El propósito de Lucas al redactar su Evangelio
En los mismos años en que Mateo redactaba su Evangelio (80-90 d.C.), Lucas escribía el suyo, sin que ambos evangelistas conocieran la obra del otro. Lo curioso es que ambos Evangelios comienzan relatando, en sus respectivos dos primeros capítulos, los hechos relacionados con la infancia de Jesús. Sin embargo, lo hacen de una manera muy diferente, de modo que no es posible elaborar un relato único a partir de ellos.
En los primeros cuatro versículos (Lc 1,1-4), Lucas expresa su intención al escribir su Evangelio. Reconoce que la comunidad cristiana de su tiempo está atravesando un período muy difícil: tras la muerte de los Apóstoles, existe una incertidumbre doctrinal en la Iglesia debido a la presencia de diferentes tradiciones – la judeocristiana palestina y la helenístico-paulina – y al peligro de que las tendencias sincréticas del helenismo se infiltren en la comunidad. Para Lucas, el remedio a esta situación es proponer nuevamente la «tradición apostólica» (parádosis) en su integridad, y así atenuar las tensiones y oposiciones entre los diferentes grupos.
La «tradición apostólica» fue, en un principio, principalmente oral; sin embargo, pronto se sintió la necesidad de fijarla por escrito. Lucas menciona que fueron «muchos» (polloi) los que escribieron relatos confiables de lo que Jesús hizo y enseñó hasta su ascensión al cielo, y de lo que los Apóstoles testimoniaron tras convertirse en «ministros de la Palabra» (Lc 1,2) luego de la resurrección y ascensión de Jesús. Ahora, Lucas quiere recopilar todo lo que los «muchos» escribieron y todas las tradiciones orales que no se plasmaron por escrito, pero que pertenecen a la «tradición apostólica».
Por eso, después de haber investigado atentamente y con precisión (akribôs) cada detalle, es decir, la totalidad de los acontecimientos (pásin), desde el principio (anôthen), decidió escribir un relato «ordenado» (kathexès) de toda la «tradición apostólica». Lo hace basándose en lo que pudo conocer tanto de las obras de los «muchos» que le precedieron, como de su propia investigación personal de tradiciones orales que consideró confiables tras una cuidadosa verificación.
Lucas, por tanto, no actúa como un «historiador» que escribe para personas escépticas que esperan pruebas históricas de lo que él afirma, sino como un «transmisor» de la parádosis apostólica. Su propósito al redactar su obra es, ante todo, fijar la «tradición apostólica» en su integridad y verdad, de manera que se asegure la unidad de la fe y no se propaguen entre los fieles doctrinas esotéricas contrarias a dicha tradición. El objetivo particular que lo llevó a emprender un trabajo tan complejo y arduo es demostrar al «ilustre Teófilo»[1] la solidez (aspháleia) de las enseñanzas que recibió en la catequesis bautismal y postbautismal, las cuales están fundamentadas precisamente en la recta transmisión de la «tradición apostólica». Por ello, Lucas «se presenta como recopilador y transmisor normativo de la parádosis apostólica», logrando «integrar las tradiciones más antiguas disponibles sobre las palabras y relatos de Jesús, procedentes tanto de las comunidades judeocristianas como de las etnicocristianas, y presentarlas a la Iglesia como un conjunto canónicamente vinculante»[2].
«Preludio» al kerygma apostólico
Lucas es consciente de que el anuncio (kerygma) del «evangelio» de Jesús comienza con su aparición como adulto a orillas del Jordán para ser bautizado por Juan y con su primera predicación del reino de Dios. Es decir, la «tradición apostólica» considera que su inicio está en la predicación de Jesús en Galilea, de la cual los Apóstoles pueden dar testimonio porque fueron testigos desde el comienzo de su ministerio. Por esta razón, la infancia y adolescencia de Jesús no forman parte de la «tradición apostólica», ya que no contaron con los Apóstoles como testigos oculares.
