¿Una muerte teológicamente irrelevante?
Continuando con nuestra anterior reflexión sobre Jesús de Nazaret[1], quisiéramos abordar aquí, aunque de manera esquemática y sintética, el problema de la actitud de Jesús ante su propia muerte, un acontecimiento cuya historicidad nadie pone seriamente en duda y que presumiblemente tuvo lugar el 7 de abril del año 30 d.C[2].
Comencemos con una afirmación decisiva de R. Bultmann, que ha marcado profundamente, directa o indirectamente, no solo la investigación estrictamente exegético-eclesial del siglo XX, sino también aquella más laica sobre Jesús, cuyos ecos se perciben aún hoy. Según el exégeta alemán, «Jesús no habló de su muerte y de su resurrección ni de su significado salvífico. Es cierto que en los evangelios se ponen en su boca algunas palabras con ese contenido, pero provienen de la fe de la comunidad»[3].
Con esta afirmación, Bultmann no solo ha cavado un abismo entre Jesús y la tradición eclesial, entre el tiempo pre-pascual y el tiempo post-pascual, entre la fe y la historia, sino que ha dejado definitivamente la muerte de Jesús fuera del horizonte teológico de Jesús, reduciéndolo a ser nada más que el anunciador de la Palabra de Dios, comprendido según los dictados de una teología luterana de la Palabra, entendida, por lo demás, de manera algo restrictiva[4]. Además, según el exégeta alemán, Jesús, aunque probablemente no se considerara tal, «murió en la cruz como un profeta mesiánico, ni más ni menos que otros agitadores»[5].
Es inevitable extraer de estas afirmaciones la conclusión de que la muerte de Jesús fue para él un destino trágico y fatal, que acabó desmintiendo la llegada del Reino de Dios Padre, anunciado por él mismo como inminente, en una modalidad que Bultmann no duda en definir como «mítica» y, por lo tanto, necesitada de una profunda revisión hermenéutica[6].
Impulsados por la radical subestimación bultmanniana de la dimensión estrictamente teológica que Jesús pudo haber atribuido a su propia muerte, y por la importancia que tiene la historia de los efectos de esta elección hermenéutica —que de hecho abrió las puertas a las posteriores interpretaciones secularizadas y unilateralmente políticas del destino del Nazareno—, queremos comenzar nuestro ensayo tratando de mostrar cómo, hoy en día, ya solamente a partir de los textos y de los acontecimientos evangélicos que podemos razonablemente situar en el terreno histórico, se puede afirmar que Jesús consideró en realidad su muerte como parte integrante del anuncio del Reino que él mismo proclamaba.
Una muerte cada vez más posible
Debe considerarse ante todo cómo Jesús, tras el éxito inicial de su ministerio en Galilea, tuvo que afrontar no solo la creciente incomprensión de sus discípulos y de quienes lo escuchaban (cf. Mc 4,13.40; 6,52; 6,1-6; 8,14-21), sino también la progresiva radicalización de las oposiciones a su predicación por parte de las autoridades religiosas y políticas judías (cf. Mc 7,1). Esto terminó por hacer cada vez más peligrosa su misión como anunciador del Reino del Padre, una peligrosidad que aparece en relación con el trágico destino de muchos profetas de Israel, siendo Jeremías el primero de ellos (cf. Jer 7-10.26 y 2 Cr 36,14-16).
Y es precisamente la historia de Jeremías la que recibe una luz muy particular, no solo a partir de las ya conocidas profecías del Nazareno relativas a la destrucción del templo de Jerusalén (cf. Mc 13,1-4; Lc 19,41-44), sino también de su decisión de subir a Jerusalén y de su gesto de crítica profético-simbólica dirigido allí contra la gestión del templo, corazón religioso del judaísmo y, al mismo tiempo, centro del poder económico-político del país (cf. Mc 11,1-11.15-19 y paralelos)[7].
