Nicodemo, «uno de los jefes de los judíos», había dado un paso notable al acoger a Jesús. A diferencia de los demás jefes, se había acercado a Jesús, pero de noche, para una visita discreta, lo que nos permite discernir mejor su deseo por encontrar la luz. Dirige a Jesús unas palabras que muestran una gran disposición a escuchar su mensaje: «Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él» (Jn 3,2). La afirmación es muy fuerte y sin reservas: «sabemos». No se trata de una simple impresión, sino de una convicción, basada en la evidencia de los «signos», es decir, de los hechos extraordinarios, de origen divino, realizados por Jesús. Nicodemo admite que Jesús ha demostrado la verdad de sus palabras y debe ser plenamente reconocido como maestro.
No le falta mérito al adoptar esta postura, porque otros líderes no comparten esta franqueza. Lejos de la polémica, en el silencio de la noche, quiere oír una palabra que le ilumine y le confirme en su aceptación de la predicación de Jesús. Pero la respuesta le sorprende: «Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Nicodemo no habría esperado tal condición. Había dado a entender a Jesús que veía en su mensaje signos de la llegada del reino de Dios; ahora el nuevo maestro le presenta otro requisito: el acceso al reino exige nacer de lo alto.
Tal condición lo trastorna todo. Nicodemo reacciona invocando la imposibilidad de un nuevo nacimiento: «¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?» (Jn 3,4). Jesús aclara inmediatamente el significado del renacimiento: «Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). En esta referencia al bautismo, el renacimiento se concreta como un nuevo nacimiento y como un nacimiento de lo alto: lo realiza el Espíritu Santo. Se trata, pues, de un nacimiento esencialmente espiritual: «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace de Espíritu es espíritu» (Jn 3,6).
Para ilustrar mejor el valor del nacimiento de lo alto, Jesús subraya que habla de «cosas del cielo» que sólo Él conoce, porque «nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo» (Jn 3,13). El nuevo nacimiento tiene, pues, su fuente y su modelo en Cristo mismo. Él es quien enseña la necesidad del nuevo nacimiento y trastorna con esta enseñanza todo lo que los maestros judíos podían pensar. No podían conocer el plan divino de salvación, que exige un nacimiento de lo alto. Nicodemo es el ejemplo de los maestros judíos bien dispuestos que se vieron sorprendidos y superados por la perspectiva cristiana. En esta perspectiva hay un radicalismo que quiere instaurar una nueva forma de vivir y de ser, el comienzo de una vida que surge de lo alto, es decir, del cielo.
No sabemos hasta qué punto Nicodemo pudo entrar en esta nueva perspectiva. En su diálogo con Jesús, se sentía «viejo», poco inclinado a un renacimiento, no sentía la necesidad de una nueva juventud. Pero, por otra parte, buscaba más luz y había acudido a Jesús para encontrar en él una sabiduría superior a la de los maestros de Israel. Sin duda le impresionaron las palabras de aquel rabino que no era como los demás y no dudaba en reivindicar su autoridad personal como garantía del valor de sus afirmaciones. Podía reconocer en él los signos de una profunda sintonía con la enseñanza divina. Por tanto, es probable que aceptara las palabras de Jesús con espíritu de fe y que meditara más sobre la enseñanza que había recibido, en particular sobre el nuevo nacimiento.
También podemos observar que el evangelista Juan probablemente relató el episodio porque el encuentro con Jesús había sido fructífero y porque Nicodemo mostró más tarde su posición favorable hacia el Maestro que había descubierto. Juan termina vagamente el diálogo con algunas afirmaciones doctrinales muy importantes en sí mismas, pero que no se relacionan directamente con la conversación con Nicodemo. También es característico que la afirmación de la necesidad de renacer de lo alto encuentre una prolongación en la afirmación fundamental: «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). Si el renacimiento es necesario, es porque Dios, el Padre, en un gesto de amor supremo entregó a su Hijo a la humanidad.
