El 16 de abril de 2016, el papa Francisco visita la isla de Lesbos en Grecia, punto de entrada de miles de refugiados en Europa. A su regreso, lleva consigo a tres familias de refugiados sirios. Un símbolo sumamente poderoso del constante llamamiento del Papa a Europa y, en particular, a los fieles de su Iglesia: acoger a quienes huyen de la muerte en su país en guerra, no permanecer indiferentes ante esta catástrofe humanitaria sin precedentes. Durante la entrevista en el avión, al preguntarle por qué se escogieron estas familias musulmanas en lugar de otras cristianas, el Papa responde: «Estas tres familias tenían los papeles en regla, los documentos en regla, y era factible. En la primera lista, por ejemplo, había dos familias cristianas, pero no tenían los documentos en regla. No se trata, pues, de un privilegio; estas doce personas son también hijos de Dios. El “privilegio” es ser hijos de Dios»[1]. En la acogida, por tanto, hay cuestiones de documentación, hay normas, y el Papa insiste en subrayar que dichas normas se han respetado.
Estas imágenes y estas pocas palabras resumen bien la tensión que existe en el discurso de la Iglesia sobre el tema de los migrantes y refugiados. Por un lado, reafirma el deber de acoger a los refugiados y, más en general, un llamamiento constante a un derecho humano: el derecho a migrar. Por otro lado, en nombre del bien común, reconoce la facultad de los Estados de controlar dicha acogida y legislar sobre la migración en general. En palabras de Enzo Bianchi, por un lado, «los cristianos siempre han tenido en el centro de su ética la acogida del extranjero, del peregrino, del caminante, según la identificación anunciada por su Señor: “fui extranjero y me acogieron” (Mt 25,35)»; pero, por otro lado, «es necesario reconocer que existen límites en la acogida: no los límites dictados por el egoísmo de quien se atrinchera en su bienestar y cierra los ojos y el corazón ante su prójimo que sufre, sino los límites impuestos por una capacidad real de “hacer espacio” a los demás, límites objetivos, quizás ampliables con un serio compromiso y una voluntad firme, pero que siguen siendo límites»[2].
Esta tensión entre el derecho a migrar y el deber de acoger, por un lado, y los límites y el derecho a regular, por otro, podría ser paralizante para emprender el camino de la hospitalidad. Paralizante, porque haría que el discurso de la Iglesia fuera contradictorio, afirmando al mismo tiempo que tenemos el deber de acoger, pero también el derecho de no hacerlo. Ahora bien, si un discurso afirma dos cosas contradictorias, todo puede ser justificado en su nombre y deja de ser útil para orientar la acción. En realidad, sucede exactamente lo contrario. El discurso social de la Iglesia, precisamente porque no está exento de tensiones, es un recurso valioso para emprender el camino de la hospitalidad: una hospitalidad fundada y exigida por Cristo, una hospitalidad que no está idealizada ni absolutizada.
Recorriendo un cierto número de documentos de la Iglesia que abordan la cuestión de las migraciones y la acogida de los migrantes, nos esforzaremos especialmente en mostrar los cambios en la manera de considerar las migraciones y, en particular, la creciente complejidad de la cuestión. En este contexto, la constante referencia al derecho a migrar y al deber de acogida no es en absoluto un pensamiento ingenuo o idealista. Sin embargo, también veremos que la mención de los posibles límites, igualmente variados, se intensifica.
Pío XII y la «Exsul Familia»
En 1912, Pío X había creado una oficina especial para la emigración, cuya principal tarea era acompañar a los sacerdotes que emigraban junto con sus fieles en el contexto de las grandes migraciones de Europa hacia América. Cuando, en 1952, Pío XII publica la constitución apostólica Exsul Familia (EF)[3], la primera gran carta de la pastoral migratoria, el prisma de sus reflexiones es esta realidad de una emigración de poblaciones católicas europeas de las cuales la Iglesia debe seguir ocupándose a nivel pastoral. La migración se considera un fenómeno en sí mismo muy positivo, que permite una mejor distribución de los bienes terrenales y, sobre todo, de la tierra, para que toda la humanidad pueda vivir y desarrollarse. «Es inevitable que algunas familias, emigrando de un lugar a otro, busquen en otro sitio una nueva patria. Entonces, según la enseñanza de la Rerum Novarum, debe respetarse el derecho de la familia a un espacio vital. Cuando esto ocurre, la emigración alcanza su propósito natural, que con frecuencia valida la experiencia, es decir, una distribución más favorable de los hombres sobre la superficie terrestre, adecuada para el trabajo de los agricultores; una superficie que Dios creó para el uso de todos» (EF 77-78).