Sin embargo, Lucas encontró tradiciones confiables sobre la primera «venida» de Jesús desde el Padre al mundo como su «enviado», que ayudaban a comprender mejor el misterio de Jesús adulto, partiendo de su «origen». Por esta razón, decidió recopilar estas tradiciones y colocarlas como un «preludio» al kerygma apostólico. Así, los capítulos primero y segundo del Evangelio de Lucas, que tratan sobre la infancia de Jesús, no son una añadidura artificial a este Evangelio, sino que forman parte integral de él. De hecho, estos dos capítulos expresan la fe cristiana primitiva y ayudan a entender «quién es» (el Hijo de Dios) y «de dónde viene» (del Padre) aquel que, con poco más de 30 años, se presenta anunciando, como se dice en Mc 1,15: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia».
Por lo tanto, también estos capítulos forman parte del testimonio de la Iglesia apostólica, aunque en una forma particular que no es la misma que la del resto del Evangelio de Lucas. En efecto, «el testimonio de Lc 1-2 en su conjunto tiene más de homologesía [confesión de fe] que de kerygma (aunque también el kerygma de la venida de Jesús está en ellos “insinuado” y “reflejado”). Este testimonio es, en particular, una “confesión” de Cristo por parte del fiel, y no solo un anuncio de Cristo (aunque estas dos realidades no pueden separarse). […] Más que en los pasajes narrativos, el evento de Cristo se ilumina en las voces proféticas y en los himnos intercalados. En esta confesión parece que Lucas quiere subrayar de manera especial la filiación divina de Jesús, que constituye la base tanto de su “ser Señor” (cf. Lc 2,11) como Hijo de David, como de su función de sôtèr (salvador, Lc 2,11). Propiamente entendida, la homologesía se convierte en tal solo cuando se hace memoria festiva de ella en la celebración litúrgica»[3].
Uno podría preguntarse si, en los dos primeros capítulos de su Evangelio, Lucas tuvo un interés biográfico. En realidad, este interés no está ausente, pero es secundario. Su interés esencial es teológico. A Lucas le interesan las noticias biográficas solo en la medida en que ayudan a verificar y garantizar como tradición confiable el anuncio protocristiano relacionado con la infancia de Jesús. Es importante subrayar la necesidad de distinguir cuidadosamente el mensaje que los dos primeros capítulos de Lucas quieren transmitir de su revestimiento literario. Solo así es posible discernir las tradiciones históricas que subyacen en el relato de la infancia de Jesús, tal como se presenta en los dos primeros capítulos del Evangelio de Lucas.
Inscríbete a la newsletter
¿Cuál es el origen de estos dos capítulos?
Es muy probable que Lucas haya añadido los dos primeros capítulos a su Evangelio ya compuesto. También es probable que los haya encontrado en su forma actual, ya traducidos al griego, y que no haya sido él quien compusiera ni las perícopas ni los himnos, dado que no era un buen conocedor de las lenguas semíticas. El texto, que llegó a Lucas en griego, ¿en qué idioma estaba originalmente escrito: en arameo o en hebreo? La mayoría de los exegetas se inclinan hacia el hebreo. En cualquier caso, proviene de un ambiente palestino y habría sido compuesto en una comunidad judeocristiana en los años sesenta.
Pasando ahora a hablar del nacimiento de Jesús tal como se presenta en el Evangelio de Lucas, observamos que el centro del relato incluye su nacimiento en Belén, la adoración de los pastores, su presentación en el Templo de Jerusalén, su regreso a Nazaret y, finalmente, su visita al Templo a los 12 años. Este núcleo del relato está contenido íntegramente en el capítulo segundo de Lucas. Sin embargo, el tema del nacimiento de Jesús se prepara —o, mejor dicho, se anticipa— con la narración del nacimiento de Juan, relatada en el capítulo primero.
En la vida adulta, Juan el Bautista sería el «precursor» de Jesús. El Evangelio de Lucas muestra que lo es desde su infancia. Así, la concepción de Juan por parte de Isabel es dada por el ángel Gabriel a María como «señal» de la concepción de Jesús: «También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez» (Lc 1,36). De hecho, desde que está en el seno de su madre, Juan hace referencia a Jesús, «saltando de alegría» ante la llegada de Jesús a su casa, llevado por María. Finalmente, en su cántico de alabanza a Dios, su padre Zacarías lo presenta como aquel que «irá delante del Señor preparando el camino» (Lc 1,76).
