A ocho años de su elección, el Papa Francisco escribe una nueva Encíclica que representa el punto de confluencia de gran parte de su magisterio (cfr Fratelli Tutti, n. 5)[1]. La fraternidad fue el primer tema al que Francisco se refirió al dar inicio a su Pontificado, cuando inclinó la cabeza frente a la gente reunida en la plaza de San Pedro. Ahí definió la relación obispo-pueblo como «camino de fraternidad» y expresó el siguiente deseo: «Recemos siempre por nosotros: el uno por el otro. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad»[2].
El título es una cita directa de las Admoniciones de San Francisco: Fratelli tutti (Todos hermanos), y señala una fraternidad que no solo se extiende a los seres humanos, sino también a la tierra, en plena sintonía con la otra Encíclica del Pontífice, Laudato si’[3].
Fraternidad y amistad social
Fratelli tutti declina conjuntamente fraternidad y amistad social. Este es el núcleo central del texto y de su significado. El realismo que atraviesa las páginas aplaca cualquier romanticismo vacío, siempre al acecho cuando se habla de fraternidad. Para Francisco, la fraternidad no es solamente una emoción o un sentimiento o una idea, por noble que sea, sino un dato de hecho que implica una salida, la acción (y la libertad): «¿de quién me hago hermano?».
La fraternidad entendida de esta manera invierte la lógica del apocalipsis que actualmente impera; una lógica que combate contra el mundo porque cree que este es lo opuesto de Dios, es decir, un ídolo, y que por tanto debe destruirse lo antes posible para acelerar el fin de los tiempos. Frente al abismo del apocalipsis no existen los hermanos: solo apóstatas o «mártires» en una «carrera» contra el tiempo. No somos militantes o apóstatas, sino hermanos todos.
La fraternidad no consume el tiempo ni ciega los ojos y los ánimos. Por el contrario, ocupa el tiempo, exige tiempo. Un tiempo de discusión y uno de reconciliación. La fraternidad «pierde» el tiempo. El apocalipsis lo consume. La fraternidad requiere del tiempo del aburrimiento. El odio es pura excitación. La fraternidad es lo que permite a quienes son iguales ser personas distintas. El odio elimina a quien es distinto. La fraternidad rescata el tiempo de la política, de la mediación, del encuentro, de la construcción de la sociedad civil, del cuidado. El fundamentalismo lo reduce a un videojuego.
Esta es la razón por la que el 4 de febrero, en Abu Dhabi, Francisco, el Papa, y Aḥmad al-Tayyeb, el Gran Imán de al-Azhar, firmaron un histórico documento sobre la fraternidad. Los dos líderes se reconocieron mutuamente hermanos e intentaron dar juntos una mirada al mundo de hoy. ¿Y qué cosa comprendieron? Que la única alternativa real que desafía y contiene la solución apocalíptica es la fraternidad.
Necesitamos redescubrir esta potente palabra evangélica, retomada en el lema de la Revolución Francesa, pero que el orden postrevolucionario ha luego abandonado hasta su eliminación del léxico político-económico. Y nosotros la hemos sustituido por una más débil, «solidaridad», que en Fratelli tutti de todos modos aparece 22 veces (contra 44 de «fraternidad»). Escribe Francisco en uno de sus mensajes: «mientras que la solidaridad es el principio de la planificación social que permite a los desiguales llegar a ser iguales, la fraternidad permite a los iguales ser personas diversas»[4].
El reconocimiento de la fraternidad cambia la perspectiva, la invierte, y la vuelve un fuerte mensaje de valor político: todos somos hermanos, y por lo tanto todos somos ciudadanos con los mismos derechos y deberes. Bajo su sombra todos disfrutamos de la justicia.