El derecho a emigrar es un derecho natural que permite una mejor distribución de las poblaciones sobre la Tierra. A este derecho pueden imponerse límites, pero solo en casos extremos, sobre los cuales el documento no profundiza: «El dominio de las naciones individuales, aunque debe ser respetado, no puede exagerarse hasta el punto de que, mientras en cualquier parte la tierra ofrece abundancia de sustento para todos, se impida el acceso a extranjeros necesitados y honestos por motivos insuficientes o razones injustas, salvo en el caso de razones de utilidad pública que deben ponderarse con el máximo escrúpulo» (EF 79; la cursiva es nuestra).
Juan XXIII y el Vaticano II
En 1963, con la encíclica Pacem in terris (PT)[4] de Juan XXIII, la Iglesia se convierte en defensora de los derechos humanos. Entre otros, se mencionan los siguientes derechos: «Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su residencia dentro de los límites geográficos del país; más aún, es necesario que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos, emigrar a otros países y fijar allí su domicilio» (PT 25). Más adelante, se hace referencia explícita al creciente fenómeno de los refugiados políticos. En el contexto de la «guerra fría», la situación de quienes huyen de las dictaduras comunistas es, evidentemente, la principal preocupación. El Papa subraya que «todos que los exiliados políticos poseen la dignidad propia de la persona y se les deben reconocer los derechos consiguientes» (PT 105). Pero también se menciona otra categoría de migrantes: «Entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo permita el verdadero bien de su comunidad, favorecer los propósitos de quienes pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros» (PT 106). El derecho a migrar «para poder forjarse un futuro para sí mismo y para su familia» es, por lo tanto, un derecho humano natural, que implica un deber de acogida para los países de inmigración. Este deber apenas se matiza con las palabras «dentro de los límites permitidos por el bien común correctamente entendido».
La constitución pastoral Gaudium et spes (GS)[5] del Concilio Vaticano II menciona explícitamente un derecho personal a la migración que debe ser respetado (cf. GS 65), pero lo hace dentro del contexto de un párrafo que habla de los países en desarrollo y enfatiza el deber de todos de contribuir al bien común con sus recursos materiales y talentos. También se recuerdan los derechos y deberes de los Estados en términos de control de su propia población (cf. GS 87). Esta referencia ha sido citada en documentos más recientes para defender el derecho de los Estados a controlar la inmigración; sin embargo, en el contexto de este pasaje de GS, se trata de una mención muy genérica, que no se centra en esta problemática[6].
Pablo VI: «Pastoralis migratorum cura» y «De pastorali migratorum cura»
En la Populorum Progressio (PP)[7], su gran encíclica sobre el desarrollo, Pablo VI hace referencia a los migrantes en una sección dedicada a la caridad universal. Subraya la necesidad, en nombre de la caridad cristiana y la solidaridad humana, de brindar asistencia a quienes van a trabajar a un país extranjero para escapar de la pobreza en el suyo propio, así como a los estudiantes (cf. PP 67-69). Nos encontramos en el corazón de las décadas conocidas como los «Treinta años gloriosos», en los que países como Francia, Alemania y Gran Bretaña experimentan un fuerte crecimiento económico y recurren ampliamente a la mano de obra extranjera. Es también la época de la independencia de varios Estados, con grandes esperanzas puestas en el desarrollo económico.