Todo esto debe además ponerse en relación con la extendida crítica intratestamentaria hacia el mismo templo[8]. Se trataría de un gesto simbólico en sí ciertamente modesto, pero que, vinculado a los anuncios sobre la destrucción del templo, podía aparecer no obstante como un desafío lanzado a las autoridades saduceas responsables de su gestión. Un desafío que, sumado a las críticas fariseas que ya habían sido dirigidas contra Jesús durante su ministerio en Galilea, habría terminado por contribuir a su posterior condena a muerte.
En cualquier caso, estos episodios muestran que él «debía considerar de manera realista la posibilidad de una muerte violenta y que, en el diálogo con la historia, podía al final (a más tardar durante la última cena) considerar su martirio como probable o incluso como algo cierto»[9].
Muerte inminente y anuncio del Reino del Padre
Esta progresiva toma de conciencia de la eventualidad de su propia muerte debe vincularse también con lo que todos consideran el núcleo de la predicación y de la misión histórica de Jesús, es decir, el anuncio del Reino del Padre. Esto significa afirmar que, así como antes su vida y su acción, también la incomprensión, la oposición y la misma perspectiva de la muerte fueron asumidas por él de manera progresiva como aspectos íntimamente vinculados a la llegada del Reino del Padre. Jesús contempla el destino de no pocos profetas y, no en último lugar, el de Juan el Bautista, ejecutado por Herodes Antipas probablemente en el año 28 d.C., al inicio de la misión de Jesús.
Como afirma Dunn, «es presumible que Jesús, de algún modo, haya relacionado su proclamación de la buena noticia sobre la inminente venida del Reino de Dios con la previsión de su propia muerte. No es en absoluto verosímil que haya visto en su muerte el signo del fracaso del designio predeterminado de Dios; por el contrario, es mucho más plausible que la considerara como la realización de ese designio o como una de sus consecuencias. Por mucho que esta perspectiva lo llenara de temor, Jesús ciertamente no vio en su muerte una derrota o una catástrofe: si hubiera sido así, ¿habría emprendido con tanta determinación el viaje hacia Jerusalén?»[10].
Y que se trate del Reino del Padre está bien atestiguado, además de por la oración del Padrenuestro —que Jesús mismo enseñó a sus discípulos—, también por el uso que Jesús hizo de la palabra Abbá, expresión aramea que él utilizó con certeza (cf. Mc 14,36). Sin entrar en cuestiones directamente exegéticas, podemos en todo caso afirmar que el uso que Jesús hizo de dicha expresión presupone una relación filial y sorprendentemente íntima con Dios. Algo aún más significativo si se considera que el Primer Testamento califica rara vez a Dios como Padre y, cuando lo hace, es casi exclusivamente en relación con Israel, considerado como hijo (cf. Os 11,1-4).
Nos encontramos, por tanto, ante una relación con Dios vivida en términos sorprendentemente filiales, lo cual, como consecuencia lógica, permite comprender cómo Jesús se consideraba a sí mismo Hijo de un modo del todo particular, si no único (cf. Lc 2,41-52). Y esto se afirma sin necesidad de especificar más en detalle las características de esa especial autocomprensión filial, salvo remitirnos a la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mc 12,1-9 y paralelos), un texto que cuenta con buenas probabilidades de ser atribuido al ámbito histórico y en el cual Jesús une la línea profética, representada por los siervos, y la línea filial, encarnada por el hijo y único heredero de la viña del padre[11].
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Tratándose además del Abbá de Jesús, la identidad de este Padre debe afirmarse no de manera extrínseca, es decir, no predefiniendo sus contenidos a priori, sino siempre y únicamente remitiéndose de forma constante al comportamiento y a la enseñanza del mismo Jesús. Y aquí es indispensable recurrir a las parábolas típicamente jesuánicas sobre la misericordia, así como a su actitud hacia los pecadores, que dichas parábolas presuponen y genialmente ilustran, como ha mostrado claramente Lucas. En esta perspectiva, podemos entonces afirmar sintéticamente que el Padre de Jesús se caracteriza por un amor sin límites, que se manifiesta con una fuerza del todo particular en el perdón concedido a los pecadores y en el amor hacia los enemigos, es decir, frente al inquietante misterio del mal y de la injusticia en el mundo, como el propio Jesús afirma en el Discurso de la Montaña. Este nos parece ser, en síntesis, el horizonte dentro del cual Jesús afrontó presumiblemente la eventualidad de su propia muerte.
