«Después del Covid-19 todo será distinto de como era antes»: hemos escuchado a menudo frases similares. Sin embargo, las opiniones difieren sobre «cómo» será distinto y, además, también existen valoraciones diferentes sobre cómo estaban las cosas antes. ¿De qué modo nos comportaremos después del Covid-19? La respuesta al dilema depende de las opiniones que tenemos sobre la pandemia.
Podríamos pensar que la crisis del Covid-19 es el mero resultado de una enfermedad infecciosa viral. En este caso, las medidas para el «después» se enfocarían en una mejora de la prevención de los contagios, en políticas higiénicas y medidas preventivas más eficaces contra la epidemia, en el desarrollo de vacunas y remedios, en la recuperación de una economía debilitada por la pandemia, etc. Si la perspectiva es esta, una infección viral es vista como un obstáculo inesperado y a superar; y es esto lo que han hecho los órganos administrativos centrales y locales en Corea cuando se ocuparon del Covid-19.
Pero también es importante enfrentar el Covid-19 desde una perspectiva social. Intentaremos comprender cómo el surgimiento de la epidemia, tanto hoy como históricamente, está frecuentemente ligado a la falta de respeto por los ritmos y los espacios de la naturaleza. Analizaremos, además, la correlación intrínseca entre el colapso del ecosistema y la economía globalizada, que para maximizar las utilidades explota los recursos, usa mano de obra a bajo costo, pone en acción un capitalismo desregulado.
Esta mentalidad orientada al crecimiento ha echado raíces, se ha vuelto la ideología de la economía globalizada. Desde esta óptica, el Covid-19 no es en absoluto un mero obstáculo a superar, sino más bien una señal de alarma que concierne al concepto mismo de crecimiento económico, en cuanto exclusivamente considerado en clave de progreso y desarrollo. Somos nosotros mismos, seres humanos, los responsables de tal desastroso contagio viral. En la batalla contra el virus, es necesaria una conversión radical del hombre, para que sepa abandonar la avidez, la instrumentalización de otros seres humanos y de la naturaleza, y así custodiar y valorizar la obra de la creación. Lo que pensamos sobre el «después» requiere un examen fundamental de conciencia sobre el «antes».
Las medidas que fueron adoptadas en la crisis desde el primer punto de vista son necesarias, pero no suficientes. No se puede descuidar el segundo punto de vista, si se quiere afrontar el Covid-19 de manera radical. El Covid-19 es, por un lado, un incidente sanitario y, por otro, un problema ambiental. Concierne al problema humano del desarrollo y de la economía. Si nos limitamos a considerarlo una enfermedad o una complicación ambiental, se pierde el punto esencial y no se encontrarán las verdaderas soluciones. Como dice el Papa Francisco en la encíclica Laudato si’ (LS), debemos recordar que «No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental» (LS 139).
Globalización y pandemia
Si se considera la crisis del Covid-19 en el contexto social, se tendrá que poner atención a la estrecha relación que subsiste entre la explosión de un contagio viral pandémico y la globalización. En primer lugar, la globalización ha acrecentado enormemente la rapidez del contagio. Antes de la era de los transportes, epidemias análogas constituían problemas regionales: se difundían a través del comercio marítimo, pero la larga duración de los viajes generalmente impedía la propagación de la enfermedad. Hoy, en cambio, desde que el mundo está conectado por redes de transporte de alta velocidad, una infección viral, una vez que explota, puede difundirse rápida y universalmente.
Además, la economía globalizada ha suprimido todas las regulaciones a la inversión de capital en todo el mundo. Se encrudece la actividad minera insensata, la deforestación y otras actividades destructivas. Se está produciendo una devastación masiva del ecosistema por parte del hombre, cuyas consecuencias han conducido de diversas maneras a la propagación del contagio. En términos generales, la contaminación ambiental favorece la proliferación de los virus. Los animales salvajes, que han perdido su habitat a causa del desarrollo excesivo, se acercan a los centros habitados y hacen aumentar la probabilidad de que el hombre entre en contacto con los virus. Según un estudio reciente, el número de animales afectados por enfermedades virales zoonóticas es 2,5 veces mayor en las áreas en las que el ambiente natural fue destruido por el desarrollo. La agricultura intensiva constituye una vía habitual a través de la cual los virus infectan a los seres humanos. El monocultivo intensivo, la tala y los incendios destruyen los bosques, reduciendo en consecuencia la biodiversidad y las especies autóctonas, y proveen a los virus, en definitiva, un ambiente más propicio.