La fraternidad es, además, la base sólida para vivir la «amistad social». En 2015, el Papa Francisco, hablando en la Habana, recordó que una vez fue a visitar un área muy pobre de Buenos Aires. El párroco del barrio le había presentado un grupo de jóvenes que estaban construyendo algunos locales: «Este es el arquitecto, es hebreo; este es comunista, este es católico practicante, este es…». El Papa comentó: «eran todos distintos, pero todos estaban trabajando juntos por el bien común». Francisco llama a esta actitud «amistad social», que sabe conjugar los derechos con la responsabilidad por el bien común, la diversidad con el reconocimiento de una fraternidad radical.
Una fraternidad sin límites
Fratelli tutti abre con la evocación de una fraternidad abierta, que permite a cada persona ser reconocida, valorada y amada más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo en el que nació o vive. La fidelidad al Señor es siempre proporcional al amor por los hermanos. Y esa proporción es un criterio fundamental de esta Encíclica: no se puede decir que se ama a Dios si no se ama al hermano. «Pues el que no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Juan 4,20)[5].
Desde las primeras líneas se pone de relieve cómo Francisco de Asís extendió la fraternidad no solo hacia los seres humanos – y en particular hacia los abandonados, los enfermos, los descartados, los últimos, superando las distancias de origen, nacionalidad, color o religión – sino también hacia el sol, el mar y el viento (cfr nn. 1-3). La mirada es, por tanto, global, universal. Y así lo es el tono de las páginas del Papa Francisco.
Esta Encíclica no podía permanecer ajena a la pandemia del Covid-19, desatada inesperadamente. Más allá de las respuestas que dieron diversos países – escribe el Papa -, surgió la incapacidad de enfrentarla conjuntamente, aun cuando podíamos jactarnos de estar hiperconectados. Francisco escribe: «Ojalá que al final ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”» (n. 35).
El cisma entre individuo y comunidad
El primer paso que Francisco da, consiste en elaborar una fenomenología que reúne las tendencias del mundo actual que son desfavorables al desarrollo de la fraternidad universal. El punto de partida de los análisis de Bergoglio es frecuentemente – si no siempre – aquel que aprendió de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, que llamaba a rezar imaginando cómo Dios ve el mundo[6].
El Pontífice observa el mundo y tiene la impresión general de que se está desarrollando un verdadero y real cisma entre el individuo y la comunidad humana (cfr n. 30). Un mundo que no ha aprendido nada de las tragedias del siglo XX, sin sentido de la historia (cfr n. 13). Pareciera que hubiese un regreso: los conflictos, los nacionalismos, el sentido social extraviado (cfr n. 11), y el bien común parece ser el menos común de los bienes. En este mundo globalizado estamos solos y prevalece el individuo sobre la dimensión comunitaria de la existencia (cfr n. 12). Las personas asumen el rol de consumidores o espectadores, y se favorece a los más fuertes.
Y así Francisco encaja las piezas del puzzle que ilustra los dramas de nuestro tiempo.
La primera pieza concierne a la política. En este contexto dramático, las grandes palabras como democracia, libertad, justicia, unidad pierden la plenitud de su significado, y la consciencia histórica, el pensamiento crítico, la lucha por la justicia y las vías de la integración, resultan diluidas (cfr nn. 14; 110). Y es muy duro el juicio sobre la política tal como se la ha reducido a veces hoy: «La política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino sólo recetas inmediatistas de marketing que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz» (n. 15).
La segunda pieza es la cultura del descarte. La política reducida al marketing favorece el descarte global y la cultura de la cual es fruto (cfr nn. 19-20).
El cuadro prosigue con la introducción de una reflexión sobre los derechos humanos, cuyo respeto es un prerrequisito para el desarrollo social y económico de un país (cfr n. 22).
La cuarta pieza es el importante párrafo dedicado a la migración. Si bien debe reafirmarse el derecho a no emigrar, también es cierto que una mentalidad xenófoba olvida que los migrantes deben ser los protagonistas de su propia salvación. Y con fuerza afirma: «Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad» (n. 39).