¿Una muerte anunciada?
¿La eventualidad de su muerte fue además anunciada explícitamente por Jesús? En este punto, el pensamiento se dirige espontáneamente a los tres anuncios sinópticos de la pasión. Sin embargo, un examen, aunque sea rápido, de estos textos muestra claras huellas de una relectura pospascual, particularmente evidentes en Mc 10,33-34 y Mt 20,18-19. Entre estos textos destaca, sin embargo, Lc 9,44, que a la forma arcaica de la expresión («el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres») une además la ausencia de cualquier referencia a la resurrección. Ya esto permite suponer que podríamos encontrarnos aquí ante una forma del anuncio cercana a la que Jesús utilizó históricamente.
En lo que respecta al uso directo de la figura del Hijo del hombre, este resulta coherente con la tradición enoquiana[12]; mientras que la singularidad del uso que hace aquí Jesús en relación con su muerte encuentra su plausibilidad histórica en la reacción escandalizada de Pedro y en la violenta reprensión del Maestro, cuya inaudita equiparación del apóstol con Satanás no fue jamás utilizada por Jesús, ni siquiera frente a sus peores enemigos.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos si tal anuncio y la conciencia de su propia muerte que este presupone pueden ponerse también en relación con la última cena. Para responder de manera críticamente fundada a esta cuestión, es necesario al menos aludir previamente a la problemática de la última cena considerada en sí misma, problemática que ya de por sí resulta bastante compleja, dado que en ella se entrelazan diversas cuestiones que aquí solo podremos mencionar.
¿Última cena del Reino o «séder» pascual?
Aunque no existen dudas razonables sobre el hecho de que Jesús, la noche en que fue traicionado, celebró una última cena con sus discípulos —como atestiguan de manera concorde la tradición sinóptica, la joánica y la paulina— y que en esa cena vinculó, mediante gestos y palabras, el pan y el vino a su cuerpo y a su sangre (cf. Mc 14,22-24; Mt 26,26-28; Lc 22,19-17; 1 Cor 11,23-26), aquí termina el consenso entre las fuentes y, en consecuencia, también entre los estudiosos.
En los sinópticos, la última cena es presentada como la cena ritual de la Pascua judía, es decir, el séder pascual, mientras que Juan la describe simplemente como una cena celebrada «antes de la fiesta de la Pascua» (Jn 13,1), la cual habría comenzado al atardecer del día siguiente (cf. Jn 18,28 y 19,14). Además, Juan omite toda referencia directa a la institución de la Eucaristía, que Pablo, por su parte, se limita a situar de manera genérica en «la noche en que fue entregado» (cf. 1 Cor 11,23).
Esta situación de las fuentes coloca no solo al historiador, sino también al teólogo, ante una quaestio disputata, en la que son legítimas distintas soluciones, cuyo valor depende del peso de los argumentos que se esgriman en su favor. Según la mayoría de los estudiosos, es necesario optar entre la cronología sinóptica y la cronología joánica, que parece gozar de mayor aceptación, no solo por Jn 18,28, sino también porque resulta difícil imaginar que las autoridades judías pudieran haber organizado un proceso contra Jesús en la misma noche en que se celebraba el séder pascual y, al mismo tiempo, haber estado presentes en su condena y ejecución precisamente en el día de Pascua[13].
Nosotros nos adherimos a esta hipótesis, que por ahora es la más aceptada, señalando sin embargo que, más allá de las diferentes propuestas formuladas por los estudiosos, las discusiones histórico-exegéticas tienen el mérito de mostrar que aquella cena, en todo caso, tuvo lugar en una semana cargada sin duda de significados simbólicos, que no podían dejar de interpelar no solo a los narradores evangélicos, sino, con toda probabilidad, al mismo Jesús.
