En tiempos recientes, con una frecuencia cada vez mayor, los símbolos religiosos irrumpen en la arena política. A menudo, Dios es invocado de manera inapropiada, llamado como testimonio de una facción política o como una etiqueta para promover un partido. El tema es sin duda de actualidad, pero la problemática tiene raíces antiguas. Por eso mismo, las propias Escrituras judeocristianas contienen anticuerpos contra cualquier instrumentalización de lo divino.
Si, por un lado, el Señor es el Dios de un pueblo particular, Israel; por otro lado, el texto sagrado es consciente de que él es «Santo» (cfr. Ex 15,11; Is 6,3; Os 11,9), está «separado», es decir, es «distinto» del mundo[1]. El Señor dice a través del profeta: «los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos –oráculo del Señor» (Is 55,8). Ese Dios tan cercano a su pueblo, hasta el punto de intervenir para liberarlo de la esclavitud de Egipto y llevarlo a la Tierra Prometida, es también Otro en relación con Israel. Un signo elocuente de esto es el Tetragrámaton, el Nombre de Dios que no se puede pronunciar[2].
Esta prohibición protege la alteridad de Dios, porque no es posible aprehender el misterio del Señor llamándolo por su nombre[3]. Esta trascendencia, y al mismo tiempo inmanencia, divina es recordada por el profeta Isaías: «¡Aclama y grita de alegría, habitante de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel!» (Is 12,6). El Dios Santo se hace presente en la historia de una comunidad particular, Israel, que él eligió entre todas las naciones de la tierra (cfr. Dt 14,2).
El arca de la alianza o del pacto es un signo de esta presencia concreta de Dios en medio de su pueblo, en una dinámica que prefigura la encarnación del Emmanuel, el Dios con nosotros (cfr. Is 7,14; Mt 1,23). ¿Cuál es la relación de Israel con el Dios que camina junto a ellos? ¿Podrán respetar su alteridad, o intentarán convertir a este Dios en un ídolo? ¿Qué sucede cuando el Señor de los ejércitos es llevado de manera inapropiada al campo de batalla?
En la historia bíblica, el poder confiado a los soberanos les otorga grandes responsabilidades, ya que sus acciones pueden conducir a muchos hacia la muerte o hacia la vida. ¿Qué sucede cuando aquel que está al frente del pueblo instrumentaliza a Dios para su propio beneficio? En este sentido, el caso de Jeroboam, rey de Israel, resulta emblemático.
¿Puede el Señor de los ejércitos ser llevado al campo de batalla?
Al principio del primer libro de Samuel hay un ciclo de historias en las que el arca es la protagonista del relato (1 Sm 4,1b–7,1). Este sagrado cofre, que contiene las tablas de la ley, era el lugar de encuentro entre el Señor y su siervo Moisés (cfr. Ex 25,10-22; 37,1-9). Sin embargo, el arca no es solo un objeto religioso, sino que a lo largo de la narración se muestra dotada de voluntad y vida propia.
En el relato de 1 Sm 4, Israel se ve obligado a enfrentarse a los filisteos, sufriendo una estruendosa derrota[4]. Ante este revés, los ancianos del pueblo apenas tienen tiempo para preguntarse por las causas cuando recurren a una solución que parece demasiado apresurada: «Cuando el pueblo regresó al campamento, los ancianos de Israel dijeron: “¿Por qué el Señor nos ha derrotado hoy delante de los filisteos? Vayamos a buscar a Silo el Arca de la Alianza del Señor: que ella esté presente en medio de nosotros y nos salve de la mano de nuestros enemigos”» (1 Sm 4,3).
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La intuición inicial de que fue el Señor quien golpeó a Israel a través de la mano de los filisteos no se profundiza. Los líderes del pueblo no consideran su propia desobediencia a Dios como causa de la derrota. No hay toma de conciencia de sus propios pecados y responsabilidades. Pero el lector sabe que el liderazgo de Israel está obrando mal (cfr. 1 Sm 2–3).
Los ancianos, por lo tanto, no se interrogan sobre las causas que llevaron a la derrota, sino que implementan la solución más fácil e inmediata, que es forzar al Señor, llevándolo al campo de batalla[5]. En cierto sentido, el arca se convierte en un mero instrumento: ya no es un signo de la presencia del Dios viviente, sino un talismán para usar como arma definitiva contra un enemigo aparentemente invencible. Sin embargo, ¿obligar al Señor a pelear contra los filisteos puede asegurarle al pueblo la ansiada victoria?
