PSICOLOGÍA

El trauma

Cuando lo imprevisto irrumpe en la vida

Esperanza, George Frederic Watts (1886)

El trauma psicológico es un tema que, hasta tiempos recientes, había recibido poca atención en el ámbito de la investigación. De hecho, no es sencillo definirlo con precisión o verificarlo, como en el caso de los traumas físicos. Acontecimientos sensibles de los últimos años (como el drama de los veteranos o los atentados terroristas) han suscitado un creciente interés hacia este tema, articulándose en numerosas subcategorías y compensando ampliamente las carencias anteriores.

¿Qué es un trauma?

La etimología de la palabra – del griego τραῦμα, «herida» – indica bien el significado del término: el trauma es una herida que marca, a veces de manera indeleble, al ser que la sufre. La herida puede asumir dos significados: uno ligado al hecho en sí y otro a las consecuencias que de él derivan. Las dos dimensiones de la herida, «trauma objetivo» y «trauma psicológico», no son alternativas, sino que se entrelazan: una puede incluir a la otra o ser su consecuencia. Es probable que quien haya sufrido negligencia emocional y psicológica durante la infancia esté más predispuesto a caer víctima de relaciones abusivas en la edad adulta. El trauma psicológico podría definirse como un estado caracterizado por experiencias postraumáticas, desencadenadas por relaciones o eventos estresantes de diversa naturaleza, que el individuo no logra gestionar y que tienen un impacto significativo en su vida y en su bienestar mental[1]. Los efectos de este estado de sufrimiento pueden asumir formas invasivas y persistentes, y durar un periodo de tiempo mayor en comparación con la recuperación física.

Las experiencias referidas al respecto están de hecho unidas por un dato temporal, por un momento discriminante entre un antes y un después, que determina un cambio significativo en la persona, limitando su autonomía y su capacidad de captar los aspectos bellos y gratificantes de la existencia. Ante los eventos perturbadores, el cuerpo y la mente se ven afectados por una fuerte reacción, que genera un torbellino de emociones y sensaciones hasta el punto de superar las capacidades de tolerancia y resistencia de la persona. La duración del evento, su repetición en ausencia de apoyo emocional, puede tener un impacto tal que provoque fuertes estados emocionales y fisiológicos: estos, a su vez, generan redes neuronales disfuncionales que alteran la forma de pensar, sentir y actuar. El trauma encapsulado de esta manera es susceptible de ser activado de manera intensa por diversos estímulos, haciendo que la persona se sienta en constante peligro.

Pierre Janet (1859-1947) fue un pionero en este campo. Considera el trauma psicológico como una incapacidad de la mente para encontrar un significado, para dar una síntesis al evento ocurrido, para integrarlo, dejando en el sujeto una herida y dando origen al «trastorno de personalidad múltiple», una fractura dentro del yo, que hoy se denomina «trastorno disociativo de personalidad». La incapacidad de recordar el evento traumático a nivel cognitivo hace que este sea reactivado por estímulos que evocan la experiencia, incluso de manera invasiva (como pesadillas, flashbacks, olores, sonidos, formas particulares de ropa), sin que la persona tenga conciencia de que todo eso remite a un evento del pasado[2].

Aspectos subjetivos del trauma

¿Por qué, frente al mismo evento catastrófico, algunos quedan traumatizados y otros no? Parece que su diferente impacto depende de múltiples factores: la gravedad del riesgo y los daños físicos que conlleva; su intensidad; si es cercano y repentino, dejando a la persona desprevenida para enfrentarlo. En estos casos, el evento traumático puede ser devastador y sus efectos más dañinos y duraderos.

Además, es importante precisar si la persona estuvo expuesta repetidamente a la situación amenazante y cuál era su edad en ese momento: cuantas más situaciones y menor sea la edad, mayor es la probabilidad de que la persona sea vulnerable a desarrollar patologías, afectando su funcionamiento psíquico. También el tipo de profesión desempeñada puede aumentar la probabilidad de exposición al trauma: militares, personal de seguridad, personal de emergencia en hospitales, bomberos, etc.