El cuadro prosigue con la quinta pieza: los riesgos que la misma comunicación actualmente ofrece. Con la conexión digital, se reducen las distancias, pero se desarrollan actitudes cerradas e intolerantes, que alimentan el «espectáculo» puesto en escena por los movimientos de odio. Hacen falta, en cambio, «gestos físicos, expresiones del rostro, silencios, lenguaje corporal, y hasta el perfume, el temblor de las manos, el rubor, la transpiración, porque todo eso habla y forma parte de la comunicación humana» (n. 43).
El Pontífice, sin embargo, no se limita a proveer una descripción aséptica de la realidad y del drama de nuestro tiempo. Su lectura está inmersa en un espíritu de participación y de fe. La visión del Papa, si bien atenta a la dimensión socio-política y cultural, es no obstante radicalmente teológica. La reducción al individualismo que aquí emerge es fruto del pecado.
Un desconocido en el camino
No obstante las densas sombras descritas en las páginas de esta Encíclica, Francisco pretende hacer eco a muchos caminos de esperanza, que nos hablan de una sed de plenitud, de un deseo de tocar eso que llena el corazón y eleva el espíritu hacia las cosas grandes (cfr nn. 54-55).
En el intento por buscar una luz, y antes de indicar algunas líneas de acción, Francisco propone dedicar un capítulo a la parábola del Buen Samaritano. La escucha de la palabra de Dios es un pasaje fundamental para juzgar evangélicamente el drama de nuestro tiempo y encontrar la vía de salida. De esta forma, el Buen Samaritano se vuelve un modelo social y civil (cfr n. 66). La inclusión o exclusión de los heridos a la orilla del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. El Santo Padre, de hecho, no se detiene en el nivel de la elección individual, sino que proyecta estas dos opciones al nivel de las políticas de los Estados. Y, sin embargo, vuelve siempre al nivel personal por temor a que nos sintamos libres de responsabilidad.
Pensar y generar un mundo hospitalario: una visión inclusiva
El tercer paso del itinerario que Francisco nos hace dar es el que podríamos llamar con el Pontífice el del «más allá», es decir, el de la necesidad de ir más allá de sí mismo. Si el drama descrito en el primer capítulo era el de la soledad del hombre, consumidor cerrado en su individualismo y en su pasividad de espectador, es necesario encontrar una vía de salida.
Y el primer dato de facto es que ninguno puede experimentar el valor de la vida sin amar rostros concretos. Aquí reside uno de los secretos de la auténtica existencia humana (cfr n. 86). El amor crea lazos y expande la existencia. Pero esta «salida» de sí mismo no se reduce a una relación con un grupo pequeño, o a lazos familiares: es imposible comprenderse a sí mismos sin un tejido de relaciones más amplio que incluya a otros que nos enriquecen (cfr nn. 88-91).
Este amor, que es apertura al «otro» y «hospitalidad», es el fundamento de la acción que permite establecer la amistad social y la fraternidad. La amistad social y la fraternidad no excluyen, sino que incluyen. Prescinden de los rasgos físicos y morales o, como escribe el Papa, de las etnias, de la sociedad y de la cultura (cfr n. 95). La tensión apunta a una «comunión universal» (ivi), a «una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente, cuidando mutuamente los unos de los otros» (ivi). Esta apertura es geográfica, pero más aún es existencial.
Sin embargo, el mismo Pontífice percibe, a estas alturas, el riesgo de un malentendido, aquel del falso universalismo de quien no ama su propio pueblo. Es grande también el riesgo de un universalismo autoritario y abstracto, que tiende a homogenizar, uniformar, dominar. La custodia de las diferencias es el criterio de la verdadera fraternidad que no homologa, sino que acoge y hace converger la diversidad, valorizándola. Se es hermano porque se es igual y diverso al mismo tiempo: «Hace falta liberarse de la obligación de ser iguales»[7].