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El cambio climático – que ha sido causado por un crecimiento económico continuo vigente desde el inicio de la industrialización, pero también por nuestro estilo de vida basado masivamente en la producción, la distribución, el consumo y la eliminación de desechos – provoca incrementos numéricos en la población de animales que son vehículos de virus. Esto produce enfermedades virales. Incluso el derretimiento del permafrost, causado por el calentamiento global, en el futuro podría liberar varios tipos de virus hasta ahora sepultados en el hielo.
En síntesis, hemos sido nosotros los seres humanos los que hemos invocado a los virus. Antes de que estos atacaran al hombre, fue el hombre quien agredió a la naturaleza. Detrás de la situación actual, está el sistema capitalista globalizado que solo busca la maximización de las ganancias. Para combatir una pandemia como la del Covid-19, entonces, no bastan las políticas sanitarias y las medidas preventivas destinadas específicamente a contener el contagio: debemos considerar lo que se esconde detrás de su explosión, asumiendo una mirada crítica más amplia, que comprenda a la economía globalizada.
La economía globalizada
En el corazón de la globalización se encuentra la «economía». Ha habido un proceso de integración global a través del cual el mundo entero llegó a ser un único sistema económico, basado en el liberalismo, al centro del cual se ubican las sociedades transnacionales y los acuerdos comerciales internacionales: la economía globalizada, por un lado, ha reforzado el libre comercio, que se basa en la distribución mundial de los productos a través de varios acuerdos comerciales internacionales; por otro lado, suprimió varias regulaciones y medidas de protección que antes protegían a la industria nacional y al medioambiente. En efecto, una parte considerable del comercio mundial se realiza a través de intercambios industriales, que se llevan a cabo mediante exportaciones e importaciones.
En una economía globalizada, bajo el nombre de «libre comercio» puede esconderse un «comercio enloquecido», en el que, por una cuestión de conveniencia económica, una región termina importando mercaderías que podrían producirse en su propio territorio. Las empresas agrícolas industriales globales son un típico ejemplo. En las góndolas de los supermercados coreanos se pueden encontrar muchos productos agrícolas baratos, provenientes de otros países. Pero para que esos productos tuviesen un precio competitivo en relación a los productos nacionales fue necesario emplear mano de obra a bajo costo, explotar recursos naturales, obtener subsidios y favores gubernamentales. Las empresas transnacionales no incluyen en el precio de sus productos los costos de la contaminación medioambiental y otros gastos de los que son responsables, sino que descargan los costos sobre las regiones en las cuales fue producida la mercadería. Dado que la maximización de la ganancia es el único interés que las guía, estas empresas buscan mano de obra a bajo costo y grandes ventajas, desconociendo las necesidades de esas regiones. Se sigue de todo esto la degradación de la mano de obra local y del ambiente.
Si se acepta una estrategia de concentración que selecciona una escasa gama de productos ofrecidos basándose en las ventajas comparativas – este es el standard del libre comercio –, el resultado es que cada economía local al ser fuertemente dependiente del exterior en tantos otros productos, se vuelve más vulnerable a las variaciones que ocurren fuera de sus límites.
El problema más vital en las situaciones de emergencia es, en definitiva, el alimento. Debido a la globalización, un pequeño número de multinacionales de cereales domina los mercados mundiales del trigo; en consecuencia, la industria agrícola tradicional y los pueblos rurales están dirigiéndose rápidamente al colapso. En Corea por ejemplo, el nivel de dependencia de los productos alimentarios extranjeros es altísimo. La autosuficiencia alimentaria en el mundo es en promedio del 101,5%; desde este punto de vista, uno de los países que se encuentra mejor es Australia, que alcanza casi el 300%.
