Arte

La fealdad

¿Una invención de la modernidad?

El grito, Edvard Munch (1893)

En busca de la belleza perdida

Los estudios sobre la estética contemporánea coinciden en señalar la pérdida de la belleza como un signo de crisis de civilización. Bastaría con echar un vistazo rápido a las publicaciones más diversas al respecto para llegar a la misma conclusión: la belleza nos ha abandonado.

– «¿Lo decimos de una vez? ¿Comenzando por el final? La belleza, en su mayor parte, no está presente en el siglo XX. Este siglo experimenta plenamente su ausencia. Más que con personajes de carne y hueso, tratamos con una historia de fantasmas, donde el espectro de la belleza insiste en aparecer»[1].

– «La pintura, al final de este siglo nuestro, está en decadencia. Para quienes aman la patria de los cuadros, pronto no quedará más que el recinto de los museos, así como para quienes aman la naturaleza, ya solo quedan las reservas, para cultivar la nostalgia de aquello que ya no existe»[2].

– «El impulso del arte moderno consistía en este deseo de destruir lo bello»[3].

– «Hoy, en un Occidente rico y nunca saciado, la masa tiene acceso a una sobreabundancia de bienes de consumo cotidiano, a una cantidad sin precedentes de bienes instrumentales y a una cantidad prácticamente inagotable de distracciones. Pero casi ya no tiene acceso a la belleza. Si nuestras reflexiones sobre la necesidad humana de sinergia entre ética y estética tienen sentido, es necesario preguntarse: ¿no podría la moderna inaccesibilidad de la belleza ser una de las causas de la extendida indiferencia hacia la justicia?»[4].

– «El siglo XX ha desterrado la belleza de su arte y la ha ignorado como problema filosófico. Este siglo, rico en esperanzas tecnológicas y utopías ideológicas, se ha esforzado en darle a la belleza el rostro de la muerte, sin concederle siquiera la dignidad de la muerte: un cráneo sin rasgos, anónimo, ya sin dolor»[5].

La crisis de la belleza como crisis de época

La crisis del arte pone de manifiesto la crisis cultural de la época actual, caracterizada por una incapacidad fundamental: la de representar el ideal, rindiéndose así a sus desviaciones.

Si la belleza habla de un orden y una armonía ligados a una revelación de sentido que atrae[6], el extravío cultural moderno se traduce en la pesadez de vivir – «el mal de vivir», como diría Montale – y en la incapacidad de apreciar su posible belleza.

La presencia cada vez más invasiva de lo feo, como veremos, es la constatación de un vacío, de una ausencia: lo bello se ha ido, pero no sin dejar, como último signo de sí, la presencia de su ausencia. Esto ya lo había intuido a finales del siglo XVIII Friedrich Schlegel: «Las obras modernas más célebres parecen distinguirse de este género más por grado que por naturaleza y, aunque en ellas se descubra un leve presagio de belleza plena, generan un deseo insatisfecho más que un gozo sereno y tranquilo»[7].

La dimensión gratuita de la belleza queda así confirmada «en negativo» por el hecho de que esta puede ser acogida, pero no «producida», porque requiere docilidad hacia su estilo y su presencia, y exige sobre todo el asombro de encontrarla cuando no se la busca. Este carácter paradójico se confirma por el hecho de que parece desaparecer de la escena cultural de Occidente justo en el momento en que es estudiada e incorporada como una disciplina específica: la estética, entendida como «ciencia de lo bello».

El nacimiento de la estética

Para los antiguos, la belleza, además de estar estrechamente vinculada a las otras propiedades trascendentales (verdad, bondad, unidad), estaba principalmente ligada a la naturaleza. Era un camino para descubrir el sentido del mundo y su armonía; por ello, se consideraba un recorrido hacia lo divino, como una participación sensible de este[8].

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Durante la época moderna se producen cambios sin precedentes en la relación entre el hombre y el mundo: el sujeto se convierte en el criterio de verdad de las cosas, y su conocimiento se vuelve más astuto y crítico. Al mismo tiempo, el hombre se encuentra cada vez más a menudo preso de la duda y del temor a equivocarse, sin poder liberarse realmente de ello.

