HISTORIA

Pío XII, Juan XXIII y Rusia

Pío XII, Juan XXIII y Rusia

A menudo se plantea la cuestión de la relación entre los Papas del siglo XX y Rusia (o la Unión Soviética); a este respecto, los medios escritos han dado respuestas precipitadas y no siempre correctas. En este artículo trataremos la figura de dos Pontífices, considerados por cierta historiografía como antitéticos, diferentes en carácter y sensibilidad, pero que tuvieron en común un gran respeto y amor por el pueblo ruso, a pesar de los diferentes momentos históricos en los que actuaron.

Pío XII y la Unión Soviética

La leyenda del silencio de Pío XII ante los crímenes nazis suele ir acompañada, en la publicidad hostil al Papa Pacelli, de otra falsa interpretación, según la cual evitó condenar públicamente a Hitler para no debilitarle demasiado en la lucha que libraba contra el bolchevismo y Rusia. La documentación al respecto – ya publicada desde 1965 en los 12 volúmenes de Actes et Documents[1] –, puesta ahora a disposición de los estudiosos tras la apertura de los Archivos Vaticanos relativos al pontificado de Pío XII, demuestra sin lugar a dudas lo infundado de esta tesis[2].

Cuando Alemania atacó Rusia en 1941, el presidente de los Estados Unidos se planteó la cuestión de ayudar o no económicamente a Stalin – como ya había hecho con Inglaterra –, que ahora estaba aliada con las potencias occidentales contra Hitler. Este hecho constituyó un verdadero «caso de conciencia» para muchos estadounidenses, especialmente para los católicos, que rechazaban la idea de una colaboración concreta de Estados Unidos con la Rusia de Stalin, alegando que este perseguía la religión y, en particular, a los católicos. Además, para apoyar esta oposición se recurrió a la encíclica de Pío XI contra el comunismo Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937, que afirmaba: «El comunismo es intrínsecamente malo, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana»[3]. El presidente Roosevelt, para debilitar la oposición de los católicos americanos a su plan de ayuda a Rusia, pidió al Papa, a través de su representante Myron Taylor, una «interpretación auténtica» del pasaje citado, y también que diera su asentimiento – tácito, por supuesto – a la colaboración entre los Aliados y Rusia para derribar el régimen de Hitler.

El 11 de septiembre de 1941, el Secretario de Estado, Card. Luigi Maglione, escribió al delegado apostólico en Washington, Mons. Amleto Cicognani, que «responda confidencial y discretamente a los prelados que le preguntan que no hay nada en la encíclica de Pío XI contra el pueblo ruso. El Papa condena el comunismo y la condena permanece. Para el pueblo ruso el Pontífice sólo tiene, y no puede dejar de tener, sentimientos paternales»[4]. En otras palabras, los católicos estadounidenses no debían tener reparos en apoyar a Roosevelt en su política de apoyo económico y militar a Stalin contra Hitler. En la Secretaría de Estado, sin embargo, no todos pensaban igual: monseñor Domenico Tardini – a diferencia de Maglione – creía que, «si los rusos ganan la guerra, la victoria es de Stalin. Nadie podrá destronarle nunca más. Y Stalin es el comunismo, amo absoluto del continente europeo». En cambio, esperaba que «de la guerra que se libra ahora en Rusia, el comunismo salga derrotado y aniquilado y el nazismo salga debilitado y para ser derrotado»[5]. El arzobispo Cicognani debería haber solicitado, además, una declaración pública del arzobispo de Cincinnati, monseñor John Timothy McNicholas, en la que se explicitara el pensamiento del Papa al respecto. El arzobispo se mostró dispuesto a cumplir los deseos del Pontífice y aseguró que haría una declaración en este sentido en una carta pastoral dirigida a los fieles de su diócesis.

