Literatura

Pensar la salvación con Dostoyevski

Fiódor Dostoyevski, Jan Vilímek / Wikimedia

«Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y así encontrarán alivio» (Mt 11,29)

Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881) es considerado uno de los más grandes escritores de todos los tiempos. Sus obras exploran el insondable misterio del ser humano, en constante lucha entre el bien y el mal. Las grandes cuestiones éticas y religiosas, como el libre albedrío y la existencia de Dios, están en el centro de sus cuatro «grandes» novelas: Crimen y castigo (1866), El idiota (1869), Los demonios (1871) y Los hermanos Karamázov (1880).

El poder evocador de las obras de Dostoyevski es extraordinario: a través de la narrativa, aborda las grandes preguntas teológicas del ser humano. El resultado es una perspectiva teológica sobre la vida, abierta a numerosos horizontes de reflexión. Por ello, sus obras pueden servir como punto de partida para reflexionar sobre un concepto teológico fundamental como el de la salvación. Tema central para el cristianismo, la salvación no puede ser definida dogmáticamente en toda su complejidad.

En estas páginas intentaremos trazar algunas líneas de reflexión sobre este tema, tomando como base algunas obras del escritor ruso. En particular, abordaremos dos perspectivas. En primer lugar, exploraremos la dimensión salvífica de la mansedumbre de Cristo, fruto de su mirada misericordiosa hacia cada ser humano. Luego, nos centraremos en un aspecto más metanarrativo: ¿podemos hablar de un camino de salvación para el lector de Dostoyevski, de quien dialoga con sus páginas, en interacción con la pluma del escritor ruso?

Este recorrido se desarrolla en tres etapas: comenzamos con la figura de Jesús, tal como se presenta en algunos textos de Dostoyevski; luego pasamos al protagonista de El idiota, símbolo de Cristo; y finalmente, analizamos la relación entre los dos personajes principales de Crimen y castigo: Sonia y Raskólnikov.

El Cristo de Dostoyevski

Para comprender el sentir religioso de Dostoyevski, es esencial atender a su apasionado interés por la figura de Cristo. En este sentido, uno de los textos del escritor ruso resulta altamente emblemático. En una conmovedora carta escrita poco después de su liberación de Siberia, afirma: «¡Cuánto sufrimiento terrible me ha costado y me cuesta aún esta sed de fe, que es tanto más fuerte en mi alma cuanto más me asaltan los argumentos en contra! Y, sin embargo, Dios me envía a veces momentos en los que estoy completamente sereno; en esos momentos amo y siento que soy amado por los demás, y en esos momentos he buscado en mí mismo el símbolo de la fe, en el cual todo me resulta querido y sagrado. Este símbolo es muy sencillo, aquí está: creer que no hay nada más bello, más profundo, más simpático, más razonable, más viril y perfecto que Cristo […]. Y no solo eso; si se me demostrara que Cristo está fuera de la verdad y efectivamente se probara que la verdad está fuera de Cristo, yo preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad»[1].

Esta frase es testimonio de la fe de Dostoyevski en Jesús, visto como una presencia real en la que se irradia el esplendor del ser humano, una belleza que es fuente de «paz absoluta». Es una presencia que toca la mente y el corazón, y que atrae hacia un amor salvífico.

Antes de abordar a los personajes –el príncipe Mishkin y Sonia, dos figuras simbólicas de Cristo–, podemos observar brevemente cómo se representa a Jesús en La leyenda del Gran Inquisidor, el relato que Iván cuenta a su hermano Aliosha en Los hermanos Karamázov. En este relato emerge un retrato personal del Salvador, en el que afloran las características esenciales de los personajes cristológicos de Mishkin y Sonia.

En el relato, Jesús regresa a la Tierra, a Sevilla, durante el tiempo de la Santa Inquisición, y es encarcelado como hereje. Un cardenal, el Gran Inquisidor del título, lo visita durante la noche y lo interroga sobre el valor de la libertad para el ser humano. Con brillantes argumentos, el cardenal denuncia la falta de amor en el don de esa terrible libertad: un regalo que los hombres, en su debilidad, no son capaces de gestionar. El cardenal habla largamente y de manera convincente. En sus eficaces razonamientos no faltan observaciones agudas, válidas tanto para el hombre de ayer como para el de hoy, que merecerían un estudio aparte. Sin embargo, en estas páginas nos interesa la respuesta de Jesús. Él permanece en silencio durante todo el extenso discurso y escucha con mansedumbre las formidables palabras de su adversario; finalmente, siempre en silencio, se levanta y lo besa dulcemente.