Juan está, por tanto, en función de Jesús, y este aparece siempre más grande que él. Las historias de Juan son, en cada caso, una preparación y una promesa de las de Jesús. Juan es la promesa; Jesús es el cumplimiento. De hecho, a cada relato sobre Juan le sigue – en un plano mucho más elevado – un relato que concierne a Jesús.
El anuncio del nacimiento de Juan y el inicio de su cumplimiento
Juan es de estirpe sacerdotal. Su padre, Zacarías, era un sacerdote de la clase de Abías, y su madre era descendiente de Aarón. Ambos, muy piadosos, no tenían hijos y, siendo ya de edad avanzada, no esperaban tenerlos. Zacarías pertenecía a la octava de las 24 clases sacerdotales que servían en el Templo de Jerusalén por turnos, de modo que a cada clase le correspondían dos semanas al año de servicio litúrgico. En una de esas semanas le tocó a Zacarías la tarea de ofrecer el incienso. Mientras tanto, el pueblo se reunía en el atrio, donde acompañaba con oración la ofrenda del incienso y esperaba la bendición sacerdotal. Zacarías, tras atravesar la cortina exterior, estaba vertiendo los aromas sobre las brasas encendidas del altar del incienso cuando tuvo una visión: un ángel del Señor se le apareció a la derecha del altar del incienso. Él se llenó de temor, pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías; tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu esposa, te dará un hijo al que llamarás Juan» (Lc 1,13). Es decir, Zacarías, como padre, deberá dar el nombre al niño que nacerá, pero es Dios quien indica el nombre que debe darle: señal de que el niño pertenece a Dios de manera especial.
El nacimiento de Juan será motivo de gran alegría, no solo para él, Zacarías, sino para «muchos»: no solo familiares y amigos, sino también para todos aquellos que, a través de la predicación de Juan, recibirán el don de la salvación. Esta alegría se basa en el hecho de que Juan será «grande» ante Dios, estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre y será profeta, incluso más que profeta, porque tendrá la misión de preparar a todo el pueblo para aquel que ha de venir, el «Señor», que para Lucas es Jesús. Zacarías no considera posible lo que el ángel le ha dicho y pide una señal, aunque no tiene ninguna razón para dudar, ya que es Gabriel – el ángel que «está delante de Dios» – quien le lleva el mensaje celestial. Por eso, tendrá una señal, pero esta será también un castigo: Zacarías quedará mudo hasta que se cumpla lo que el ángel le ha anunciado, porque no ha «creído». Sin embargo, no se trata solo de una señal «punitiva». Su mutismo será también un símbolo de que el ser humano debe esperar el don de Dios en el silencio adorante.
Mientras tanto, el pueblo, reunido en el atrio, espera que Zacarías salga para impartir la bendición. Al prolongarse la espera, el pueblo se asombra; y al darse cuenta de que Zacarías no puede pronunciar las palabras de la bendición, piensan que ha tenido una visión. Terminada su semana de servicio, Zacarías deja Jerusalén y regresa a su casa. El anuncio del ángel se cumple de inmediato: Isabel concibe un hijo, pero por vergüenza mantiene su embarazo oculto durante cinco meses. Al final, reconoce que su embarazo es obra de Dios y lo alaba porque le ha quitado el deshonor de no tener hijos.
El anuncio del nacimiento de Jesús
Al anuncio del nacimiento de Juan sigue inmediatamente el del nacimiento de Jesús (Lc 1,26-38). La acción comienza con un dato cronológico: en el sexto mes del embarazo de Isabel, el ángel Gabriel es enviado a una pequeña ciudad de Galilea, Nazaret, a una virgen, desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Nótese las humildes condiciones en que se hace el anuncio del nacimiento de Jesús, en comparación con el de Juan: el ángel no es enviado a Judea, sino a Galilea, ciudad «de los gentiles»[4]; no a un sacerdote, sino a una joven de 15-17 años[5]; no al Templo de Jerusalén, sino a Nazaret, un pueblecito desconocido, que nunca se menciona en la Sagrada Escritura y que en la época de Jesús no gozaba de buena reputación: es más, nada bueno podía salir de allí, como dice Natanael (Jn 1,46). Sin embargo, sería el cumplimiento de una profecía: el hecho de que se mencione dos veces la virginidad de María podría indicar la intención de Lucas de referirse a Is 7,14: «He aquí que la virgen concebirá un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel».