Pero pocas semanas después, cuando Japón atacó la flota norteamericana en Pearl Harbor, Estados Unidos declaró la guerra a las potencias del Eje, y el conflicto pasó de europeo a mundial, con lo que la intervención del Papa en este asunto quedó desfasada. En este sentido, el Pontífice hizo hablar al Secretario de Estado y a la jerarquía norteamericana como si admitieran, con Roosevelt, «que el hitlerismo era el enemigo más peligroso». El propio Papa, en su discurso al cuerpo diplomático del 25 de febrero de 1946, tras la guerra, volvió sobre ese episodio, afirmando: «A pesar de ciertas presiones tendenciosas, hemos tenido cuidado de no dejar escapar de nuestros labios o de nuestra pluma una sola palabra, un solo indicio de aprobación de la guerra iniciada contra Rusia en 1941»[6]. El hecho de que el Papa se hubiera negado a proclamar una «cruzada» contra la Rusia de Stalin – como le exigía amenazadoramente Hitler – no significa que ignorara el peligro del comunismo soviético. Pío XII sabía muy bien que inmediatamente después de la guerra, a pesar de las superficiales tranquilizaciones de Roosevelt sobre el nuevo rumbo que tomaría la URSS en materia religiosa, el comunismo sería el enemigo más peligroso a batir por la Iglesia. En una nota preparada para una audiencia concedida al ministro de la Guerra estadounidense, Henry Stimson, el Papa afirmaba: «Esta guerra se habrá librado en vano si la filosofía del gobierno nazi diera paso a una doctrina aún más peligrosa y a un sistema ateo que es una negación de los derechos humanos fundamentales»[7]. Los acontecimientos posteriores darían toda la razón a las palabras de Pío XII.

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Además, de octubre de 1939 a enero de 1940, para restablecer la paz en Europa y bloquear la devastadora hegemonía del nazismo, el Papa se había comprometido, poniendo en peligro su propia vida, a poner en contacto a la resistencia alemana contra Hitler con el gobierno británico[8]. Este golpe de Estado, como es bien sabido, fracasó por falta de determinación de ambas partes. Por lo tanto, está claro que Pío XII, aunque adhirió en declaraciones públicas al principio de «imparcialidad», apoyó de hecho la política de los Aliados contra Hitler y el nazismo. Quienes afirman que Pío XII fue «el Papa de Hitler»[9] no sólo falsifican la verdad histórica, sino que demuestran que actúan con absoluta mala fe, al igual que quienes creen que Pacelli actuó, en diversos momentos, con odio hacia Rusia y su pueblo, aunque condenara sin ambages el comunismo y su ideología atea.

Juan XXIII y la Unión Soviética

Aunque no se puede hablar de una discontinuidad respecto a la doctrina comunista entre Pío XII y Juan XXIII[10], ciertamente este último, tras los tumultuosos años cincuenta, aportó una nueva sensibilidad al tratar esa delicada cuestión. Esto se reveló ante todo en el lenguaje, siempre atento a no ofender a la otra parte y a no exacerbar aún más el conflicto. Según el cardenal Agostino Casaroli, que en los años siguientes, bajo Pablo VI, se convertiría en el principal artífice de la Ostpolitik vaticana, Juan XXIII aportó un nuevo espíritu a la política vaticana, un soplo de aire fresco y vigorizante, que logró penetrar incluso más allá de la cortina de hierro[11].

En cualquier caso, hay que subrayar que en aquellos años de la «guerra fría» era impensable, por el contexto internacional, que la Santa Sede diera un giro general hacia el comunismo, pero también hay que recordar que la lógica de la confrontación y el espíritu de la polémica y las palabras duras no eran ciertamente afines al Papa Roncalli. A menudo pedía a sus colaboradores «un poco más de cortesía» en la preparación de los documentos y les instaba a respetar a la otra parte, fuera cual fuera. Esta actitud de apertura favoreció sin duda el «deshielo» entre el mundo comunista y la Santa Sede. Todo debía construirse paso a paso, pero para muchos, estas suposiciones eran alentadoras.

Los primeros acercamientos de cierta importancia entre la Santa Sede y la Unión Soviética habían tenido lugar ya en 1956, bajo el pontificado de Pío XII, y por iniciativa del gobierno soviético. En agosto de 1957, el embajador soviético en Bonn, en una entrevista concedida al periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung, había expresado el deseo de su gobierno de establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano, habida cuenta de la gran influencia moral que la Iglesia católica ejercía en el mundo. Propuso una solución similar a la adoptada por el Presidente Roosevelt de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, a saber, el nombramiento de un enviado especial del Presidente soviético ante el Papa. Esta propuesta, sin embargo, considerada instrumental, fue descartada por el Vaticano[12]. En aquellos años, la Santa Sede fue acusada por la propaganda comunista de ser aliada de Occidente, amiga de los regímenes capitalistas, y en particular de los Estados Unidos de América, y por tanto enemiga del pueblo ruso y de la revolución socialista.