Como subraya Iván al final de su relato, el beso de Jesús arde en el corazón del Inquisidor. ¿Es este el posible inicio de un camino de salvación en el que la libertad del hombre – tema central del monólogo del Inquisidor – y su capacidad de elegir, partiendo de una determinada visión de la humanidad y del mundo, se ven transformadas por un acto que, más poderoso que cualquier argumento, puede cambiar por completo una vida? La inquietante belleza de este gesto de Jesús no puede dejar de interpelar al lector, haciendo «arder» también su corazón y llevándolo a reflexionar sobre la eterna posibilidad de caminos alternativos a cualquier acto de venganza o violencia. Incluso en las situaciones más desesperadas, un gesto desarmante de amor puede abrir posibilidades de salvación, allanar el camino hacia un sendero de amor, paz o reconciliación que, a primera vista, parecía imposible.

Veremos cómo gestos similares de dulzura, que pueden interpretarse como una encarnación de la invitación evangélica a amar a los enemigos, adquieren nueva luz en las acciones del príncipe Mishkin y de Sonia. En el fondo, podemos ver en ellos, reescrito con la cautivadora pluma de Dostoyevski, la actitud pacífica de Cristo durante su pasión.

Desde esta perspectiva, toda la obra del escritor ruso esboza posibles respuestas al misterio del mal. Aunque tristemente presente en este mundo, el mal hace resplandecer la belleza de Cristo y su invitación a estar a su lado en la lucha contra él. La respuesta de Jesús, que a través de su aparente pasividad muestra una fuerza llena de confianza y apertura hacia el otro, nos revela un camino de radical belleza, de oposición victoriosa al mal. Y la salvación, incluso para el propio lector, puede llegar al dejarse tocar por el esplendor de esta maravilla, que arde en el corazón y deja sin palabras: el primer momento de un posible camino de conversión hacia el Cristo de la vida.

El príncipe Mishkin, «figura Christi»

En el universo espiritual y literario de Dostoyevski, El idiota es una novela que abarca todos los grandes temas de su obra. En el centro se encuentra el dilema de la existencia, un campo de juego escurridizo entre el bien y el mal, entre la belleza y el horror, donde la figura del príncipe Mishkin – el «idiota» del título – es un rayo de luz que asombra y fascina. Al regresar a San Petersburgo desde un sanatorio suizo, el manso y compasivo príncipe Mishkin se ve envuelto en un triángulo amoroso entre dos mujeres opuestas: Aglaya, una joven aristocrática, y Nastasia, símbolo de la mujer perdida. Esta última fue la concubina del aristócrata Totski, quien abusó de ella desde niña. Representa a la mujer caída, irremediablemente marcada por una «culpa» de la que no es responsable.

Entre las dos mujeres, Mishkin elige a Nastasia por compasión. Consciente de la bondad absoluta del príncipe, ella duda durante mucho tiempo; finalmente, sintiéndose indigna de su amor, se entrega a Rogozhin (un personaje ambiguo, hijo arruinado de un rico comerciante). Este último, intuyendo la verdadera naturaleza de su elección, enloquece de celos y la asesina. Mishkin, frente al cuerpo de la mujer asesinada, se hunde en una desesperada locura.

Inspirándose en Cristo, Dostoyevski quiso representar en el príncipe la grandeza absoluta de un alma verdaderamente hermosa, cuya luminosa bondad choca con un mundo donde las pasiones humanas más violentas luchan contra su frágil y brillante pureza. En el contexto de la novela, Mishkin aparece a la vez desarmante y desarmado. De hecho, la rica dialéctica sugerida por la yuxtaposición de estos dos participios – desarmado y desarmante – puede considerarse central para subrayar el poder salvífico de la figura del príncipe. Hay dos aspectos centrales en él. El primero es su capacidad para ver en todo lugar la bondad originaria del ser humano. Su ilimitada confianza en cada persona le permite leer y comprender, con una dulzura exenta de juicio, lo más profundo de cada corazón. Este aspecto evoca el amor de un Dios cuya mirada misericordiosa nunca deja de acoger y perdonar. En segundo lugar, en su aparente ingenuidad y radical bondad, los demás llegan a comprenderse mejor a sí mismos, expuestos en su propia mezquindad. Los protagonistas de la novela no siempre soportan este «reflejo crístico»: a veces se sienten atraídos por él, y otras, rechazados. La auténtica bondad de Cristo ilumina y acompaña a los personajes para arrojar luz sobre sí mismos: es el primer paso para acoger la verdad de Dios en sus vidas. Se trata de una actitud profundamente crística, como recuerda el episodio de la samaritana en el pozo (cf. Jn 4,5-42).

