De verdad, ¿mística? La santa más célebre del siglo XX, sin duda. ¿Pero mística? Entre las representaciones tradicionales de la experiencia mística, lo que más impacta al común de los mortales es, ante todo, lo extraordinario, lo espectacular, lo «sobrenatural». Lo sobrenatural se manifiesta a través del éxtasis, el arrobamiento, la levitación, los estigmas. A este lenguaje del cuerpo le hace eco un lenguaje articulado, a veces oscuro, que también parece provenir de otro mundo: el lenguaje de la profecía, del oráculo, de la glosolalia. Sin mencionar, por supuesto, los «milagros»: curaciones, bilocaciones, etc.
Nada de esto se encuentra en Teresa de Lisieux. Ningún elemento sobrenatural observable, sino lo que ella llama su «pequeño camino», su «pequeña doctrina»: aquella que sus hermanas de comunidad denominaron «el camino de la infancia», aunque Teresa nunca utilizó esa expresión. El «pequeño camino», esta consagración de lo banal, de lo cotidiano, de lo simple, de lo que no va más allá de la norma, en suma, de lo insignificante, ¿puede considerarse un auténtico camino de experiencia mística? Tal vez sí, una experiencia en sintonía con nuestro tiempo.
Una santa de éxito
Si hay algo de extraordinario y «milagroso» en la historia de Teresa, se encuentra ante todo en el éxito en las librerías de Historia de un alma. Un año después de su muerte, el libro fue impreso en 2.000 ejemplares. Su destino principal eran los otros conventos carmelitas y los amigos del Carmelo. De hecho, era costumbre que, tras la muerte de una monja carmelita, se distribuyera entre los otros Carmelos y sus allegados una «circular», una especie de necrología que a menudo incluía notas y escritos de la difunta. Con este espíritu, Teresa redactó su último escrito autobiográfico, el Manuscrito «C», tres meses antes de su muerte, por petición de la priora. Teresa era plenamente consciente de que el relato de su vida se utilizaría para la redacción de esa especie de necrología. No hay, por tanto, ningún milagro ni profecía en las palabras que pronunció en sus últimos días sobre la publicación de sus escritos y el impacto que podrían tener en las almas. Cuando afirma con serenidad que esta lectura «hará mucho bien a las almas», Teresa piensa, por supuesto, en los carmelitas y en la red de amigos y benefactores que recibirían su necrología. Y añade, desde su lecho de agonía: «Habrá para todos los gustos, excepto para los caminos extraordinarios» (9 de agosto de 1897).
¿Quién podía sospechar entonces que estos escritos trascenderían el círculo restringido de los amigos del Carmelo, que tendrían tal resonancia y que todo un siglo se reconocería en ellos? En pocos meses, las 2.000 copias iniciales se agotaron. A finales de ese año, las ventas alcanzaban ya las 4.000 copias. Veinticinco años después, cuando se decidió publicar los Novissima Verba («Últimas palabras»), que también tuvieron un enorme éxito, Historia de un alma había vendido 200.000 ejemplares, un hecho extraordinario para la época. Dos años después de la muerte de Teresa, los peregrinos ya acudían a rezar ante su tumba, comenzaban a circular relatos de curaciones milagrosas e Historia de un alma era traducida al inglés. ¡Tal es el poder de la palabra escrita! El verdadero milagro, si así puede llamarse, reside en la extraordinaria rapidez con la que se difundió la figura de Teresa. Durante la guerra de 1914-18, su fotografía estaba en las carteras de los soldados de ambos bandos, tanto franceses como alemanes.
¿Cómo explicar un éxito semejante en una vida tan breve y aparentemente poco espectacular como la de Thérèse Martin, que murió a los 24 años? Se ha dicho a veces que había llegado el momento de reaccionar contra el jansenismo, que durante demasiado tiempo había restringido la piedad católica. La «vía de la caridad» (cf. 1 Cor 12-13) respondía a las expectativas inconscientes de la piedad popular. La afectividad religiosa podía proyectarse en una figura a la vez femenina e infantil, virgen y niña, que encajaba perfectamente con el sentimentalismo característico de cierta estética de la Belle Époque, ilustrada especialmente en la pintura y la literatura por el prerrafaelismo y el simbolismo en su fase final.