«El poder de llegar a ser hijos de Dios»
En el prólogo de su Evangelio, Juan subraya la filiación divina como finalidad de la venida del Verbo al mundo[1]. El punto de vista no es el de la necesidad de un renacimiento, sino el de un poder que se concede: «A todos los que le recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios» (1,12-13). Este poder se explica por el hecho de que quien comunicó esta filiación fue el Hijo engendrado por el Padre: es un poder inherente a la filiación. Al venir entre los hombres, el Hijo hizo uso de su poder filial para con ellos.
La generación que se afirma no es la generación eterna del Hijo, sino la generación temporal que marcó la concepción virginal de Jesús. La concepción tuvo lugar fuera de la sangre, es decir, fuera de la unión del hombre y la mujer[2]; sin la voluntad del hombre, pero con la voluntad de la mujer, es decir, de María[3]. La expresión «fue engendrado» alude a un momento de la historia en el que, con el consentimiento de María, Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, realizó la generación. El evangelista quiso subrayar el carácter virginal de la generación del niño. Al utilizar una triple negación para excluir las condiciones de una generación normal, parece querer rechazar enérgicamente los primeros intentos de duda que pudieran manifestarse sobre el origen de Jesús.
El papel reconocido de Dios Padre en la generación no impide poner el acento en el don de la filiación otorgado por el Hijo. El Padre es quien quiso establecer su soberanía paterna sobre toda la humanidad; su intención de tener hijos fue decisiva en la obra de la creación y de la salvación. Pero en el prólogo, es el papel del Hijo el que se exalta más particularmente. Es el Verbo quien viene al mundo; es él quien procura a los hombres la relación filial con el Padre: les dio poder «para llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Los que creen en Cristo se convierten en hijos como Cristo mismo.
Si reciben el poder de convertirse en hijos de Dios, esto significa que no son hijos de Dios en virtud de la creación. Hay un don especial que procede de Aquel que es el Hijo. Él comparte su poder con nosotros, pero sólo lo comunica a quienes acogen su venida. Aquí se manifiesta el papel de la libertad humana, con el drama al que se alude justo antes en el prólogo: «Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,10-11). Es decir, el mundo no reconoció al que lo había hecho. Y esta situación encuentra su expresión inmediata y concreta en la venida histórica del Hijo en medio de su pueblo. Lo que está implícito es que el pueblo judío debería haber reconocido al que era vida y luz, y quería iluminarlos.
Una circunstancia particular del relato evangélico del nacimiento de Jesús confirma la falta de acogida que obligó al Salvador a buscar otro refugio; como dice Lucas, «no había lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7). La afirmación «no había lugar» tiene un valor simbólico; además del problema del alojamiento, existía el problema, mucho más importante, de la acogida en los corazones. ¿Cómo hacer lugar a Cristo en la existencia humana?
En la respuesta a esa pregunta aparece la responsabilidad de la voluntad de cada uno. Es cierto que, en el caso del nacimiento de Jesús, el plan divino había dispuesto las cosas para que se caracterizara por la pobreza. La imposibilidad de encontrar un lugar en la posada formaba parte de este plan superior; tuvo como consecuencia que María y José tuvieran que ofrecer a Jesús un pesebre para su descanso. Pero la voluntad suprema del Padre, que exigía esta pobreza, no quitaba la responsabilidad de todos los que podían haber contribuido a una mejor acogida.
El prólogo define brevemente el tipo de acogida requerida, cuando alude a «los que creen en su nombre» (Jn 1,12). Se trata de creer en Cristo: es la fe nueva, que inspira todo el Evangelio. Es nueva, porque antes bastaba la fe en Dios. Jesús invitó a sus discípulos a dar un paso más: «Crean en Dios y crean también en mí» (Jn 14,1). Podemos entender que la fe en el Hijo es la condición para recibir el beneficio de la filiación divina. Llegar a ser «hijos de Dios» significa acceder a un nuevo nacimiento. Pero, literalmente, no se dice que nazcan de nuevo o nazcan de lo alto; sino que convertirse en hijos implica nacer, y nacer de Dios Padre: por tanto, nacer de lo alto.