El trauma puede generar una desorganización temporal en el modo de ser de una persona; sin embargo, cuanto más capaz es un individuo de gestionar sus emociones y goza de una buena autoestima, mayor es su capacidad de enfrentar y superar la experiencia traumática. También la historia previa del sujeto juega un papel importante en cómo se procesa el suceso. Una infancia marcada por carencias afectivas, negligencia o abusos hace que un evento traumático sea aún más devastador, como un agujero negro que absorbe toda posibilidad de maduración[3].

La intensidad con la que se puede vivir un evento traumático depende también de la estructura de la personalidad, de la condición psiquiátrica de base a nivel genético, nervioso o cerebral. En cuanto a la estructura de la personalidad, sus características se relacionan principalmente con lo que los estudiosos llaman los Big Five, los «cinco grandes rasgos de la personalidad», que influyen en la forma de pensar, sentir y actuar: 1) Apertura a la experiencia: la tendencia a emprender actividades, a cultivar intereses, a enriquecer el propio mundo interior, evitando cerrarse en uno mismo; 2) Extroversión: la capacidad de mirar más allá de uno mismo, con una confianza básica en lo que se requiere, enfrentándolo con pasión y entusiasmo; 3) Conciencia: el deseo de realizar con esmero las tareas que se asignan, ya sea el trabajo o una responsabilidad, con generosidad y dedicación; 4) Amabilidad o cordialidad: la disposición a contribuir para ayudar a los demás, mostrar interés por ellos, incluso sacrificarse por ellos; 5) Estabilidad emocional: relacionada con el equilibrio interno, el tipo de humor y sus posibles variaciones frente a las situaciones e imprevistos, y la gestión de la agresividad[4].

La personalidad de cada uno está constituida por la combinación única de estos rasgos. Si están bien integrados, favorecen la resiliencia, es decir, la capacidad de enfrentar el estrés sin ser abrumado, expresando la agresividad no de manera victimista o destructiva, sino proactiva, lo que permite superar eventos traumáticos. La psicóloga Suzanne Kobasa identifica tres aspectos particularmente característicos de la resiliencia: 1) El compromiso, la capacidad de involucrarse, sabiendo que uno puede ser importante para alguien; 2) El control, tomar las riendas de la situación con la convicción de que siempre se tiene algún poder para ejercer; 3) El gusto por el desafío, que permite vivir el evento traumático como una posible oportunidad (por ejemplo, para ayudar a personas en dificultad) y no solo como una amenaza. Son tres aspectos ligados a la conciencia, que pueden ser educados y potenciados a través del altruismo, como se verá[5].

Otro elemento importante que puede favorecer la resiliencia es la presencia de relaciones afectivas significativas. Un entorno de vida afectivamente estable, basado en el respeto y la empatía, ayuda a desarrollar posibles talentos y habilidades que son fundamentales para enfrentar eventos traumáticos. El psicoanalista Bruno Bettelheim presenta una investigación sobre el impacto emocional que un evento traumático como los bombardeos aéreos sobre Londres durante la Segunda Guerra Mundial tuvo en los niños: si los padres estaban abrumados por la angustia, los hijos también estaban aterrorizados; en cambio, los padres que transmitían seguridad lograban el sorprendente efecto de eliminar el sentido del peligro. La cercanía de los padres, la voz tranquilizadora de papá y mamá eran suficientes para calmarlos, y ya no tenían miedo de nada: «La forma en que el padre o la madre vive un evento lo cambia todo para un niño, porque es a partir de la vivencia de los padres que el niño crea su propia interpretación del mundo»[6].

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Este ejemplo muestra cómo la resiliencia está ligada al grado de apego que el niño/a experimenta con figuras de referencia significativas que transmiten confianza al enfrentar las dificultades y permiten realizar una «síntesis mental» (para retomar un término apreciado por P. Janet), dominando así el evento.

Según el psicoanalista inglés John Bowlby, «el apego es parte integrante del comportamiento humano desde la cuna hasta la tumba»[7] y se refiere al vínculo profundo y estable que se genera entre el niño y la madre en los primeros años de vida. Este vínculo representa un hilo afectivo invisible que lo une al padre o la madre y le otorga seguridad, protección y la capacidad de enfrentar situaciones difíciles. La necesidad de apego es fundamental para el crecimiento y desempeña un papel crucial en el desarrollo emocional, social y cognitivo del individuo. El apego seguro es característico del niño que sabe que puede contar con el amor y la confianza estables de parte del progenitor, y esto favorece la autoestima, la capacidad de establecer en el futuro relaciones estables y la fuerza para enfrentar situaciones estresantes de manera proactiva. Si, por el contrario, el lazo es débil, el niño tenderá a evitar las relaciones, aunque las desee, para no sufrir decepciones que confirmen su baja autoestima; o tenderá a mostrar una dependencia excesiva, aferrándose de manera obsesiva y asfixiante a las personas, y viviendo con ansiedad e inestabilidad emocional la distancia y el desapego.