Probablemente, hay algo de cierto en este tipo de explicación. Pero el éxito de Teresa ha sobrevivido ampliamente a la sensibilidad fin de siècle, a la reacción contra el jansenismo y al espíritu victoriano que había envenenado a la burguesía. Cincuenta años después de su muerte, y aún hoy, sensibilidades cristianas que no pueden calificarse de melosas o decadentes siguen encontrando en sus escritos razones para vivir y para creer. Un ejemplo es la Mission de France, que en 1941 colocó su existencia y su espiritualidad bajo el signo de Teresa, en Lisieux. Y, desde luego, esta misión no representaba una forma especialmente sentimental de sensibilidad cristiana. Teresa —ya patrona de las misiones junto a san Francisco Javier— fue proclamada Doctora de la Iglesia por Juan Pablo II en 1997. En definitiva, todo el siglo XX parece reconocer en esta «florecilla»[1] la savia fuerte capaz de nutrirlo.
Encontramos su experiencia, ante todo, en sus escritos. Solo desde hace unos cincuenta años podemos leerlos en su texto auténtico[2]. Historia de un alma no representa el texto original, sino una recopilación y reorganización de los tres escritos de Teresa (Manuscritos A, B y C). Si se suman todos sus escritos, el resultado es notable, especialmente para alguien que falleció a los 24 años, que había dejado la escuela a los 13 y que no era ni una intelectual ni una gran lectora. Además, la vida en el Carmelo le dejaba poco tiempo para escribir (aproximadamente una hora al día).
¿De qué nos hablan estos escritos? Sobre todo, de un Dios que se oculta en lo cotidiano, en lo banal, en lo insignificante, en lo pequeño, a veces en lo irrelevante. Muchas personas, al enfrentarse sin preparación ni comentario a lo que Teresa escribió, dejaron caer el libro de sus manos. Durante cincuenta años, los historiadores han tenido que trabajar arduamente para hacer emerger, de estos textos aparentemente empalagosos, la extraordinaria experiencia espiritual que expresan, pero que se encuentra entre líneas. Durante medio siglo, Teresa fue admirada por razones que no siempre eran las adecuadas[3]. Y los teólogos no la tomaron en serio hasta que Urs von Balthasar escribió sobre ella en 1950[4].
Elegirlo todo
Dos expresiones célebres de Teresa pueden servir de epígrafe para evocar su breve existencia y su personalidad. La primera surgió en su primera infancia, a raíz de una situación que, según ella, resume toda su vida. Un día, su hermana Leonia le dijo que quería hacerle un regalo y le pidió que escogiera un objeto de entre los pequeños tesoros que contenía una cesta. Teresa exclamó: «¡Yo lo elijo todo!» y tomó la cesta entera. La santa comenta: «Este pequeño episodio de mi infancia es el resumen de toda mi vida. Más adelante, cuando comprendí lo que era la perfección, entendí que para ser santa había que sufrir mucho, buscar siempre lo más perfecto y olvidarse de uno mismo. Comprendí que había muchos grados de perfección y que cada alma era libre de responder a los llamados de Nuestro Señor, de hacer poco o mucho por Él, en una palabra, de elegir entre los sacrificios que Él pide. Entonces, como en los días de mi infancia, exclamé: “Dios mío, lo elijo todo. No quiero ser una santa a medias”»[5].
La otra expresión de Teresa se encuentra en el pasaje no menos famoso en el que ella evoca su descubrimiento del camino del Amor. Siente la vocación de todas las vocaciones: guerrero, sacerdote, apóstol, doctor, mártir. Descubre entonces que su vocación contiene todas las demás: «Sí, he encontrado mi lugar en la Iglesia y este lugar, oh Dios mío, eres tú quien me lo ha dado: en el Corazón de la Iglesia, mi Madre, seré el Amor… ¡Así seré todo… así mi sueño se realizará!»[6]. «¡Elijo todo!». «¡Seré todo!». Para el psicólogo, lo que aquí se expresa es más que la clásica megalomanía infantil: es una formidable voluntad de vivir, una afirmación de sí misma. La existencia de Teresa fue un triunfo sobre el deseo de muerte.