Tal como mencionábamos, la economía globalizada está profundamente correlacionada con la ecología, en particular con los problemas climáticos. Las medidas relacionadas al cambio climático y las políticas económicas globalizantes han tenido lugar más o menos en el mismo período, pero de forma separada. El esfuerzo internacional por remediar los trastornos climáticos comenzó a finales de los años 80. La Cumbre de la Tierra, celebrada en 1992 en Rio, Brasil, adoptó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) como base de las posteriores negociaciones sobre el clima, y en 1997 fue adoptado el Protocolo de Kyoto. Más o menos contemporáneamente tuvieron lugar las negociaciones comerciales internacionales, que se convertirían en el fundamento de la economía globalizada. El acuerdo de libre comercio norteamericano (NAFTA) se concluyó en 1992, y en 1995 se instituyó la Organización Mundial de Comercio (OMC).
La distancia física entre producción y consumo aumentó, y la «distribución» a larga distancia llegó a ser la principal causa de las emisiones de carbono. Actualmente, los «agricultores industriales» globales son responsables del 30% de las emisiones mundiales de gas de efecto invernadero. Además, el «neoliberalismo», fundamento ideológico de la economía globalizada, condujo a privatizaciones, desregulaciones, y cortes del gasto público, revelándose como el mayor obstáculo a la intervención sobre el medioambiente que busca enfrentar los cambios climáticos reduciendo las emisiones de carbono. Es una cosa absurda: el mundo intentaba contrarrestar el cambio climático mientras promovía una economía globalizada que lo aceleraba[1].
Globalización, un «accidente normal»
De los argumentos expuestos más arriba se puede deducir que las decisiones sobre el «post-Covid-19» deberán tener en cuenta sustancialmente la globalización. El concepto de normal accident, propuesto por el sociólogo Charles Perrow, confirma esta idea[2]. Entendemos por «accidente normal» un accidente inevitable, que se produce por la complejidad interactiva y las estrechas conexiones inherentes a un sistema particular. Se trata de un accidente que se produce como una consecuencia lógica, porque el sistema no puede evitar la interacción de múltiples problemas imprevistos y simultáneos. El accidente ocurre precisamente debido al alto grado de interacción entre los elementos de los principales sistemas construidos por la sociedad industrial moderna.
Perrow hace referencia a los normal accidents de la central nuclear de Three Mile Island, a los de implantes petroquímicos, los aéreos y navales, pero en la perspectiva de los «accidentes normales» es necesario considerar también la compleja realidad globalizada del mundo en el que vivimos hoy. La globalización ha transformado el mundo en un enorme y único sistema, con un alto grado de complejidad y estrechas conexiones, que conllevan numerosos subsistemas. Nadie había previsto el Covid-19, pero bien podría tratarse de un normal accident que tarde o temprano debía inevitablemente ocurrir. En ese caso, es normal que la pandemia se haya desencadenado. Y, si las cosas están así, se vuelve importante reflexionar sobre la realidad de nuestro mundo globalizado, proclive a pandemias virales. Para dar una respuesta al Covid-19 en cuanto epidemia viral es esencial esforzarse por realizar un cambio general.
Si en el actual sistema se instalaran dispositivos de seguridad con el fin de prevenir los normal accidents, el nivel de complejidad y conexión aumentarían, y con ello también las posibilidades de posteriores accidentes. La única manera para detener los accidentes normales consiste en cambiar el sistema. En su calidad de normal accident, el Covid-19 lanza un claro llamado de advertencia sobre la globalización. En nuestro mundo globalizado, un desastre global sería considerado un accidente inesperado, pero inevitable. En consecuencia, la globalización es, en realidad, el camino a una catástrofe total, imparable e inmanejable. Los dispositivos de seguridad no pueden erradicar los peligros inherentes. La medida para contrarrestarlos consiste en salir. No existe otra solución.