En 1969, el motu proprio Pastoralis migratorum cura, seguido de una instrucción de la Congregación para los Obispos, De pastorali migratorum cura (PMC), constituye una actualización importante de la Exsul Familia de Pío XII[8]. Se trata, una vez más, de un texto fundamental sobre la pastoral de los migrantes, con una dimensión normativa y canónica, pero también, en su primera parte, de una síntesis del fenómeno migratorio tal como lo percibe la Iglesia. Las migraciones son un fenómeno complejo, que implica tanto derechos como deberes. Es necesario reconocer la diversidad de situaciones: migraciones forzadas por razones políticas o económicas, y migraciones voluntarias por motivos de formación o cooperación. La mirada sobre el fenómeno migratorio es, ante todo, positiva: «Las migraciones, en efecto, al favorecer y promover el conocimiento recíproco y la colaboración universal, testimonian y perfeccionan la unidad de la familia humana; confirman claramente esta relación de hermandad entre los pueblos, en la que ambas partes dan y reciben al mismo tiempo» (PMC I, 2).
Inscríbete a la newsletter
Sin embargo, esto no impide subrayar la gravedad de las causas que empujan a muchas personas a migrar: desigualdades económicas, conflictos armados, violencia y persecución por motivos de raza, sexo, religión u opiniones políticas. Se afirma el derecho a migrar, mencionando también el único límite que puede imponerse: «Se ha afirmado el derecho natural del hombre a utilizar los bienes materiales y espirituales para “alcanzar su propia perfección de manera más plena y expedita” [GS 26]. Pero cuando un Estado, por falta de recursos y debido al gran número de sus habitantes, no puede poner estos bienes a disposición de sus ciudadanos, o cuando impone condiciones que violan la dignidad humana, la persona tiene derecho a emigrar, a elegir una nueva residencia en el extranjero y buscar allí condiciones de vida más dignas. Este derecho pertenece plenamente no solo a los individuos, sino también a familias enteras. Por eso, es necesario que “en la regulación de la emigración se salvaguarde de la manera más absoluta la convivencia familiar”[9], teniendo en cuenta las necesidades de la familia en lo que respecta a la vivienda, la educación de los niños, las condiciones laborales, la seguridad social y la carga fiscal. Los poderes públicos negarían injustamente un derecho humano si se opusieran a la emigración o la inmigración, o si la obstaculizaran, a menos que ello se justificara por razones serias y objetivamente fundadas en relación con el bien común» (PMC I, 7).
El derecho a migrar –tanto a emigrar como a inmigrar– queda claramente afirmado, al igual que los deberes que este conlleva para los países de acogida en términos de recibir a la familia en su conjunto y garantizar la igualdad de trato. La oposición a la migración se define como injusta, a menos que –y se trata, evidentemente, de un «a menos que» de gran importancia– dicha restricción sea necesaria por razones graves relacionadas con el bien común.
En el mismo periodo, en el documento final del Sínodo de los Obispos de 1971 dedicado a la justicia, se encuentran referencias muy precisas a las situaciones de injusticia que enfrentan los migrantes y los refugiados: «Este es, por ejemplo, el caso de los emigrantes, que a menudo se ven obligados a abandonar su patria en busca de trabajo, pero ante quienes muchas veces se cierran las puertas por motivos discriminatorios. O bien, si se les permite la entrada, con frecuencia se ven forzados a llevar una vida precaria o son tratados de manera inhumana. […] Se debe deplorar, en particular, la situación de miles y miles de refugiados, así como la de cualquier grupo social o pueblo que sea perseguido –a veces de forma institucionalizada– debido a su origen racial o étnico, o por razones tribales. Esta persecución por motivos tribales puede, en algunos casos, tomar la forma de un genocidio»[10].