Podríamos añadir que la expresión «hijos del Padre» sería más apropiada que la expresión «hijos de Dios», aunque muchos no diferencian entre ambas expresiones. El «Dios» revelado en el Evangelio es el Dios único en tres personas. Ser hijos de Dios no puede significar ser hijos del Dios trino; no nos convertimos en hijos de las tres personas divinas. No nos convertimos en hijos del Hijo ni en hijos del Espíritu Santo, sino sólo en hijos del Padre. Más exactamente, somos hijos del Padre en su único Hijo encarnado, Jesucristo. De hecho, la doctrina de nuestra filiación divina no es ambigua, pero es necesario aclarar la terminología. Así, la expresión «Hijo de Dios» se utiliza a menudo para significar «hijo del Padre». Una teología más desarrollada sobre el Padre podría arrojar más luz sobre la Trinidad.
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El Hijo que procede del Padre
Si retomamos los enunciados doctrinales que siguen a la conversación con Nicodemo, vemos claramente el lugar central que se concede al Hijo. Es el don del Hijo lo que nos hace comprender el amor del Padre por nosotros: «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). El Padre no podía hacernos un regalo más grande que ése: sólo tenía un Hijo y no dudó en dárnoslo. Lo dio de la manera más completa, pidiendo el sacrificio de su vida. No fue, pues, un don sin profundo sufrimiento, en la comunión perfecta que existía entre el Padre y el Hijo.
Al revelar este don de su amor, el Padre sabía que a menudo no sería comprendido ni apreciado. Muchos hombres acusan al Padre de crueldad, por permitir la muerte del Hijo. Muchos han ignorado su presencia en el drama de la cruz, como si fuera indiferente. Quienes comprenden la participación de María en el suplicio de su Hijo, a menudo no piensan en la compasión del Padre, una compasión infinitamente más intensa que todas las demás. Previendo esta incomprensión, el Padre también se comprometió en el camino doloroso: su amor por la humanidad superaba toda medida.
Reflexionando sobre el misterio de esta presencia invisible del Padre, podemos apreciar mejor el silencioso amor paterno que acompañó toda la vida terrena de Jesús, que se desarrolló en la más estrecha intimidad entre Padre e Hijo. Observando al Hijo a través de los relatos evangélicos, no podemos olvidar nunca la cercanía invisible del Padre, que guió todo el itinerario. Cada lectura evangélica no puede separarse de una mirada hacia el Padre, fuente primera de todos los acontecimientos de la obra de la salvación. Así, en el esfuerzo por recoger toda la verdad escondida en la información evangélica sobre Jesús, debe permanecer presente el descubrimiento de la persona del Padre. Sin esto, se pasan por alto aspectos muy importantes de la revelación, especialmente las intenciones más profundas del amor divino que explican y justifican los acontecimientos.
A propósito de la Pasión, el descubrimiento del Padre permite defender mejor al Padre celestial contra las acusaciones que se le hacen en relación con el sufrimiento humano. Una investigación más profunda tiende a demostrar que pensar en sentimientos hostiles entre Padre e Hijo es erróneo, y que la relación entre el Padre y la humanidad está marcada por una benevolencia esencial. El Padre es muy distinto de la imagen superficial que algunos han hecho de él. Se han hecho muchos reproches sin un verdadero conocimiento de la doctrina revelada.
La necesidad de un descubrimiento del Padre no sólo se aplica a una correcta interpretación de los acontecimientos dolorosos y de la responsabilidad divina en la Pasión. Se extiende a toda la vida terrena de Jesús, pero particularmente a los episodios relatados en el Evangelio de la infancia. El nacimiento de Jesús, por ejemplo, ha sido representado en numerosas obras de arte. Muchos artistas han intentado «mostrar» al niño en el pesebre, con María y José y los pastores. La expresión más plena del misterio tendría que sugerir la presencia del Padre, pero es una presencia que permanece invisible. En su pensamiento de fe, el cristiano no puede ignorar esta presencia superior, que manifiesta la inmensidad del amor divino. Si el Padre hubiera hablado, como lo haría más tarde en el momento del bautismo y de la transfiguración, habría expresado el amor que, con el don de su Hijo, quiere dar a la humanidad.