Esta nueva mentalidad, surgida tras la revolución científica, pronto impacta también en la concepción de la belleza, que pasa a convertirse en objeto de un conocimiento cierto y definible. Así nace la estética como disciplina sistemática, que tiene sus inicios en el siglo XVIII con Alexander Gottlieb Baumgarten. La belleza se separa de otros campos de investigación para convertirse en objeto de un tratamiento riguroso, autónomo y científico, confinada en espacios específicos destinados a su conservación, sin ninguna preocupación adicional por el conocimiento más amplio del ser[9]. Aparecen los museos y las colecciones de arte, que reducen la belleza a un objeto poseído, desconectado de la naturaleza y del resto de la vida[10].

En la filosofía de Kant, que influirá profundamente en la concepción romántica de la belleza, la estética tiene la valiosa y delicada tarea de llenar el abismo entre el mundo conocido – frío, mecánico, impersonal, un mundo donde los problemas fundamentales (la libertad, la muerte, Dios) no pueden encontrar una respuesta adecuada – y el mundo propiamente humano de la moral, los sentimientos y las creencias. El sentimiento de lo bello debe, por tanto, cumplir una tarea inmensa: realizar una armonía que ya no pertenece a las cosas, sino que reside únicamente en el sujeto conocedor.

Kant habla de la belleza en términos de «sublime» (de sub-limen, excelso, elevado), como «la presencia de una facultad de nuestro ánimo que trasciende toda medida sensible»[11]. Para el filósofo de Königsberg, el juicio estético, aunque conserva las características clásicas de armonía, unidad y proporción, pone al sujeto en el centro, quien es el encargado de atribuir estas cualidades al objeto contemplado. De este modo, se excluye de la belleza su valor teórico, como revelación del ser, para reducirla al sentimiento, carente de valor cognitivo[12]. Pero, sobre todo, se deja de percibir en la belleza la presencia de lo Absoluto, ya que esta se convierte en una mera cuestión subjetiva, de gusto personal[13].

Sin embargo, lo bello no puede simplemente ser eliminado de la realidad o dejado a merced de la volubilidad del sujeto. Kant reconoce que esta perspectiva tendría consecuencias muy graves: la fractura total entre el mundo del sujeto y la realidad sensible. Por ello, en la Crítica del juicio, trata de unir ambos aspectos del problema: juzgar algo como «bello» implica constatar una presencia real en la cosa de una cualidad que puede ser reconocida por cualquier sujeto[14]. No obstante, la solución de Kant permanece en un equilibrio precario, siempre al borde de dos extremos: reducir lo bello a un conjunto de reglas, a una técnica, o someterlo a la arbitrariedad del sentir, asociada a la mutabilidad del gusto y del temperamento, completamente desprovista de significado y fundamento. Este modo de evaluar, aunque se ha convertido en un lugar común, se revela profundamente erróneo según las investigaciones realizadas en la materia[15].

La unidad y la armonía, que para Tomás de Aquino eran características inherentes al ser bello, pierden todo fundamento para convertirse en modos de conocimiento del sujeto.

El primer paso: la separación de lo bello natural

Durante el Renacimiento, la belleza se celebra inicialmente con alegría y vitalidad, como signo de la grandeza y autonomía del ser humano. Sin embargo, pronto surgen signos de inquietud y sombras angustiantes que los siglos siguientes destacarán aún más: «Al eliminar la perspectiva de lo trascendente, la vida adquiere valor únicamente como placer, afirmación y posibilidad inmediata de bienestar. Los balances negativos no se compensarán en ninguna vida futura, el dolor no es reparable, la injusticia permanece eterna, y el hombre está condenado a la vejez y a la destrucción definitiva, sin poder encontrar un posible significado a esta “experiencia” […]. Con el Renacimiento nace, por tanto, la melancolía (Durero, Poliziano). No es que antes no existiera: es un momento universal de la vida, pero en este período se convierte en una constante, un velo oscuro que se posa y ensombrece toda realidad. La tierra está convirtiéndose en el único paraíso posible para el hombre, y es un paraíso frágil, corruptible, provisional, breve, si acaso puede considerarse un paraíso. La experiencia de la belleza comienza, entonces, a estar constantemente acompañada por la melancolía y el sentido de la caducidad»[16].

Esta nueva visión inicia su recorrido especulativo distanciándose de lo bello natural, como consecuencia del gran cambio cultural de la época moderna. Al intentar aplicar a la belleza el canon científico, esta tiende a adquirir un carácter de artificiosidad técnica, evidente en la separación del «bello artístico» del «bello natural». Lo bello natural, en cambio, respondía a un «orden sabio y providencial de la creación»[17] con su carácter de misterio, de insondable, de sagrado.