Según la hipótesis mayoritaria, Jesús, consciente de la inminencia de su propia muerte, invita por tanto a sus apóstoles a una cena «que no pertenecía a ningún rito judío determinado, sino que era su despedida, en la que Él ofrecía algo nuevo, se entregaba a sí mismo como el verdadero Cordero, instituyendo así su Pascua»[14]. Se trató de un banquete particularmente solemne que, como sugiere A. Puig i Tàrrech, se desarrolló de acuerdo con el estilo de las comidas solemnes judías. Estas, en evidente conexión con la estructura del séder pascual, incluían: «una oración de bendición/acción de gracias sobre el pan, al inicio de la comida; la comida propiamente dicha, abundante y completa, compartida por todos; y una oración de bendición/acción de gracias sobre el cáliz, después de haber comido»[15]. Nos encontramos así ante un banquete solemne, que refleja la inminente festividad pascual judía, una celebración que Jesús nunca podrá llevar a cabo ritualmente, ya que al día siguiente será condenado y morirá, precisamente en el momento en que en el Templo se estarán sacrificando los corderos para el séder pascual, como sugiere implícitamente el evangelio de Juan (cf. Jn 19,14)[16].
Pero hablar de un banquete significa también evocar los muchos banquetes del Reino en los que Jesús había participado durante su ministerio público, para celebrar la misericordia del Padre hacia los pecadores, y que tanta oposición habían suscitado entre muchos fariseos, como atestigua claramente la tradición sinóptica (cf. Mc 2,16). A banquetes de este tipo parece aludir también el propio Jesús cuando afirma: «Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios» (Mc 14,25; cf. Lc 22,18). Esta afirmación de tono escatológico «es, por tanto, una confirmación del hecho de que en aquella hora Jesús asumía plenamente la posibilidad de una muerte violenta, pero al mismo tiempo conservaba en su interior, con plena confianza, la esperanza en la basileia, que constituía el núcleo central de su predicación»[17].
Un gesto profético
Sin detenernos en la vexata quaestio sobre las palabras exactas que Jesús habría pronunciado sobre el pan y el vino, aquí nos basta considerar su sentido general, que resulta relativamente claro. Estas palabras, al realizar lo que significan, ponen en relación profética el pan y el vino con el cuerpo y la sangre de Jesús, remitiendo así todo su ser humano a su muerte ya inminente. Y esto dentro de una cena que evocaba, al mismo tiempo, los banquetes del Reino y el misterio pascual, cuya celebración estaba ya a las puertas. Si nos limitamos a considerar este hecho en función de nuestro tema específico, ello significa que, así como toda la vida de Jesús fue un don para dar testimonio, en cuanto Hijo, a los pecadores y a los pobres de la misericordia del Padre, también su muerte habría de serlo, vivida igualmente de manera filial y, además, en un horizonte de esperanza sugerido por la inminente festividad pascual. Nunca como en el caso de Jesús se cumple plenamente el dicho de que uno muere como ha vivido. Él muere como ha vivido: como Hijo de ese Padre misericordioso cuyo reinado había anunciado.
Para expresar la entrega radical de sí mismo con la que Jesús se dispone ahora a afrontar su propia muerte, muchos estudiosos hablan de proexistencia amante, es decir, de una existencia vivida en favor de los demás, término evidentemente acuñado a partir del pro vobis y del pro multis de la traducción latina de las palabras institucionales que nos ha transmitido la posterior tradición litúrgico-eclesial[18]. En esta perspectiva, Romano Penna afirma que las palabras proféticas de Jesús sobre el pan y el vino atestiguan, como mínimo, «una discreta pero clara alusión a la entrega de sí mismo en favor, al menos, de los comensales (si no también de Israel y de las naciones)»[19]. Una entrega de sí mismo, filial, perfectamente coherente con aquella proexistencia que caracterizó todo el ministerio público de Jesús en favor de los pobres y de los pecadores, y que las palabras institucionales postpascuales han explicitado posteriormente de diversas maneras.
