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La doctrina de la tribulación

La portada del volumen “Las cartas de la tribulación”

Hemos querido volver a publicar el prólogo que el entonces P. Jorge Mario Bergoglio escribiera a Las cartas de la Tribulación (Buenos Aires, Diego de Torres, 1988), una colección que incluye siete cartas del padre general Lorenzo Ricci, escritas entre 1758 y 1773, y una del padre general Jan Roothaan, de 1831. En ellas se habla de una gran tribulación: la supresión de la Compañía de Jesús.

¿Por qué volver a proponer hoy un texto que tiene como fecha la Navidad de 1987? Durante los últimos años, el Papa no ha perdido oportunidad de citar Las cartas de la Tribulación y por eso nos parece importante volver a publicar este texto. Estas cartas, y las reflexiones del P. Bergoglio de 1987, fueron la espina dorsal de su homilía en la celebración de las vísperas en la iglesia del Gesù, en el 2014, con ocasión del 200º aniversario de la restitución de la Compañía de Jesús.

Las cartas y las reflexiones que las acompañan son relevantes para entender cómo siente Bergoglio que debe obrar como sucesor de Pedro, es decir como Francisco. Son palabras que él dice hoy a la Iglesia, repitiéndoselas antes que nada a sí mismo. Y sobre todo son palabras que el papa Francisco considera fundamentales hoy para que la iglesia esté en condiciones de afrontar tiempos de desolación, de turbación, de polémicas falsas y antievangélicas.

Releer hoy el prólogo de Bergoglio significa entrar en el corazón del pontificado que ha generado la exhortación Gaudete et exsultate como fruto maduro.

Antonio Spadaro S.I.

***

Los escritos que siguen tienen por autor a dos padres generales de la Compañía de Jesús: el P. Lorenzo Ricci (elegido general en 1758) y el P. Juan Roothaan (elegido en 1829). Ambos han debido conducir la Compañía en tiempos difíciles, de persecuciones. Durante el generalato del P. Ricci se llevó a cabo la supresión de la Compañía por el Papa Clemente XIV. Desde hacía mucho tiempo las cortes borbónicas venían «exigiendo» esta medida. El Papa Clemente XIII confirmó el Instituto fundado por San Ignacio, sin embargo, los embates borbónicos no cejaron hasta la publicación del Breve Dominus ac Redemptor, de 1773, en el cual la Compañía de Jesús quedaba suprimida[1].

También al P. Roothaan le tocaron tiempos difíciles: el liberalismo y toda la corriente de la Ilustración que desembocaba en la «modernidad». En ambos casos, en el del P. Ricci y en el del P. Roothaan, la Compañía era atacada principalmente por su devoción a la Sede Apostólica: se trataba de «un tiro por elevación». No faltaban, con todo, deficiencias dentro de las filas jesuitas.

No es el caso aquí detallar más los hechos históricos. Baste lo dicho para encuadrar la época de los dos padres generales. Lo importante es tener en cuenta que, en ambos casos, la Compañía de Jesús sufría tribulación; y las cartas que siguen son la doctrina sobre la tribulación que ambos superiores recuerdan a sus súbditos. Constituyen un tratado acerca de la tribulación y el modo de sobrellevarla.

En momentos de turbación, en los que la polvareda de las persecuciones, tribulaciones, dudas, etc., es levantada por los acontecimientos culturales e históricos, no es fácil atinar con el camino a seguir. Hay varias tentaciones propias de ese tiempo: discutir las ideas, no darle la debida importancia al asunto, fijarse demasiado en los perseguidores y quedarse rumiando allí la desolación, etc…

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En las cartas que siguen vemos cómo ambos padres generales salen al paso de tales tentaciones, y proponen a los jesuitas la doctrina que los fragua en la propia espiritualidad[2] y fortalece su pertenencia al cuerpo de la Compañía, la cual pertenencia «es primaria y debe prevalecer en relación a todas las otras (a instituciones de todo orden, sean de la Compañía o sean exteriores a ella). Ella debe caracterizar cualquier otro compromiso que, por ella, es transformado en “misión”…»[3].

Detrás de las posturas culturales y sociopolíticas de esa época subyacía una ideología: la Ilustración, el liberalismo, el absolutismo, el regalismo, etc. Sin embargo, llama la atención cómo ambos padres generales —en sus cartas— no se ponen a «discutir» con ellas. Saben de sobra que —en tales posturas— hay error, mentira, ignorancia… sin embargo, dejan de lado estas cosas y —al dirigirse al cuerpo de la Compañía— centran su reflexión en la confusión que tales ideas (y las consecuencias culturales y políticas) producen en el corazón de los jesuitas.

Parecería como si temieran que el problema fuera mal enfocado. Es verdad que hay lucha de ideas, pero ellos prefieren ir a la vida, a la situacionalidad que tales ideas provocan. Las ideas se discuten, la situación se discierne.