La importancia del multilateralismo
El Papa pide un cambio de perspectiva radical no solo a nivel interpersonal o estatal, sino también en las relaciones internacionales: aquel de la certeza del destino común de los bienes de la tierra. Esta perspectiva cambia el panorama y «podemos decir que cada país es asimismo del extranjero, en cuanto los bienes de un territorio no deben ser negados a una persona necesitada que provenga de otro lugar» (n. 124).
Inscríbete a la newsletter
Además, esto presupone – prosigue el Pontífice – otro modo de comprender las relaciones internacionales. Es clara, entonces, la importancia de la llamada al multilateralismo, que incluye una condena real y verdadera a la aproximación bilateral mediante la cual los países poderosos y las grandes empresas prefieren tratar con países más pequeños o pobres para obtener mayores ganancias (cfr n. 153). La clave está en «sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común» (n. 115). Atender a la fragilidad es un punto clave de esta Encíclica.
Un corazón abierto al mundo entero
Francisco habla también de los desafíos que debemos afrontar para que la fraternidad no quede en una abstracción sino que se haga carne.
El primero es el de las migraciones, que debe desarrollarse en torno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. En efecto, «no se trata de dejar caer desde arriba programas de asistencia social sino de recorrer juntos un camino a través de estas cuatro acciones» (n. 129).
Francisco ofrece indicaciones muy precisas (cfr n. 130). Pero en particular se detiene en el tema de la ciudadanía, tal como había sido tratado en el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común firmado en Abu Dhabi. Hablar de «ciudadanía» aleja la idea de «minoría», que lleva consigo las semillas del tribalismo y la hostilidad, y que ve en el rostro del otro la máscara del enemigo. La aproximación de Francisco es subversiva respecto a las teologías políticas apocalípticas que se están difundiendo.
Por otra parte, el Papa pone en evidencia el hecho de que la llegada de personas que provienen de un contexto vital y cultural diferente, se transforma en un don para quien los acoge: es un encuentro entre personas y culturas que constituye una oportunidad de enriquecimiento y de desarrollo. Y esto puede manifestarse si se permite al otro ser sí mismo.
El criterio guía del discurso es siempre el mismo: expandir la consciencia de que o nos salvamos todos o no se salva ninguno. Toda actitud de «esterilización» y aislamiento es un obstáculo para el enriquecimiento propio del encuentro.
Populismo y liberalismo
Francisco prosigue su discurso con un capítulo dedicado a la mejor política, aquella puesta al servicio del verdadero bien común (cfr n. 154). Y aquí enfrenta abiertamente la cuestión de la pugna entre populismo y liberalismo, que puede usar a los débiles, al «pueblo», de manera demagógica. El Papa intenta aclarar rápidamente un malentendido usando una extensa cita de la entrevista que nos concedió para la publicación de sus escritos de Arzobispo de Buenos Aires. La citamos íntegramente pues es central en el discurso:
«Pueblo no es una categoría lógica, ni una categoría mística, si lo entendemos en el sentido de que todo lo que hace el pueblo es bueno, o en el sentido de que el pueblo sea una categoría angelical. Es una categoría mítica […] Cuando explicas lo que es un pueblo utilizas categorías lógicas porque tienes que explicarlo: cierto, hacen falta. Pero así no explicas el sentido de pertenencia a un pueblo. La palabra pueblo tiene algo más que no se puede explicar de manera lógica. Ser parte de un pueblo es formar parte de una identidad común, hecha de lazos sociales y culturales. Y esto no es algo automático, sino todo lo contrario: es un proceso lento, difícil… hacia un proyecto común» (n. 158)[8].
En consecuencia, esta categoría mítica puede señalar un liderazgo capaz de sintonizar con el pueblo, con su dinámica cultural y con las grandes tendencias de una sociedad para servir al bien común; o bien, puede señalar una degeneración, cuando se cambia con el fin de atraerse el consenso para el éxito electoral y para instrumentalizar ideológicamente la cultura del pueblo, poniéndola al servicio del propio proyecto personal (cfr n. 159).