En todas las circunstancias de la vida pública de Jesús, la presencia del Padre testimonia la verdad de la unidad indisoluble del Padre y del Hijo: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Todas las curaciones las realiza Jesús solo, pero de alguna manera también las realiza el Padre: Jesús afirma que hace las obras del Padre (cf. Jn 10,37). Para el más impresionante de los milagros, la resurrección de Lázaro, quiere dejar claro a la multitud presente que el milagro será obra del Padre, pues antes de gritar ante el sepulcro: «¡Lázaro, sal fuera!», dirige una oración de acción de gracias al Padre por el milagro (cf. Jn 11,41). Este ejemplo nos hace suponer que habitualmente pedía la realización de toda curación mediante la oración. En el caso de Lázaro, da gracias por la resurrección antes de realizar el milagro, porque en ese momento todas las miradas convergen en él y quiere devolver el homenaje al Padre.
Descendió del cielo
Lo que a Nicodemo le parecía imposible – un nuevo nacimiento de lo alto – Jesús lo realizó de la manera más radical. El Padre quiso este nuevo nacimiento para todos los hombres. Ante la ofensa del pecado, reaccionó no sólo con la voluntad de reparar el daño causado y vencer a las fuerzas del mal, sino con la intención de «rehacer» al hombre, llevándolo a una vida nueva que sería vida divina. Así, el Padre quiso extender su paternidad hasta el extremo y abrazar a todos los hombres en su amor paterno.
Por sus propias fuerzas, el hombre habría sido incapaz de hacerlo. Nicodemo se dio cuenta de que era imposible nacer de nuevo, y sin embargo Cristo le ofreció esta posibilidad: le dijo que hablaba de «cosas del cielo» y que era el único que podía hablar de estas cosas: «Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo» (Jn 3,13). El descenso del cielo era necesario para que el Hijo del Hombre pudiera abrir los tesoros del cielo a la tierra. La comunicación de la vida celestial a la humanidad necesitaba que se cumpliera el misterio de la Encarnación.
Esto significaba que se necesitaba un hombre terreno, pero nacido de lo alto, como fuente y principio de la nueva humanidad. El hombre ideal del futuro debía realizarse en Aquel que era el Hijo eterno del Padre, que vivía en el cielo, pero descendió, habiendo sido enviado a la tierra. En él existe la perfección celestial del ser humano, que viene al mundo para enriquecer y elevar la existencia terrena al nivel más alto. Descendiendo del cielo, introduce este cielo en la oscuridad y la pobreza de la tierra. Deja el esplendor celestial para asumir una vida mucho más modesta, pero con el propósito de dar a la existencia común de los hombres el más alto valor.
La venida del Hijo del hombre ha superado toda esperanza mesiánica. El Evangelio de Juan hace entender que no era tan fácil reconocer en Jesús al verdadero Mesías. Natanael había dicho: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?» (Jn 1,46); Jesús responde no polemizando, sino elogiando a Natanael: «Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez». Con asombro, Natanael pregunta: «¿De dónde me conoces?». Se trata de un conocimiento que viene de lo alto: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera». La réplica es un acto de fe: «Maestro, tú eres el hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1,48-49). Al llamarlo «Hijo de Dios», Natanael reconoce en Jesús al Hijo unigénito del Padre. Es la fe que será profesada por los apóstoles. En el apóstol que había declarado que de Nazaret no podía salir nada bueno, la afirmación audaz de fe es aún más sorprendente.
Jesús también anuncia que esta fe está llamada a crecer, porque el discípulo hará la experiencia de cosas aún más impresionantes: «Porque te dije: “Te vi debajo de la higuera”, crees. Verás cosas más grandes todavía» (Jn 1,50). Jesús no se presenta solo como alguien que antes del encuentro tiene un conocimiento extraordinario de quienes están llamados a seguirlo, sino como una personalidad que viene de lo alto. No aparece como un producto del pequeño pueblo de Nazaret; su persona tiene su origen en el cielo. Todo el programa de la revelación evangélica tiende a este fin: «Les aseguro que verán el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (Jn 1,51). La palabra «verán» muestra que la revelación no está dirigida únicamente a Natanael, sino que concierne a todos aquellos que desean conocer la verdad.