Juan Pablo II: Laborem exercens y los Mensajes para la JMMR
La evolución de la perspectiva de la Iglesia sobre el fenómeno migratorio continuó durante los años ochenta y noventa. Se estaba ya lejos de la visión simple de Exsul Familia, expresada en términos de una «mejor distribución de la población en el planeta». El contexto cambió con la crisis del petróleo y el fin de los «Treinta años gloriosos». El desempleo masivo se extendió de manera persistente en numerosos países occidentales. La mano de obra extranjera dejó de ser bienvenida. Sin embargo, los flujos migratorios seguían existiendo e incluso aumentaban. Algunas palabras pronunciadas por los obispos franceses en 1995 reflejan claramente esta evolución: «El contexto de los países de acogida ha cambiado. Nos enfrentamos a una crisis profunda. El desempleo ha crecido estructuralmente. El miedo al futuro ha llevado a sectores enteros de nuestra sociedad a una identidad fija y cerrada. Se han multiplicado los discursos que presentan a los extranjeros como factores de inseguridad y competencia en el mercado laboral»[11].
En su encíclica sobre el trabajo Laborem exercens (LE)[12], escrita con motivo del 90º aniversario de Rerum novarum, Juan Pablo II reafirma el derecho a dejar el propio país de origen –y a regresar a él– para buscar mejores condiciones de vida en otro lugar. Pero también subraya que la emigración por motivos laborales representa una pérdida para el país de origen y una oportunidad para el país de acogida, que recibe a un trabajador ya formado en otra parte. Habla de la emigración como un «mal necesario»: «El hombre tiene derecho a abandonar su País de origen por varios motivos —como también a volver a él— y a buscar mejores condiciones de vida en otro País. Este hecho, ciertamente se encuentra con dificultades de diversa índole; ante todo, constituye generalmente una pérdida para el País del que se emigra. […] Sin embargo, aunque la emigración es bajo cierto aspecto un mal, en determinadas circunstancias es, como se dice, un mal necesario. […] Lo más importante es que el hombre, que trabaja fuera de su País natal, como emigrante o como trabajador temporal, no se encuentre en desventaja en el ámbito de los derechos concernientes al trabajo respecto a los demás trabajadores de aquella determinada sociedad. La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión de explotación financiera o social» (LE 23).
Desde 1987, con motivo de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado (JMMR), el Papa envía cada año un mensaje en el que desarrolla distintos aspectos del Evangelio aplicados a la cuestión migratoria. Estos mensajes constituyen una expresión muy rica de la doctrina social de la Iglesia en relación con los fenómenos migratorios. Algunos de los temas abordados son especialmente significativos: acoger al extranjero con la alegría de quien reconoce en él el rostro de Cristo (1993); el deber del Estado de proteger a las familias de los inmigrantes contra cualquier forma de marginación y racismo (1994); la Iglesia y los migrantes en situación irregular (1996). Juan Pablo II defendió incansablemente el respeto de los derechos de los refugiados y migrantes, así como el desarrollo de una auténtica cultura de la acogida, que debe reflejarse en la legislación.
El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes
En el mismo período, cabe destacar el documento publicado en 1992 de manera conjunta por el Pontificio Consejo Cor Unum y el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes: Los refugiados: un desafío a la solidaridad (RSS)[13]. Este documento ofrece una visión lúcida y bien informada sobre esta categoría de migrantes y lanza un fuerte llamado a la conciencia tanto dentro como fuera de la Iglesia: «La protección no es una concesión que se hace al refugiado: él no es un objeto de asistencia, sino un sujeto de derechos y deberes» (RSS 11). Sin embargo, el llamado al respeto del derecho de asilo y la exhortación al deber de acoger a los refugiados no se hace de manera ingenua: «El interés por ayudar a los refugiados –sentido también como una obligación moral de aliviar el sufrimiento ajeno– a veces choca con el temor a un crecimiento excesivo de su número y al encuentro con otras culturas que pueden alterar los esquemas de vida de los países de acogida. Aquellos que ayer eran vistos con simpatía por estar “lejos”, hoy son rechazados por estar demasiado “cerca” y por parecer demasiado invasivos» (RSS 16).