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Antes de examinar con más detalle el papel salvífico del protagonista, es necesario hacer una aclaración: el príncipe Mishkin no es un retrato literario de Cristo, como en el episodio del Gran Inquisidor mencionado anteriormente. Tampoco sus pensamientos y acciones se refieren explícitamente a Jesús, como ocurre con Sonia en Crimen y castigo. En El idiota, Dostoyevski nos permite percibir algo de la persona de Cristo – su estilo apacible, capaz de aportar luz y verdad a las personas que encuentra –, sin hacer referencia explícita a él. Esto es fundamental para comprender el carácter «incompleto» de su papel salvífico, en el que, a diferencia de Crimen y castigo, el desenlace está muy lejos de una gloriosa resurrección de los protagonistas.

Para captar mejor el valor teológico de una reflexión sobre la salvación a partir de esta novela, consideraremos brevemente el papel simbólico del príncipe Mishkin como «salvador manso y humilde de corazón» en relación con tres conceptos clave del misterio pascual: sacrificio, expiación y sustitución.

El sacrificio del príncipe Mishkin

Podemos comenzar a reflexionar sobre el papel salvífico de este personaje en El idiota presentando en términos teológicos lo que puede definirse como su «sacrificio». Para ello, es esencial trazar brevemente, desde una perspectiva bíblica, el significado profundo de este término. El sacrificio habla de una experiencia que toca el sentido más profundo de la existencia y su relación con lo divino.

Si observamos la etimología, «sacrificar», sacrum facere, significa «hacer sagrado»: se renuncia a algo para ponerlo a disposición de la divinidad. Al renunciar a algo que le pertenece, la persona adopta una actitud en la que reconoce la existencia de una fuerza superior a su propia vida y se «somete» a ella. El sacrificio de Cristo puede entenderse como la entrega de su vida a Dios Padre por la humanidad. Con su gesto gratuito, Cristo «santificó» la existencia, concebida como el reconocimiento de una situación de dependencia de un Dios de amor – origen y fin último de toda vida –, y que encuentra su pleno cumplimiento en el servicio fraterno, vivido hasta el don total de sí mismo[2].

Si nos referimos al príncipe Mishkin, podemos interpretar su vida como una existencia orientada hacia los demás, portadores de una dignidad trascendente cuyo valor interpela su propio ser. El protagonista no duda en renunciar a la posibilidad de una vida familiar feliz con Aglaya, a quien ama, para casarse con Nastasia, por quien siente compasión. Es un sacrificio que expresa el deseo sagrado de entregar su amor y su vida para devolverle una nueva dignidad a una mujer cuya existencia ha sido irremediablemente corrompida.

La expiación del príncipe Mishkin

La expiación puede entenderse como la actitud moral de un culpable que acepta su castigo para reparar su falta hacia alguien: la existencia de una relación es, por tanto, central. Desde esta perspectiva, podemos interpretar las acciones y la disposición de quienes buscan la expiación como una forma de oración, una ferviente solicitud de perdón. Así se comprende mejor la demanda de Dios, en el Antiguo Testamento, de realizar un rito de expiación por los pecados de los israelitas (cf. Lv 16,16). Esto permite considerar la expiación como una oportunidad que Dios concede al ser humano para realizar un acto que restablezca en plenitud su relación con Él[3].

Es posible leer en estos términos el sacrificio del príncipe Mishkin. Movido por la compasión hacia una mujer herida en su dignidad, podemos reconocer en su gesto de amor el deseo de ofrecerle una oportunidad, el intento amoroso de devolverle la dignidad a una criatura destinada a ser perfecta, pero perdida. Aquí radica la excepcionalidad humana del príncipe. Dentro del círculo de conocidos de la mujer, parece ser el único con una «mirada cristiana», capaz de un gesto de compasión desmesurado para devolverle a Nastasia su bondad original y permitirle restablecer una relación armoniosa con el mundo.