Hegel detecta esta separación con agudeza. Para él también, la belleza carece de valor cognitivo y está separada de la verdad[18]. En la misma definición de «estética», reconoce las consecuencias filosóficas de este conocimiento: «Con este término, excluimos de inmediato lo bello natural […]. En la vida cotidiana estamos acostumbrados a hablar de un color bello, de un cielo bello, de un río bello, y también de flores hermosas, de animales hermosos y aún más de seres humanos hermosos; sin embargo, se puede afirmar sin reservas que lo bello artístico está por encima de la naturaleza […]. De hecho, la belleza artística es la belleza generada y regenerada por el espíritu, y, en la medida en que el espíritu y sus producciones están por encima de la naturaleza y sus fenómenos, el arte es superior a la belleza natural. Considerándolo formalmente, cualquier mala idea que pase por la mente del hombre está incluso por encima de cualquier producto de la naturaleza, porque en ella siempre está presente la espiritualidad y la libertad»[19].

Esta elección traerá consigo consecuencias funestas. La estética aún no había adquirido normas y estatutos propios cuando, de inmediato, se vio acompañada, y poco después desplazada, por la reflexión especulativa sobre la fealdad. Quince años después de la publicación de las Lecciones de estética de Hegel, aparece en 1853 la primera Estética de lo feo de Rosenkranz.

El arte contemporáneo mostrará cada vez más este triple carácter de técnica, fuga de lo bello natural y pérdida de la belleza: «Para citar la expresión de Novalis, posteriormente adoptada por Nietzsche, el declive de la belleza, una vez desvinculada de su relación con la realidad y con la verdad, parecería haber abierto la perspectiva hacia un “mundo convertido en fábula”, abierto a todo tipo de manipulación estético-mediática […]. La belleza ya no parece interesar al artista, habiéndose convertido más bien en objeto de comunicación publicitaria, de simplificada y manipulable difusión mediática»[20].

Las derivas nihilistas de la belleza

De este modo, la belleza se encuentra «sola»: separada del ser, queda también desvinculada de la verdad y de la bondad, así como de la corporeidad, para convertirse rápidamente en presa de lo feo, lo deforme, lo horrendo, lo kitsch, hacia los cuales el hombre moderno parece sentir una atracción morbosa. Son principalmente los poetas y escritores quienes intuyen el carácter inédito de este enfoque, en particular sus consecuencias nihilistas. Este es, por ejemplo, el proyecto literario de Gustave Flaubert: «Lo que me gustaría hacer es un libro sobre la nada, un libro sin correlato exterior, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo…, un libro que casi no tendría argumento, o en el que el argumento sería al menos casi invisible… Las obras más bellas son aquellas que tienen menos materia; cuanto más se aproxima la expresión al pensamiento, cuanto más la palabra se adhiere y desaparece, más bello es… Por eso no hay temas bellos ni feos…: el estilo en sí mismo es una forma absoluta de ver las cosas»[21].

Estas reflexiones se entrelazan profundamente con el recorrido filosófico de la modernidad: esta, nacida de la exaltación entusiasta de la dignidad del hombre y del poder de la razón, termina, con el paso del tiempo, constatando el declive inexorable de ambos, presa de la irracionalidad, el nihilismo y las filosofías de la «muerte del hombre». La belleza en el siglo XX adopta las vestiduras de una mujer perdida, añorada por artistas cada vez más solos y desorientados. Es el mensaje transmitido por Las musas inquietantes (haciendo referencia al célebre cuadro de Giorgio De Chirico), los nuevos oráculos de nuestro tiempo: «La crisis de la belleza en el siglo XX, una crisis plenamente asumida y considerada casi evidente, se revela así como una crisis de la inteligencia “estética” de la forma […]. El rasgo distintivo del siglo XX es que el arte toma conciencia de toda su insuficiencia para dar voz a la belleza»[22].

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La noción de «estética», en cuanto palabra de origen griego, no era ciertamente desconocida para los antiguos; sin embargo, era concebida como íntimamente ligada a la salida de uno mismo para contemplar el mundo de las ideas suprasensibles, modelo supremo de la belleza. El rechazo de su dimensión trascendente, junto con la preocupación por alcanzar el núcleo mismo de la belleza y poseerlo, conduce, además de ignorar la riqueza de la tradición anterior, a perder el significado de ser «bello»: «Paradójicamente, no es la Edad Media la que carecía de una estética: es el mundo moderno el que tiene una demasiado estrecha»[23].