Estas cartas pretenden dar elementos de discernimiento a los jesuitas en tribulación. De ahí que, en su planteo, prefieran —más que hablar de error, ignorancia o mentira— referirse a la confusión. La confusión anida en el corazón: es el vaivén de los diversos espíritus.

La verdad o la mentira, en abstracto, no es objeto de discernimiento. En cambio, la confusión sí. Las cartas que siguen son un tratado de discernimiento en época de confusión y tribulación. Más que argumentar sobre ideas, estas cartas recuerdan la doctrina, y —‍por medio de ella— conducen a los jesuitas a hacerse cargo de su propia vocación.

Frente a la gravedad de esos tiempos, a lo ambiguo de las situaciones creadas, el jesuita debía discernir, debía recomponerse en su propia pertenencia. No le era lícito optar por alguna de las soluciones que negara la polaridad contraria y real. Debía «buscar para hallar» la voluntad de Dios, y no «buscar para tener» una salida que lo dejara tranquilo.

El signo de que había discernido bien lo tendría en la paz, don de Dios, y no en la aparente tranquilidad de un equilibrio humano o de una opción por alguno de los elementos en contraposición.

En concreto: no era de Dios defender la verdad a costa de la caridad, ni la caridad a costa de la verdad, ni el equilibrio a costa de ambas. Para evitar convertirse en un veraz destructor o en un caritativo mentiroso o en un perplejo paralizado, debía discernir. Y es propio del superior ayudar al discernimiento.

Este es el sentido más hondo de las cartas que siguen: un esfuerzo de la cabeza de la Compañía para ayudar al cuerpo a tomar una actitud de discernimiento. Tal actitud paternal rescata al cuerpo del desamparo y del desarraigo espiritual.

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Finalmente, una cosa más acerca del método. El recurso a las verdades fundamentales que dan sentido a nuestra pertenencia parece ser el único camino para enfocar rectamente un discernimiento. San Ignacio lo recuerda frente a cualquier elección: «el ojo de nuestra intención debe ser simple, solamente mirando para lo que soy criado…»[4].

Además, no es de extrañarse por el recurso que, en estas cartas, hacen los padres generales a los pecados propios de los jesuitas, los cuales —en un enfoque meramente discursivo y no de discernimiento— parecería que nada tendrían que ver con la situación externa de confusión provocada por las persecuciones. Lo que sucede no es casual: subyace aquí una dialéctica propia de la situacionalidad del discernimiento: buscar —dentro de sí mismo— un estado parecido al de fuera.

En este caso, un mirarse solamente perseguido podría engendrar el mal espíritu de «sentirse víctima», objeto de injusticia, etc. Fuera, por la persecución, hay confusión… Al considerar los pecados propios el jesuita pide —para sí— «vergüenza y confusión de mí mismo»[5]. No es la misma cosa, pero se parecen; y —de esta manera— se está en mejor disposición de hacer el discernimiento.

Las cartas que siguen fueron traducidas de su original latino[6] por el R.P. Ernesto Dann Obregón S.J., quien de esta manera pone en manos de tantos lectores esta joya de nuestra espiritualidad.