Deseos de muerte
Jean-François Six, en su libro sobre la infancia de Teresa, y Jacques Maître han mostrado claramente el peso aterrador de la muerte en los deseos de los padres de Teresa, especialmente de su madre (una carga de muerte inconsciente, por supuesto). Hay que recordar que Louis y Zélie Martin —que se casaron relativamente tarde y que se consideraban ambos un caso de vocación religiosa incompleta— comienzan pasando los primeros seis meses de vida conyugal en absoluta continencia (por voluntad de uno y por ingenuidad de la otra, al parecer). Siguiendo el consejo de un confesor, ponen fin a este estado de cosas, ya que en 13 años Zélie da a luz a nueve hijos, de los cuales solo cinco sobreviven. Teresa es la última. Lleva el nombre de otra pequeña Teresa, nacida y fallecida tres años antes que ella. Otros tres niños —dos varones y una niña— también mueren a temprana edad. Cuatro «pequeños ángeles» la esperan en el cielo. Esta espera marca profundamente su infancia. En la familia, se siente muy pronto la nostalgia del cielo.
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Cuando nace Teresa (1873), su padre tiene 50 años y su madre, 41. Zélie está agotada por los embarazos y, sobre todo, por su actividad laboral: dirige un equipo de encajeras. Se trata de un trabajo absorbente y rentable: en pocos años —según los cálculos de los biógrafos—, gracias a Zélie, su marido se convierte en un acomodado propietario. Pero ella se ha matado literalmente trabajando: muere de cáncer a los 45 años. Alrededor de la cuna de la pequeña Teresa se agrupan cuatro hermanas, que acabarán convirtiéndose todas en religiosas:
- María (del Sagrado Corazón), 13 años. Es la segunda en ingresar al Carmelo, cuando Teresa tiene 13 años.
- Paulina (Madre Inés), 12 años. Teresa la elige como figura materna. Paulina es la primera en entrar al Carmelo, cuando Teresa tiene nueve años. Este acontecimiento marca el inicio de la vocación de Teresa.
- Leonia, 10 años. Es la última en hacerse religiosa, pero no carmelita, sino visitandina, dos años después de la muerte de Teresa, tras una infancia difícil y muchas dudas sobre su vocación.
- Celina (sor Genoveva), 4 años. Entra al Carmelo después de Teresa, quien será su maestra de novicias.
Si hubo tantas muertes antes de Teresa, fue porque el vientre de su madre destilaba la muerte. La mayoría de sus hijos padecieron enteritis, una grave inflamación intestinal. Teresa estuvo a punto de morir por esta enfermedad. Es una superviviente. Cuando la concibió, su madre ya sabía que tenía desde hacía años un tumor en el pecho, del cual pronto moriría. La infancia de Teresa es una serie de victorias sobre la muerte. Tres, sobre todo, como veremos. Antes que nada, Teresa es un formidable deseo de vida.
Deseo de vida
¿Cómo escapó Teresa de la muerte? La primera vez, rechazando el pecho envenenado de su madre. A los 15 días de vida, presenta síntomas de enteritis. A un mes, está «muy mal». A los 40 días, rechaza el pecho y corre el riesgo de morir de hambre. Su madre, agotada y desesperada, recurre a la ayuda de una nodriza, Rose Taillé, a quien prácticamente arrastra hasta su casa. Teresa se aferra al pecho de Rose y se alimenta con avidez. Está a salvo. Vive con Rose hasta los 15 meses. Es una niña maravillosa. Esta casi-resurrección es el segundo nacimiento de Teresa. Experimentará otros dos: otras dos victorias sobre la muerte en su camino hacia la verdadera vida.
Teresa, de hecho, no está fuera de peligro. Esta niña, ya frágil psicológicamente, pero cuyos primeros años muestran una sorprendente vitalidad física y moral, pierde a su madre por un cáncer cuando tiene cuatro años. ¡Una prueba terrible! Pero es más tarde cuando, en dos ocasiones, aparecen inquietantes somatizaciones y sorprendentes curaciones. La segunda crisis se desata —¡como por casualidad!— cuando Paulina entra en el Carmelo en el otoño de 1882: Teresa tiene nueve años. Durante el invierno, sufre dolores de cabeza, insomnio, erupciones cutáneas. Luego, una enfermedad nerviosa: convulsiones, delirios. El médico es muy pesimista. En Pentecostés de 1883, Teresa se cura gracias a la estatua de la «Virgen de la Sonrisa», colocada sobre su cama. Es una curación espectacular, pero pasiva; podría definirse como una victoria pasiva. La tercera crisis, en cambio, es diferente: es enteramente psicológica y espiritual.