María está «desposada» con José, de la casa de David: esta observación es importante porque será José, como padre legal de Jesús, quien lo incluirá en el linaje davídico. La aparición del ángel tiene un tono familiar: «entra» en casa de María y la «saluda». El saludo (chaire) es el saludo griego habitual, que por sí solo no tiene ningún significado particular; pero, por el hecho de que va seguido de dos expresiones de gran significado como «llena eres de gracia» y «el Señor está contigo», adquiere el valor de un «saludo salvífico», es decir, un saludo que anuncia la salvación. Por eso, con razón, algunos exégetas son partidarios de traducir chaire por «Alégrate», debido a que el ángel trae a María un mensaje de alegría al llamarla «llena de gracia» y decirle que «ha hallado gracia ante Dios» porque será la madre del Mesías. En efecto, ser llamada kecharitômenè (llena de gracia) la prepara para ser la Madre del Mesías y anticipa la gracia de la maternidad divina, cuya fuente es el hecho de que «el Señor está con ella»[6].
Este saludo, tan extraordinario y enigmático, desconcierta a María, que se pregunta qué significa. En ese momento tiene lugar una conversación entre María y el ángel. En primer lugar, el ángel tranquiliza a María, diciéndole que no tema, pues el Señor ya está con ella, está a su lado con su gracia y protección, y lo estará en el futuro; luego, le anuncia que concebirá y dará a luz un hijo, al que llamará Jesús. Hay en estas palabras una alusión a la profecía de Is 7,14; pero los verbos en tiempo futuro no permiten pensar que la concepción tendrá lugar en el mismo momento en que el ángel pronuncie sus palabras. Tendrá lugar después del «sí» de María. Por otra parte, no se explica el significado del nombre que María deberá dar a su hijo, como en Mt 1,21. Por último, el hecho de que sea ella, María, y no José quien dé el nombre a Jesús podría ser una alusión a la concepción virginal.
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
Pero, ¿quién será ese hijo? El ángel dice: «será grande y será llamado hijo del Altísimo»: es decir, será «grande» precisamente porque es «hijo de Dios, el Altísimo». En virtud de su filiación divina, recibirá el trono de David, su padre, y su reinado no tendrá fin: será, pues, el Mesías davídico, cuyo reinado tendrá una duración eterna, según la profecía de Natán a David (2 Sam 7,16). Ante estas palabras del ángel, a diferencia de Zacarías, María cree, pero no comprende cómo puede cumplirse lo que ha dicho, porque dice: «No conozco varón». Con estas palabras – el verbo «conocer» indica relación sexual – María quiere decir: «¿Cómo voy a tener un hijo, si todavía no he sido llevada a la casa de mi marido y no he tenido ninguna relación sexual?»[7].
A la perplejidad de María, el ángel responde: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Con estas palabras, el ángel anuncia a María que ella concebirá no por obra de un hombre, sino por la acción creadora de Dios, el Espíritu Santo y el Poder omnipotente para quien nada es imposible: no se habla, pues, de procreación divina, sino de creación realizada por la omnipotencia de Dios. Es el Poder de Dios el que creará en el seno de María al niño, obrando en ella el milagro de la concepción virginal. Las imágenes de la «sombra» y el «descenso» del Espíritu Santo y del Poder (nótese que en el texto griego los dos nombres están sin artículo) no tienen un carácter sexual, como algunos creen[8], sino que expresan figurativamente la acción creadora de Dios. Por lo tanto, el origen del niño será totalmente y únicamente obra de Dios – de su Espíritu Santo y de su Poder –, por lo que el hijo que nacerá de María será totalmente «Santo»: creado por el Espíritu Santo en el seno de María, él es «santo», no en el sentido de que sea santificado por la gracia, como Juan el Bautista, sino en el sentido de que es Santo por naturaleza. Además de «Santo», el «nacido» de María será llamado «Hijo de Dios». La filiación divina de Jesús no será obra del Espíritu Santo en el momento del bautismo o en el momento de la resurrección, sino que lo es ya desde el momento de su concepción: el hombre Jesús es Hijo de Dios desde el primer instante de su existencia humana. El bautismo y la resurrección «manifestarán» su naturaleza de Hijo de Dios.