La intención de poner el acento en una nueva revelación es clara: «Les aseguro». «Les aseguro» (y en otras versiones «En verdad») se traduce «amén», palabra que atrae la atención sobre la veracidad de un discurso. «Les digo» expresa la autoridad de quien habla, la autoridad de un yo personal que asume la responsabilidad de lo que se dice. Podemos recordar que la referencia a la autoridad personal era una característica distintiva de los discursos de Jesús: los oyentes se maravillaban de que Jesús no hablara como los escribas, que se apoyaban en la autoridad de quienes los precedieron para fundamentar sus opiniones (cf. Mt 7,28-29); hablaba como alguien que posee autoridad propia. La autoridad que reivindicaba con las palabras «Les digo» era la autoridad divina, aquella que fundamenta la misma ley; en su manera de hablar, Jesús revelaba así su identidad divina. Al exponer la verdad, él revelaba ante todo su persona. Cuando dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), enunció el principio que daba valor a su enseñanza.
En el texto citado, se le atribuye un nuevo significado a la visión de Jacob relatada en el Génesis (cf. Gn 28,10-17), un significado ahora centrado en la persona de Jesús. Jacob había visto una escalera que apoyaba en la tierra y cuya cima alcanzaba el cielo; por esa escalera subían y bajaban los ángeles de Dios. En la perspectiva evangélica, los ángeles suben y bajan sobre el Hijo del hombre. Por tanto, es el Hijo del hombre quien ocupa el lugar de la escalera para unir la tierra con el cielo. Esta identificación es adecuada porque el Hijo del hombre, siendo no solo hombre sino una figura divina, une en su persona todo el cielo y la tierra. Los testigos de la vida terrena de Cristo verán las manifestaciones de la divinidad en una existencia humana.
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La presencia de los ángeles que suben y bajan confirma la participación de todo el cielo en la venida de Cristo al mundo. El misterio de la Encarnación tiene como primer significado que el Hijo se hace hombre, asumiendo una carne humana similar a la nuestra. Pero también implica el compromiso del mundo angélico, que desea servir al Hijo hecho carne con un homenaje espiritual. Es significativo que en el relato evangélico del nacimiento de Jesús se mencione la presencia de numerosos ángeles, quienes dirigen a Dios un cántico de alabanza. Estos dan testimonio de que todo el cielo está de fiesta por el gran acontecimiento. Otros episodios evangélicos muestran también la participación de los ángeles en el itinerario de Cristo en la tierra, en momentos importantes como la Pasión, la Resurrección y la Ascensión. El propio Jesús quiso expresar el vínculo especial que tenía con los ángeles, afirmando su presencia junto al Hijo del hombre en el acto supremo del juicio.
El poder de juzgar ha sido siempre reconocido como un atributo de la soberanía divina. Pero, según una afirmación de Juan, este poder ha sido dado por el Padre al Hijo «porque es el Hijo del hombre» (Jn 5,27). Por lo tanto, es el Hijo quien tiene la misión de juzgar a la humanidad. La razón de esta decisión del Padre es que el Hijo es el Hijo del hombre. Es decir, el Padre ha querido que seamos juzgados por alguien que no es solo Dios, sino también hombre: un hombre que ha conocido por experiencia personal las dificultades, las pruebas y las tentaciones de la existencia humana. Ser juzgados por el Hijo del hombre implica, por tanto, una garantía de mayor benevolencia.
Esta garantía corresponde a la intención primaria del Padre: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). Según la Primera Carta de Juan, el Padre mismo quiso para todos nosotros a este Hijo como defensor (cf. 1 Jn 2,1): aquellos que cometen un pecado pueden recurrir a Jesucristo, el Justo, como abogado ante el Padre. Esta posición de defensor es ya muy significativa, porque nos promete la máxima protección. Y, sin embargo, se ve reforzada por el papel de juez confiado más específicamente a Cristo. Así, por ejemplo, la súplica pronunciada en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 22,34) da testimonio del papel de defensor a favor de los enemigos responsables del suplicio del Calvario y del juicio benévolo por parte del Crucificado sobre aquellos que contribuyeron a su condena. ¿Cómo pensar que esta última oración no haya sido escuchada y que el juicio emitido por Jesús no haya sido aprobado y asumido por la bondad del Padre? Algunas representaciones del Juicio Final no han tenido en cuenta suficientemente el papel esencial de Cristo como Salvador y como Juez misericordioso e indulgente. La figura del «Hijo del hombre» también se ha revelado como llena de misericordia.