Las consecuencias de un trauma dependen, por tanto, en gran medida de cómo una persona lo interpreta, de su sistema de valores de referencia y, sobre todo, si está sola o si tiene a alguien a su lado capaz de ayudarla. Un ambiente familiar basado en un vínculos seguros, así como sentirse parte de una comunidad, constituye una de sus principales formas de protección: «Las comunidades que poseen un sólido sistema de sentido saben enfrentar muy bien los desastres y los conflictos violentos»[8]. Esta es una distinción fundamental, que se confirma en las investigaciones realizadas en lugares afectados por guerras y cataclismos; también es lo que marca la diferencia para quienes sufren un abuso: contar con personas de confianza a su alrededor con quienes poder hablar y sentirse tomados en serio es decisivo para enfrentar las consecuencias traumáticas de ese trágico episodio.

Naturalmente, también se da lo contrario: un evento como un divorcio puede ser más o menos traumático según el vínculo establecido con los padres y el ambiente familiar. Si el entorno está caracterizado por tensiones, disputas o incluso enfrentamientos violentos, la separación puede ser menos impactante para el niño en comparación con un evento que ocurre de manera repentina, sin que se sospechara nada. Es la dimensión de la imprevisibilidad antes mencionada.

«The Adverse Childhood Experiences Study»

Las consecuencias del trauma fueron objeto de un interesante estudio, The Adverse Childhood Experiences Study (ACE, «Experiencias adversas en la infancia»), realizado entre 1995 y 1998 en los Estados Unidos, que involucró a más de 17.000 adultos. Este estudio identificó algunas experiencias traumáticas que, más que otras, pueden ocurrir en niños/as desde el nacimiento hasta los 17 años de edad. En particular: «Sufrir violencia, abuso o negligencia; presenciar violencia en casa o en la comunidad; tener un miembro de la familia que intenta suicidarse o muere por suicidio; familias con problemas de consumo de sustancias; problemas de salud mental; inestabilidad debido a la separación de los padres; inestabilidad debido a que los miembros de la familia están en la cárcel o prisión; insuficiencia de recursos disponibles (alimentos, vivienda); discriminación y acoso escolar»[9].

La investigación reveló una correlación importante entre las experiencias adversas en la infancia y el recorrido vital de los adultos participantes: el 64% de ellos reconoce haber sufrido al menos un tipo de evento traumático antes de los 18 años; el 17,3% — en otras palabras, uno de cada seis adultos — ha experimentado cuatro o más tipos de traumas.

El análisis de la edad adulta mostró un fuerte vínculo entre el trauma sufrido y la posibilidad de desarrollar adicciones (tabaco, alcohol, drogas), comportamientos violentos, delincuencia, homicidios, dificultades relacionales, problemas de control emocional, promiscuidad sexual, depresión, cáncer, diabetes, enfermedades cardiovasculares, trastornos psiquiátricos y suicidios (estos últimos registrados en más del 50% de los casos). También se observó que las experiencias adversas dificultaban obtener un buen nivel educativo y, en consecuencia, un empleo digno. Las ACE representan un costo significativo también en términos de atención sanitaria: en Canadá y en los Estados Unidos, se estima que requieren un gasto de alrededor de 750 mil millones de dólares anuales[10].

Este estudio proporcionó ideas para la investigación y la promoción de factores individuales y sociales que contribuyen a reducir el impacto del trauma en los pacientes. Confirma la importancia decisiva de relaciones seguras como la mejor forma de prevención. Finalmente, muestra cómo es altamente probable que estas problemáticas se transmitan a las generaciones siguientes: «Esto significa que cuanto mayor es el número de eventos adversos vividos durante la infancia (y menor la edad en que ocurrieron), mayores son las patologías que los adultos presentan, incluso aquellas relacionadas con comportamientos que ponen en riesgo la salud»[11].