Este tema reaparece en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa (EE)[14] de Juan Pablo II: «Todos han de colaborar en el crecimiento de una cultura madura de la acogida que, teniendo en cuenta la igual dignidad de cada persona y la obligada solidaridad con los más débiles, exige que se reconozca a todo migrante los derechos fundamentales. A las autoridades públicas corresponde la responsabilidad de ejercer el control de los flujos migratorios considerando las exigencias del bien común. La acogida debe realizarse siempre respetando las leyes y, por tanto, armonizarse, cuando fuere necesario, con la firme represión de los abusos» (EE 101). En comparación con documentos anteriores, en este se expresa con mayor firmeza la legitimidad de los Estados para regular el acceso a sus territorios, sin dejar de insistir, con igual contundencia, en el respeto de los derechos de los migrantes y en la promoción de una cultura de la acogida.
El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes y los Itinerantes publicó en 2004 un tercer documento de referencia—después de Exsul Familia y Pastoralis migratorum cura—sobre la pastoral de los emigrantes y, más ampliamente, sobre el fenómeno migratorio: Erga migrantes caritas Christi (La caridad de Cristo hacia los emigrantes [CCM])[15]. Su análisis es más preciso y detallado que el de los documentos anteriores. En él se identifican las causas de las migraciones: «Determinado muchas veces por la libre decisión de las personas, y motivado con bastante frecuencia también por objetivos culturales, técnicos y científicos, además de económicos, este fenómeno es, por lo demás, un signo elocuente de los desequilibrios sociales, económicos y demográficos, tanto a nivel regional como mundial, que impulsan a emigrar. Dicho fenómeno tiene también sus raíces en el nacionalismo exacerbado y, en muchos países, incluso en el odio o la marginación sistemática o violenta de las poblaciones minoritarias o de los creyentes de religiones no mayoritarias, en los conflictos civiles, políticos, étnicos y también religiosos que ensangrientan todos los continentes» (CCM 1).
Diversos apartados se dedican al encuentro entre culturas y al pluralismo religioso. No se ignoran las dificultades y desafíos que enfrentan tanto las poblaciones de acogida como los migrantes. Se distingue entre la asistencia de emergencia, la acogida y la integración, esta última con una perspectiva a largo plazo. En la segunda parte, que trata de la pastoral de la acogida, se establecen diferencias entre migrantes católicos, migrantes de otras iglesias y migrantes de otras religiones, con una reflexión específica sobre los migrantes musulmanes. En el trasfondo de este análisis se mantiene el llamado constante a la acogida y la solidaridad en nombre de la fe cristiana, movidos por «la caridad de Cristo que nos estimula» (CCM 1). «Los cristianos deben ser los promotores de una verdadera cultura de la acogida […], que sepa apreciar los valores auténticamente humanos de los demás, más allá de todas las dificultades que implica la convivencia con quienes son distintos de nosotros» (CCM 39). Siguiendo la línea de documentos previos, se reafirma una vez más el derecho a migrar, pero también se menciona con claridad la posibilidad de establecer ciertos límites, aunque sin abordar explícitamente las inevitables tensiones que ello conlleva (cf. CCM 21; 29).
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
Benedicto XVI: «Caritas in veritate» y los Mensajes para la JMMR
Los Mensajes de Benedicto XVI para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado están en línea con los de su predecesor. En un mundo en el que los factores que provocan las migraciones están en constante aumento, pero en el que también crecen los fenómenos de rechazo y hostilidad hacia los migrantes, él recuerda el mensaje del Evangelio: «Cada persona es una historia sagrada» (2006); formamos «una sola familia humana» (2011). En su encíclica social Caritas in veritate (CV)[16], Benedicto XVI insiste en la necesidad de un enfoque global y de una cooperación internacional para hacer frente a los desafíos relacionados con el fenómeno de las migraciones: «Podemos decir que estamos ante un fenómeno social que marca época, que requiere una fuerte y clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente. Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino» (CV 62).
Aquí se observa una nueva expresión de la tensión señalada desde el inicio de este recorrido histórico: las políticas y normas relativas a la migración deben ser implementadas con el objetivo de salvaguardar tanto «las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes» como «las de las sociedades de destino». En este punto, los dos elementos en tensión parecen situarse en un mismo nivel. La encíclica no profundiza en más detalles y, poco después, recuerda el principio fundamental: «Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (CV 62).
