Espiritualidad

Navidad en tiempos de guerra

Campo de refugiados de Idlib, en Siria. (Foto de Ahmed Akacha/Pexels)

Es el tercer año consecutivo que vivimos la Navidad en tiempos de guerra. El conflicto ruso-ucraniano, que comenzó en 2014 con la anexión de Crimea y el apoyo de Rusia a las fuerzas separatistas del Donbás, entró en una fase crucial el 24 de febrero de 2022, involucrando a países de Europa y a los Estados Unidos en el apoyo a Ucrania. El 7 de octubre de 2023, Hamás perpetró de manera repentina una matanza violenta y brutal en territorio israelí, asesinando a cerca de 1.200 civiles y militares y deportando a más de 240 rehenes a la Franja de Gaza. La respuesta de Israel, aunque invocó la legítima defensa, con el tiempo ha asumido un carácter de violencia desproporcionada y aterradora. Esto lleva más de un año, y no se vislumbra su fin. En los últimos meses, se ha reavivado el enfrentamiento entre Israel y el partido libanés Hezbolá. También han intervenido Irán y los hutíes de Yemen, ampliando aún más el conflicto. Está ocurriendo lo que el papa Francisco dijo hace algunos años: «una guerra mundial a pedazos». Solo que ahora los distintos «pedazos» se están uniendo trágicamente.

Una furia incontrolada golpea a todos, especialmente a civiles, ancianos, mujeres y niños. Las casas destruidas sepultan a sus habitantes, barrios enteros son arrasados, y los hospitales son atacados por considerarse posibles refugios de terroristas. Personas desorientadas vagan sin saber adónde ir, pequeños inocentes son arrasados por doquier. Faltan agua, alimentos básicos, medicinas, asistencia para los heridos, refugios seguros y la posibilidad de reorganizar la cadena de suministros alimentarios. Por todas partes vemos escombros, sangre, desesperación y muerte: realidades que recuerdan un pasado lejano, ya olvidado, que creíamos haber dejado atrás para siempre. Los continuos llamados del Papa a la tregua y a las negociaciones, en los que reitera que «la guerra es siempre una derrota» y una «matanza inútil», permanecen sin ser escuchados.

El misterio de la Navidad

En medio de esta situación dramática, celebramos este año la Navidad del Señor: Jesús nace una vez más en nuestra historia y en nuestra vida, que es la historia de siempre, una historia que en el plan de Dios debería ser rica y serena, pero que en cambio está llena de miserias, fracasos, violencias y muerte. Sin embargo, es precisamente esta realidad la que nos lleva a comprender el verdadero sentido de la Navidad. ¿Qué significa para nosotros que Jesús nazca y sea colocado en un pesebre, que se haga un niño indefenso, que se encuentre solo porque para él «no había lugar en la posada» (Lc 2,6)?

En 1933, Bonhoeffer escribía: «Cristo en el pesebre […]. Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre; penetra en ella, elige una criatura humana como su instrumento y realiza maravillas allí donde menos se esperan. Dios está cerca de la bajeza, ama lo que está perdido, lo que no es digno de consideración, lo insignificante, lo que es marginado, débil y abatido. Allí donde los hombres dicen: “perdido”, Él dice: “encontrado”. Donde los hombres dicen: “juzgado”, Él dice: “salvado”. Donde los hombres dicen: “No”, Él dice: “Sí”. Donde los hombres apartan la mirada con indiferencia o altivez, Él posa su mirada llena de incomparable amor ardiente. Donde los hombres dicen: “Despreciable”, Dios exclama: “Bendito”. Cuando en nuestra vida nos encontramos en una situación en la que solo podemos sentir vergüenza ante nosotros mismos y ante Dios, cuando pensamos que incluso Dios debería ahora avergonzarse de nosotros, cuando nos sentimos más lejos de Dios que nunca, es precisamente en esos momentos en los que Dios está más cerca de nosotros, quiere irrumpir en nuestra vida y nos hace sentir su cercanía, para que entendamos el milagro de su amor, de su proximidad y de su gracia» (D. Bonhoeffer, «Adviento», en Riconoscere Dio al centro della vita. Testi per l’anno liturgico, Brescia, Queriniana, 2015, p. 13). Era necesario el valor de Bonhoeffer para reafirmar la verdad de la encarnación en un mundo arrasado por una guerra que poco tiempo después tampoco lo perdonaría a él.