Sin embargo, hay una particularidad en el caso de Nastasia: ella ha sido violentada, es portadora de una mancha de la que no es responsable y de la que no puede liberarse con sus propias fuerzas. Podríamos hablar de una especie de «culpa original», una mancha que debe ser lavada a toda costa, debido a una contaminación cuya cura va más allá de cualquier posibilidad humana. Esto nos lleva a abordar un tercer concepto necesario al evocar el misterio pascual: el de la sustitución.

La sustitución del príncipe Mishkin

El concepto de sustitución ayuda a imaginar el papel de quien, poniéndose en el lugar de otro, le permite alcanzar una redención que no puede lograr con sus propias fuerzas. En este sentido, la sustitución busca establecer, mediante el intercambio y la solidaridad, una nueva comunión entre Dios y el ser humano. Desde una perspectiva cristiana, vemos cómo Cristo nos encuentra donde estamos, para ayudarnos, en nombre de su solidaridad con nosotros, a realizar lo que nuestra condición de pecadores nos impide hacer. De este modo, al hacernos colaboradores del Padre, nos devuelve nuestra libertad como hijos de Dios, permitiéndonos acogerlo libremente en nuestra vida, entrar en una relación de salvación con Él y acompañarnos para vivir plenamente nuestra capacidad de amar[4].

Volvamos a Mishkin. Nastasia, debido a su «contaminación original», no es capaz de enfrentar por sí sola su condición de mujer profundamente herida. El príncipe, consciente de ello, intenta expiar con ella, para aliviar su carga. En otras palabras, en plena solidaridad con ella, Mishkin quiere ponerse en su lugar, estar a su lado en su situación, a través de la decisión de casarse con ella y, así, compartir su destino. Si bien, por un lado, no estamos ante una sustitución completa – como hemos señalado, El idiota evoca solo algunos aspectos de la figura de Cristo –, por otro lado, podemos ver en el descenso de su condición al casarse con ella, el intento de llevar consigo – y en su lugar – parte de la culpa original, de la cual el príncipe no es en absoluto responsable. Intenta eliminar el obstáculo que impide a Nastasia amarse a sí misma, verse como una criatura digna de ser amada y capaz de amar, como ocurre con todo ser humano.

En resumen, el príncipe, al sacrificar la posibilidad de una felicidad familiar con Aglaya, mediante su amor compasivo que se concreta en el gesto de casarse con Nastasia, se pone en su lugar – o mejor dicho, a su lado – para ofrecerle la oportunidad de salir de su condición de criatura perdida. Al expiar con ella «su culpa original», le otorga la libertad que necesita para entrar en una comunión profunda con el mundo e iniciar un camino de salvación que la ayude a vivir en la plenitud de una criatura amada.

¿Se puede realmente hablar de salvación?

Sin embargo, en el relato nadie se salva. Nastasia rechaza la posibilidad de redención que le ofrece Mishkin y se casa con Rogozhin, quien la asesina. Al descubrirlo, el príncipe enloquece. A pesar de ello, el sacrificio en El idiota tiene una intención salvadora. A través del don de su propia vida, el príncipe reconoce en la situación de Nastasia una realidad universalmente sagrada: una mujer violentada y despreciada se convierte en el todo por el que vale la pena sacrificarse.

Después de observar el ejemplo de Mishkin, podemos volver al Jesús de los Evangelios y contemplar desde una nueva perspectiva el sacrificio de Cristo y su forma de vivir la pasión. Cristo, en el culmen del sufrimiento como víctima inocente, con una actitud de mansedumbre acoge y contiene toda forma de violencia. Esto es aún más extraordinario cuando, desde la cruz, encuentra la fuerza para pedir al Padre que perdone los pecados de sus verdugos. Este extraordinario gesto puede entenderse a la luz de la aparentemente imposible exhortación a amar a los enemigos: una disposición capaz de desarmar a los perseguidores más acérrimos.

El amor de Cristo, un amor gratuito, inmerecido y, según las categorías humanas, injusto, es el principal artífice de un proceso de redención. Se trata de una actitud de «pasividad activa», un poderoso contraste frente a la violencia, como sugiere el desenlace de la historia del Gran Inquisidor.

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Cristo, con su vida y su sacrificio – al igual que el príncipe Myškin –, da testimonio de la mirada misericordiosa del Padre, dispuesto a amar a cada persona, a pesar de su condición aparentemente indigna (Nastasia es una mujer violentada y despreciada) o de una situación de enemistad (el Gran Inquisidor es un adversario hostil). Con su estilo, nos muestra cómo entrar en el Reino como hijos de Dios, tal como dice el evangelista: «Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,44-45).