Citemos también un documento menos conocido, pero significativo. Dando seguimiento a sus instrucciones de 1992, el Pontificio Consejo Cor Unum y el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes publicaron en 2013 una nueva síntesis de orientaciones pastorales sobre la cuestión más específica de los refugiados: Acoger a Jesucristo en los refugiados y en los desplazados forzosos (AJR)[17]. En este documento encontramos una formulación muy precisa de la posición de la Iglesia sobre los derechos de los Estados y los derechos de los refugiados y solicitantes de asilo: «Es algo comúnmente aceptado que los Estados tengan el derecho a tomar medidas contra la inmigración irregular, con el debido respeto por los derechos humanos de todos. Al mismo tiempo es necesario no olvidar la diferencia esencial entre los individuos que huyen de persecuciones políticas, religiosas, étnicas o de otros tipos y de guerras (éstos son refugiados o solicitantes de asilo) y quienes simplemente buscan entrar irregularmente en un país, así como entre “los que huyen de condiciones económicas [y medioambientales] que ponen en peligro su vida e integridad física” y “aquellos que emigran simplemente para mejorar su propia situación”» (AJC 57).
Para abordar el problema de los solicitantes de asilo y refugiados, «el primer punto de referencia no debe ser la razón de Estado o la seguridad nacional, sino la persona humana». Esto implica el pleno respeto de los derechos humanos, así como la salvaguardia de «la necesidad de vivir en comunidad, necesidad que proviene de la naturaleza profunda del hombre» (AGC 58). Poco después, se recuerdan los principales derechos de los refugiados y, en particular: «Cualquier persona que se presente en una frontera con un temor fundado de persecución tiene derecho a la protección y no debería ser rechazada a su país de origen, independientemente de que haya sido o no formalmente reconocida como refugiada» (AGC 61).
Al final de este recorrido, ¿qué constatamos? En primer lugar, parece cierto que las palabras del Magisterio sobre el fenómeno de los migrantes son ricas y abundantes; sin embargo, aquí nos hemos limitado solo al Magisterio universal: habría que añadir los documentos locales de las Conferencias Episcopales. La Iglesia no toma a la ligera la invitación de la Carta a los Hebreos: «No se olviden de la hospitalidad» (Hb 13,2). El deber de la hospitalidad, de la acogida de quienes, por diversos motivos, dejan su lugar de origen, no es una simple invitación anecdótica; tampoco es un concepto irrealista o idealista, sino más bien un llamado urgente, anclado en un análisis preciso y lúcido de las situaciones y cuya formulación evoluciona con el tiempo.
De aquí surge la pregunta que podemos plantearnos. La doctrina social en materia de migración siempre ha reconocido tanto el derecho a migrar como el derecho de los países anfitriones a regular la inmigración en función del bien común. Estos dos derechos pueden estar en tensión entre sí y, de hecho, hoy lo están de manera considerable. ¿No es acaso la manera en que la Iglesia resuelve esta tensión simplemente desplazando el punto de equilibrio según las circunstancias? ¿Un llamado a la acogida casi sin límites hace cincuenta años, seguido en tiempos más recientes por una reafirmación cada vez más insistente del derecho a regular, interpretado por algunos como un derecho a limitar la inmigración? La afirmación del derecho a migrar tenía sentido antes de finales del siglo XX y antes del considerable aumento de los flujos migratorios en un contexto de globalización, pero ¿hoy sería oportuno imponerle un freno significativo?
La respuesta a estas preguntas es «¡no!». Estamos ante un discurso que presenta tensiones, pero estas no hacen que el deber de acogida quede obsoleto o totalmente flexible. De hecho, existe una prioridad fundamental de la acogida sobre el derecho de control. Las diversas referencias en los documentos del Magisterio lo demuestran: en ellos, siempre se afirma primero el derecho a migrar y luego se mencionan eventuales limitaciones. Por lo tanto, la resolución de la tensión debe encontrarse en otro lugar: pasa por el reconocimiento de que ningún derecho es absoluto y que, en consecuencia, hay un camino de discernimiento ético que debe emprenderse para honrarlos a todos[18].