María solo ha pedido una explicación, no una señal, como lo hizo Zacarías; y sin embargo, a ella – y a quienes escucharán su palabra a lo largo de los siglos – se le da una señal que muestra el poder milagroso de Dios: Isabel, «pariente» de María y esposa del sacerdote Zacarías, considerada estéril, por una intervención milagrosa de Dios, ya está en el sexto mes de embarazo, pues nada – ni siquiera la concepción virginal de Jesús – es imposible para Dios. La respuesta de María no se hace esperar: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Con estos términos, María primero se declara «la sierva (hè doulè) del Señor», totalmente dedicada a Él y dispuesta a cumplir todo lo que Él quiera de ella; luego da su pleno consentimiento a lo que Dios quiere realizar en ella con su omnipotencia creadora: la concepción humana del Hijo de Dios. Después de este «sí» de María, el ángel silenciosamente «se aleja de ella», tal como silenciosamente había llegado. A partir de ahora, todo está confiado a la acción creadora de Dios, para quien «nada es imposible». El «sí» de María le ha abierto las puertas[9]
La visita de María e Isabel
En cuanto se entera de la situación de Isabel, María va «deprisa» a visitarla: está en una ciudad de Judea – quizá la actual Ain Karim – a la que María llega tras un viaje de tres o cuatro días, atravesando Samaria y el territorio montañoso entre la zona costera y el valle del Jordán. A Lucas no le interesan los detalles del viaje: lo que le importa es narrar lo que sucede cuando se encuentran las dos madres – Isabel y María – y los dos hijos que tienen, Juan y Jesús.
Al entrar por la puerta de Isabel, María la saluda a la manera oriental, con muchas palabras. El primero en responder al saludo de María es Juan, que da un «salto de alegría» en el vientre de Isabel ante la presencia de Jesús y, al hacerlo, da a conocer a su madre que María lleva en su seno al Mesías. Juan tiene de Dios la misión de ser el primero en anunciar a Jesús, y la cumple desde el seno de su madre, bajo la acción del Espíritu Santo del que está lleno. Así, apenas oye el saludo de María, Isabel, bajo la acción del Espíritu Santo, que es el Espíritu de profecía, exclama en alta voz, dirigida a María: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Es decir, Isabel le dice a María lo que Juan no puede decirle: que ella, como madre del Mesías, es «la más bendita» entre las mujeres[10]. A continuación, dice sentirse muy honrada por la visita de la madre de su «Señor» [Jesús] y por su saludo, porque éste hizo saltar de alegría a Juan en su seno y la llenó del Espíritu Santo. La alegría experimentada por Juan no es sólo el saludo que da a Jesús; es la alegría que trae consigo la irrupción del tiempo mesiánico que se cumple con la venida de Jesús. Isabel, bajo la acción del Espíritu, reconoce que en la base de todo está la «fe» de María, que, a diferencia de Zacarías, «creyó» que se cumplirían las cosas que el Señor le había dicho. Por eso declara a María «bienaventurada» porque «creyó», convirtiéndose así en la «Madre de la fe», la «primera creyente» del nuevo orden inaugurado por la encarnación del Hijo de Dios. En efecto, su «sí» al ángel fue el primer acto de fe del tiempo escatológico, que comenzó con Jesús.