El aspecto realmente importante de estas investigaciones reside en su eficacia para prevenir patologías graves y crónicas en la edad adulta mediante una mejor información sobre el impacto del trauma en la infancia y promoviendo un ambiente favorable para protegerla. A la luz de estos datos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha señalado recientemente las experiencias adversas en la infancia como peligros graves para la salud física y mental. También ha mencionado posibles intervenciones a nivel terapéutico y ha propuesto medidas educativas, jurídicas y sanitarias para reducir las situaciones adversas y fomentar las life skills[12]: 1) Ofrecer ayuda y apoyo a padres y profesionales de la salud mediante encuentros formativos, para promover una crianza educada y no violenta; 2) A nivel escolar, fortalecer la calidad de la educación, llevando a cabo actividades que refuercen la resiliencia y muestren los peligros de los comportamientos violentos; 3) Iniciar programas de prevención del abuso y protección personal, enseñando a los niños a pedir ayuda; 4) Promover un ambiente escolar empático y colaborativo entre estudiantes, docentes y administradores, que preste atención a los más vulnerables para combatir la violencia; 5) Promover y destacar el rol educativo de los padres, que a menudo es subvalorado; 6) Promulgar leyes que prohíban los castigos violentos; 7) Establecer servicios para la detección y atención de víctimas de violencia y abuso[13].

¿Se puede sanar del trauma?

¿Es posible realmente sanar de un trauma? Es importante distanciarse de expectativas mágicas: «sanar» no significa que el recuerdo o la emoción relacionados con el episodio traumático desaparezcan; más bien, estos podrán adquirir el mismo valor que cualquier otro pensamiento. Como ocurre con el trauma físico, las cicatrices permanecen, pero se acepta que es un acontecimiento del pasado y debe quedarse en el pasado.

La psicoterapia puede ser de gran ayuda, especialmente porque permite expresar con palabras, en un ambiente protegido y, quizás por primera vez en la vida, lo ocurrido. La verbalización, a su vez, permite distanciarse del evento (ya que la palabra, como medio de abstracción, requiere tomar distancia de la experiencia) e integrar emoción y cognición. Esto refleja la verdad del dicho atribuido a Karen Blixen: «Todos los dolores son soportables si se convierten en una historia o si se puede contar una historia sobre ellos».

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Es fundamental que en la terapia se aborde el tema del juicio sobre lo sucedido, ya que cuanto mayor ha sido el trauma, más marcado y unilateral suele ser dicho juicio. Desafortunadamente, en tales situaciones las posiciones se invierten: la víctima se siente culpable, a diferencia del autor del trauma. La culpa, al ser una atribución de responsabilidad, es una forma de ejercer control sobre lo ocurrido; es una manera de escapar del caos, de la impotencia de sentirse presa de fuerzas irresistibles, un intento desesperado de huir del desequilibrio mental, aunque en una forma falsa y destructiva. Este sentimiento de culpa puede obstaculizar significativamente el proceso de sanación.

Existen muchas propuestas terapéuticas para abordar el trauma de manera proactiva[14]. Una de ellas es el Mindfulness, que busca aumentar la consciencia de forma intencionada para comprender el estrecho vínculo entre el cuerpo y la mente, y vivir e interactuar con el mundo de manera diferente. Estar «presente en el presente», vivir el aquí y el ahora de manera consciente, acogiendo recuerdos y pensamientos sin juzgarlos ni dialogar con ellos, es el objetivo de la práctica de Mindfulness: «Cuando nos hacemos conscientes de nuestra atención y nuestro enfoque atencional, es probable que estemos utilizando los mismos circuitos cerebrales que primero crean mapas de intenciones y regulan la atención que prestamos a otras personas»[15].

Al Mindfulness también hacen referencia otras dos propuestas terapéuticas. La primera es la Psicoterapia Sensomotora (PSM), que se enfoca en las partes del cuerpo involucradas en el trauma, identificando las emociones y pensamientos asociados. El objetivo de esta terapia es alcanzar el control de esas sensaciones y, por lo tanto, disfrutar de una serenidad renovada, aliviando los efectos traumáticos sensomotores[16].