El llamado a algunos principios fundamentales sobre los que se basa el discurso social de la Iglesia sobre los migrantes —la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad, la destinación universal de los bienes, la opción preferencial por los pobres— subraya que se trata, efectivamente, de un camino de discernimiento. El camino de la acogida de los migrantes, el camino de la hospitalidad, es un camino de discernimiento, personal, pero sobre todo colectivo, un discernimiento social. El papa Francisco sigue alentando a recorrer este camino.
Los énfasis del papa Francisco
Francisco ha puesto la cuestión de los migrantes en el centro de su pontificado. Habla a menudo de los migrantes, pero también realiza gestos simbólicos poderosos, que son igual de elocuentes, e incluso más, que sus discursos. Pocos días después de su elección, el Jueves Santo de 2013, lavó los pies a jóvenes menores de edad en un centro de detención en Roma. Un símbolo por excelencia de la caridad. Entre los pies sobre los que se inclinó ese día estaban los de una joven musulmana serbia. La caridad no hace excepciones de nacionalidad, sexo o religión. Unos meses después, Francisco realizó su primer viaje fuera de Roma: fue a Lampedusa, donde honró la memoria de los migrantes que murieron en el Mediterráneo en su intento de llegar a Europa. Durante su viaje a México en 2016, celebró una misa en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, y bendijo a los fieles mexicanos que se agolpaban al otro lado del límite, en territorio estadounidense. Otra imagen altamente simbólica fue su visita a Lesbos en abril de 2016. ¡Imágenes poderosas! ¡Imágenes simbólicas! Que expresan lo que Francisco no deja de repetir en sus discursos y escritos, y de las cuales podemos extraer tres elementos clave, basados en temas queridos por el Papa[19].
La realidad es superior a la idea. Migrantes, refugiados, solicitantes de asilo son personas, no estadísticas. Son nuestros hermanos y hermanas. «No podemos negar la crisis humanitaria que en los últimos años ha significado la migración de miles de personas, ya sea por tren, por carretera e incluso a pie, atravesando cientos de kilómetros por montañas, desiertos, caminos inhóspitos. Esta tragedia humana que representa la migración forzada hoy en día es un fenómeno global. Esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres, por historias, por familias»[20]. La realidad también implica mirar los desafíos con lucidez. Francisco subraya que «la identidad no es una cuestión de importancia secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra de su voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge». Luego plantea preguntas: «¿Cómo vivir estos cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el auténtico desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico crecimiento humano, social y espiritual, respetando y promoviendo los valores que hacen al hombre cada vez más hombre en la justa relación con Dios, con los otros y con la creación? […] ¿Cómo hacer de modo que la integración sea una experiencia enriquecedora para ambos, que abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia?»[21]. Por ello, los fenómenos migratorios requieren gestión y regulación.
El tiempo es superior al espacio. Iniciar procesos es más importante que poseer espacios de poder. El diálogo, el encuentro, la acogida y la integración forman parte de una lógica de «proceso», de dinámicas abiertas y creativas. Francisco nos invita a desarrollar una cultura de la acogida y del encuentro, en oposición a la cultura del rechazo y la indiferencia: «La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia»[22].
La unidad es superior al conflicto. En la frontera entre México y Estados Unidos, Francisco nos recuerda que, más allá de los conflictos, formamos una única familia. Esta unidad es más fuerte y más profunda que los enfrentamientos: «Y también deseo en este momento saludar desde aquí a nuestros queridos hermanos y hermanas que nos acompañan simultáneamente al otro lado de la frontera […]. Gracias a la ayuda de la tecnología, podemos orar, cantar y celebrar juntos ese amor misericordioso que el Señor nos da, y que ninguna frontera podrá impedirnos compartir. Gracias, hermanos y hermanas de El Paso, por hacernos sentir una sola familia y una misma comunidad cristiana»[23].