25 de diciembre de 1987

  1. Las interpretaciones históricas sobre la conducta del Papa Clemente XIV son variadas. El punto de vista de cada una de ellas parte siempre de alguna realidad objetiva. Pienso que no siempre es acertado el hecho de absolutizar esa verdad transformándola en la única clave interpretativa. Un buen compendio sobre el tema se puede encontrar en G. Martina. La Iglesia de Lutero a nuestros días, 4 vols., Madrid, Cristiandad, 1974; vol. II, pp. 271-287. Igualmente aporta abundante bibliografía. El juicio que de Clemente XIV hace Pastor en su Historia de los papas (vol. XXXVII) es sumamente duro. P. ej.: «la debilidad de carácter de Clemente XIV da la clave para entender su táctica de ceder en todo lo posible a las exigencias de las cortes borbónicas y de restablecer la paz por este medio…» (p. 90). «La cualidad más fatal del nuevo papa: la debilidad y la timidez, con las cuales andaban parejas su doblez y su lentitud» (p. 82). «A Clemente XIV le falta valor y firmeza; en todas sus resoluciones es lento hasta un extremo increíble. Cautiva a la gente con bellas palabras y promesas, la engaña y la fascina. Al principio promete cielo y tierra, mas luego pone dificultades y difiere la solución, según costumbre romana, quedando al fin triunfante. De esta suerte todos terminan por quedar prendidos de sus redes. Se da traza admirable para eludir toda decisión en sus contestaciones a los embajadores; los despide con buenas palabras y halagüeñas esperanzas que luego no se realizan. Quien pretenda conseguir una gracia ha de procurar lograrla en la primera audiencia. Por lo demás, un embajador perspicaz puede descubrir su doble juego, porque es muy propenso a hablar» (pp. 82-83). Estos son juicios que Pastor toma de documentaciones de la época, y si bien su opinión sobre el Papa Ganganelli termina siendo negativa, lo es mucho más la que sostiene sobre su secretario, Fray Bontempi, también fraile menor conventual, a quien «carga» prácticamente gran parte de la responsabilidad de los errores de Ganganelli. Bontempi —según Pastor— trató simoníacamente con el embajador español la supresión de la Compañía. Logró que Clemente XIV lo nombrara cardenal in pectore, pero fracasó cuando le exigió, en el lecho de muerte, la publicación del cardenalato. Pastor lo presenta como un sujeto ambicioso, sin escrúpulos, que se mueve entre bambalinas, y que procura «quedar bien»; de tal modo que prepara así su futuro.
  2. El P. José de Guibert, S.J., en su obra La Espiritualidad de la Compañía de Jesús (Santander, Sal Terrae, 1955, 486 págs.) afirma: «En consonancia con esto [se refiere al Decreto 11 de la Congregación General XIX, que eligió al P. Ricci como General] se halla la emocionante serie de cartas dirigidas por el nuevo general a sus religiosos a medida que las pruebas se acumulan y los peligros van en aumento. El 8 de diciembre de 1759, al siguiente día de los decretos de Pombal destruyendo las provincias portuguesas, invita a la oración para pedir por el pronto spiritum bonum, el verdadero espíritu sobrenatural de la vocación, la perfecta docilidad a la gracia divina. De nuevo el 30 de noviembre de 1761, en el momento en que Francia es a su vez alcanzada por la tempestad, lo que pide es poner del todo la confianza en Dios, aprovecharse de las pruebas para la purificación de las almas, recordar que nos allegan más a Dios, y sirven también para la mayor gloria de Dios. El 13 de noviembre de 1763 insiste también en la necesidad de orar y de hacer más eficaz la oración con la santidad de la vida, recomendando ante todo la humildad, el espíritu de pobreza y la perfecta obediencia pedida por san Ignacio. El 16 de junio de 1769, después de la expulsión de los jesuitas españoles, nueva llamada a la oración, al celo para purificarse de los menores defectos. En fin, el 21 de febrero de 1773, seis meses antes de la firma del Breve Dominus ac redemptor, en la falta de todo socorro humano quiere ver un efecto de la misericordia de Dios que invita a los que prueba a no confiar más que en Él; exhorta también a la oración, pero para pedir únicamente la conservación de una Compañía fiel al espíritu de su vocación: «Si, lo que Dios no permita, había de perder ese espíritu poco importaría que fuese suprimida, ya que se habría hecho inútil para el fin para que había sido fundada». Y termina con una cálida exhortación para mantener en su plenitud el espíritu de caridad, de unión, de obediencia, de paciencia, y de sencillez evangélica. Tales son las palabras con que la Divina Providencia quiso que se cerrase la historia espiritual de la Compañía en el momento de la prueba suprema del sacrificio total que se le iba a exigir. Cordara, y otros después de él, han censurado en Ricci una pasividad excesiva frente a los ataques de que su orden era objeto, una falta de energía y de habilidad para valerse de todos los medios a su disposición para frustrar los ataques; no es este el lugar de discutir si semejante crítica es fundada, pero lo cierto que es preferible oír, más bien que invitaciones a recurrir a habilidades humanas, legítimas, pero sin duda del todo inútiles, las reiteradas llamadas a la fidelidad sobrenatural, a la santidad de la vida, a la unción con Dios en la oración, como a cosas esenciales en aquellas últimas horas de la orden, en vísperas de morir» (pp. 318-319). «Apenas hay necesidad de recordar la protesta que el P. Ricci moribundo cuidó de leer, en el momento de recibir el viático en su prisión del Castillo de Sant Angelo, el 19 de noviembre de 1775: en el momento de comparecer ante el tribunal de la infalible verdad, era deber suyo protestar que la Compañía destruida no había dado ningún motivo para su supresión; lo declaraba y atestiguaba con la certeza que puede moralmente tener un superior bien informado del estado de su orden; luego, que él mismo no había dado motivo alguno, por ligero que fuese, para su prisión» (ibíd., nota 71).
  3. CG XXXII, IV, 66.
  4. Cf. EE. 169.
  5. Cf. EE. 48.
  6. Epistolae Praepositorumm Generalium ad Patres et Fratres Societatis Iesu, 4 vol., Rollarii, Iulii De Meester, 1909, pp. 257-307 y 332-346.
Jorge Mario Bergoglio
Jorge Mario Bergoglio nació en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936, hijo de un empleado ferroviario piamontés. A los 21 años entró como novicio en la Compañía de Jesús. Fue ordenado sacerdote en 1969, obispo auxiliar de Buenos Aires en 1992, arzobispo de la misma ciudad en 1998 y cardenal en 2001. Fue elegido Papa el 13 de marzo de 2013 con el nombre de Francisco.

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