De este modo, el proyecto de una nueva humanidad y una nueva civilización, sin límites ni fronteras más allá del propio hombre, termina colapsando sobre sí mismo: «Al imponerse sobre la naturaleza, el arte se condena a su propia mortalidad. El triunfo del arte es también su misma desaparición […]. El arte muere porque ha perdido sus recursos en lo sensible»[24].

La fealdad como pérdida del Absoluto

La desaparición de lo sagrado en el horizonte especulativo del hombre occidental se traduce también en la desaparición de valores e ideales significativos para la existencia, que deja de percibirse como bella y digna de vivirse. Aplanados en el instante, el objeto y el individuo se anulan, reduciéndose a aquello que representan, sin profundidad ni continuidad. El arte se identifica con el objeto de consumo que pretende representar, pero en el que, más bien, se refleja: «Esta es la tragedia de la dinámica formal, que querría atraer hacia sí a lo viviente y, en cambio, es absorbida por ello según una parábola que alcanza su culminación […] en Andy Warhol. De hecho, cuando Warhol insinúa irónicamente que nuestra identidad colectiva es la CocaCola, sanciona el final de una historia que dura casi dos siglos»[25].

El tema de la belleza perdida recuerda así que lo Originario se revela en la dirección de la trascendencia y la no disponibilidad, porque habla de un Absoluto del que el hombre no es la medida. La entrada de la fealdad pone de manifiesto la pérdida de la característica peculiar de la belleza: su relación con la totalidad: «El arte tiene el mérito de mostrar casi sensiblemente que nuestra existencia no puede construirse sin la dimensión de una relación con el Absoluto; y, al mismo tiempo, que tal relación no es un objeto de nuestra posesión, sino (en el mejor de los casos) un dejarse poseer»[26].

La nostalgia que comunica su ausencia es la raíz del sufrimiento y de la insatisfacción existencial del hombre: él tiende a una totalidad que no le es dada, salvo en las anticipaciones simbólicas del amor, de la belleza, del juego. Estas pueden reconocerse, por un lado, como las expresiones más significativas del Absoluto, pero al mismo tiempo como las más expuestas al peligro de la banalización, de la apropiación, de la ilusión de tenerlas siempre a disposición para su uso y consumo. Pero, de este modo, desaparecen, se desvanecen como un manantial de agua subterránea.

Como se ha observado, el amor, la creatividad y el genio propios del artista escapan cuando se intenta definirlos, regularlos o circunscribirlos, como si la obra de arte pudiera convertirse en objeto de un manual de instrucciones[27]. Esta es la paradoja de la inspiración artística: llega cuando no se la busca, mientras que, si se intenta programarla, se desvanece. Al igual que el sueño y el dormir —considerados desde siempre parientes cercanos de la inspiración artística—, la creatividad exige acogida y docilidad, actitudes opuestas a la posesión y al dominio. Estas rehúyen la técnica y las planificaciones, transformándose en su contrario: «Por lo general, uno se queda dormido sin proponérselo, o mediante algún sencillo ritual. Sin embargo, si se establece como objetivo directo, el sueño se desvanece. La experiencia de lo feo, al igual que la del mal, nos muestra que no somos los dueños del Absoluto, sino sus servidores. Absoluto es el Ser que no está a nuestra disposición»[28].

La belleza es el término primigenio, pues está esencialmente ligada al elemento originario del Ser. En cambio, lo feo tiene un carácter secundario y derivado, algo que puede observarse incluso mediante un simple análisis lingüístico: «No es casualidad que en nuestras lenguas sea difícil encontrar una palabra que indique directamente lo feo. Las expresiones más comunes no se refieren a una propiedad objetiva, sino más bien a un estado de ánimo provocado en nosotros por el objeto. El italiano laido o el francés laid derivan de leid, es decir, algo que ofende. Hideux está conectado con el antiguo francés hisdeur, y ugly (si no me equivoco) con la raíz de Ekel, que significa «repugnancia». Los términos clásicos, aischros y turpis, tienen un significado predominantemente moral. Solo el latín tardío brutus, del cual proviene brutto («feo», en italiano), y ferus, de donde surge feo, indican una condición tosca y salvaje de la cosa. En otras palabras, lo feo es grosero, no refinado y, en este sentido, la palabra también evoca una asociación con lo «sucio»: el alemán Bruttogewicht corresponde al español «peso bruto», es decir, algo no puro. Por tanto, lo feo se contrapone a la belleza porque está lejos del origen. No es una condición originaria, sino una degeneración, surgida como consecuencia de alguna triste historia. Por lo demás, incluso en la historia del arte, lo feo aparece tarde en la evolución de un estilo, cuando […] intentamos apropiarnos del Absoluto, en lugar de convertirnos en su instrumento»[29].