Pero, a pesar de ello, la parte soviética intentó por todos los medios establecer una relación con el Papa de Roma: la elección de Juan XXIII, del que los comunistas italianos habían dado buenas referencias en Moscú, y la posterior convocatoria de un Concilio Ecuménico crearon un clima propicio para intentar un «acercamiento» entre la Unión Soviética y el Vaticano. Moscú, en efecto, tras el largo invierno estalinista, pretendía salir del aislamiento al que la «guerra fría» la había condenado y replantearse el equilibrio entre las grandes potencias sobre la base de nuevos criterios, distintos de la simple carrera por el rearme nuclear. A este respecto, el Presidente Jruschov prefería hablar de «coexistencia pacífica» entre los Estados antes que de guerra fría entre Occidente y Oriente, que recordaba la triste herencia del periodo estalinista que quería superar. El Vaticano, pensaron algunos dirigentes soviéticos ilustrados, podía ser un buen aliado para la consecución de estos objetivos, sobre todo porque el magisterio del nuevo Pontífice parecía ir en la misma dirección. Desde Moscú, sin embargo, sólo llegaban señales diferentes y contradictorias en materia religiosa. El XXII Congreso del Partido Comunista Soviético, celebrado en octubre de 1962, declaró, a propósito de la propaganda religiosa, que el partido utilizaría todos los medios de influencia ideológica para educar a los hombres en el espíritu de la concepción materialista y científica del mundo, con el fin de superar los prejuicios religiosos que mantenían a la humanidad sometida al yugo del miedo y la superstición.

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El primer «acto oficial» de deshielo entre las dos «potencias» fue iniciado por el Presidente Jruschov y, al parecer, se produjo de forma totalmente inesperada. Se trataba de los saludos enviados por el Presidente soviético al Papa con motivo de su cumpleaños número 80, un gesto privado por así decirlo, pero que tuvo un gran significado político en aquel momento. En cualquier caso, era la primera vez que un Presidente de la Unión Soviética se dirigía directamente a un Papa. El 25 de noviembre de 1961, el embajador soviético en Roma transmitió un breve mensaje de buenos deseos del Presidente Jruschov a Mons. Carlo Grano, Nuncio Apostólico en Italia. El Papa, a su vez, respondió con gran amabilidad por el mismo medio. Este intercambio de mensajes fue recibido con frialdad, incluso con cierta hostilidad, por algunos círculos curiales[13].

Jruschov, por su parte, quedó muy impresionado por el mensaje mundial de Juan XXIII del 10 de septiembre de 1961, en el que hablaba de los peligros que amenazaban la paz mundial y condenaba la guerra como una plaga que afecta a todos indiscriminadamente. Además, apoyando la propuesta de desarme presentada por los países no alineados, el Papa abogó por un orden internacional más respetuoso con los derechos de las personas y de los pueblos. Esta postura había sido interpretada en Moscú como un distanciamiento del Vaticano del bando occidental y de la lógica de las oposiciones ideológicas, como había ocurrido hasta entonces. En una entrevista concedida al diario Izvestija el 20 de septiembre de 1961, Jruschov había expresado gran interés y vivo aprecio por las palabras del Papa, a las que reconocía un alto valor moral. Según el dirigente soviético, tenían en cuenta los sentimientos de muchos millones de católicos de todo el mundo, profundamente alarmados por los «preparativos de guerra realizados por los imperialistas». Dos días más tarde, L’Osservatore Romano acogió con satisfacción las palabras del Presidente soviético y subrayó cómo en cuestiones tan importantes y urgentes como la paz mundial y la seguridad de los Estados y los pueblos, se había establecido una convergencia de puntos de vista entre la Santa Sede y la Unión Soviética. Sobre la cuestión de la «crisis de los misiles cubanos» (octubre de 1962), la Santa Sede desempeñó entonces un importante papel de «pacificación», que fue apreciado por todas las partes.