Así, «del contexto de la última cena se desprende, por parte de Jesús, la conciencia de morir como el último enviado de Dios a su pueblo, y que su muerte, como lo fue toda su vida, será fuente de bendición para sus discípulos. El Reino anunciado, por el cual él estuvo dispuesto a morir, vendrá, y allí volverán a ser comensales»[20]. Con Gamberini podemos añadir que «en la íntima comunión con el Padre, Jesús fue madurando la interpretación de su propia muerte. El Reino de Dios constituía para Jesús una apertura fundamental y definitiva, aunque este destino del Reino implicara una oscuridad respecto al modo en que Dios llevaría a cabo su salvación en y a través de su pasión y muerte. Abierto y disponible a la soberanía del Padre, Jesús esperaba que fuese el Padre quien diera un significado salvífico, quien revelara el fin de su final»[21].
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Considerada desde esta perspectiva, la proexistencia de Jesús deja entrever también la presencia de una soteriología implícita o indirecta. De hecho, hoy «casi nadie cuestiona ya la posibilidad de que Jesús, en virtud de la actitud fundamental de su existencia a favor de los otros, haya podido otorgar un sentido salvífico a su muerte inminente. Sin embargo, demostrarlo es una empresa difícil. Solo después de la Pascua encontramos con certeza y de manera incuestionable una concepción soteriológica de su muerte»[22]. Este consenso es, no obstante, importante, porque muestra que justamente esa soteriología implícita «se convirtió en la base y el punto de partida de las explicaciones postpascuales»[23], que de este modo pierden su supuesta arbitrariedad histórica, como sugiere en cambio la perspectiva bultmaniana.
Un contexto ricamente simbólico
Esta riqueza simbólica del último banquete de Jesús en el Reino se ve aún más acrecentada si tenemos en cuenta el aspecto judicial vinculado a la figura enoquiana del Hijo del Hombre. Asumiéndola sustancialmente desde el inicio de su ministerio público, Jesús dejaba entrever, ya en su obrar, la presencia de un juicio de misericordia anterior al juicio escatológico, al que estaba exclusivamente vinculado el recurso más específicamente enoquiano a tal figura.
Al vincularla explícitamente a su propia muerte también durante la última cena (cf. Mc 13,21 y par.), como ya había hecho antes en Lc 9,44, Jesús parece ahora confirmar la existencia de una relación entre su muerte ya inminente y ese juicio de misericordia para los pecadores que él había anticipado durante su ministerio público, confirmando así la presencia de una soteriología implícita incluso en su misma muerte.
El simbolismo de la última cena se enriquece aún más con la ya mencionada conexión joánica entre la muerte de Jesús y la figura del cordero pascual: una conexión cuya paternidad al menos verosímilmente jesuana sería incomprensible negar, una vez aceptada la hipótesis de la solidez histórica de la cronología joánica. El amplio y seguro uso que Jesús hizo del estilo parabólico muestra, en efecto, que el judío Jesús era una personalidad singularmente atenta al significado simbólico de la realidad.
Si esto es cierto, los gestos y las palabras de Jesús durante la última cena, situados en un contexto histórico objetivamente ya cargado de símbolos, pueden ser legítimamente interpretados teniendo en cuenta también la inmolación de los corderos en el templo que preparaba la celebración pascual. Considerados bajo esta luz, aquellos gestos y palabras de Jesús pueden, por tanto, dejar traslucir una identificación implícita de sí mismo, por él mismo sugerida, con el cordero pascual, cuya sangre, según Ex 12,7.22, había salvado del ángel de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto.