Tampoco hace falta destacar la categoría mítica de pueblo como si se tratara de una expresión romántica y, en cuanto tal, refractaria a favorecer discursos más concretos, institucionales, ligados a las organizaciones sociales, a la ciencia y a las instituciones de la sociedad civil.
Lo que une ambas dimensiones, la mítica y la institucional, es la caridad, que implica un camino de transformación de la historia que incorpora todo: instituciones, derecho, técnica, experiencia, aportes profesionales, análisis científico, procedimientos administrativos. El amor al prójimo es, en efecto, realista. Por tanto, para resolver los problemas, es necesario expandir tanto la espiritualidad de la fraternidad como las organizaciones más eficientes: ambas cosas no se oponen en absoluto. Y esto evitando imaginar una receta económica que pueda aplicarse igualmente a todos: incluso la ciencia más rigurosa puede proponer caminos y soluciones diferentes (cfr nn. 164-165).
Los movimientos populares y las instituciones internacionales
En este contexto, Francisco habla tanto de los movimientos populares como de las instituciones internacionales. Parecen dos niveles opuestos y divergentes de organización, pero al final son convergentes cuando son virtuosos, porque valorizan lo local, los primeros, y lo global, estas últimas, siempre bajo la enseña del multilateralismo.
Los movimientos populares «reúnen a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los canales ya establecidos» (n. 169). Con estos movimientos se supera «esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos» (ivi).
De esta forma, Francisco se detiene en las instituciones internacionales, hoy debilitadas, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, con características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. Entre ellas, en la Organización de las Naciones Unidas, que debe reformarse para evitar su deslegitimación y para que «dé una concreción real al concepto de familia de naciones» (n. 173). Esta tiene como tarea la promoción de la soberanía del derecho, puesto que la justicia es «requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal» (ivi).
La mejor política no está subordinada a la economía
Francisco se detiene, entonces, largamente en la política. Muchas veces el Pontífice se ha lamentado de cuan subordinada se encuentra a la economía, y este es el paradigma ‘eficientista’ de la tecnocracia. Al contrario, es la política la que debe tener una visión amplia, de modo de incorporar a la economía en un proyecto político, social, cultural y popular que tienda al bien común (cfr nn. 177; 17).
Fraternidad y amistad social no son utopías abstractas. Exigen decisiones y la capacidad de encontrar caminos que aseguren una posibilidad de concreción real, que involucre a las ciencias sociales. Esto es un «ejercicio supremo de la caridad» (n. 180). Por lo tanto, el amor no se expresa solo en una relación de tú a tú, sino también en las relaciones sociales, económicas y políticas, buscando construir comunidad en los distintos niveles de la vida social. Se trata de lo que Francisco llama amor social (n. 183). Esta caridad política supone la maduración de un sentido social en virtud del cual «Cada uno es plenamente persona cuando pertenece a un pueblo, y al mismo tiempo no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona» (n. 182). En resumen: pueblo y persona son términos correlativos.
El amor social y la caridad política también se expresan en la apertura plena a la discusión y al diálogo con todos, incluso con los adversarios políticos, por el bien común, para hacer posible la convergencia al menos en algunos temas. No se debe temer el conflicto generado por las diferencias, puesto que, por otra parte, «la uniformidad genera asfixia y hace que nos fagocitemos culturalmente» (n. 191). Y esto es posible vivirlo si el político no deja de considerarse a sí mismo un ser humano, llamado a vivir el amor en sus relaciones interpersonales cotidianas (cfr n. 193), y si sabe vivir, incluso, la ternura. Parece inédito este lazo entre política y ternura, pero es realmente eficaz, porque la ternura es «el amor que se hace cercano y concreto» (n. 194). En medio de la actividad política, los más débiles deben suscitar ternura y tienen el «“derecho” de llenarnos el alma y el corazón» (ivi).
Diálogo y cultura del encuentro
Francisco resume algunos verbos usados en esta Encíclica en una sola palabra: diálogo. «En una sociedad pluralista», escribe el Pontífice, «el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial» (n. 211).