«Verán el cielo abierto…». Al venir a la tierra, el Hijo del hombre ha abierto el cielo y asegura la comunicación de las cosas celestiales con la tierra. Para la generación que vivió en la época de Jesús y que pudo recibir este anuncio, el cielo abierto significó una abundancia única de sanaciones, una multitud de milagros que transformaron la vida de muchos enfermos e inválidos. Para todas las generaciones siguientes, el cielo abierto sigue significando la abundancia de dones espirituales difundidos por el Espíritu Santo en los corazones. Con la efusión de la gracia, es el cielo el que entra en el ámbito terrenal para transformarlo a imagen de Cristo mismo.
El Hijo del hombre
Según el lenguaje figurativo usado por Jesús, el Hijo del hombre es el personaje misterioso que une el cielo y la tierra. En sí misma, la expresión significa «el hombre», pero el oráculo profético de Daniel le ha conferido un valor particular. El oráculo presenta a un personaje que se asemeja a un hijo de hombre y que viene sobre las nubes del cielo: es una figura divina con apariencia humana (cf. Dn 7,13-14). Ya antes, en Ezequiel, una visión había representado a Dios bajo el aspecto de una «figura con apariencia humana» (Ez 1,28). Este modo de representar a Dios se basaba en el hecho de que, habiendo sido creado a imagen de Dios, el hombre era la criatura más digna de ser la «figura» de Dios. En la visión de Daniel, aquel que parecía «como un hijo de hombre» parecía ser hijo de Dios; esta identidad misteriosa era confirmada por los poderes que le eran otorgados: del «Anciano», es decir, de Dios, recibe poder, gloria y reino, como un hijo recibe la herencia paterna.
Después de Daniel, el Libro de las Parábolas de Enoc —un escrito judío, aunque no bíblico, que parece ser del primer siglo antes de Cristo— acentúa la trascendencia de este personaje, que ya no es llamado «como un hijo de hombre», sino simplemente «el Hijo del hombre». Es reconocido como preexistente a la creación y participante de la supremacía del Anciano de días sobre el mundo. Cumple un papel de Salvador, Revelador de misterios y Juez soberano. Es llamado «luz de los pueblos» y venerado en el universo: todos esperarán en él y le orarán; todos lo adorarán. La vida futura se pasará en compañía del Hijo del hombre.
Estas propiedades atribuidas al Hijo del hombre en el libro de Enoc hacen pensar en el Evangelio; sin embargo, debemos reconocer también la diferencia: no encontramos una afirmación de la Encarnación ni la idea del sacrificio redentor. La diferencia es significativa, pero no impide la admiración que suscita la exposición de una doctrina que concibió un Salvador universal muy cercano a Cristo. Precisamente, es el término «Hijo del hombre» el que Jesús escogió para designarse a sí mismo. Él quería poner énfasis en la realidad integral de su humanidad, pero sin descuidar su identidad divina, que otorgaba a su naturaleza humana el más alto valor. Al referirse al oráculo de Daniel, cuando aludía a la venida del Hijo del hombre sobre las nubes, tenía presente la identidad divina del Hijo del hombre, que no restaba nada a sus cualidades humanas. De hecho, cada vez que se llama a sí mismo Hijo del hombre para reclamar un poder divino, muestra al mismo tiempo que ejerce ese poder en calidad de hombre.
Así, cuando perdonó los pecados del paralítico que le fue presentado en una camilla y quiso responder a los pensamientos hostiles de algunos escribas, realizó la curación diciendo: «Para que ustedes sepan que el Hijo de hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados» (Mc 2,10). Es en la tierra donde ejerce este poder de perdonar, y lo hace como un hombre que vive entre los hombres. En sí mismo, es un poder divino, pero el Hijo del hombre lo ejerce de manera humana, con los signos de la benevolencia humana en el perdón.