El «Magnificat», himno de alabanza de María
En los relatos de la infancia de Lc 1-2, los himnos – el Magnificat, el Benedictus, el Gloria in excelsis y el Nunc dimittis – tienen la función de ilustrar los hechos narrados, explicando su sentido «espiritual» profundo. Son himnos de alabanza a Dios por las grandes obras (megala) que Él ha realizado. De hecho, el Magnificat[11] no es la respuesta de María a lo que Isabel ha dicho de ella, sino una exaltación del Señor, que se expresa no en una alabanza hacia Él, sino en un estado de júbilo y en un sentimiento de alegría que invade de manera incontenible su alma y su espíritu. El motivo de tal júbilo es Dios, el Salvador, «su» Salvador. La obra salvífica que Dios ha realizado en ella – y que la llena de alegría – es el cumplimiento de lo que el ángel le había anunciado. Dios, en efecto, ha mirado con amor la pequeñez de su sierva y la ha convertido en «Madre del Santo, del Hijo de Dios».
Un privilegio tan grande y extraordinario por su «humildad» – su pequeñez como «sierva del Señor» – que todas las generaciones, desde ahora en adelante, la llamarán «bendita». La primera en llamarla así fue Isabel – «Bendita la que ha creído» (Lc 1,45)-; una mujer de la multitud la llamará madre bendita durante la vida pública de Jesús (cf. Lc 11,27); y luego todas las generaciones futuras la proclamarán bendita. La razón por la que todos la llamarán bendita es que Dios, todopoderoso y santo, ha hecho grandes cosas por ella. María llama a Dios el Poderoso (ho dunatós) y el Santo (ho hagiôs) para resaltar su bondad y misericordia (eleos) hacia aquellos que lo temen y que se sienten «humildes» y pequeños ante Él: ella está entre estos, y su alabanza a Dios Santo y Poderoso es una invitación a comportarse «con temor y temblor» ante su «santo nombre» y con confianza en su «misericordia» hacia aquellos que lo temen.
En este punto, comienza la segunda parte del Magnificat (Lc 1,51-55), que se abre a una perspectiva ya no personal, sino universal. Hasta ahora, María ha alabado a Dios como «su» salvador, porque ha hecho «por ella» cosas grandes; ahora lo alaba porque «con la potencia de su brazo» dispersa a los soberbios, derriba a los poderosos de sus tronos y despide a los ricos con las manos vacías, mientras enaltece a los humildes y colma de bienes a los que tienen hambre. María canta así la renovación mesiánica que crea orden y justicia en un mundo desordenado e injusto. Los verbos en pasado – «ha derribado» a los poderosos de sus tronos y «ha exaltado» a los humildes – expresan la certeza de que Dios revertirá con la venida de su Reino la situación injusta actual. Esta acción salvadora de Dios concernirá en particular a Israel, pobre y humillado: Dios, recordando su misericordia, acogerá a Israel, «su siervo», es decir, al Israel formado por los «temerosos de Dios» (phoboumenoi), por los pequeños (tapeinoi) y por los «hambrientos» (peinôntes), que ponen su confianza en Dios. Así, cumplirá la promesa hecha a Abraham y a su descendencia. El garante del cumplimiento de las promesas de Dios es el Santo, el Hijo de Dios, que María lleva en su seno.
El relato de la visita de María a Isabel concluye con una simple anotación de carácter temporal: «María permaneció con ella unos tres meses», es decir, hasta que Isabel dio a luz a Juan; «luego regresó a su casa» (Lc 1,56), es decir, a la casa de sus padres, lo que indica que aún no había sido llevada a la casa de José.
Después de estos dos «anuncios» de Juan y de Jesús, hechos a sus madres, Isabel y María, el evangelista Lucas puede hablar de sus «nacimientos». Tanto los «anuncios» como los «nacimientos» deben ser tratados «juntos» porque uno es la «profecía» del otro.