Una vez más, se expresa una peculiar visión de la amistad social, hecha del constante encuentro de las diferencias. El Papa observa que este es el tiempo del diálogo. Todos intercambian mensajes, por ejemplo, gracias a las redes sociales. Y sin embargo, a menudo el diálogo se confunde con un febril intercambio de opiniones, que en realidad es un monólogo en el que predomina la agresividad. Observa además, agudamente, que este es el estilo que prevalece en el contexto político, que tiene, a su vez, un reflejo directo en la vida cotidiana de la gente (cfr nn. 200-202).
«El auténtico diálogo social supone la capacidad de respetar el punto de vista del otro, aceptando la posibilidad de que encierre algunas convicciones o intereses legítimos» (n. 203)[9]. Al fin y al cabo, esta es la dinámica de la fraternidad, su carácter existencial, que «ayuda a relativizar las ideas, al menos en el sentido de no resignarse al hecho de que un conflicto surgido de la disparidad de puntos de vista o de opiniones, prevalezca definitivamente sobre la fraternidad»[10].
Que quede claro: diálogo no significa, en absoluto, relativismo. Como ya había escrito en la Encíclica Laudato si’, Francisco afirma que si lo que cuenta no es la verdad objetiva ni los principios estables, sino la satisfacción de las propias aspiraciones y de las necesidades inmediatas, entonces las leyes se entenderán solo como una imposición arbitraria y un obstáculo a evitar. La búsqueda de los valores más altos se impone siempre (cfr nn. 206-210).
De esta forma, el encuentro y el diálogo dan lugar a una «cultura del encuentro», que revela la pasión de un pueblo de querer proyectar algo que involucre a todos; y que no es un bien en sí mismo, sino un modo de hacer el bien común (cfr nn. 216-221).
Caminos de reencuentro: conflicto y reconciliación
Así, Francisco dirige un llamado a establecer bases sólidas para el encuentro y para dar inicio a procesos de sanación. El encuentro no puede fundarse sobre diplomacias vacías, dobles discursos, ocultamientos, buenos modales… Solo a partir de la verdad de los hechos puede nacer el esfuerzo de comprensión mutua y encontrarse una síntesis para el bien de todos (cfr nn. 225-226).
El Papa considera que la verdadera reconciliación no rehúye el conflicto, sino que deriva de él, superándolo mediante el diálogo y la negociación transparente, sincera y paciente (cfr n. 244). Por otra parte, el perdón no tiene nada que ver con renunciar a los propios derechos frente a un poderoso corrupto, a un criminal o a quien sea que degrade nuestra dignidad. Es necesario defender con fuerza los propios derechos y custodiar la propia dignidad (cfr n. 241).
Ante todo, no se debe olvidar los grandes crímenes de la historia: «Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria» (n. 249).
Guerra y pena de muerte
En este cuadro Francisco examina dos situaciones extremas que pueden presentarse como soluciones en circunstancias dramáticas: la guerra y la pena de muerte. El Pontífice es clarísimo en el tratamiento de ambos temas.
Sobre la guerra, afirma que lamentablemente no es un fantasma del pasado, sino una amenaza constante. En consecuencia, debe ser claro que «la guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente» (n. 257).
También afronta la posición del Catecismo de la Iglesia Católica, donde se contempla la posibilidad de una legítima defensa mediante la fuerza militar, que supone demostrar la existencia de rigurosas condiciones de legitimidad moral. Sin embargo – escribe Francisco – se cae fácilmente en interpretaciones demasiado amplias de este derecho. Hoy, de hecho, con el desarrollo de armas nuclearas, químicas y biológicas, «se dio a la guerra un poder destructivo fuera de control que afecta a muchos civiles inocentes» (n. 258). Por tanto – y esta es la conclusión del Papa – «no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”. ¡Nunca más la guerra!» (n. 258).