Economía localizada
El «post-Covid-19» debe conllevar un proceso de transformación de la globalización en localización. Tal como sucede en la globalización, la esencia de la localización está en la economía, lo que no implica, en todo caso, que se interrumpan los comunicaciones entre las diversas regiones del mundo. Una economía localizada tiende a un nivel razonable de autosuficiencia, pero no a la autarquía. Busca producir y consumir localmente la mayor cantidad posible, en base a las exigencias de un área territorial concreta. El sentido común sugiere que el sistema económico más cuerdo es aquel que utiliza los recursos de un lugar para producir lo que necesitan los ciudadanos que residen ahí.
Una economía localizada puede resolver muchos problemas causados por la economía globalizada. En primer lugar, reduce la probabilidad de un normal accident a escala mundial, pues antepone la dependencia local a la interdependencia internacional, y a las tensas conexiones internacionales prefiere el vínculo más suave. Una pandemia viral mundial es uno de los normal accidents que pueden prevenirse de este modo.
En segundo lugar, una economía localizada reduce la distancia entre la producción y el consumo, y con ello reduce el comercio internacional innecesario, así como el consumo energético reservado a los transportes.
En tercer lugar, en agricultura los pequeños campesinos locales sustituyen a los agricultores industriales globales y los cultivos biológicos toman el lugar de los químicos. La gente puede acceder con mayor facilidad a los productos locales que a las mercaderías provenientes del otro lado del mundo, cuyos productores no conoce. Una economía localizada garantiza un aprovisionamiento de alimentos confiable y de largo plazo.
En cuarto lugar, la economía localizada presta atención a la conservación del ambiente local, a diferencia de la economía globalizada, que busca ganancias exacerbadas en otras partes del mundo. La autosuficiencia económica depende, además, de la energética. Por lo tanto, entre los principales aspectos de la economía localizada encontraremos el reemplazo de la energía fósil por energía proveniente de fuentes renovables, como el sol y el viento. Se conseguirá, así, una drástica reducción de la posibilidad de que sobrevenga una epidemia viral global.
Localización e Iglesia
Todos los seres del universo son creaciones de Dios, y todas las criaturas del mundo forman «una sublime comunión» y están «unidas por lazos invisibles» (LS 89). Los vínculos fundamentales entre las criaturas constituyen el orden de la creación que Dios ha impreso al mundo: un orden creado que requiere nuestro respeto por la naturaleza, así como por los seres humanos. Pero la economía globalizada, al imponer su capitalismo desregulado que se centra en la maximización de las ganancias mediante la mano de obra a bajo costo y la explotación descuidada de los recursos naturales, se ha convertido en un proceso que destruye el orden de la creación. En este sentido, la localización invierte la tendencia de la globalización y debe implicar un proceso que busque restaurar el orden de la creación. La conservación de este orden expresa la realización de la justicia, y de la justicia deriva la paz (cfr Is 32,17; Gaudium et spes, n. 78). La localización es un proceso que conduce al establecimiento de la justicia, la paz y la integridad de lo creado. Por ello, esta se alza hoy como un objetivo para la vida cristiana y para la misión de la Iglesia.
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Pasar de la globalización a la localización implica realizar una transición fundamental, que exige una reflexión y un cambio radical de nuestro estilo de vida, actualmente centrado en un proceso de masa en lo que se refiere a la producción, distribución, consumo y eliminación de desechos. Y sin embargo, si la localización implica abandonar la ideología del crecimiento que gobierna la realidad económica actual, en la práctica esta requerirá sin duda emprender un camino no exento de obstáculos. Por ejemplo, entre sus principales preocupaciones está la transición energética, de la que actualmente se habla solo como un «paradigma del crecimiento». Quienes sostienen el pasaje de los combustibles fósiles a la energía renovable, parten en definitiva de la premisa de que continuaremos viviendo y consumiendo energía tal como lo hacemos hoy. ¿Pero es realmente posible pasar a una energía renovable que sea suficiente para sostener nuestro actual estilo de vida? Y aunque fuese posible, ¿seríamos capaces de reducir las emisiones de gas de efecto invernadero a un nivel suficiente como para contener el calentamiento climático, si utilizáramos enormes cantidades de energía para realizar ese pasaje? Además, en este caso la transición energética llegaría solo para la energía eléctrica, que representa menos de la mitad del consumo energético mundial. En resumen, la localización exige inevitablemente una reducción de la producción y del consumo.