Esta crisis es más larga y progresiva. Todo comienza con una crisis de escrúpulos en mayo de 1885, provocada por el retiro preparatorio para la renovación de la Comunión, predicado por el padre Domin en la escuela donde Teresa es alumna desde hace tres años. Su predicación podría calificarse de «terrorista»: «¡El pecado está en todas partes!». Teresa tiene 12 años. Está presa de tormentosos escrúpulos que giran en torno a esta pregunta: «¿Mi enfermedad nerviosa del invierno de 1882 fue real? ¿No fingí estar enferma? ¿La Virgen realmente me curó?». La crisis comienza en el invierno de 1885-86 con dolores de cabeza insoportables. Teresa debe abandonar la escuela, a la que nunca volverá. En el verano de 1886, sufre otro impacto cuando se entera de la partida de María, quien para ella ha sido su segunda figura materna.
En el mes de octubre, gracias a sus súplicas a sus «pequeños ángeles», se ve liberada de sus escrúpulos. Es un primer paso. «Era verdaderamente insoportable – cuenta – por mi sensibilidad excesiva». Por cualquier motivo, la «pequeña reina» lloraba, y luego «lloraba por haber llorado»[7]. En la Navidad de 1886 ocurre el «milagro». El Buen Dios la hizo «crecer en un instante […]. Me hizo fuerte y valiente, me revistió con su armadura […]. La fuente de mis lágrimas se secó […]. Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la infancia, en una palabra, la gracia de mi completa conversión»[8]. ¿Cómo sucedió esto?
Al regresar de la Misa de Gallo, llega el momento del ritual de los zapatos en la chimenea (el equivalente a las medias de Navidad). Teresa escucha a su anciano padre decir (creyendo que ella no lo oye): «Bien, menos mal que es el último año…» (tiene 13 años). Ella no se desmorona. «Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera y, conteniendo los latidos de mi corazón, tomé mis zapatos […]. La pequeña Teresa había recuperado la fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, ¡y la conservaría para siempre!»[9]. Teresa insiste en el carácter definitivo de su conversión: «En esa noche de luz comenzó el tercer periodo de mi vida, el más hermoso de todos»[10]. Ese mismo día, pocas horas después, Paul Claudel, cerca del segundo pilar desde la entrada del coro de la catedral de Notre Dame de París, al escuchar el Magnificat de las Vísperas de Navidad cantado por los niños, recibe el don de la fe en Dios: la fe en lo que él llamará «la eterna infancia de Dios». Teresa sale de la infancia. O mejor dicho, deja atrás el infantilismo para entrar en la verdadera infancia espiritual.
El resto es conocido. Primero, su ingreso en el Carmelo después del célebre viaje a Roma. Cuando toma el hábito, su padre es internado por demencia. Teresa hace su profesión de fe a los 17 años. En 1895 escribe el Manuscrito «A», en el que relata su infancia, su juventud y su ingreso en el Carmelo. En la Pascua de 1896, a los 23 años, sufre su primera hemoptisis. Entra en la noche espiritual de la que no saldrá jamás, lo que llamará su «prueba de fe y esperanza». En septiembre, durante su retiro, escribe el Manuscrito «B» (su doctrina, su «pequeño camino»: el del amor) para su hermana María. En abril de 1897 comienza su vida de enferma. Paulina empieza a registrar sus palabras. En junio, es trasladada a la enfermería, donde escribe a lápiz el Manuscrito «C», a razón de dos páginas por día[11]. Finalmente, el 30 de septiembre de 1897, muere asfixiada tras atroces sufrimientos.
Deseos de santidad
«Siempre he deseado ser santa»[12]. En Teresa, sorprendentemente, el deseo de vida toma muy pronto la forma de un deseo de santidad, y de una santidad en su versión más «militante»: la de Juana de Arco. Pero Juana aún no había sido canonizada. Desde que el historiador Michelet la sacó del purgatorio, se convirtió en una figura de gran importancia para la época, tanto entre los católicos como entre los no católicos, en un contexto de secularización. Teresa misma relata el origen de este deseo en sus primeras lecturas, cuando era niña: «Al leer los relatos de las gestas patrióticas de las heroínas francesas, en particular los de la Venerable JUANA DE ARCO, sentía un gran deseo de imitarlas. Me parecía sentir en mí el mismo ardor que las animaba […]. Pensé que había nacido para la gloria»[13]. Le dice a su padre en 1888: «Procuraré ser tu gloria convirtiéndome en una gran santa»[14]. Al año siguiente, en una nota a una carmelita, escribe: «Pídale a Jesús que yo me convierta en una gran santa»[15]. Podríamos multiplicar las citas[16]. Siempre: «una gran santa». Vehemencia y persistencia en su deseo, expresado con claridad y serenidad.