Los que llegan a Silo encuentran junto al arca a los hijos de Elí, el sacerdote y juez de Israel (1 Sm 4,18): «El pueblo envió unos hombres a Silo, y trajeron de allí el Arca de la Alianza del Señor de los ejércitos, que tiene su trono sobre los querubines. Jofní y Pinjás, los dos hijos de Elí, acompañaban el Arca» (1 Sm 4,4).
No es casualidad que aquí el arca esté vinculada a los hijos de Elí. Este dato, que conecta 1 Sm 4 con lo narrado en los capítulos anteriores, aclara la identidad de aquellos que son los principales responsables del pecado que llevó a Israel a la derrota. De hecho, los hijos de Elí son corruptos y perversos y ya han sido rechazados por el Señor (1 Sm 2,12-36; 3,11-14). Lamentablemente, en lugar de erradicar el mal de Israel, el pueblo elige el camino más cómodo, que es doblegar lo sagrado a sus propios fines. Sin embargo, Dios no es un ídolo manipulable por el hombre y no permitirá que los israelitas lo conduzcan donde ellos desean.
En los libros de Samuel se llama por primera vez a Dios «Señor de los ejércitos», refiriéndose a los ejércitos de Israel o a los ejércitos celestiales[6]. Además, en 1 Sm 4,4 se hace referencia al aspecto del arca, que aparece coronada por dos querubines de oro. El espacio vacío entre ambos representa el lugar de la presencia de Dios y el encuentro entre el Señor y Moisés (Ex 25,18-22). Sin embargo, «el Señor de los ejércitos sentado entre los querubines» resultará ser una carga demasiado pesada para Israel en medio del enfrentamiento con los filisteos.
La narración continúa revelando al lector la recepción triunfal del arca en el campo de batalla: «Cuando el Arca de la Alianza del Señor llegó al campamento, todos los israelitas lanzaron una gran ovación y tembló la tierra» (1 Sm 4,5).
Las expresiones hiperbólicas utilizadas por el narrador describen plenamente la fuerza de un grito que es a la vez un grito de guerra, pero también un grito de alegría y exultación[7], quizá prematuro y precipitado. Ahora que Dios se ha visto obligado a salir al campo, Israel recupera de repente la confianza, mientras que para sus enemigos no parece haber esperanza: «[Incluso] los filisteos oyeron el estruendo de la ovación y dijeron: “¿Qué significa esa estruendosa ovación en el campamento de los hebreos?”. Al saber que el Arca del Señor había llegado al campamento, los filisteos sintieron temor, porque decían: “los dioses[8] han llegado al campamento”» (1 Sm 4,6-7a).
La tensión narrativa crece junto con el temor de los filisteos a la presencia de Dios en medio de Israel. El lector entra en el punto de vista aterrorizado de los enemigos de Israel, que llaman a los israelitas con el apelativo de «hebreos»[9] e identifican la presencia de Dios con el genérico Elohim, que en este caso puede traducirse con el plural «dioses», de acuerdo no sólo con el politeísmo del Oriente Próximo Antiguo, sino también con los versículos que siguen[10].
Continúa la reflexión de los filisteos sobre la nueva situación en el campamento de sus adversarios: «Y exclamaron: “¡Ay de nosotros, porque nada de esto había sucedido antes! ¡Ay de nosotros! ¿Quién nos librará de este dios poderoso? Este es el dios que castigó a los egipcios con toda clase de golpes en el desierto[11]. ¡Tengan valor y sean hombres, filisteos, para no ser esclavizados por los hebreos, como ellos lo fueron por ustedes![12] ¡Sean hombres y luchen!» (1 Sm 4,7b-9).