El mismo tipo de benevolencia se manifiesta en la soberanía que reclama sobre el sábado. Ante los reproches de los fariseos por recoger espigas en sábado, Jesús responde citando algunos textos de la Sagrada Escritura que permiten este gesto, y luego expone el fundamento de la libertad que justifica a los discípulos: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. De manera que el Hijo del hombre es dueño también del sábado» (Mc 2,27-28). En cuanto Dios, Jesús es ciertamente señor del sábado, pero también lo es en cuanto hombre, porque el sábado fue hecho para el hombre.
El hombre integral también debía ser renovado en Jesús con miras a la institución de la Eucaristía. Como un don pleno de amor hacia la humanidad, Cristo estaba destinado a darse como alimento y bebida. Para ello, debía poseer un verdadero cuerpo y una verdadera sangre. En el banquete eucarístico, la carne y la sangre del Hijo del hombre debían estar en su estado espiritual de glorificación, pero seguían siendo auténticamente carne y sangre humanas. Además, es como hombre que el Hijo del Padre se acerca a los hombres y comparte sus sentimientos, sus pruebas y sus alegrías. Jesús afirmó la dimensión universal de su corazón cuando declaró: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
Al ciego de nacimiento que ha sanado, le hace descubrir al hombre que no había podido conocer antes cuando era ciego. Cuando los ojos de este ciego se abren, descubren a un hombre lleno de compasión, deseoso de otorgar la sanación. Y en este hombre descubren a Dios. Jesús pregunta: «¿Crees en el Hijo del hombre?». La respuesta es la de un alma plenamente disponible: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús responde: «Tú lo has visto: es el que te está hablando». La respuesta es de fe y adoración; el ciego sanado dice: «Creo, Señor», y se postró ante él (Jn 9,38). El Hijo del hombre es el hombre en quien se revela Dios, pero también es el hombre en quien se manifiesta todo lo que es plenamente humano, según la perfección absoluta del hombre en el plan divino.
Finalmente, la revelación de lo divino en lo humano alcanza su máximo desarrollo en la misión asumida por el Hijo del hombre y totalmente cumplida en el sacrificio: al decir que el Hijo del hombre ha venido para «servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45; Mt 20,28), da a entender que el don de su propia vida es el servicio más elevado prestado a la humanidad, obteniendo para esta todos los bienes de la salvación.
Un nuevo rostro
Nicodemo sentía la necesidad de entrar en una nueva vida, pero no sabía cómo renacer; es más, consideraba imposible un renacimiento. Esa imposibilidad habría sido definitiva si Dios no hubiera intervenido. El Padre quiso hacer renacer a los hombres para que se convirtieran en sus hijos en su Hijo, Cristo. El primero que debía comprometerse con ese renacimiento era el Hijo: en él debía renovarse todo el hombre, con un nuevo rostro. En él debía formarse un modelo perfecto de hombre que abriría el camino para el desarrollo de una nueva humanidad.
Este modelo perfecto comenzó a revelarse en el rostro bíblico del Hijo del hombre. Larga fue la preparación para la venida del Hijo del hombre en medio de su pueblo. Pero cuando vino, colmó perfectamente la esperanza de aquellos que aspiraban a un renacimiento completo, a una vida que superara con creces la condición de la existencia humana. Cristo descendía del cielo, pero bajo la forma de un nacimiento que inauguraba una nueva manera de ser hombre.
- Sobre la versión en singular («fue generado»), cf. J. Galot, Être né de Dieu, Jean 1,13, Roma, PIB, 1969; R. Robert, «La leçon christologique en Jean 1,13», en Revue Thomiste 87 (1987) 5-22. ↑
- Sobre el significado de «sangre»: cf. J. Galot, «Egli non fu generato dai sangui (Gv 1,13)», en Asprenas 27 (1980) 153-160; A. Tosato, Processo generativo e sangue nell’antichità, in Sangue e antropologia biblica nella letteratura cristiana, Roma, Pia Unione Preziosissimo Sangue, 1987, 643-696. ↑
- El término (anêr) usado para excluir la «voluntad del hombre» en la generación se refiere solo al individuo varón. ↑
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