El nuevo curso del diálogo y el Concilio Vaticano II

El nuevo clima de distensión que se creó en las relaciones entre la Santa Sede y la Unión Soviética tuvo ciertamente efectos positivos en la preparación y el desarrollo del Concilio Vaticano II. A este respecto, el período más significativo para la nueva política de la Santa Sede fue el comprendido entre 1960 y 1963. El cambio fue inmediatamente perceptible ya en la primera sesión del Concilio. Para Juan XXIII, era de la máxima importancia que los obispos de los países sometidos a regímenes comunistas – especialmente los del Este – participaran en el Concilio; la celebración de tal acontecimiento era impensable sin la contribución de una porción tan significativa del mundo católico. Y la Unión Soviética, sorprendiendo a la opinión pública de los países occidentales, permitió a los obispos católicos de los países del Pacto de Varsovia participar en el Concilio. Este fue el fruto más significativo de la «diplomacia personal» elaborada en su momento y puesta en práctica con valentía y determinación por Juan XXIII[14]. De un total de unos 180 obispos de los países del Este, 35 participaron en la primera sesión del Concilio, y en la segunda sesión, inaugurada por Pablo VI el 2 de septiembre de 1963, el número llegó a 70. La mayoría de ellos procedían de Polonia, la Yugoslavia de Tito y Hungría, mientras que de Rumanía no acudió ningún obispo. Al hecho de la importante presencia de obispos de países comunistas hay que añadir también la presencia en el Concilio de dos observadores enviados por el Patriarcado de Moscú, que llegaron a Roma, tras complicados acontecimientos internos en la Iglesia ortodoxa[15], el 12 de octubre de 1962: el arcipreste Vitalj Borovoi y el archimandrita Vladimir Kotlirov.

El Papa también dedicó su encíclica Pacem in Terris, del 11 de abril de 1963, al tema de la paz. Fue muy bien acogida por todos aquellos que esperaban una salida a la rígida oposición entre bloques ideológico-geográficos creada por la «guerra fría». La encíclica distinguía por primera vez entre error y errado, abriendo así el magisterio pontificio a nuevos campos temáticos hasta entonces inexplorados. También acogía y apoyaba explícitamente un diálogo que se había iniciado unos años antes y que ya estaba dando frutos buenos y útiles para la humanidad y la Iglesia.

La encíclica fue muy apreciada por el Presidente Jrushchov, que la consideró una importante contribución a la causa común de la paz y el desarme. Cuando el Papa murió, unos dos meses después, los barcos de la marina soviética atracados en el puerto de Génova desplegaron sus banderas a media asta en señal de duelo. De este modo, el mundo comunista pretendía rendir homenaje a un Papa que, junto con otros hombres de buena voluntad, había trabajado para unir a los pueblos, más allá de las divisiones políticas e ideológicas, todavía muy fuertes en aquellos años. Siguiendo la estela del Papa Juan, entonces, en contextos internacionales muy diferentes, sus sucesores trataron de fomentar la paz entre las naciones. A menudo, sin embargo, la palabra del Papa no es escuchada o es mal entendida (o mal interpretada), incluso cuando el mundo, como en nuestros días, corre el riesgo de deslizarse hacia el abismo.