Sin embargo, volviendo a la novela de Dostoyevski, el trágico epílogo del príncipe parece apagar toda esperanza: en El idiota no hay resurrección. ¿Cómo hablar de salvación en un libro donde el protagonista es un símbolo del Salvador, pero todos los demás personajes están «perdidos»? En primer lugar, como figura evocadora de Cristo, no se puede esperar una interpretación teológica del Jesús de los Evangelios. El personaje de El idiota solo sugiere algunos rasgos de la figura de Cristo. En este sentido, la figura del príncipe remite a la grandiosa belleza de un Dios infinitamente misericordioso, que ama a la humanidad hasta el punto de reconocer – contra toda esperanza – la bondad original de cada ser humano. Es un Dios dispuesto a hacerse vulnerable, hasta el sacrificio de sí mismo, para estar al lado de cada persona. Es un Dios que cree en la humanidad, que hace percibir una promesa de vida para cada hombre, incluso para sus enemigos, incluso en las situaciones más desesperadas. Mientras que el final feliz de Crimen y castigo confirma el cumplimiento de esta esperanza, en El idiota – donde las referencias a Dios son implícitas – la situación es diferente. Si bien es cierto que en esta novela la posibilidad de una promesa queda inconclusa en su trágico desenlace, el príncipe – más un símbolo que una representación de Cristo – evoca, en clave narrativa, la belleza del rostro misericordioso del Salvador.

Y quizás sea precisamente este el valor salvífico de El idiota, que va mucho más allá de las páginas de la novela. El sacrificio del príncipe sugiere al lector la belleza de una vida en la que resplandece la verdad. Un lector sorprendido, que nunca ha oído hablar de Cristo, sin estar conscientemente en su búsqueda, puede descubrir la posibilidad de una mirada capaz de dar sentido a todo, incluso a su propia vida. Este es el tema ya mencionado de la «salvación del lector». Quien se deja envolver y tocar por las páginas de Dostoyevski puede descubrir la posibilidad de una existencia que quizá desconoce. Es un descubrimiento posible, fuente de desconcierto y de alegría. En ambos casos, con la ayuda de la gracia, puede iniciar un proceso de búsqueda y de conversión personal.

Por ello, aunque retrata a una persona que no es Jesús, El idiota puede ayudar a todos, creyentes y no creyentes, a tomar conciencia de la presencia salvífica de Cristo en su propia existencia y en la de los demás. Puede ser el punto de partida de una búsqueda para descubrir y acoger, en toda su plenitud, al Cristo resucitado en la cotidianidad. En conclusión, podemos subrayar cómo la mansedumbre de Jesús y su mirada misericordiosa que rechaza toda violencia pueden interpretarse a la luz de la sagrada dignidad de cada ser humano, imagen de Dios. En otras palabras, devolver al hombre su dignidad mediante una mirada que se traduce en un amor desarmante es el primer paso para acompañar al otro a acoger libremente al Dios de amor en su vida. Esta es una dimensión central de la salvación: es el paso que hace posible entrar en una relación salvífica con Cristo y con el mundo, para dejarse amar y amar en verdadera libertad.

Sonia y Raskólnikov

Sonia, personaje clave de Crimen y castigo, es una de las figuras más luminosas de la obra de Dostoyevski. La novela, publicada en 1866, es un relato psicológico y espiritual sobre un crimen. El protagonista, Raskólnikov, es un estudiante de San Petersburgo que vive en condiciones de precariedad económica. Agobiado por una pobreza opresiva, no duda en asesinar a una vieja usurera y, por un trágico error, también a su hermana. El crimen tiene un profundo valor simbólico: la usurera encarna la iniquidad del mundo, y el acto del joven estudiante pone en práctica su teoría de la supuesta posibilidad de que el «hombre superior», por estar por encima de toda moral, pueda infringir cualquier ley en virtud de un bien mayor. Este acto aberrante da lugar a una serie de tormentos psicológicos que desgarran el corazón y la mente del asesino. En este contexto, el encuentro con Sonia marca para Raskólnikov el inicio de un camino psicológico y espiritual hacia una posibilidad de «resurrección».