La globalización persigue el crecimiento, mientras que la localización apela a la sobriedad, consciente de que «desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo» (LS 191). Para reducir la velocidad de expansión del mundo el pasaje debe realizarse en primer lugar en la conciencia personal. La estudiosa hindú Vandana Shiva ha afirmado precisamente que si queremos cambiar el mundo, «nosotros mismos debemos convertirnos en eso que queremos que el mundo se convierta». Para ello un elemento esencial es la moderación. Esto significa respetar y aceptar los límites, reconociendo el hecho de que la naturaleza pone límites y admitir humildemente también los nuestros. Pero hoy, lamentablemente, en la cultura compulsiva y obsesiva dictada por el consumismo, la moderación y la sobriedad se han vuelto impopulares y desconocidas (cfr LS 203). Es impensable esperar que los gobiernos y los partidos políticos establezcan políticas basadas en la moderación, desde el momento en que ellos buscan principalmente los votos electorales. Ni siquiera las agrupaciones civiles, manejadas por voluntarios, siguen caminos muy distintos. En el movimiento ambientalista, la «transición» se muestra en los emblemas, mientras que a la «sobriedad» se la deja de lado.
La Iglesia necesita una visión de largo plazo sobre la realidad actual. Incluso cuando otros actores sociales no toman posiciones, ella está obligada a gritar al mundo que la moderación y la frugalidad son necesarias. Dios quiere que los seres humanos protejan el mundo, pues dijo que lo considera una «cosa buena». Hoy está sufriendo daños irreparables a causa de la crisis climática y de otras crisis ecológicas, que tienen su origen en la economía globalizada y la ideología del crecimiento. Y el Covid-19 es una consecuencia. El llamado de la Iglesia a la moderación y la sobriedad no es sino un grito profético en defensa de la vida. Puesto que no todas las naciones son igualmente responsables y causantes de este problema, la Iglesia debería amonestar sobre todo a los países ricos, que son los que obtienen los mayores beneficios de la economía globalizada y, por lo tanto, los más culpables de la destrucción del medio ambiente (cfr LS 193).
La vida de Jesús estuvo marcada por la sobriedad y la moderación. La economía globalizada actual, seduciéndonos a todos con la promesa de riquezas ilimitadas, ligadas al crecimiento económico, empuja a los seres humanos a la co-destrucción. La creciente desigualdad social, los daños al ecosistema y la epidemia viral, no son más que el inevitable subproducto del crecimiento económico que estamos persiguiendo. Puesto que estos son datos de hecho, los cristianos que hoy quieren seguir a Jesús deben incluir la sobriedad y la moderación entre sus rasgos más significativos.
De la tradición del Shabbat en el Antiguo Testamento, obtenemos una mejor comprensión de la moderación y de los motivos para resguardar tal virtud (cfr LS 71; 237). En efecto, esta tradición implica la reflexión y el cuidado de los otros. El «descanso» del séptimo día (cfr Gen 2,2-3) es el «descanso contemplativo» de Dios (LS 237) frente a sus criaturas. El día sábado, en el que nosotros, seres humanos, tomamos parte en el descanso de Dios (cfr Es 20,11), nos ayuda a reflexionar sobre nuestra vida y nuestra actividad, y a captar su significado. Así como el acontecimiento del Éxodo nos permite comprender que el espíritu del sábado es la liberación (cfr Dt 5,15), el sábado nos recuerda periódicamente que tenemos el deber de defender la dignidad y la igualdad de las personas socialmente marginadas, así como de respetar y cuidar a todas las criaturas. En esencia, dejar conscientemente de trabajar en el séptimo día constituye un acto voluntario de autolimitación por nuestro bien y el de los demás. Un acto voluntario del que Jesucristo es el modelo. La encarnación y la cruz son los eventos de la kenosis (cfr Fil 2,6-8), es decir, la esencia de la autolimitación. Siguiendo fielmente la línea de la encarnación, la vida de Jesús terminó con la muerte en la cruz.