Los filisteos expresan su lamento ante la presencia, en el campo de batalla, de los dioses de Israel. Recuerdan la historia del Éxodo y los golpes sufridos por los egipcios. Como afirma Walter Brueggemann: «Los filisteos se presentan como excelentes intérpretes de la historia y la fe de Israel; […] incluso estos extranjeros incircuncisos pueden discernir el extraño poder que actúa en la vida de Israel, un extraño poder inmensamente peligroso»[13]. Sin embargo, a diferencia del libro del Éxodo, el lector no asiste aquí al hundimiento de los adversarios de Israel. De hecho, todas las expectativas dan un vuelco cuando los filisteos no sólo no se derrumban y se rinden, sino que, animándose unos a otros, encuentran nuevas energías para reaccionar y no acabar derrotados y subyugados. Con gran sorpresa, esta vez no será el enemigo de Israel quien será abatido, como en Egipto, sino que el pueblo del Señor sufrirá una amarga derrota: «Los filisteos libraron batalla. Israel fue derrotado y cada uno huyó a sus campamentos. La derrota fue muy grande, y cayeron entre los israelitas treinta mil hombres de a pie. El Arca del Señor fue capturada, y murieron Jofní y Pinjás, los dos hijos de Elí» (1 Sm 4,10-11).
El destino de los israelitas sufre un duro revés. No sólo sufren grandes bajas en el campo de batalla, sino que el arca, signo de la presencia de Dios entre el pueblo, «es tomada». El pasivo teológico subraya que Dios mismo es el autor de todo esto[14]. La victoria de los filisteos es permitida por Dios a causa de los pecados de Israel. En efecto, los hijos corruptos de Elí pierden la vida en la batalla, y así se cumple la profecía anunciada en 1 Sm 2,34. El Señor, por tanto, no puede ser reducido a un ídolo fabricado por el hombre con fines de lucro y beneficio (cfr. Is 44,10). El Dios vivo es libre y muestra su señorío alejándose de las filas de Israel, sustrayéndose a las garras del pueblo que quiere instrumentalizarlo y doblegarlo a sus propios fines y beneficios.
Jeroboam y la religión al servicio de la razón de Estado
En un momento crucial de la historia bíblica, hace su aparición Jeroboam, un gobernante cuyas acciones se caracterizan por una fuerte mezcla de religión y política. De hecho, la fe del pueblo es manipulada por el rey, y la religión se convierte en una herramienta para poner en práctica un proyecto político. Todo esto tendrá un efecto en cascada, influyendo a largo plazo en la historia de Israel. El «pecado» de Jeroboam atraviesa las generaciones y las diversas dinastías que se alternarán en el trono del reino del norte hasta la conquista asiria (cfr. 2 Re 17,7-23)[15].
Los acontecimientos relacionados con Jeroboam tienen lugar en el transcurso de cuatro capítulos del primer libro de los Reyes (1 Re 11-14). El futuro rey de Israel es presentado en la narración bajo una luz positiva, como un valiente guerrero (cfr. 1 Re 11,28). Salomón lo tiene en gran estima y lo elige como superintendente de la casa de José en la ciudad de David (cfr. 1 Re 11,28). Posteriormente, Jeroboam parece ser promovido y legitimado como nuevo rey por la intervención del profeta Ajías (cfr. 1 Re 11,29-39) y la actitud arrogante y necia de Roboam, sucesor de Salomón, que provocará una ruptura política entre el Norte y el Sur (cfr. 1 Re 12,1-19).
Sin embargo, la percepción que el lector tiene de este gobernante pronto cambia radicalmente y da un giro negativo. En efecto, en un decisivo monólogo interior, el rey de Israel condensará sus temores y aprensiones, que le impulsarán hacia un cisma no sólo político, sino también religioso, entre Israel y Judá. Las palabras que Jeroboam se dirige a sí mismo arrojan luz sobre las motivaciones que le llevan a manipular el elemento religioso para asegurarse el poder[16]: «Pero Jeroboam pensó: “Tal como se presentan las cosas, el reino podría volver a la casa de David. Si este pueblo sube a ofrecer sacrificios a la Casa de Dios en Jerusalén, terminarán por ponerse de parte de Roboam, rey de Judá, su señor; entonces me matarán a mí y se volverán a Roboam, rey de Judá”» (1 Re 12,26-27).