- No se sabe si Teófilo fue una persona real, a quien Lucas dedica sus dos libros —el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles— o si es un símbolo del creyente, que es «Teófilo» en cuanto que es «amado por Dios» y «ama a Dios». Es más probable que se trate de un personaje influyente y rico al que, según la costumbre de la época, Lucas dedica sus dos volúmenes, para que, como muestra de agradecimiento, se encargue de los gastos de reproducción y difusión. ↑
- H. Schürmann, Il Vangelo di Luca. Parte prima, Brescia, Paideia, 1983, 81e 96. ↑
- Ibid., 100 s. Se observa, al respecto, que es sorprendente el hecho de que la Iglesia haya necesitado más de 300 años para comenzar a celebrar la fiesta de la Navidad, tal como se propone en Lc 1-2. ↑
- La Galilea era llamada «Galilea de los gentiles» con intención despectiva, debido a que estaba habitada por una población mixta, compuesta tanto por judíos como por paganos, en particular egipcios, árabes, fenicios y griegos, como afirma Flavio Josefo en su Vida (67). ↑
- En el mundo judío, la edad en la que una mujer se casaba era de 15 a 17 años. El matrimonio implicaba que, antes de que los dos cónyuges fueran a vivir juntos, debía pasar un año de «esponsales», durante el cual vivían en la casa de los padres, aunque ya eran jurídicamente esposos, tanto que cualquier relación que tuvieran con otras personas se consideraba y castigaba como adulterio. ↑
- El saludo del ángel incluye —además del saludo propiamente dicho («Te saludo» o «Alégrate»)— dos afirmaciones sobre María: ella es llamada kecharitômenè (participio perfecto pasivo de charitoô, que está relacionado con charis, gracia, favor, benevolencia, y que significa «hacer gracia»). Al tratarse de un participio perfecto pasivo, es decir, de un «pasivo divino», se debe traducir: Dios te ha «colmado de gracia», para que puedas cumplir la misión que Él ahora te encomienda. El ángel añade: «El Señor (está, no esté) contigo». Esta expresión aparece en los relatos en los que Dios confía una tarea a una persona: el Señor quiere animarla a confiar en su «presencia» y en su «gracia». ↑
- Algunos exégetas católicos, siguiendo a algunos Padres de la Iglesia (los primeros fueron san Gregorio de Nisa [PG 46, 1.140 s] y san Agustín [PL 38, 1.315 y passim]), han hablado de un «voto de virginidad» hecho por María. Hoy en día, está aumentando cada vez más el número de exégetas que intentan explicar las palabras de María «no conozco varón», sin hacer referencia a la teoría del voto (H. Schürman, El Evangelio de Lucas, cit., 142-145). ↑
- No se habla de una «procreación divina», como ocurría en las teogonías greco-romanas, en las que un dios —en muchos casos Júpiter— bajo formas animales se unía sexualmente con una mujer, dando origen a semidioses. En Lucas se trata de un acto «creador» por parte de Dios-Espíritu Santo. La omnipotencia de Dios «creará» un niño en el vientre de María. Por lo tanto, no se puede derivar la fe en la concepción virginal de Jesús de las numerosas concepciones míticas de «semidioses» u «hombres divinos» que ciertos dioses generaron sexualmente de mujeres humanas. ↑
- Ciertamente, el anuncio del nacimiento de Jesús pudo haberse inspirado en el anuncio del nacimiento de Isaac, de Sansón o de Samuel, pero en ninguno de ellos se habla de una «concepción virginal». Por otro lado, en las comunidades protocristianas, la conciencia del origen virginal de Jesús era más antigua que la redacción de los Evangelios de Mateo y Lucas, ya que estos lo mencionan sin que se conocieran entre sí. Dada la delicadeza del tema, se habría tenido noticia del hecho solo por María y José con mucha discreción en el ámbito familiar, y de ahí se transmitió dentro de pequeños grupos de cristianos. Por lo tanto, fue necesario un tiempo bastante largo antes de que la concepción virginal de Jesús se convirtiera en objeto de tradición en los grandes centros eclesiásticos. ↑
- El término «bendita» equivale al superlativo «la más bendita». Es por tanto un semitismo, frecuente en la Biblia. ↑
- Algunos exégetas atribuyen a Isabel el Magnificat, pero los argumentos a favor de esta hipótesis son poco convincentes. Por ejemplo, no se entendería cómo Isabel habría podido decir de sí misma: «Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48b), mientras que se comprende que esas palabras las haya pronunciado María, en cuanto «Madre del Mesías, Santo e Hijo de Dios». ↑
Copyright © La Civiltà Cattolica 2025
Reproducción reservada