Según la hipótesis que estamos siguiendo, la noche en que se celebró aquella cena faltaba el cordero pascual en la mesa[24]. Esta ausencia se debía al hecho de que aquel banquete no fue un séder pascual, puesto que el cordero habría sido inmolado solamente al día siguiente. Pero todo parece desarrollarse como si, precisamente mediante esta ausencia, Jesús quisiera sugerir que, en breve, sería sorprendentemente él mismo quien se convertiría en el cordero pascual. Esta posible, inicial indicación simbólica de Jesús sería luego explicitada literariamente en Jn 19,29 mediante la introducción del hisopo (hyssopos) en lugar del más verosímil históricamente hyssos (lanza) de los sinópticos, remitiendo así explícitamente, junto con la no fractura de las piernas en Jn 19,33-37, al cordero pascual de Ex 12,22[25].
Una muerte asumida con «autoridad»
Desde la perspectiva que aquí se va delineando progresivamente, el último banquete del Reino se nos presenta cada vez más como suspendido en el inminente paso de la antigua a la nueva alianza. De hecho, tiene lugar a la sombra de la Pascua judía que ya se aproxima, abriéndose, sin embargo, proféticamente hacia la nueva Pascua que Jesús mismo habría de realizar al día siguiente en el Calvario. Repitámoslo una vez más: sería realmente extraño que a un judío de la inteligencia de Jesús le hubiese pasado desapercibida toda esta riqueza simbólica sugerida por las mismas circunstancias históricas en las que se desarrolló aquel último banquete del Reino, que él mismo había querido celebrar precisamente la noche anterior a su muerte. Y es que, negar tal inteligencia simbólica al rabí de Nazaret implica, inevitablemente y de forma paradójica, atribuírsela a esos discípulos a quienes todas las fuentes bíblicas unánimemente se la niegan. El único candidato capaz de enfrentarse a semejante desafío habría sido Pablo, pero, como el propio apóstol testimonia a principios de los años cincuenta (cf. 1 Cor 11,23-26), en lo que concierne a la tradición de la cena él no elabora nada nuevo, sino que se limita a transmitir lo que, a su vez, había recibido del Señor mediante la primitiva tradición apostólica, poco después de su encuentro con el Resucitado, y por tanto ya durante los años treinta.
En realidad, fue precisamente la aguda inteligencia simbólica y escriturística de Jesús la que sentó las bases suficientes para que, tras la resurrección y en un tiempo muy breve, la más antigua tradición apostólica pudiera desarrollar el memorial, ya no solo de la Pascua judía, ni mucho menos solo el de la última cena, sino el de la Pascua de Jesús, esa nueva y eterna alianza en la que la antigua no queda abolida, sino que encuentra su pleno y definitivo cumplimiento.
Ahora bien, precisamente esta extraordinaria inteligencia simbólica y escriturística del rabí de Galilea deja traslucir un modo de afrontar su propia muerte que no se deja dominar, sucumbiendo, por los acontecimientos —por más dramáticos que fueran— que debía enfrentar. Todo parece desarrollarse como si Jesús casi los sobrevolara espiritualmente, a pesar de percibir toda su crudeza dramática, como atestigua el episodio de Getsemaní. Este comportamiento, en realidad, no resulta sorprendente, pues remite al modo en que Jesús vivió toda su misión pública: con esa misteriosa y, al mismo tiempo, discreta autoridad (exousia) de su yo, que se manifiesta, sin imponerse nunca de forma incontrovertible, en algunos de sus gestos y palabras que pueden situarse en terreno histórico.
Su importancia es tal que la investigación cristológica contemporánea habla al respecto, como es sabido, de cristología implícita. Además de la ya mencionada particular conciencia filial de Jesús, podemos recordar aquí también el hecho de que el rabí de Nazaret no llama a sus discípulos para que aprendan la Torá, como hacían los fariseos de su tiempo, sino para que sigan a su persona[26], o bien su actitud global ante la Torá[27].
Una muerte vivida en un horizonte de esperanza
El panorama que acabamos de delinear nos permite ahora explicitar el horizonte de esperanza dentro del cual Jesús vivió su propia muerte, avanzando así algunos pasos en la dirección de superar incluso la prohibición bultmaniana relativa a su resurrección.