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El rey se da cuenta de que puede perder el reino y ser asesinado si el pueblo sigue subiendo a Jerusalén para el culto, porque así Israel seguirá sintiéndose ligado a Judá. Jeroboam se siente en peligro; por eso actúa de acuerdo con su miedo y doblega la religión a sus necesidades políticas: «Y después de haber reflexionado, el rey fabricó dos terneros de oro y dijo al pueblo: “¡Basta ya de subir a Jerusalén! Aquí está tu Dios, Israel, el que te hizo subir del país de Egipto”» (1 Re 12,28).
Jeroboam urde un plan para alejar a los israelitas de Judá colocando dos becerros de oro, uno en Betel y otro en Dan. Miente al pueblo acerca de Dios, presentando los dos becerros como los dioses que liberaron a Israel de la esclavitud en Egipto[17]. El narrador bíblico emite un juicio claro sobre la acción del rey: «Aquello fue una ocasión de pecado» (1 Re 12,30).
La manipulación de Dios con fines políticos se convierte en una idolatría que implicará a todo Israel, alejándolo del Señor no sólo en el presente, sino también en el futuro. Como dirigente, Jeroboam es gravemente responsable de sus actos, que tendrán graves repercusiones para muchos. Además, persiste en su obra de desvirtuar la fe del pueblo construyendo templos en las alturas, instituyendo un sacerdocio no levítico y estableciendo una nueva fiesta (cfr. 1 Re 12,28-33). De este modo, diferencia aún más el culto respecto del de Judá: «El día quince del octavo mes – fecha que había elegido arbitrariamente[18] – subió al altar que había levantado en Betel. Así celebró una fiesta para los israelitas, y subió al altar para quemar incienso» (1 Re 12, 33).
Jeroboam se erige en mediador de lo sagrado para consolidar su propio poder. Utiliza los símbolos de la religión a su antojo, engañando a Israel. De hecho, al controlar el elemento religioso, cree tener en sus garras a la masa del pueblo, vinculándolo a sí mismo y no a Dios. Del corazón del rey, de su interior y de sus intenciones brota el mal, que no sólo comete, sino que hace cometer a su reino. La transgresión no afecta sólo a la persona de Jeroboam, sino que se extiende a todo Israel, «se convierte en pecado», porque las acciones del gobernante conducen al pueblo hacia el mal[19].
En lugar de ayudar a sanar las divisiones entre los dos reinos, Jeroboam echa sal en las heridas aún abiertas. Actuando así, aviva aún más el conflicto entre Israel y Judá. Mediante la religión y la instrumentalización de Dios, levanta nuevas vallas y barreras, que dividen aún más profundamente al pueblo del Señor. El cisma religioso aísla el reino de Jeroboam e impide la comunicación entre Judá e Israel. La religión así esclavizada alimenta el conflicto y la incomprensión, y rompe la unidad del pueblo, empujándolo hacia la catástrofe del exilio.
Conclusiones
La historia del arca (1 Sm 4,1-11) y la de la reforma «religiosa» de Jeroboam (1 Re 12,26-33) ofrecen una interesante visión de cómo la Biblia advierte contra cualquier instrumentalización de lo sagrado. Los ancianos de Israel consideran a Dios de un modo mágico. De hecho, llevan el arca al campo de batalla, creyendo que este gesto supersticioso es suficiente para garantizar su éxito. Sin embargo, descubren, a un precio muy alto, que Dios no es un amuleto, sino el Viviente y el Señor de la historia.
Jeroboam es un rey que no actúa por el bien del reino de Israel, sino movido por el miedo y la preocupación de perder su poder. Por ello actúa de forma irresponsable, llevando a todo el pueblo hacia la idolatría a través de su reforma cultual. La religión queda así esclavizada a los intereses del gobernante para consolidar su tambaleante reinado.
Estos relatos se presentan como una advertencia al lector de ayer y de hoy para que no reduzca el misterio de Dios a un mero instrumento idolátrico para sus propios intereses partidistas. La Escritura amonesta a los líderes políticos, a los ancianos y a los reyes a no manipular el elemento religioso en aras del consenso o del éxito. A través de los relatos bíblicos, se insta a toda la comunidad creyente a no vivir la religión como superstición y magia, sino a establecer la relación correcta con un Dios vivo que «es capaz de hacer infinitamente más de lo que podemos pedir o pensar» (Ef 3,20).
