dignidad y valor, incluso en su dimensión psicológica. Después de él, salvo algunas loables excepciones (Alfaro, Durand, Mendoza-Álvarez, Appel, Theobald), la mayoría de las obras utilizan el término de manera indirecta, en relación con otras temáticas. Es el caso, por ejemplo, del conocido libro de Hans Urs von Balthasar, Sperare per tutti, dedicado a una cuestión específica: la posibilidad real de la condenación eterna. El catálogo en línea de libros en circulación menciona solo cuatro títulos explícitamente dedicados a la teología de la esperanza en italiano, publicados en los últimos cinco años. Sin embargo, ninguno aborda el tema desde una perspectiva interdisciplinar que haga justicia a su dimensión compleja y transversal. Parece que la esperanza es realmente una niña difícil de criar, incluso en el ámbito eclesial.
¿A qué podría deberse esta carencia? Pueden plantearse algunas hipótesis. Una de ellas es que el cristianismo, especialmente en Occidente, se ha secularizado en gran medida y ya no tiene nada significativo que decir al hombre contemporáneo. Esto ya lo había señalado una gran santa como Teresa de Ávila: «Hasta los predicadores van ordenando sus sermones para no descontentar. Buena intención tendrán y la obra lo será; mas ¡así se enmiendan pocos! Mas ¿cómo no son muchos los que por los sermones dejan los vicios públicos? ¿Sabe qué me parece? Porque tienen mucho seso los que los predican. No están sin él, con el gran fuego de amor de Dios, como lo estaban los Apóstoles, y así calienta poco esta llama» (Libro de la vida, c. 16, 7).
Incluso la predicación parece evitar este tema, prefiriendo concentrarse en cuestiones «políticamente correctas»: la ecología, la contaminación, la ayuda material, problemas ciertamente importantes, pero que ya son abordadas por otros, quizás de manera más competente y detallada. Aunque se trate de aspectos relevantes de la vida común, queda la impresión, como señala Teresa de Ávila, de que se busca a toda costa el consenso, perdiendo el fuego del Espíritu y, con ello, la capacidad de reavivar la esperanza, de hablar de la vida eterna, de la bienaventuranza, del vínculo con los seres queridos fallecidos, de la posibilidad de una justicia que pueda resistir las constantes desilusiones que presenta la vida ordinaria. En otras palabras, se pierde la capacidad de transmitir la fuerza profética y de contestación propia del cristianismo.
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El cardenal Giacomo Biffi, en un encuentro el 29 de agosto de 1991, retomaba y hacía suyas las palabras de El Anticristo de Vladímir Soloviov: «“Llegarán días –dice Soloviov, y, es más, ya han llegado, decimos nosotros– en los que el cristianismo quedará reducido a pura acción humanitaria, en los distintos campos de la asistencia, la solidaridad, el filantropismo y la cultura. El mensaje evangélico será identificado con el compromiso por el diálogo entre los pueblos y las religiones, la búsqueda del bienestar y el progreso, y la exhortación a respetar la naturaleza”. Pero si el cristiano, por amor a la apertura al mundo y al buen entendimiento con todos, casi sin darse cuenta, diluye esencialmente el Hecho salvífico en la exaltación y consecución de estas metas secundarias, entonces se priva de la conexión personal con el Hijo de Dios, crucificado y resucitado, comete poco a poco el pecado de apostasía y, al final, se encuentra del lado del Anticristo»[5]. Así, desaparecen los temas propios de la esperanza, que caracterizan la diferencia cristiana y que marcan también la diferencia para una vida digna de ser vivida. Y si no es la Iglesia quien habla de ello, ¿quién lo hará?
Esta falta de interés puede observarse también en la pérdida de significado del tiempo litúrgico por excelencia relacionado con la esperanza: el Adviento. ¿Qué significa esperar? ¿Qué se espera? ¿A alguien que ya ha venido y hace inútiles las profecías? ¿Cómo se traduce el sentido de la espera cristiana? La dificultad para hablar, antes incluso de vivir la espera – y ambas cosas están indudablemente relacionadas entre sí –, muestra cuán cercanas están, en la vida ordinaria, las dos posturas: la de quien ha renunciado a esperar y la de quien no percibe ningún impacto de la espera en las dificultades cotidianas. La obra teatral Esperando a Godot (1952) de Samuel Beckett ilustra bien esta idea de una espera fútil, vacía, una mera pérdida de tiempo frente a algo o alguien de quien no se tiene ningún indicio en el presente[6].
¿La esperanza cumple sus promesas?
Este aspecto del «no aquí, no todavía» está quizá en la base de la mayoría de las objeciones que se dirigen contra la esperanza. En un relato jasídico, un discípulo pregunta al maestro si, en realidad, el Mesías no ha llegado ya. El maestro le lee un pasaje del profeta Isaías: «El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá, la vaca y la osa vivirán en compañía, sus crías se recostarán juntas, y el león comerá paja lo mismo que el buey. El niño de pecho jugará sobre el agujero de la cobra, y en la cueva de la víbora, meterá la mano el niño apenas destetado. No se hará daño ni estragos en toda mi Montaña santa, porque el conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas cubren el mar» (Is 11,6-9). Luego corre la cortina y mira hacia afuera. Ve a una anciana pobre y harapienta que pide limosna, a un hombre que camina envuelto en ricas vestiduras, y más allá, personas golpeadas, otras durmiendo en la calle. Cierra nuevamente la cortina y responde: «No, el Mesías no ha llegado aún. ¿Cómo podría haber llegado el Mesías a un mundo como este?»[7]. Sergio Quinzio se expresa de manera similar: «Después de dos mil años de evangelio, no es difícil darse cuenta de que las promesas no se han cumplido, que los mansos no han heredado la tierra, que Dios no ha hecho “justicia” a sus fieles»[8].