La misma experiencia de fe no está exenta de este riesgo. Al entrar en una iglesia, se nota de inmediato si el artista que la diseñó y proyectó es un hombre de fe – de una fe vivida, practicada y celebrada – o un técnico, un teórico de lo sagrado. La fealdad de tantas iglesias revela con frecuencia la autocelebración de un artista que ve en la iglesia no un lugar sagrado, donde se vive la experiencia de fe más elevada junto a otros hermanos, sino un experimento estético de vanguardia, sin ningún vínculo con la tradición que le precedió.

A este respecto, observa el cardenal Martini: «En doce años de episcopado he consagrado al menos 70 iglesias nuevas, pero no siempre estos edificios dejan traslucir el estilo espiritual auténtico de quienes viven en el territorio. A veces tengo la impresión de que el proyecto se ha pensado en un escritorio, creyendo tal vez que se pensaba de forma espiritual, pero sin entrar en contacto con las personas más sensibles de nuestro tiempo. Se reflexiona en un escritorio, se persiguen sueños, como si se tratara de construir una iglesia “para gente que no existe”, una iglesia en la que luego no se respira, en la que no se está cómodo, no se vive bien. En otras palabras, no se consideran las necesidades espirituales de la gente»[30].

La crisis del arte como una búsqueda de salvación

La difusión de lo feo, en sus múltiples formas, puede indicar también la posibilidad de redimir la belleza de su deriva técnica y comercial. Platón veía en la belleza no una producción, sino una dirección, un camino hacia el Bien y la Verdad, que exige docilidad, el dejarse guiar, como ocurre en la creación artística y literaria: este camino solo puede emprenderse si se es sensible a su atractivo[31].

La pérdida de este camino, cuando es reconocida, puede señalar en retrospectiva aquello que se ha perdido. Las obras de muchos artistas contemporáneos (Van Gogh, De Chirico, Dalí, Munch), cuyos títulos ya son significativos (El grito, Separación, Angustia), revelan un sufrimiento interior, un malestar desesperante difícilmente cuestionable y bien destacado por críticos y expertos. El análisis del expresionismo realizado por Hermann Bahr hace casi un siglo impacta por su capacidad de captar en estas pinturas, sobre todo, una súplica de salvación: «¡Oh, si ocurriera un milagro! De esto se trata: si un milagro pudiera alguna vez resucitar al hombre despojado de su alma, aniquilado, sepultado. Nunca hubo una época más sacudida por la desesperación, por el horror de la muerte. Nunca un silencio más sepulcral ha reinado sobre el mundo. Nunca el hombre ha sido más pequeño. Nunca ha estado más inquieto. Nunca la alegría ha estado más ausente, y la libertad más muerta. Y he aquí que la desesperación grita: el hombre pide a gritos su alma, un único clamor de angustia se eleva desde nuestro tiempo. También el arte grita en las tinieblas, pide auxilio, invoca al espíritu: este es el expresionismo»[32].

La desaparición de la belleza, la experiencia y la atracción hacia lo feo pueden leerse realmente como situaciones de anti-salvación, de perdición y extravío, de muerte. No es casualidad que su omnipresencia en nuestro tiempo vaya de la mano con una difusión afín de propuestas culturales que exaltan la muerte. Desde la condición prenatal hasta la fase de enfermedad y vejez, la muerte parece ser la única respuesta posible a los desafíos que la existencia plantea a una humanidad centrada en sí misma: «En un mundo sin belleza, en un mundo que quizá no carece de ella, pero que ya no es capaz de verla, de confrontarse con ella, también el bien ha perdido su fuerza de atracción, la evidencia de su deber de cumplirse; y el hombre se queda perplejo ante ello y se pregunta por qué no debería más bien preferir el mal. También este constituye una posibilidad, incluso mucho más excitante. ¿Por qué no explorar los abismos satánicos? En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar lo bello, los argumentos en favor de la verdad han agotado su fuerza como conclusión lógica»[33].

Hay algo no dicho en el arte, un mensaje tácito pero elocuente, ineludible, que encierra esta exigencia de salvación: no acabar en la nada, en el olvido, sino poder continuar existiendo en el tiempo. En cada obra hay una petición implícita de que su autor pueda, de algún modo, ser recordado. Esta invocación de salvación, propia de la expresión artística, ha sido bien señalada por Juan Pablo II: «Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención»[34].