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Para profundizar en la raíz semita Q-D-SH, base de la palabra «Santo», cfr. L. Koehler – W. Baumgartner (eds), The Hebrew and Aramaic Lexicon of the Old Testament, II, Leiden – New York – Köln, Brill, 2001, 1072-1075. ↑
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Cfr. G. Odasso, «Nome», en R. Penna – G. Perego – G. Ravasi (eds), Temi teologici della Bibbia, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2010, 898-908. ↑
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El tetragrámaton Yhwh se traduce generalmente con el término «Señor», tanto en las versiones antiguas (LXX, Vulgata) como en las modernas. ↑
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El pueblo filisteo forma parte de los llamados «pueblos del mar» que, procedentes del Egeo, se enfrentaron a Egipto y se asentaron en la tierra de Canaán entre los siglos XIII y XII a.C. (cfr. T. Dothan, «Philistines», en D. N. Freedman [ed.], The Anchor Bible Dictionary, V, New York, Doubleday, 1992, 326-333). ↑
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En otras ocasiones, se cuenta que el arca camina con el pueblo por el desierto (cfr. Nm 10,35-36), o que su presencia es crucial en la batalla, como en la conquista de Jericó (cfr. Js 6). ↑
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La expresión aparece por primera vez en 1 Sm 1,3. Para una discusión exhaustiva del significado de la expresión «Señor de los ejércitos», cfr. M. Gargiulo, Samuele. Introduzione, traduzione e commento, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2016, 46. ↑
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Cfr. H. Ringgren, «rw’» en Grande lessico dell’Antico Testamento, VIII, Brescia, Paideia, 2008, 319-323. ↑
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Aquí seguimos la versión griega de los LXX y traducimos literalmente el genérico Elohim que aparece en la Biblia hebrea. ↑
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En la Biblia, la palabra «hebreos» es utilizada generalmente por los extranjeros para referirse al pueblo de Israel (cfr. M. Gargiulo, Samuele…, cit., 76). ↑
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Cfr. R. Alter, The David Story. A Translation with Commentary of 1 and 2 Samuel, New York, W. W. Norton & Company, 1999, 23. ↑
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Algunos autores traducen como «toda plaga en el desierto», refiriéndose así a las calamidades que Dios envió sobre Egipto (cfr. CEI 2008; M. Gargiulo, Samuele…, cit., 77; P. K. McCarter, I Samuel. A New Translation with Introduction and Commentary, Nueva York, Doubleday, 1980, 102). En este caso, sin embargo, sería difícil situar las plagas de Egipto en el contexto del desierto. Cabe pensar, en cambio, que la expresión «todo golpe» alude a la amarga derrota sufrida por los egipcios durante el paso del Mar Rojo: una derrota que el libro del Éxodo sitúa precisamente en el desierto (cfr. Ex 13,18.20; 14,3.11-12). ↑
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La referencia a los israelitas subyugados por los filisteos se encuentra en el libro de los Jueces. En efecto, los hombres de Judá se dirigen a Sansón con una pregunta que presupone la hegemonía filistea: «¿No sabes que los filisteos nos dominan?» (Jue 15,11). ↑
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W. Brueggemann, I e II Samuele, Turín, Claudiana, 2005, 43. ↑
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Cfr. K. Bodner, 1 Samuel. A Narrative Commentary, Sheffield, Sheffield Phoenix Press, 2009, 46. ↑
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Al ofrecer su interpretación de la caída del reino de Israel, el narrador bíblico hace referencia directa al pecado de Jeroboam: «Cuando el Señor arrancó a Israel de la casa de David, y fue proclamado rey Jeroboam, hijo de Nebat, este alejó del Señor a Israel y le hizo cometer un gran pecado» (2 Re 17,21). ↑
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Cfr. R. D. Nelson, I e II Re, Torino, Claudiana, 2010, 94; J. T. Walsh, 1 Kings, Collegeville, Liturgical Press, 1996, 171. ↑
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Hay aquí una referencia explícita a Ex 32 y a la historia del becerro de oro. ↑
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La versión griega traduce «el mes que había elegido de su corazón», recordando el monólogo que Jeroboam había mantenido en su interior (cfr. 1 Re 12,26-27). En la Biblia, el corazón es el órgano de la interioridad donde tienen lugar el discernimiento y el juicio. ↑
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Cfr. J. T. Walsh, 1 Kings…, cit., 174. ↑
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