La oración de Lesbos revela claramente las convicciones del Papa[24]. Se trata de despertar del «sueño de la indiferencia» y de la «insensibilidad, fruto del bienestar mundano y del ensimismamiento», que nos anestesian y nos impiden ver el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas en humanidad. Existe una fuerte convicción teológica, central también en el documento de Abu Dabi, según la cual todos los seres humanos son criaturas de Dios y pertenecen a «una única familia humana»[25]. Finalmente, el Papa retoma el tema, presente en la Carta a los Hebreos (cf. Hb 11,16), según el cual «todos somos migrantes», en camino hacia la patria celestial, hacia Dios, que es «nuestro verdadero hogar».
-
Francisco, Conferencia de prensa del Santo Padre durante el vuelo de regreso de Lesbos, 16 de abril de 2016, https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/april/documents/papa-francesco_20160416_lesvos-volo-ritorno.html ↑
-
E. Bianchi, Ero straniero e mi avete ospitato, Milán, Rizzoli, 2006, 12 s. ↑
-
Cf. Pío XII, Constitución apostólica Exsul Familia (1 de agosto de 1952), en www.vatican.va/content/pius-xii/la/apost_constitutions/documents/hf_p-xii_apc_19520801_exsul-familia.html ↑
-
Cf. Juan XXIII, s., Carta encíclica Pacem in terris (11 de abril de 1963). ↑
-
Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes (7 de diciembre de 1965). ↑
-
Esta sección se centra en la cuestión del control de la natalidad. ↑
-
Cf. Pablo VI, s., Carta encíclica Populorum Progressio (26 de marzo de 1967). ↑
-
Cf. Id., Carta apostólica Pastoralis migratorum cura (15 de agosto de 1969); Sagrada Congregación para los Obispos, Istruzione De pastorali migratorum cura (1969). ↑
-
Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 11. ↑
-
Sínodo de los Obispos, Iustitia in mundo (1971), n. 2. Consultable en www.doctrine-sociale-catholique.fr/142-justitia-in-mundo ↑
-
Conseil Permanent de la Conférence des évêques de France, «Communiqué», 1995, en La documentation catholique, febrero 1996. ↑
-
Cf. Juan Pablo II, s., Carta encíclica Laborem exercens (14 de septiembre de 1981). ↑
-
Cf. Pontificio Consejo «Cor Unum» – Pontificio Consejo de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes, I rifugiati: una sfida alla solidarietà. ↑
-
Cf. Juan Pablo II, s., Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa (28 de junio de 2003). ↑
-
Pontificio Consejo de la pastoral para los Emigrantes e Itinerantes, Instrucción Erga migrantes caritas Christi (3 de mayo de 2004). ↑
-
Benedicto XVI, Carta encíclica Caritas in veritate (29 de junio de 2009). ↑
-
Pontificio Consejo para la pastoral de los Emigrantes e Itinerantes – Pontificio Consejo «Cor Unum», Acoger a Jesucristo en los refugiados y los desplazados forzosos (2013), en www.vatican.va ↑
-
Cf. R. Micallef, Gates Fair on All Sides. Christian Reflections on Establishing Ethical and Sustainable Border Policies and Citizenship Laws in a «Globalised» World, Tesis doctoral en el Boston College, 2013, en http://dlib.bc.edu/islandora/object/bc-ir:104082 ↑
-
Estos temas son abordados en la exhortación apostólica de Francisco, Evangelii gaudium (EG), nn. 222-237. ↑
-
Francisco, Homilía en Ciudad de Juárez, 17 de febrero de 2016. ↑
-
Id., Mensaje para la Jornada mundial de los migrantes, 1° de enero de 2016. ↑
-
Id., Homilía en Lampedusa, 8 de julio de 2013. ↑
-
Id., Homilía en Ciudad de Juárez, 17 de febrero de 2016. ↑
-
Cf. www.vatican.va/content/francesco/fr/speeches/2016/april/documents/papa-francesco_20160416_lesvos-cittadinanza.html ↑
-
La primera línea afirma: «En el nombre de Dios que ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos»
(Documento sobre la fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia común, 4 de febrero de 2019). ↑
Copyright © La Civiltà Cattolica 2025
Reproducción reservada