  1. Actes e Documents du Saint Siège relatifs à la Seconde Guerre Mondiale (ADSS) es una colección – dividida en 11 tomos y 12 volúmenes – de documentos de los Archivos Vaticanos relacionados con las actividades de la Santa Sede durante ese conflicto. La colección fue editada por cuatro jesuitas: el P. Angelo Martini, el P. Burhnard Schneider, el P. Robert A. Graham y el P. Pierre Blet. Pablo VI les encargó este trabajo. Los distintos volúmenes fueron publicados por la Libreria Editrice Vaticana entre 1951 y 1981.
  2. Tras la reciente apertura de los Archivos Vaticanos relativos al período de Pío XII, se han publicado obras de gran rigor e interés, cfr: A. Riccardi, La guerra del silenzio. Pio XII, il nazismo e gli ebrei, Roma – Bari, Laterza, 2022; S. Pagano (ed), «In quotidiana conversazione». Giovanni Battista Montini alla scuola di Pio XII (dai fogli di udienza, 1943-1954), Città del Vaticano, Archivio Apostolico Vaticano, 2022.
  3. Pío XII, Carta encíclica Divini Redemptoris, en www.vatican.va
  4. Documento citado en P. Blet, Pio XII e la seconda guerra mondiale negli Archivi Vaticani, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1997, 165.
  5. Ibid, 167.
  6. Acta Apostolicae Sedis (AAS), 38 [1946] 333.
  7. Documento citado in P. Blet, Pio XII e la seconda guerra mondiale negli Archivi Vaticani, cit., 174.
  8. Esta resistencia estaba encabezada por los generales Beck y Oster. En Roma, por mediación del abogado bávaro J. Müller, habían entrado en contacto con Mons. Kaas, que había sido uno de los jefes del Zentrum alemán antes del advenimiento del nazismo, y con el secretario del Papa, el jesuita P. Leiber. El 11 de enero de 1940, Pío XII convocó al representante de Inglaterra y le explicó que había recibido información de una fuente fiable (es decir, del abogado Müller) de que en Alemania algunos generales estaban preparando un golpe de Estado contra Hitler. Y también había sabido por el enviado militar que los generales insurrectos se declaraban dispuestos a sustituir al gobierno actual por un régimen con el que se pudiera negociar la paz. Proponían la devolución de Polonia y Checoslovaquia a cambio de la anexión de Austria al Reich.
  9. Cfr J. Cornwell, Il papa di Hitler, Milán, Garzanti, 2000. Al respecto, véase también: D. I. Kertzer, Un Papa in guerra. Storia segreta di Mussolini, Hitler, Pio XII, Milán, Garzanti, 2022.
  10. Hay que recordar que, inmediatamente después de su elección al pontificado, Juan XXIII confirmó las condenas doctrinales de la ideología marxista, ya expresadas, ciertamente en un tono más decidido, por su predecesor. En 1959, el Santo Oficio reiteró su condena formal del comunismo y su censura a quienes, a sabiendas, seguían y propagaban su doctrina anticristiana. En su primera encíclica, Ad Petri cathedram, del 29 de junio de 1959, Juan XXIII condenó no sólo todas las ideologías ateas, sino también las políticas antirreligiosas aplicadas por los Estados que no reconocían la libertad de conciencia. Pronunció claras palabras de apoyo y viva solidaridad para los cristianos que habían sido exiliados o encarcelados en campos de concentración en muchos países por no abandonar su fe o traicionar su ministerio.
  11. Cfr A. Casaroli, Nella Chiesa per il mondo. Omelie e discorsi, Milán, Rusconi, 1987, 309.
  12. Cfr G. Barberini, L’Ostpolitik della Santa Sede. Un dialogo lungo e faticoso, Bolonia, il Mulino, 2007, 58.
  13. Sobre esta propuesta, el entonces director de La Civiltà Cattolica, P. Roberto Tucci, citando las palabras de Juan XXIII, anotaba en su diario: «El Santo Padre lamenta las críticas que se le hacen, incluso en medios eclesiásticos, por el asunto del mensaje de Jruschov […]. El Santo Padre se deja guiar por su buen sentido y su sentido pastoral» (Archivio Della Civiltà Cattolica [ACC], Diario delle consulte, 30 de diciembre de 1961).
  14. En marzo de 1962, el Papa convocó a Mons. Francesco Lardone, delegado apostólico en Estambul, y le dijo: «Tú que estás en contacto con el embajador soviético en Ankara, ¿podrías expresarle mi deseo de ver también a los obispos católicos rusos en el Concilio?» (G. Alberigo, Storia del Concilio Vaticano II, vol. I, Bolonia, il Mulino, 1995, 426 ss). El 11 de abril, el delegado apostólico informó al Secretario de Estado, Card. Amleto Cicognani, que la reunión con el embajador soviético había sido un éxito. En efecto, el gobierno ruso, para satisfacer el deseo del Papa, se había comprometido a no obstaculizar la participación de los obispos de la Unión Soviética en el Concilio. Los demás países del Pacto de Varsovia no tardaron en seguir el ejemplo de Moscú.
  15. Cfr A. Wenger, Concile Vatican II. Première session, París, ed. du centurion, 2019, 222 s; Id., Le trois Rome. L’ église des années soixante, París, Desclée de Brouwer, 1991, 95 s.
Giovanni Sale
Después de realizar estudios en derecho en 1987 ingresó a la Compañía de Jesús, en la cual fue ordenado presbítero. Desde 1998 es parte del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica. Enseña, además, Historia de la Iglesia Contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Ha trabajado durante años en el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, del que fue su último director.

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