No es un detalle menor que la figura de santa que constantemente se impone en su pensamiento sea la de Juana de Arco: una mujer-niña y una valerosa soldado. Teresa está fascinada por Juana. Le dedica dos obras teatrales en las que ella misma interpreta su papel. En Teresa hay una vena guerrera y caballeresca. Recordemos el célebre pasaje en el que, reflexionando sobre su vocación y evocando sus «grandes deseos», escribe: «Siento la vocación de Guerrero, de Sacerdote, de Apóstol, de Doctor, de Mártir; en suma, siento la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, todas las obras más heroicas… Siento en mi alma el coraje de un Cruzado, de un Zuavo Pontificio: quisiera morir en un campo de batalla por la defensa de la Iglesia…»[17].
Esto debe tomarse literalmente. La niña mimada y caprichosa, con predisposición a la neurosis, encuentra en sus convicciones religiosas una energía indomable y serena que le permite convertirse en una verdadera adulta, enfrentando de manera inusual las pruebas de la vida monástica (pruebas poco espectaculares, pero agotadoras). Este es el retrato trazado por una hermana carmelita en una carta a una carmelita de otro monasterio (Teresa tenía entonces 20 años): «Sor Teresa del Niño Jesús. Novicia y joya del Carmelo, su favorita […]. Alta y fuerte, con un aire infantil, un timbre de voz y hasta una expresión que ocultan una sabiduría, una perfección y una perspicacia propias de una persona de 50 años. Alma siempre serena y dueña de sí misma, en todo y con todos. Una santita a la que se le daría a Dios sin confesión, pero traviesa al punto de hacer todo lo que quiere. Mística y cómica a la vez, todo le sienta bien. […] Sabe hacerte llorar de devoción y, con la misma facilidad, hacerte reír a carcajadas en nuestros recreos»[18]. En este hermoso retrato de la monja, lo que más impresiona es su perfecto autocontrol. Aún más asombrosa es la energía que le permite a Teresa afrontar, además de la rigurosa vida comunitaria, el sufrimiento físico y la muerte por asfixia sin recurrir a la morfina.
Ella misma describe su valentía en sus últimos días de vida. Hay que apreciar la modestia y el humor con los que lo expresa: «Me han repetido tanto que tengo coraje, y como es tan poco cierto, me dije: ‘Bueno, al fin y al cabo, ¡no hay que hacer quedar mal a la gente!’. Y así, con la ayuda de la gracia, me puse a adquirir ese coraje. Hice como un guerrero que, al oírse alabar por su valentía, aunque en el fondo sabe bien que es un cobarde, terminaría por avergonzarse de los elogios y querría merecerlos»[19]. Esta fortaleza ante los impulsos de muerte está en el corazón de lo que Teresa llamaba su «pequeña doctrina», su «pequeño camino».
La «pequeña doctrina»
Ahora está claro que la «pequeña doctrina» de Teresa, su «pequeño camino», no es la prolongación ni la consagración de una experiencia infantil. Al contrario, pasa por una ruptura con la infancia, con los sueños de gloria, de heroísmo, de santidad heroica que pertenecían a su niñez. Estos sueños de heroísmo y santidad fueron reconocidos por Teresa como un intento de escapar a la angustia de la muerte y de la finitud. La angustia ante la muerte y la finitud, así como la «humillación» que estas implican, son enfrentadas, aceptadas y soportadas con Jesús, quien atravesó la misma angustia de la muerte y la finitud. El «pequeño camino» consiste en el abandono en manos del Padre, en la confianza absoluta en Él. En la renuncia a confiar en uno mismo. En la renuncia a considerarse como origen. En aceptar que uno se recibe a sí mismo como don. El «pequeño camino» comienza el día en que el alma puede reconocer, como lo hizo Teresa, con sencillez y júbilo: «No tengo obras». Es decir: No tengo obras que presentar ante Dios, no tengo méritos de los que pueda enorgullecerme, estoy ante Dios con las manos vacías, como un niño. Esta es la experiencia fundamental, en su formulación «teológica»: «No tengo obras». Encontramos esta expresión exactamente al principio y al final de los escritos de Teresa.