La segunda propuesta es el Tratamiento Basado en la Mentalización (MBT), que busca reconocer las heridas que el trauma ha dejado en los procesos mentales, abarcando el aspecto emotivo-corporal e intersubjetivo. En cuanto al tratamiento, se anima al paciente a «comprender la naturaleza emocional del trauma; nombrar las emociones vinculadas a él; reflexionar sobre los sentimientos relacionados con su vida pasada, presente y en el aquí y ahora; enfocar la atención en los sentimientos implícitos presentes en los síntomas postraumáticos (vergüenza, humillación, impotencia e ineficacia); e investigar si dichos sentimientos son apropiados para cada situación específica vivida y si siempre han sido comprensibles para los demás»[17]. El objetivo es fomentar estados mentales que permitan desarrollar actividades y relaciones positivas y estables, lo cual es fundamental para la identidad personal y la formación de un yo integrado en sus diversos aspectos.

Finalmente, mencionamos la terapia de Desensibilización y Reprocesamiento a través de los Movimientos Oculares (EMDR). Esta se basa en la premisa de que todo malestar o patología tiene su raíz en algún evento pasado: «El objetivo de la terapia EMDR es metabolizar rápidamente el residuo disfuncional del pasado y transformarlo en algo útil. Esencialmente, con el EMDR la información disfuncional experimenta un cambio espontáneo en su forma y significado, lo que permite al paciente tener ideas y emociones más positivas, en lugar de autodenigradoras»[18]. Los pasos de esta terapia se centran en el evento traumático, procesándolo inicialmente con los ojos cerrados, enfocándose en lo que molesta y repitiéndolo hasta que el paciente sea capaz de recorrerlo por completo con los ojos abiertos, siguiendo los movimientos indicados por el terapeuta. Con el tiempo, este ejercicio permite desensibilizar los síntomas, modificando el comentario interior sobre el suceso traumático[19].

Cuando el trauma puede convertirse en oportunidad

Una de las características de la resiliencia, como se ha mencionado, es la atención al mundo del otro. Este es un paso importante en el camino hacia la recuperación: querer ayudar a otros a salir del túnel del trauma es una señal de que uno no ha permanecido prisionero de la angustia y de que es capaz de ver su propia vida como significativa para los demás. Es la paradoja de la ayuda: se encuentra una forma diferente de vivir el trauma cuando uno ya no está obsesionado con él, cuando, en otras palabras, uno se ha olvidado de sí mismo para dedicarse a los demás, de manera desinteresada. El psiquiatra Irvin Yalom observa que la eficacia de una terapia mejora significativamente cuando la persona deja de preocuparse únicamente por sí misma y sus problemas, y busca en cambio ayudar a otros: «Se dice que Clinton T. Duffy (un personaje mítico de la prisión de San Quentin) afirmó que la mejor manera de ayudar a un hombre es permitirle que le ayude a uno. La gente necesita sentirse necesaria»[20].

Las dificultades personales no se olvidan con esto, pero el hecho de sentirse útil da lugar a una actitud diferente hacia la vida, más proactiva y menos victimista, experimentando una especie de nueva armonía con el otro. De hecho, haber sufrido un trauma puede hacer que una persona sea particularmente capaz de ayudar a los demás, porque sabe lo que significa. Es un aspecto igualmente importante del trabajo sobre uno mismo: al ayudar a otros, uno descubre que también está ayudándose a sí mismo.

Es lo que, por ejemplo, le ocurrió a Stefania, quien perdió a su hijo Luigi, de 16 años, por suicidio. Un dolor dentro del dolor, agravado por la culpa. Al principio se preguntaba dónde había fallado, cómo no se había dado cuenta de lo que Luigi estaba viviendo, sin encontrar respuesta. Un trauma acentuado por el estigma de los comentarios despiadados de la gente, formulados en susurros, y por lo tanto, aún más crueles. Decide entonces pedir ayuda: no quiere palabras consoladoras, sino a alguien que sepa escuchar sin juzgar. Y lo encuentra en una madre que ha vivido la misma tragedia. De esos encuentros nace la idea de fundar una asociación de apoyo a quienes han vivido el mismo trauma: ofrece la posibilidad de procesar el duelo mediante grupos, conferencias, seminarios y el intercambio de experiencias. Y a medida que se ocupa del dolor de los demás, Stefania aprende a hacer las paces consigo misma.