La respuesta a la amenaza de las armas nucleares y a todas las formas de destrucción masiva debe ser colectiva y concertada, basada en la confianza recíproca. Y – propone además el Pontífice – «con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna» (n. 262).
Sobre la pena de muerte, Francisco retoma el pensamiento de Juan Pablo II, quien afirma de manera clara en su Encíclica Evangelium Vitae (n. 56) que es inadecuada en el plano moral y que ya no es necesaria en el plano penal. Francisco se remonta incluso a autores como Lactancio, el Papa Nicolás I o San Agustín, que desde los primeros siglos de la Iglesia se mostraron contrarios a esta pena. Y afirma con claridad que «la pena de muerte es inadmisible» (n. 263) y que la Iglesia se esfuerza con determinación a proponer que sea abolida en todo el mundo. Su juicio se extiende incluso a la cadena perpetua, que «es una pena de muerte oculta» (n. 268).
Las religiones al servicio de la fraternidad en el mundo
La última parte de la Encíclica está dedicada a las religiones y a su rol al servicio de la fraternidad. Las religiones recogen siglos de experiencia y sabiduría, y por lo tanto deben participar en el debate público así como la política y la ciencia (cfr n. 275). Por esto, la Iglesia no relega su misión al ámbito privado. «Es verdad», aclara Francisco, «que los ministros religiosos no deben hacer política partidaria, propia de los laicos, pero ni siquiera ellos pueden renunciar a la dimensión política de la existencia» (n. 276). La Iglesia, entonces, tiene un rol público que se ejerce incluso para la fraternidad universal (cfr ivi).
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
Para los cristianos, la fuente de la dignidad humana y de la fraternidad se encuentra, en particular, en el Evangelio de Jesucristo, del cual mana, tanto para el pensamiento como para la actividad pastoral, la importancia fundamental de las relaciones, del encuentro, de la comunión universal con toda la humanidad (cfr n. 277). La Iglesia «con el poder del Resucitado, quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz» (n. 278).
Un llamado a la paz y a la fraternidad
Fratelli tutti concluye con un llamado y dos oraciones que explicitan su sentido y los destinatarios.
El llamado, en realidad, es una extensa cita del documento firmado por el Papa y el Gran Imán Ahmad al-Tayyeb ad Abu Dhabi, y se refiere a la convicción de que «las religiones no incitan nunca a la guerra y no instan a sentimientos de odio, hostilidad, extremismo, ni invitan a la violencia o al derramamiento de sangre. Estas desgracias son fruto de la desviación de las enseñanzas religiosas, del uso político de las religiones y también de las interpretaciones de grupos religiosos» (n. 285).
Entre las referencias que ofrece el texto, observamos que el Papa ha querido recordar en particular al beato Charles de Foucauld, que «quería ser, en definitiva, “el hermano universal”. Pero sólo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos» (n. 287). Para Francisco, la fraternidad es el espacio propio del Reino de Dios, en el cual el Espíritu Santo puede venir, habitar y actuar[11].
«… así reinará Filadelfia, la ciudad de los hermanos»
Luego de haber recorrido Fratelli tutti, buscando poner el acento sobre sus temas fundamentales, quisiera concluir citando a un escritor argentino, Leopoldo Marechal, muy apreciado por el Papa Francisco, de quien me había hablado cuando lo entrevisté en 2013.
Marechal describe la «ciudad de los hermanos, Filadelfia», en su obra maestra Adán Buenosayres, novela que relata un periplo simbólico de tres días del poeta Adán por el interior de la geografía de una Buenos Aires metafísica. Se reconoce, en particular, el influjo de Dante en el séptimo libro de la novela, titulado Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia, evidente parodia del infierno.
Pero volvamos a Filadelfia, que – escribe Marechal – «levantará sus cúpulas y torres bajo un cielo resplandeciente como la cara de un niño. Como la rosa entre las flores, como el jilguero entre las avecillas, como el oro entre los metales, así reinará Philadelphia, la ciudad de los hermanos, entre las urbes de este mundo. Una muchedumbre pacífica y regocijada frecuentará sus calles: el ciego abrirá sus ojos a la luz, el que negó afirmará lo que negaba, el desterrado pisará la tierra de su nacimiento y el maldecido se verá libre al fin…»[12].