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Desde el inicio, en la primera página del Manuscrito «A», Teresa se interroga «sobre el misterio de su vocación, de toda su vida y, sobre todo, sobre el misterio de los privilegios de Jesús para su alma…»[20]. Nada podría ser más conciso ni más revelador. ¿Cómo expresa Teresa este misterio? Toma prestada su fórmula de san Pablo, en Romanos 9,15-16, que en la traducción que tenía a su disposición dice: «Dios usa de misericordia con quien quiere, y tiene piedad de quien quiere tenerla. Por lo tanto, no es obra de la voluntad ni de los esfuerzos del hombre, sino de Dios, que tiene misericordia»[21]. Nada de lo que soy es obra mía, sino de Dios. Al final de los escritos de Teresa encontramos la misma afirmación teológica: «No tengo obras». Ella escribe: «Estoy muy contenta de irme pronto al Cielo, pero cuando pienso en esta palabra del Buen Dios: “He aquí que traigo conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras” (Ap 22,12), me digo que, en lo que a mí respecta, ¡se encontrará en un gran aprieto! ¡No tengo obras! Por lo tanto, no podrá recompensarme “según mis obras”… ¡Pues bien! Me recompensará “según sus propias obras”»[22].
¡Qué sorprendente exégesis la de este versículo del Apocalipsis! Teresa contradice con total serenidad la palabra de Dios. O mejor dicho, hace una interpretación muy libre que, en otros tiempos, podría haber sido acusada de luteranismo. Dios no necesita nuestras obras; no seremos juzgados por nuestras obras. Esta convicción está profundamente arraigada en Teresa. La encontramos, por ejemplo, en el Manuscrito «B». Ella lee en el Salmo 49: «No tengo necesidad de los machos cabríos de vuestros rebaños […]. Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y acción de gracias». Y comenta: «He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No necesita en absoluto nuestras obras, sino solamente nuestro amor»[23]; «En efecto, Jesús no pide grandes acciones, sino únicamente abandono y gratitud»[24].
San Pablo había escrito: «estar unido a él, no con mi propia justicia –la que procede de la Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe» (Flp 3,9). Lo que Teresa redescubre, con una audacia y un sentido teológico que podrían pasarnos desapercibidos, es, en el fondo, la doctrina paulina de la justificación por la fe: el triunfo del amor sobre la justicia. Es bajo esta luz que debemos comprender su famosa ofrenda del 9 de junio de 1895: su «Ofrenda de mí misma como Víctima de Holocausto al Amor Misericordioso del Buen Dios»[25]. Si nos fijamos solo en las palabras «víctima» y «holocausto», podríamos sentir cierto rechazo hacia la teología sacrificial y victimista, hacia esa espiritualidad del sufrimiento «típica de la época» en la que parecería inscribirse. Sin embargo, en realidad, se trata de una oración con una teología muy firme: el ser humano no puede alcanzar la justicia por sí mismo, sino únicamente por Dios.
Teresa comienza expresando su deseo de servir a Dios, de hacer su voluntad: «En una palabra, deseo ser Santa, pero siento mi impotencia y te pido, oh Dios mío, que seas tú mismo mi Santidad»[26]. Y en el centro de su acto de ofrenda, encontramos esta afirmación: «Al final de esta vida, compareceré ante ti con las manos vacías, porque no te pido, Señor, que cuentes mis obras. Toda nuestra justicia es imperfecta a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo»[27]. Esta es la esencia de la «pequeña doctrina» de Teresa.
Derrotar al Ángel del Juicio
Esta «pequeña doctrina» del Amor derrota al jansenismo, todavía presente en la conciencia y en la sensibilidad católica a principios del siglo XX. Teresa, al parecer, era consciente de ello. Se sabe que el jansenismo veía a Dios sobre todo como un justiciero. Ella explica por qué sintió la necesidad de hacer esta ofrenda al amor: «Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la Justicia de Dios, con el propósito de desviar y atraer sobre sí los castigos reservados a los culpables; esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla»[28]. ¡Admirable eufemismo! En realidad, Teresa rechaza por completo esta imagen de un Dios justiciero, un Moloch que exige su tributo de los culpables. Esta imagen estaba muy difundida en su época. Y no se puede decir que la imagen de un Dios perverso y sádico haya desaparecido por completo de nuestra conciencia… Había almas, como dice Teresa, dispuestas a ofrecerse como víctimas sustitutas. Muy poco adecuado para mí, dice; si otros quieren ofrecerse, que lo hagan, ¡pero yo no!