Otra razón que subyace al rechazo de la esperanza es que, no pocas veces, ha sido mal entendida y contrapuesta a la realidad presente, como una suerte de «opio del pueblo», según afirmaba Marx, para justificar la inacción, adormecer la conciencia y no enfrentar la miseria actual. Nietzsche, con su habitual mordacidad, considera la esperanza «el peor de los males, porque prolonga los sufrimientos del hombre» (Humano, demasiado humano, n. 71).
En este sentido, muchas de las críticas de los «maestros de la sospecha» (Marx, Nietzsche, Freud) captan, sin duda, algo de verdad, pero malinterpretan el auténtico significado de la esperanza. Esta no tiene nada que ver con la ilusión o la resignación ante la dureza de la vida. La esperanza, de hecho, antes que una virtud, es una pasión agresiva, y con ella se sostiene o cae. Y la agresividad, a su vez, para no sucumbir ante el mal y la injusticia, necesita de la esperanza[9].
Moltmann señala con fuerza esta peligrosa deformación de la esperanza cristiana, que no puede perder su carga utópica de cuestionamiento del presente: «Las palabras de esperanza de la promesa deben estar en contradicción con la presente realidad empírica […]. Por eso, la escatología no puede vagar en las nubes, sino que debe formular sus afirmaciones de esperanza en contradicción con la experiencia presente del sufrimiento, el mal y la muerte […]. Quien tiene esta esperanza nunca podrá adaptarse a las leyes y fatalidades inevitables de este mundo. En la vida cristiana, la prioridad pertenece a la fe, pero el primado a la esperanza. Sin el conocimiento de Cristo que se obtiene por la fe, la esperanza se convertiría en una utopía suspendida en el aire. Pero sin la esperanza, la fe se vuelve tibia y acaba muriendo. Por medio de la fe, el hombre encuentra el camino de la verdadera vida, pero solo la esperanza lo mantiene en él»[10].
Las premisas de la esperanza
La esperanza encuentra mucha resistencia para ser acogida en el contexto cultural actual porque remite a aquello que no está bajo nuestro control. Como se ha señalado, está esencialmente vinculada a la fe en Dios, en el sentido de la Carta a los Hebreos: «La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven» (cf. Heb 11,1). En consecuencia, la crisis de la vida de fe conlleva también la crisis de la esperanza, con repercusiones profundas a nivel existencial. El vacío que deja su ausencia pone de manifiesto aún más la necesidad de su presencia para continuar viviendo, ya que la esperanza otorga un significado por el que vale la pena esforzarse: «La fe es una catedral arraigada en el suelo de un país. La caridad es un hospital que acoge todas las miserias del mundo. Pero sin esperanza, todo esto no sería más que un cementerio»[11]. Es imprescindible devolver el auténtico significado a la esperanza cristiana; transmitir su belleza a los hombres y mujeres de nuestro tiempo es una cuestión de vida o muerte.
El papa Francisco, en la Bula de convocación del Jubileo, invita a redescubrir el fundamento indispensable de la esperanza, contenido en el bautismo: la entrada en la vida que no tiene fin. Menciona además un detalle artístico elocuente que muestra, de forma visible, su vínculo con la vida eterna: «Los cristianos, durante mucho tiempo construyeron la pila bautismal de forma octogonal, y todavía hoy podemos admirar muchos bautisterios antiguos que conservan dicha forma, como en San Juan de Letrán en Roma. Esto indica que en la fuente baustismal se inaugura el octavo día, es decir, el de la resurrección, el día que va más allá del tiempo habitual, marcado por la sucesión de las semanas, abriendo así el ciclo del tiempo a la dimensión de la eternidad, a la vida que dura para siempre. Esta es la meta a la que tendemos en nuestra peregrinación terrena (cf. Rm 6,22)» (SNC 20). Este es el destino donde, finalmente, puede encontrar cumplimiento ese deseo de plenitud presente en cada hombre y mujer que han amado.
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Francisco, «Spes non confundit». Bula de convocación del Jubileo Ordinario del año 2025. En este artículo citaremos la Bula con las siglas SNC. ↑
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C. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid, Encuentro, 1991, 13 s. ↑
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Para profundizar en el tema, cf. G. Cucci, La speranza. «La forza per affrontare le cose difficili», Milán, Àncora, 2024. ↑
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C. A. Bernard, Théologie de l’espérance selon saint Thomas d’Aquin, París, Vrin, 1961, 7. ↑
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www.comunitasanluigiguanella.it/ammonimento-del-cardinal-biffi-sullanticristo ↑
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Se pueden observar, por ejemplo, los siguientes diálogos:
«ESTRAGÓN: Ya debería estar aquí.
VLADIMIRO: No dijo que vendría con certeza.
ESTRAGÓN: ¿Y si no viene?
VLADIMIRO: Volveremos mañana. Y tal vez pasado mañana. Quizás. Y así sucesivamente. En fin… Hasta que venga.
ESTRAGÓN: Eres despiadado. Ya vinimos ayer» (S. Beckett, Esperando a Godot, Acto I, 29-30). ↑
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M. Buber, I racconti dei Chassidim, Milán, Garzanti, 1979, 513. ↑
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S. Quinzio, La sconfitta di Dio, Milán, Adelphi, 1992, 37. ↑
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Cf. G. Cucci, La speranza…, cit., cap. 1. ↑
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J. Moltmann, Teologia della speranza, Brescia, Queriniana, 1970, 11-14. ↑
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G. Ravasi, «La speranza», en Avvenire, 4 de noviembre de 2005. ↑
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