La muerte de su hijo sigue siendo un misterio para ella, pero se da cuenta de que cuando deja de culparse o buscar las razones de ese acto, se siente mejor. Y vive cada vez más orientada al presente, prestando mayor atención a sus otros hijos, que continúan necesitando de ella: «El lado positivo, en tanto dolor, ha sido ponerme al servicio de los demás. Hoy, cuando cuento lo que nos ha pasado, lo hago con serenidad, porque mi dolor se ha transformado en el recuerdo de los años pasados con Luigi y de todo el amor que nos unió»[21].

Hay muchas experiencias significativas que muestran cómo el dolor y la ira pueden convertirse en motivaciones para la ayuda y la prevención. Gino Cecchettin, padre de Giulia, cuya muerte remeció a Italia, decidió crear una Fundación que se propone «mantener viva su memoria y difundir su mensaje de amor y esperanza», ocupándose de la educación afectiva en las escuelas para promover el diálogo y la prevención de la violencia, así como la elaboración del duelo por la posible finalización de una relación. Él considera esta iniciativa «un camino participativo que involucrará al máximo posible a los actores institucionales, las organizaciones y las personas que en este período han demostrado interés en apoyar nuestra misión para garantizar participación, pluralidad y transversalidad. La amplia participación será garantía de un impacto mayor y duradero»[22].

Otra iniciativa digna de mención es la de Nico Acampora: después de descubrir que su hijo tiene autismo, decide abrir una pizzería, PizzAut, con el objetivo de involucrar a jóvenes con autismo en un proyecto común que les permita encontrar empleo, reconocimiento y realización. Con el paso de los años, su mensaje atrae cada vez más interés y atención: el equipo de PizzAut es recibido en el Senado, en la Cámara, en el Parlamento Europeo y en el Vaticano por el Papa Francisco. El propio presidente de la República, Sergio Mattarella, visitó PizzAut en Monza en 2023, con ocasión del Día Mundial de la Conciencia sobre el Autismo. El proyecto también se convierte en portavoz, junto a varias asociaciones y representantes de todos los partidos, de una ley para otorgar espacios y oportunidades laborales a personas con discapacidad[23].

Es una idea original y revolucionaria, pero también, como es fácil de intuir, no exenta de dificultades y sufrimiento, como precisa el mismo Acampora en el libro que reconstruye su historia, Vietato calpestare i sogni («Prohibido pisotear los sueños»): «He aceptado escribir este libro para repetirnos a nosotros mismos y a todos que “está prohibido pisotear los sueños”: por eso, no esperen un tratado sobre el autismo. Leerán en cambio el relato de una aventura increíble nacida del deseo de dar una pequeña contribución a la construcción de un mundo mejor, más inclusivo, más solidario. Leerán sobre esfuerzos y frustraciones, sorpresas y alegrías, amistad y amor. Solo soy un papá de un chico autista que ha creado un lugar donde ofrecer trabajo, dignidad y futuro a otras personas autistas»[24].

Estos son ejemplos de cómo el trauma puede convertirse en motivo de solidaridad y cercanía hacia quienes sufren, encontrando en ellos la ayuda más efectiva para uno mismo.

  1. Cf. V. Caretti – G. Craparo – A. Schimmenti (edd.), Memorie trauma­tiche e mentalizzazione, Roma, Astrolabio, 2013, 169 s.

  2. Cf. P. Janet, L’état mental des hystériques, París, Alcan, 1911, 528.

  3. Cf. V. Caretti – G. Craparo – A. Schimmenti (edd.), Memorie trauma­tiche e mentalizzazione, cit., 171.

  4. Cf. L. Goldberg, «The structure of phenotypic personality traits», en American Psychologist 48 (1993) 26-34.

  5. Cf. S. C. Kobasa – S. R. Maddi – S. Kahn, «Hardiness and Health: A Prospective Study», en Journal of Personality and Social Psychology 42 (1982) 168-177.

  6. B. Bettelheim, Un genitore quasi perfetto, Milán, Feltrinelli, 1997, 59. Cf. A. Oliverio Ferraris, La forza d’animo. Cos’è e come possiamo insegnarla ai nostri figli, Milán, Rizzoli, 2004, 78-81.