No hacía falta mirar demasiado lejos. Los historiadores del Carmelo han descubierto que, el día antes de que Teresa hiciera su «Ofrenda como víctima de holocausto al Amor misericordioso» –y no a la Justicia–, había llegado al monasterio un obituario particular que, sin duda, fue leído en el refectorio. Se trataba del de sor María de Jesús, carmelita de Luçon, quien, como se indica en la nota del «Acto de ofrenda al Amor misericordioso», «se ofreció muy a menudo como víctima a la Justicia divina». La misma nota revela que su agonía, el Viernes Santo de 1895, fue terrible. La moribunda dejó escapar su grito de angustia: «¡Sufro los rigores de la Justicia divina!… ¡La Justicia divina!… ¡La Justicia divina!…». Y aún más: «No tengo suficientes méritos, hay que ganarlos»[29]. Esto puede ser edificante, pero está muy lejos de la espiritualidad de Teresa.
Es esta espiritualidad de confianza en la pobreza espiritual, esta espiritualidad del abandono, la que, en el fondo, explica el atractivo que ejerce la figura de Teresa. Pero esta confianza –que es otro nombre de la fe– no fue tan sencilla como podría pensarse. Para que este esbozo del retrato de Teresa no quede demasiado incompleto, es necesario evocar el lado oscuro de su experiencia de Dios. Dios había sido el sol de su vida; pero los últimos dieciocho meses de su existencia transcurrieron en una densa noche espiritual, cuyo final nunca llegó a conocer. Es importante comprender el alcance de esta experiencia.
La prueba de las tinieblas: el Dios escondido
Al final de su vida, Teresa experimenta lo que luego, en el siglo de la Shoá y los Gulags, se convertirá en una prueba ampliamente compartida: el misterio de un Dios que se oculta en la historia de los hombres más de lo que «se revela» en ella. Dios se ha escondido de sus ojos, se ha sustraído a la mirada de su fe, hasta el punto de que Teresa se ve a sí misma, como ella dice, «sentada a la mesa de los pecadores», ubicada entre aquellos que afirman: «Dios no existe».
Teresa no se detiene demasiado en el relato de esta experiencia. Nos corresponde a nosotros leer entre líneas. Su evocación ocupa cuatro páginas del Manuscrito «C». De repente, en los primeros días de Pascua de 1896, dieciocho meses antes de su muerte, el pensamiento del Cielo, de Dios, de Cristo –un pensamiento que siempre la había encantado y que había sido la fuente de su alegría, de su vida espiritual– deja de decirle algo. Dios guarda silencio. Cuando reza, se encuentra ante un muro. Ninguna brecha. En su vida, tiene la impresión de estar en un túnel oscuro. Tinieblas densas, niebla. Estas son sus propias palabras. Antes, no podía creer –la citamos textualmente– «que existieran impíos sin fe. Creía que decían cosas contrarias a su propio pensamiento cuando negaban la existencia del Cielo». Ahora, dice que «Jesús le ha hecho sentir que realmente hay almas que no tienen fe»[30]. «Cuando quiero hacer descansar mi corazón, cansado de las tinieblas que lo rodean, recordando la patria luminosa hacia la que aspiro, mi tormento se duplica. Me parece que las tinieblas toman la voz de los pecadores y me dicen, burlándose de mí: “Tú sueñas con la luz, con una patria impregnada de los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te envuelven. ¡Sigue adelante, sigue adelante! Alégrate de la muerte, que no te dará lo que esperas, sino una noche aún más profunda: la noche de la nada”»[31].
También está esta confidencia, hecha oralmente a la Madre Inés pocas semanas antes de su muerte: «¡Si supiera –me dijo– qué pensamientos terribles me obsesionan! Ruegue mucho por mí, para que no escuche al demonio, que quiere sembrar en mí tantas mentiras. Es el razonamiento de los peores materialistas lo que se impone en mi espíritu: en el futuro, con continuos progresos, la ciencia explicará todo de manera natural, se conocerá la razón de todo lo que existe y que aún es un misterio, porque todavía quedan muchas cosas por descubrir…, etc., etc.»[32]. Nadie a su alrededor sospechaba la profundidad de esta noche de la fe. ¡Teresa seguía siendo tan alegre y serena, llena de sentido del humor! Sabía y experimentaba verdaderamente lo que era la fe pura. Creer cuando se tienen algunos motivos para creer puede ser un acto de fe. Pero creer cuando todas las razones para creer desaparecen es el inicio de la fe pura, de la fe mística.