Este es el misterio de la Navidad, lo extraordinario del nacimiento de Jesús: naciendo en Belén, el Hijo de Dios asume nuestra misma carne, se hace pobre, se hace siervo, se convierte en uno de nosotros. Y viene al mundo indefenso, carente de todo, en la precariedad, lejos de las seducciones del poder y en el más grande ocultamiento. El Señor quiere hacerse cercano a nosotros, asumir por completo nuestra condición. Jesús acoge nuestra historia, a pesar de su mezquindad, su miseria, su aspecto despreciable; la toma sobre sí, la acepta, la ama y la redime: porque solo se puede redimir aquello que realmente se ama. Por eso, la Navidad es el signo más luminoso de una salvación ofrecida a quienes eran incapaces de alcanzarla: una salvación que se entrega por completo.

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El tiempo nuevo

Escribe Ignacio de Antioquía en la Carta a los Efesios: «Cuando Dios se manifestó en forma humana para una novedad de vida eterna, […] se daba inicio a aquello que había sido decidido desde siempre» (19,3). Y en la Carta a Diogneto añade: «Llegó el tiempo que Dios había predeterminado para manifestar su benevolencia y su poder […] y entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros: el santo por los criminales, el inocente por los culpables, el justo por los injustos, el incorruptible por los corruptibles, el inmortal por los mortales» (9,2).

La venida del Señor marcó el tiempo que estamos viviendo con una novedad absoluta: es el tiempo final que nos prepara para la vida futura. Toda la historia humana, no solo la de Israel, es una preparación para la novedad que Dios realizó «en la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4). No es casualidad que el nacimiento de Jesús haya señalado una ruptura entre un antes y un después, entre el pasado y el presente, y que los años se cuenten a partir de su nacimiento, porque desde entonces todo se ha hecho realmente nuevo: la historia, la vida, las relaciones humanas, el presente y el futuro.

Ya no es verdad lo que proclamaba el sabio antiguo Qohelet: «No hay nada nuevo bajo el sol» (Qo 1,9). Ni tampoco lo que afirmaban los primeros filósofos griegos con el eterno retorno de todas las cosas. La novedad absoluta de la historia es que la Navidad ha transformado el mundo, ha marcado profundamente la vida y el tiempo. Jesús «es la luz de los hombres; [es] la luz que brilla en las tinieblas» (Jn 1,4-5). Es cierto que las tinieblas no la reconocieron, pero tampoco pudieron derrotarla. Para una humanidad que ha sido renovada por un Dios que vino a «poner su tienda entre nosotros» (Jn 1,14), no puede no haber un mañana, no puede faltar la esperanza. El Señor Jesús, pobre como nosotros, peregrino como nosotros, en un camino semejante al nuestro, cargado de fatigas y sufrimientos, de decepciones y desalientos, da sentido a nuestra precariedad, a nuestra inutilidad, a nuestro vacío, para que pueda abrirse en el mundo un camino nuevo de confianza, diálogo, serenidad y paz.

Solo con este espíritu podemos vivir nuestra Navidad, un tercer año de Navidad en medio de una guerra, una guerra que, en lugar de terminar, se expande cada vez más, especialmente estallando y concentrándose en la Tierra de Israel. Precisamente esta es la Tierra Santa donde nació Jesús, donde vivió, donde anunció el Evangelio, donde entregó su vida, donde fue crucificado y resucitó para salvar a la humanidad. Tal vez no sea casualidad que Belén esté en territorio palestino y que Nazaret esté habitada por árabes nacidos en Israel. Nazaret se encuentra al norte, en la Alta Galilea, donde terminan las alturas del Golán sirio y desde donde se vislumbra, a lo lejos, la frontera con el Líbano. Es el pueblo donde Jesús vivió en el silencio y trabajó en el anonimato durante 30 años. La tierra de Jesús está en llamas, y sería realmente un milagro poder celebrar la próxima Navidad con una tregua, con un «cese al fuego», para dar un signo de buena voluntad, «para que – como pedimos en la liturgia – los enemigos se abran al diálogo, los adversarios se den la mano y los pueblos se encuentren en la concordia. […] La búsqueda sincera de la paz extingue los conflictos, el amor vence al odio y el perdón desarma la venganza» (Misal Romano, Prefacio de la Plegaria eucarística de la Reconciliación II). Recemos, entonces, para que se redescubra el sentido de humanidad que reside en el corazón de cada persona y, sobre todo, para que se recupere la fraternidad que define nuestro ser hijos del Padre que está en los cielos, el Padre de todos.