Los cristianos que viven el tiempo de la pandemia y de la crisis ecológica deben darse cuenta de que una vida marcada por la voluntaria autolimitación es el medio privilegiado para seguir a Jesús. La conversión ecológica conlleva la voluntad de respetar y de proteger a nuestro prójimo y a la naturaleza, tal como lo hizo el Maestro (cfr LS 217). Esta se concreta en una vida de sobriedad y moderación, en la convicción de que «menos es más» (LS 222). El espíritu del sábado, hecho de frugalidad y solicitud, se opone a la globalización y promueve la localización. Al respecto, la vida religiosa vivida de acuerdo al voto de pobreza adquiere hoy un significado particular. Si las Órdenes religiosas practicaran esos votos en la localización y llevaran una vida fiel a esta, contribuirían extraordinariamente a promover la moderación y la sobriedad, tanto al interior como al exterior de la Iglesia.
Los movimientos de base han tenido un rol importante en la localización. La agricultura local es un caso ejemplar. Iniciativas como «dar al alimento el rostro del agricultor» en Japón, la «agricultura consciente» en Europa, los movimientos «para poner en contacto a los agricultores con los consumidores» en el Reino Unido y la «agricultura sostenida por la comunidad» (CSA en inglés) de Estados Unidos son otros tantos ejemplos de agricultura local que desafían la globalización y promueven la localización. La agricultura local conecta a los agricultores de la zona con sus consumidores y utiliza métodos de cultivo cíclicos, sostenibles, para preservar la naturaleza en su área de pertenencia. Suscita, desde abajo, la protesta contra los problemas inducidos por la agricultura industrial global, sensibiliza a los habitantes locales sobre el significado y la importancia de su habitat. Desde este punto de vista, la Asociación de Agricultores Católicos y el Movimiento por Nuestros Agricultores, en el ámbito de la Iglesia Católica en Corea, son ejemplos significativos.
También es importante que personas y grupos fuera de la Iglesia Católica sean solidarios con los agricultores locales. Entre las tareas esenciales de la localización se cuentan las de evidenciar constantemente los problemas de la globalización y la de formar la opinión pública, de modo que influya en cada una de las naciones y, más en general, a la sociedad humana entera. Las redes globales de la Iglesia Católica pueden desempeñar una función importante en la conexión y unificación de los movimientos por la localización presentes en todo el mundo.
El pasaje fundamental hacia la localización tiene como premisa la búsqueda social y personal del «buen vivir», es decir, que tomemos consciencia y nos convenzamos de que una vida buena comienza con el respeto por el prójimo y la naturaleza, porque en el orden de la creación estos están recíprocamente vinculados por un lazo fundamental. Un número creciente de personas empieza a darse cuenta de que la globalización, a pesar de sus promesas y posibilidades, ejerce un influjo negativo tanto sobre el hombre como sobre la naturaleza, y debe dar paso a una mejor localización. Un sentido de pertenencia local más fuerte a nuestra comunidad y al medioambiente nos permitirá tener una mirada nueva frente al prójimo y la naturaleza, y nos impulsará a actuar de modo distinto. Como consecuencia, muchas otras personas buscarán el buen vivir en su comunidad local. Los cristianos y la Iglesia deben comprometerse a concretar este buen vivir en la solidaridad con todas las personas del mundo, con el fin de custodiar el orden de la creación. Es un camino lento, pero seguro hacia la localización, que podrá introducir en el mundo, paso a paso, los cambios que nos exige la pandemia del Covid-19.