Sonia es hija de un alcohólico, a quien Raskólnikov conoce en una taberna al principio de la novela. Obligada a prostituirse debido a la deplorable situación de su padre, demuestra una fe sencilla y sólida en Dios. En ella hay una inocencia y una simplicidad que le permiten acceder a las insondables profundidades de la vida y del misterio divino. Su fe es una fuerza viva, lejana de la sabiduría erudita fruto del estudio o del razonamiento lógico. Profundamente arraigada en la vida de Sonia, esta fe es el origen de una mirada al mundo marcada por una compasión desarmante y lúcida, que se manifiesta en todos sus actos. Su mística sencillez atrae a Raskólnikov y lo guía lentamente en un camino hacia la verdad.

Sonia, como Jesús, parece tener una confianza inagotable en los seres humanos, en la bondad originaria de cada persona. Incluso llega a justificar y defender a su miserable madrastra, quien la obligó a prostituirse. Su mirada refleja una benevolencia desarmante hacia todos: es realmente la mirada de Jesús, expresión de un amor capaz de ver al hombre antes que al pecador. Se puede decir que, a través de esta mirada, se reafirma el vínculo de amor originario de Dios por cada ser humano: una relación íntima cuyo punto de partida es la creación a imagen y semejanza de Dios. Es gracias a esta reafirmación del vínculo que se hace posible restablecer la relación justa del pecador con Dios, consigo mismo y con la comunidad humana.

Desde esta perspectiva, el retorno a una situación originaria del pasado, comprometida o perdida, favorece la acogida salvífica de Cristo en la propia vida. Podemos pensar en la actitud de acogida de Jesús en el episodio de la adúltera (cf. Jn 8,1-11), donde la mirada benevolente del Señor devuelve dignidad a la mujer: al salir de su aislamiento, puede ser reintegrada en la comunidad. El camino espiritual de Raskólnikov es análogo. Después de algunos meses en Siberia, durante los cuales Sonia le demuestra constantemente su cercanía a través de un amor humilde y paciente, Raskólnikov experimenta un maravilloso momento de conversión a su lado. La repentina y arrolladora toma de conciencia de que ama a Sonia no es más que el inicio de una nueva forma de mirarse a sí mismo y a los demás.

Hay un momento fundamental en Crimen y castigo que nos permite comprender mejor el alcance de la fe de Sonia en un Dios Salvador y que, al mismo tiempo, desempeña un papel central en el camino de salvación de Raskólnikov (y del lector). El joven protagonista le pide a Sonia que lea el pasaje de la resurrección de Lázaro en el Evangelio de Juan (cf. Jn 11). El episodio se relata de forma cautivadora: la narración alterna las palabras del Evangelio con la descripción de la intensa implicación emocional de la joven durante la lectura. Sonia, en un primer momento, reafirma interiormente su fe, siguiendo los pasos de María, hermana de Lázaro y protagonista del relato. Posteriormente, manifiesta la esperanza de que esta fe salvífica en Cristo pueda ser compartida por el propio Raskólnikov.

La esperanza inquebrantable de Sonia en la resurrección invita al lector a concebir el cristianismo como una religión de lo imposible: la fe en el Cristo resucitado impulsa al ser humano a mirar las situaciones más desesperadas con confianza, a vivir una dimensión crística hasta el sacrificio, con la convicción de una promesa de vida para cada ser humano. Solo creyendo en lo imposible, esto se vuelve posible; esta es, verdaderamente, una fe que salva. Es la fe en la resurrección lo que hace posible cualquier sacrificio en favor de situaciones que aparentemente no tienen salida.

La dinámica del relato prepara al lector para el desarrollo de la narración. El episodio de la resurrección de Lázaro, evocado en la conclusión del libro, toma forma en la vida de Sonia y Raskólnikov. Esto sugiere el poder salvífico del mismo Evangelio. Lo que se cuenta actúa en la vida de los lectores. Sonia se convierte en la María del texto, que intercede ante Jesús. El milagro, iniciado con la lectura del Evangelio, se cumple al final de la novela, cuando se da a conocer la «resurrección» de Raskólnikov.

Es una reflexión, extraordinaria desde el punto de vista narrativo, sobre la potencia performativa del Evangelio, que no es solo narración, sino acción, una fuerza capaz de transformar el mundo y la vida de las personas con las que entra en contacto. La lectura de un episodio evangélico puede actualizarse y convertirse hoy en una auténtica historia de salvación, con un impacto real en la vida.