El anuncio a los pastores

En esta situación tan amenazante y oscura, resuena una vez más el anuncio de alegría y paz dirigido a los pastores. El ángel se les presenta y les dice: «No teman, porque les traigo una buena noticia […]: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Inmediatamente después aparece una multitud del ejército celestial que alaba a Dios: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!» (Lc 2,14).

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«No teman» es la primera palabra del ángel. A pesar de todo lo que está sucediendo, es necesario confiar, no dejarse dominar por el miedo, porque también llega el anuncio de «una gran alegría». ¿Qué puede significar para nosotros, hoy, este anuncio? ¿No podría parecer una forma de evadir la dolorosa realidad que pesa sobre nosotros? La Iglesia, a pesar de todo, tiene el valor de proclamar, precisamente aquí y ahora, que la esperanza de vivir cristianamente la Navidad no debe apagarse, que es un don y un compromiso al que debemos permanecer abiertos, incluso si nuestra vida está destinada a ser una espera continua, un Adviento que parece no tener fin, una oración que aún aguarda respuesta.

Lamentablemente, con el tiempo, la celebración de la Navidad ha perdido en gran parte su verdadero significado, convirtiéndose en una fiesta laica de familia, casi como una conmemoración que, como la ha definido el papa Francisco, es «víctima del comercio y del consumismo» (Audiencia a los artistas, 16 de diciembre de 2023). En ocasiones, con un derroche que parece una ofensa a la indigencia y al sufrimiento de tantas personas. Pero esto no es la Navidad. Que la dramática situación que estamos viviendo nos brinde la oportunidad de redescubrir el sentido profundo de la Navidad, el de un Dios que se hace pobre, niño, indefenso por nosotros.

«El Verbo se hizo carne»

Dos textos bíblicos expresan la verdad de la Navidad. El primero, ya citado, es el de Juan: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). El segundo es el de Pablo: «Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos» (Gál 4,4-5). Eso es la encarnación: Jesús asumió no solo lo grande y hermoso que hay en el ser humano, sino también aquello que en él es pequeño, pobre, mísero, fracasado y vergonzoso. Tomó también la debilidad, la impotencia, las consecuencias del pecado e incluso una muerte humillante, como castigo de criminal. Lo único que no asumió el Señor fue el pecado, porque es una rebelión contra Dios y siempre crea división; sin embargo, en el bautismo en el Jordán, se puso entre los pecadores para estar completamente cerca de nosotros.

«Aunque tenía la condición de Dios, […] se despojó de sí mismo» (Flp 2,6): se hizo incluso nada, «haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). Esta es la verdad de la Navidad, el sacramento de nuestra salvación, el signo del «Emmanuel», el Dios con nosotros, el Dios cercano, que camina con nosotros y a nuestro lado, compartiendo no solo nuestra alegría, sino también nuestro sufrimiento en toda su intensidad. Por eso, la gran verdad de la Navidad es que no estamos solos: no vivimos, no sufrimos, no morimos solos, porque el Señor Jesús está con nosotros. Fortalecidos con esta convicción, dispongámonos entonces a vivir con confianza la celebración de la Navidad, en recogimiento, en oración, con esperanza y con paz en el corazón.

Que María, Madre de Jesús y de la Navidad, interceda por nosotros ante su Hijo para que nos conceda la paz.

A todos nuestros suscriptores y lectores, les deseamos una Santa Navidad y un Año Nuevo lleno de esperanza, paz y fraternidad.

La Civiltà Cattolica

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