Como entre las flores la rosa, así reinará la «ciudad de los hermanos» entre las metrópolis del mundo, escribe Marechal. Y Francisco, con esta Encíclica, apunta derecho a la venida del «Reino de Dios», como rezamos en el Padre Nuestro, la oración que nos hace a todos hermanos puesto que somos hijos de un único Padre. El sentido del Reino de Dios es la capacidad de los cristianos de poner la buena noticia del Evangelio a disposición de toda la humanidad, de todos los hombres y mujeres sin distinción alguna, como recurso de salvación y plenitud. Se trata, en este caso, del Evangelio de la fraternidad.
- En adelante, cuando nos refiramos a la Encíclica, entre paréntesis, omitiremos el título y usaremos solo el número del párrafo. Cfr también el volumen Fratellanza, Roma, La Civiltà Cattolica, 2020, en:www.laciviltacattolica.it/prodotto/fratellanza ↑
- Francisco, Primer saludo del Santo Padre, 13 de marzo de 2013. ↑
- Han surgido algunas polémicas por el uso de la palabra «fratelli» (“hermanos”), en masculino, como si el Papa quisiera excluir la referencia al femenino. Claramente el título de la Encíclica es una cita franciscana, y por tanto es y debe permanecer como tal. Pero esta no tiene ningún carácter de exclusión. Por supuesto, es de notar que recientemente en Francia el Alto consejo para la igualdad entre mujeres y hombres (HCE), en ocasión de la anunciada revisión de la Constitución, ha propuesto sustituir, en el lema nacional de la República, la palabra fraternité con adelphité, palabra que deriva del griego y que significa «fraternidad», pero privada de la connotación masculina, propia del término precedente. Otros, para evitar el neologismo, proponen simplemente solidarité. Pero veremos más adelante la debilidad de esta elección, especialmente a la luz del pensamiento de Francisco. Cfr J. L. Narvaja, «Libertà, uguaglianza, fraternità. Un’alternativa al neoliberismo e al neostatalismo», en Civ. Catt. 2018 II 394-399. ↑
- Francisco, Mensaje a la profesora Margaret Archer, Presidenta de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, 24 de abril de 2017. ↑
- El tema atraviesa el Pontificado de Francisco y por lo tanto también su magisterio. Bastaría recordar algunos pasajes breves e ilustrativos. En su Exhortación Amoris laetitia Francisco escribe: «Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer “doméstico” el mundo, para que todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano» (n. 183). Y en Gaudete et exsultate: «en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios» (n. 61). En Christus vivit: «Corran “atraídos por ese Rostro tan amado, que adoramos en la Sagrada Eucaristía y reconocemos en la carne del hermano sufriente”» (n. 299). En la Encíclica Laudato si’ el tema vuelve con frecuencia. Por ejemplo: «Su discípulo San Buenaventura decía de él [San Francisco] que, “lleno de la mayor ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas”» (n. 11). ↑
- Cfr Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, nn. 103-106. ↑
- Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia, n. 139. ↑
- A. Spadaro, «Le orme di un pastore. Una conversazione con Papa Francesco», in J. M. Bergoglio/Papa Francesco, Nei tuoi occhi è la mia parola. Omelie e discorsi di Buenos Aires 1999-2013, Milano, Rizzoli, 2016, XVI. ↑
- Cfr Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 22. ↑
- D. Fares, «La fratellanza umana. Il suo valore trascendentale e programmatico nell’itinerario di papa Francesco», en Civ. Catt. 2019 III 119. ↑
- Cfr D. Fares, «La fratellanza umana…», cit., 122. ↑
- L. Marechal, Adán Buenosayres, Madrid, Castalia, 1994, 556-557. ↑