  1. F. Vercellone, Oltre la bellezza, Bologna, il Mulino, 2008, 7. Cfr G. Carchia, Arte e bellezza. Saggio sull’estetica della pittura, Bolonia, il Mulino, 1995; W. Steiner, Venus in Exile: The Rejection of Beauty in Twentieth-Century Art, New York, Free Press, 2001.

  2. J. Clair, Critica della modernità. Considerazioni sullo stato delle belle arti, Turín, Umberto Allemandi & C., 1984, 9.

  3. B. Newman, en F. Vercellone, Oltre la bellezza, cit., 7.

  4. L. Zoja, Giustizia e bellezza, Turín, Bollati Boringhieri, 2009, 37.

  5. S. Zecchi, La bellezza, ibid., 1990, 3.

  6. Cf. G. Cucci, «La belleza, un camino hacia el absoluto», en La Civiltà Cattolica, 14 de junio de 2024, https://www.laciviltacattolica.es/2024/06/14/la-belleza-un-camino-hacia-el-absoluto/

  7. F. Schlegel, Sullo studio della poesia greca, Nápoles, Guida, 1988, 66.

  8. Cf. G. Cucci, «Las características de la belleza», en La Civiltà Cattolica, 29 de noviembre de 2024, https://www.laciviltacattolica.es/2024/11/29/las-caracteristicas-de-la-belleza/

  9. Cf. A. G. Baumgarten, Estetica, Milán, Vita e Pensiero, 1992, § 14; Id., Lezioni di Estetica, Palermo, Aesthetica, 1998, § 4.

  10. Cf. H. Sedlmayr, Perdita del centro, Turín, Borla, 1983, 21-80.

  11. I. Kant, Critica del giudizio, Bari, Laterza, 1979, § 25, 99.

  12. Cf. ibid., § 8, 36.

  13. «No se puede establecer ninguna regla objetiva del gusto que determine, mediante conceptos, qué es bello. Puesto que todo juicio derivado de esta fuente es estético […], su causa determinante es el sentimiento del sujeto, no un concepto del objeto» (ibid., § 1, 67).

  14. Cf. ibid., § 7, 32.

  15. Cf. G. Cucci, «Las características de la belleza», cit.

  16. C. Lapucci, Estetica e Trascendenza, Siena, Cantagalli, 2011, 101. El tema ha sido amplamiente explorado por H. Sedlmayr, Perdita del centro, cit.

  17. A. Giannatiempo Quinzio, «Quale bellezza salverà il mondo? La domanda di senso e lo “scandalo” della croce», en N. Valentini (ed.), Cristianesimo e bellezza. Tra Oriente e Occidente, Milán, Paoline, 2002, 75; cf. P. D’Angelo, Estetica della natura. Bellezza naturale, paesaggio, arte ambientale, Roma – Bari, Laterza, 2001, 5-63.

  18. «El arte ha dejado de ser para nosotros el modo más alto de existencia de la verdad» (G. W. F. Hegel, Estetica, Turín, Einaudi, 1967, 120).

  19. Ibid., 6.

  20. S. Givone, «Bello», en Enciclopedia filosofica, vol. 2, Milán, Bompiani, 2006, 1144 s.

  21. G. Flaubert, Lettere a Louise Colet, Milán, Feltrinelli, 1984, 104 (carta del 16 de enero de 1852).

  22. F. Vercellone, Oltre la bellezza, cit., 19.

  23. U. Eco, Il problema estetico in Tommaso d’Aquino, Milán, Bompiani, 1982, 22.

  24. F. Vercellone, Oltre la bellezza, cit., 82.

  25. Ibid., 49.

  26. V. Mathieu, «Itinerari verso l’Assoluto nell’arte», en L’uomo di fronte all’arte. Valori estetici e valori etico-religiosi, Milán, Vita e Pensiero, 1986, 95.

  27. Cf. G. Cucci, «Las características de la belleza», cit.

  28. V. Mathieu, «Itinerari verso l’Assoluto nell’arte», cit., 101.

  29. Ibid., 96.

  30. C. M. Martini, La bellezza che salva. Discorsi sull’arte, Milán, Àncora, 2002, 53.

  31. Cf. Platón, El banquete, 203 b.

  32. H. Bahr, Espressionismo, Milán, Bompiani, 1945, 84 s.

  33. H. U. von Balthasar, Il tutto nel frammento, Milán, Jaca Book, 1972, 11.

  34. Juan Pablo II, s., Carta a los artistas, 4 de abril de 1999, n. 10.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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