Ante todo, no debemos negar a Jesús lo que se concede con facilidad a la mayoría de sus correligionarios de la época: la fe en la resurrección corporal al final de los tiempos, a la que se suma la exaltación post mortem del justo martirizado, propia de la tradición sapiencial (cf. Sab 3,1-9 y 5,1-5).
Deben considerarse también el contexto pascual y la actitud filial de confianza con la que él vivió concretamente la inminencia de su muerte, actitudes que debieron haberle proporcionado un horizonte de esperanza en la intervención del Padre, a lo que se suma además la dimensión escatológica comúnmente asociada a la figura enoquiana del Hijo del Hombre, que él hizo suya.
A partir de la convergencia indiciaria de todos estos elementos, «debe admitirse que Jesús albergó esperanza en un futuro más allá de la muerte»[28], de modo que es posible «entrever una esperanza formulada antes de la mañana de Pascua»[29].
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Cf. M. Imperatori, Gesù di Nazaret tra ricerca storica e teologia, en Civ. Catt. 2012 III 3-16. ↑
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Cf. J. P. Meier, Un ebreo marginale. Ripensare il Gesù storico 1. Le radici del problema e della persona, Brescia, Queriniana, 2001, 405. ↑
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R. Bultmann, Gesù, Brescia, Queriniana, 1984, 170. ↑
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Cf. ibid., 172. No por casualidad, después de una brevísima introducción histórica, todo el texto bultmanniano gira solo y exclusivamente en torno a la predicación de Jesús. ↑
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Ibid., 24. ↑
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Cf. R. Bultmann, Credere e comprendere, Brescia, Queriniana, 1986, 1.017 ss. ↑
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Sanders, que como muchos otros autores identifica en la actitud de Jesús hacia el templo y los saduceos el único motivo real que le llevaría a la muerte, considera cierto «que Jesús predijo o amenazó públicamente con la destrucción del templo» (E. P. Sanders, Gesù e il giudaismo, Génova, Marietti, 1992, 103), mientras que «la entrada fue probablemente realizada deliberadamente por Jesús para simbolizar la llegada del reino y su propio papel en él» (ibid., 397). Jossa, en cambio, resta importancia a estos episodios, considerando ambos como «acciones simbólicas que sólo habrán atraído la atención de algunos grupos de espectadores» (G. Jossa, La condanna del Messia, Brescia, Paideia, 2010, 160). ↑
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«La literatura intratestamentaria, empezando por el Libro de los Sueños, escrito hacia 160 a.C., presenta repetidamente la profecía de la destrucción del templo de Jerusalén. Era una profecía-deseo expresada por enoquistas y qumranianos y, en la época de Jesús, era un motivo muy conocido y extendido». (P. Sacchi, Gesù e la sua gente, Milán, Paoline, 96 s). ↑
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H. Schürmann, Regno di Dio e destino di Gesù, Milán, Jaca Book, 1996, 58 s. ↑
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J. D. G. Dunn, Gli albori del cristianesimo I. La memoria di Gesù 3. L’ acme della missione di Gesù, Brescia, Paideia, 2007, 875. ↑
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«Esta parábola es el texto más elevado que Jesús nos dejó sobre el sentido de su misión. No sólo habla de la relación tan especial que Jesús creía tener con Dios y, por tanto, de la base de su autoridad, sino que también habla del sentido último de la misión de Jesús: la necesidad de su muerte para que pudiera predicarse el reino de Dios» (P. Sacchi, Gesù e la sua gente, Cinisello Balsamo [Mi], San Paolo, 2003, 182). ↑
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De Enoc, el patriarca antediluviano (cf. Gn 5,21-24), personaje central del llamado Pentateuco Enoquista, en uno de cuyos libros -el Libro de las Parábolas de Enoc, probablemente del año 30 d.C.- se menciona la figura trascendente y judicial del «Hijo del Hombre». Esta vertiente de la investigación intratestamentaria ha encontrado sus expertos más autorizados en P. Sacchi y G. Boccaccini. ↑