  7. J. Bolwby, The Making and Breaking of Affectional Bonds, Londres, Tavis­tock, 1979, 129.

  8. F. Furedi, Il nuovo conformismo. Troppa psicologia nella vita quotidiana, Milán, Feltrinelli, 2008, 158.

  9. E. A. Swedo et Al., «Prevalence of Adverse Childhood Experiences Among U.S. Adults – Behavioral Risk Factor Surveillance System, 2011–2020», en Morbidity and Mortality Weekly Report, n. 72, 2023, 707–715.

  10. Cf. M. A. Bellis et Al., «Life Course Health Consequences and Associated Annual Costs of Adverse Childhood Experiences Across Europe and North America: A Systematic Review and Meta-Analysis», en The Lancet Public Health, vol. 4, 2019, e517-e528.

  11. M. T. Merrick et Al., «Vital Signs: Estimated Proportion of Adult Health Problems Attributable to Adverse Childhood Experiences and Implications for Prevention – 25 States, 2015–2017», en Morbidity and Mortality Weekly Report, vol. 68, 2019, 999-1005.

  12. Las life skills («competencias para la vida») son habilidades que pueden potenciarse o desarrollarse a lo largo del crecimiento gracias a intervenciones educativas adecuadas. Estas habilidades ayudan a enfrentar el estrés y las dificultades generales de la vida, permitiendo a la persona manejarlas con éxito (cf. G. Cucci, L’arte di vivere. Educare alla felicità, Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2019, pp. 170-172).

  13. Cf. World Health Organization, «Child maltreatment», 19 de septiembre de 2022, en www.who.int/news-room/fact-sheets/detail/child-maltreatment

  14. Cf. B. Cyrulnik, Autobiografia di uno spaventapasseri. Strategie per superare un trauma, Milán, Raffaello Cortina, 2009; B. Van der Kolk, Il corpo accusa il colpo. Mente, corpo e cervello nell’elaborazione delle memorie traumatiche, ibid., 2015; C. Herbert – F. Didonna, Capire e superare il trauma. Una guida per comprendere e fronteggiare i traumi psichici, Trento, Erickson, 2020; J. L. Herman, Guarire dal trauma. Le conseguenze della violenza. Dall’abuso domestico al terrore politico, Roma, Giovanni Fioriti, 2024.

  15. D. J. Siegel, Mindfulness e cervello, Milán, Raffaello Cortina, 2009, 31. Cf. G. Cucci – B. Varghese, «La terapia de los pensamientos. Retomando una práctica antigua», en La Civiltà Cattolica, 31 de marzo de 2023, https://www.laciviltacattolica.es/2023/03/31/la-terapia-de-los-pensamientos/

  16. Cf. V. Caretti – G. Craparo – A. Schimmenti (edd.), Memorie trauma­tiche e mentalizzazione, cit., 183 s.

  17. Ibid., 177; texto ligeramente modificado.

  18. F. Shapiro, EMDR. Desensibilizzazione e rielaborazione attraverso movi­menti oculari, Milán, McGraw-Hill, 2000, XII.

  19. Cf. ibid., 5 s; 224-227.

  20. I. D. Yalom, Teoria e pratica della psicoterapia di gruppo, Turín, Bollati Boringhieri, 1997, 30.

  21. A. Galli, «Fragilità. “Orfana di mio figlio, così sopravvivo”», en Avveni­re, 25 de febrero de 2024. La asociación se llama

    A.M.A. Auto Mutuo Aiuto Ceprano (www.amaceprano.org).

  22. https://fondazionegiulia.org/; cf. G. Cecchettin – M. Franzoso, Cara Giulia. Quello che ho imparato da mia figlia, Milán, Rizzoli, 2024.

  23. Cf. G. A. Stella, «PizzaAut, un’avventura gioiosa: l’entusiasmo batte i pregiudizi», en Corriere della Sera, 7 de abril de 2024.

  24. N. Acampora – E. Soglio, Vietato calpestare i sogni. La straordinaria storia di PizzAut e dei suoi ragazzi, Milán, Solferino, 2024, 12.

Giovanni Cucci S.I. – Betty Vettukallúmpurathu Varghese
Giovanni Cucci se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica". Betty Vettukallúmpurathu Varghese es consejera de Salud Mental por la AdventHealth University.

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