Además, gracias a un complejo juego de referencias, el episodio abre la posibilidad de un tercer nivel de salvación, el del propio lector. Al narrarnos una historia, Dostoyevski nos presenta una posibilidad, una nueva perspectiva que puede influir en nuestras vidas. Nos permite vislumbrar, a través de la fuerza de una narración profundamente conmovedora, una verdad que puede cuestionar nuestro modo de ser y de ver las cosas.

Es allí, en lo más profundo de nuestro ser, donde el vigor vibrante de la historia actúa como la acción inesperada de la gracia, sacudiendo más allá de toda explicación lógica. ¿Podría la conmovedora historia del amor de Sonia y Raskólnikov hacernos intuir la belleza de un sacrificio, su poder para dar nuevo impulso a la vida o para despertar nuevas esperanzas? Al igual que Sonia, que encuentra en la historia de la resurrección de Lázaro la posibilidad de creer en algo imposible, también el lector, interpelado por la «resurrección» de Raskólnikov, de la cual Sonia es, en cierto sentido, «mediadora», puede vislumbrar la posibilidad de una promesa para él mismo. De alguna manera, la lectura ayuda al lector a imaginar posibilidades inesperadas, preparándolo para acoger la gracia, para reconocer la llamada de un Dios que se hace presente en su vida. Una historia emocionante, al tocar el corazón, puede despertar la capacidad de escuchar una llamada y, una vez escuchada, responder a ella, iniciando un camino de salvación.

***

En conclusión, la misericordia, fruto de una mirada compasiva y ajena a toda forma de violencia, es central en toda la vida de Jesús – como también lo es en la del príncipe y en la de Sonia – y encuentra una manifestación extraordinaria en el contexto de la pasión. Es una salvación que comienza con el encuentro con el rostro de Cristo en esta vida, para alcanzar su plena realización – contra toda esperanza – después de la muerte.

Este concepto lo encontramos, expresado de manera diferente, en el último libro de Dostoyevski, Los hermanos Karamázov. El joven protagonista Aliósha se siente devastado tras descubrir el cadáver en descomposición del starets Zósima, un ejemplo de santidad. Esta descomposición, trágica y desalentadora para una figura fallecida en «olor de santidad», parece contradecir el estado de gracia del difunto. Sin embargo, Aliósha, adormecido mientras escucha la lectura del episodio de las bodas de Caná, recibe en sueños la visita del starets. El texto es bellísimo: «Alegrémonos, bebamos el vino nuevo, el vino de la nueva y gran alegría […]. Mira a nuestro Señor, ¿lo ves? […] No le temas. Él nos parece terrible por su majestad, nos abruma por su grandeza, pero es infinitamente misericordioso; por amor se hizo semejante a nosotros y se regocija con nosotros, convierte el agua en vino para que la alegría de los invitados no se interrumpa, y espera nuevos invitados, llama continuamente a más, y así será por todos los siglos»[5].

Finalmente, con el corazón lleno de gozo, Aliósha despierta, sale de la celda y se arroja al suelo abrazando la tierra, llorando y jurando amarla. Como en la historia de Aliósha, se trata del encuentro con el rostro misericordioso del Salvador, que nos transforma, que nos salva al darnos el auténtico deseo de un amor vivido en plenitud. Dostoyevski, con sus extraordinarias novelas, puede ayudarnos a captar esta magnífica dimensión de la salvación. En Crimen y castigo, donde se menciona a Dios en varias ocasiones, esta dimensión de un camino hacia la salvación resulta, en cierto modo, explícita. En El idiota, la ausencia de referencias explícitas a Cristo y el trágico desenlace permiten evocar solo de manera indirecta el esplendor del rostro misericordioso de Jesús. Sin embargo, esto puede interpretarse como una premisa para el encuentro salvífico con Él. Siempre es el lector el destinatario último de las páginas de un escritor, el destinatario-activo de un posible camino de conversión.

  1. F. Dostoyevsi, Epistolario, vol. I, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1951, 168 s.
  2. Cf. B. Sesboüé, Jésus-Christ l’unique Médiateur, París, Desclée, 2003, 259-268.
  3. Cf. ibid., 293-297.
  4. Cf. ibid., 357-360.
  5. F. Dostoyevski, I fratelli Karamazov. I taccuini per «I fratelli Karamazov», Florencia, Sansoni, 1958, 512 s.
Piero Loredan
Sacerdote jesuita, actualmente estudia teología en el Centro Sévres de París. Escritor regular de nuestra revista, sus artículos versan preferentemente sobre cine.

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