Conclusión
La experiencia teresiana señala la vida cotidiana, con su banalidad y su aparente falta de sentido, como el lugar de la experiencia mística. La vida monástica como vida familiar. El misterio de Nazaret. También Charles de Foucauld vivió esta mística de enterrar el amor en la vida cotidiana y en la simplicidad. Nuestro tiempo se reconoce en esta modestia. Este tipo de santidad habla a todos aquellos que están cansados de buscar el sentido en lo excepcional y desean encontrarlo en la vida ordinaria. Incluso en aquello que parece más insignificante dentro de lo cotidiano.
Sin duda, hay una profunda sintonía entre Teresa y nuestro tiempo. Basta observar que, en la literatura moderna, en autores tan distintos como Kafka, Bernanos, Ionesco o Beckett, los personajes representados están muy lejos de los héroes tradicionales de la literatura. Se trata, por lo general, de figuras comunes, «antihéroes», como se ha dicho, por ejemplo, de Meursault, el protagonista de El extranjero de Albert Camus. Lo mismo ocurre con Teresa: a primera vista, no tiene nada de una santa heroica o fulgurante, de una Juana de Arco o una Teresa de Ávila.
Por otro lado, la literatura moderna da testimonio de lo que sigue siendo la gran novedad de nuestro tiempo y su enigma: el silencio de Dios, la ausencia de Dios, la aparente ausencia de Dios en la historia de los hombres. Teresa sabía algo de esto. Hoy en día, su vida cotidiana nos resulta fácilmente accesible gracias al trabajo de los historiadores recientes. Ellos nos revelan una vida diaria infinitamente más rica y compleja de lo que suponían las propias hermanas de Teresa. Pero una cotidianidad que, en todo caso, se desarrolló bajo el signo de la confianza y el abandono en el Dios de la misericordia. Una santidad al alcance de todos.
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Teresa del Niño Jesús, s., Opere complete, Ciudad del Vaticano – Roma, OCD, 2009, 234. ↑
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La edición crítica de las obras de Santa Teresa se conoce con el título de «Nueva Edición del Centenario», y se realizó entre el centenario del nacimiento (1873) y el centenario de la muerte (1879) de la santa carmelita. Se presenta en el volumen mencionado en la nota 1. ↑
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El escritor Georges Bernanos es una excepción. Entre las dos guerras mundiales, sus protagonistas – el párroco de Ambricourt, Chantal de Clergerie – se inspiraron directamente en Teresa. ↑
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Cf. H. Urs von Balthasar, Therese von Lisieux. Geschichte einer Sendung, Köln, Hegner, 1950. ↑
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Teresa del Niño Jesús, s., Opere complete, cit., 91. ↑
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Ibid., 223. ↑
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Ibid., 144. ↑
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Ibid. ↑
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Ibid., 145. ↑
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Ibid. ↑
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Como ha demostrado C. Langlois, Lettres à ma Mère bien-aimée, Juin 1897. Lecture du Manuscrit C de Thérèse de Lisieux, París, Cerf, 2007. ↑
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Teresa del Niño Jesús, s., Opere complete, cit., 235. ↑
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Ibid., 124. ↑
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Ibid., 338 (Carta 52). ↑
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Ibid., 367 (Carta 80). ↑
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Cf. Ibid., 1280, nota 14. ↑
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Ibid., 221. ↑
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Madre María de los Ángeles, en una carta a una Hermana de la Visitación en Le Mans, abril-mayo de 1893. ↑
-
Teresa del Niño Jesús, s., Opere complete, cit., 979. ↑
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Ibid., 79. ↑
-
Ibid. ↑
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Ibid., 975. ↑
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Ibid., 218. ↑
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Ibid. ↑
-
Ibid., 941. ↑
-
Ibid., 942. ↑
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Ibid., 943. ↑
-
Ibid., 210. ↑
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Ibid., 1437. ↑
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Ibid., 238. ↑
-
Ibid., 240. ↑
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Ibid., 1159. ↑
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