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Cf. J. P. Meier, Un ebreo marginale. Ripensare il Gesù storico 1. Le radici del problema e della persona, cit., 377-401; J. Ratzinger – Benedetto XVI, Gesù di Nazaret. Dall’ingresso in Gerusalemme fino alla resurrezione, Ciudad del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 2011, 122-129. Si hace unos años, refiriéndose al proceso de Jesús, Jossa escribía que «una reconstrucción del proceso de Jesús debe, por tanto, partir necesariamente del Evangelio de Marcos» (G. Jossa, Il processo di Gesù, Brescia, Paideia, 2002, 47-55), recientemente, refiriéndose a la Última Cena, también reconoció que, «una vez excluidos todos los intentos de ponerse de acuerdo sobre los textos, todas las probabilidades están del lado de la datación de Juan» (Id., Gesù. Storia di un uomo, Roma, Carocci, 2010, 117). S. Barbaglia ha relanzado el debate, defendiendo en cambio la identificación tradicional entre la Última Cena y el Séder pascual sobre la base de una hermenéutica canónica de los textos evangélicos realizada con sugestivo rigor y atenta al contexto judío (cf. S. Barbablia, Il digiuno di Gesù all’ultima cena. Confronto con le tesi di J. Ratzinger e di J. Meier, Asís (Pg), Cittadella, 2011). ↑
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J. Ratzinger – Benedetto XVI, Gesù di Nazaret. Dall’ingresso in Gerusalemme fino alla resurrezione, cit., 130. ↑
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A. Puig i TÀrrech, Gesù. La risposta agli enigmi, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2007, 575. ↑
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Cf. R. E. Brown, Giovanni, Asís (Pg), Cittadella, 1991, 1.111. ↑
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J. Gnilka, Gesù di Nazaret. Annuncio e storia, Brescia, Paideia, 1993, 361 s. Se trata de algo dicho que «en su autenticidad no ha sido nunca puesto en duda» (ibid., 362). ↑
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Cf. H. Schürmann, Jesu ureigener Tod, Leipzig, St. Benno, 1975. ↑
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R. Penna, I ritratti originali di Gesù il Cristo. Inizi e sviluppi della cristologia neotestamentaria 1. Gli inizi, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1997, 165. ↑
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M. Gronchi – J. Llunga Muya, Gesù di Nazareth. Un personaggio storico, Milán, Paoline, 2005, 214. ↑
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P. Gamberini, Questo Gesù (At 2,32). Pensare la singolarità di Gesù, Bolonia, Edb, 2005, 158. ↑
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H. Kessler, Cristologia, Brescia, Queriniana, 2001, 59. ↑
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Ibid., 60. ↑
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Es significativo que ni siquiera los relatos sinópticos de la Última Cena, que la identifican con el séder pascual, mencionen el cordero pascual. ↑
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Desde el punto de vista estrictamente literario, cf. R. E. Brown, Giovanni, cit., 1.131 e 1.158. ↑
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Cf. R. Penna, I ritratti originali di Gesù il Cristo. Inizi e sviluppi della cristologia neotestamentaria 1. Gli inizi, cit., 45-57. ↑
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Cf. ibid., 74-86. Penna no duda en afirmar en síntesis que, por la presencia de tal cristología implícita, «para atenerse a afirmaciones mínimas, es necesario reconocer que su comunión con Dios parece superar los cánones normales de la experiencia religiosa» (ibid., 170). Según Jossa, Jesús fue condenado precisamente porque «planteaba el problema de su reconocimiento como aquel que anunciaba el giro decisivo en la historia de Israel» (G. Jossa, La condanna del Messia, cit., 190 ss.). ↑
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M. Gronchi, Trattato su Gesù Cristo Figlio di Dio salvatore, Brescia, Queriniana, 2008, 218. ↑
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J. D. G. Dunn, Gli albori del cristianesimo I. La memoria di Gesù 3. L’acme della missione di Gesù, cit., 873. ↑
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